1. Motivación
A pesar del trasnocho, tuve las fuerzas suficientes para sostenerme en pie. Solo me quedó tiempo para cambiarme de ropa. Ya en la funeraria, cuando todo se encontraba un poco más calmado, frente a los féretros de Norberto García, Albeiro Guarín, Rosalba Alvarado y Betty Donado juré por Dios que mucho antes de la próxima Navidad tendría inundadas las oficinas de un texto que llamaría: “¡Alégrate! Es Navidad”. El título lo tenía por descontado, porque esa fue la conclusión a la que llegó César Valenzuela la noche que salimos de nuestro encuentro espiritual navideño con el padre Jorge Emilio Gutiérrez.
A eso de las dos de la mañana del 17 de diciembre, el timbre del teléfono me dejó sentado en la cama. Tan pronto me ubiqué, estiré la mano, prendí la luz de la pantalla y tomé el auricular. Trinidad, mi esposa, sobresaltada, escuchaba de quién era la llamada y la razón de la misma. La voz entrecortada del celador me acabó de descomponer: “Doctor…, acaba de llamar la policía, hubo un accidente y cuatro empleados de la compañía están muertos. ¿Qué hacemos…?”. “Deme la dirección del accidente”. “Avenida Nueva Estación con Circunvalar”. “Voy enseguida. Llame al abogado y dígale que nos vemos allá. Muchas gracias”. Trinidad insistió en acompañarme, pero antes de que pudiera discutir algo más, yo ya estaba vestido de sudadera y calentando el motor del carro. En menos de cinco minutos conducía raudo al lugar de los hechos. Llevaba solo dieciséis días como Gerente de Recursos Humanos y en mis antiguos empleos nunca había atendido una emergencia como esta. Me parecía imposible que la noche anterior todos los trabajadores de la empresa nos hubiéramos reunido para rezar el primer día de la novena, y en ese momento cuatro de ellos habían fallecido. Para ser honesto no identificaba a ninguno de ellos, pero sabía lo que me esperaba. Por mi experiencia como psicólogo, sé que duele perder cuatro vidas humanas, y que lo más difícil es afrontar el impacto y luego acompañar en el duelo a los familiares. Los accidentes siempre serán traumáticos.
Cuando llegué al sitio, la zona ya estaba acordonada y llena de curiosos. La oscuridad de la noche, el rumor de la gente, un carro retorcido, el ulular de las sirenas de las ambulancias, el alucinante girar de las centelleantes luces rojas y amarillas de las radiopatrullas y las cuatro sábanas blancas que cubrían los cadáveres daban un aspecto espantoso al lugar. Quedé tan impactado que de los nervios las piernas me temblaban y casi me caigo. Busqué al oficial que dirigía el levantamiento, le extendí el carné de la empresa y, estúpidamente, le pregunté: “Mi capitán, ¿qué pasó?”. “No ve, doctor, cuatro muertos”. “Sí, pero, ¿cómo sucedió?”. “Borrachos”, me contestó a secas.
Me acerqué a la chatarra que hasta hacía pocas horas era un automóvil último modelo. El techo y los asientos estaban empapados de sangre, además había pedazos de vidrio y colillas de cigarrillos por todas partes. Entre los asientos delanteros se veía una botella de licor y en el piso cuatro gorros de Papá Noel. Al mirar por los vidrios rotos de una ventana sentí el olor de una mezcla de gasolina, nicotina y alcohol. Por respeto a los familiares no comento todos los improperios que escuché y el doble dolor que presencié. Doble dolor: por su muerte y porque los cuatro eran casados, pero ninguno estaba con su cónyuge. Total que esa noche cuatro personas quedaron viudas, siete jóvenes y cuatro niños quedaron huérfanos y no sé cuántos más se sumaron a un dolor con reproche. Con reproche porque algún celador del lugar que pasó en bicicleta le dijo a un periodista que el carro había salido de un motel que quedaba como a diez cuadras del accidente. Desde luego que el periodista aprovechó el dato para su titular de prensa. Entrar a juzgar las debilidades humanas no es potestad mía. Pero contribuir de alguna manera para que hechos como estos no sucedan, y menos en épocas navideñas sí lo tomo como una obligación. Ante Dios no puedo pecar por omisión. Por eso juré que para la próxima Navidad ya tendría en circulación mi escrito de: “¡Alégrate! Es Navidad”.
Tres años atrás, el 1 de diciembre, me llegó a la oficina de mi anterior empleo una caja envuelta en papel de regalo. Por lo inusual, me causó curiosidad. Al romper el papel y revisar su contenido, encontré un sobre de manila y una caja de aproximadamente veinte centímetros de ancho, por veinte centímetros de fondo y como cuarenta centímetros de altura. Antes de destapar la caja, resolví leer primero el contenido del sobre, era una carta remisoria. No leí el encabezamiento, sino que busqué directamente el remitente, estaba firmada por el Padre Jorge Emilio Gutiérrez. “Tan raro”, pensé, “un regalo del cura Jorge”. La carta decía lo siguiente:
Señor
Libardo Vargas
La ciudad
Apreciado Libardo:
De la manera más cordial me permito invitarlo junto con los suyos, incluidos padres y suegros, el día 16 de diciembre, a las 2:00 p.m., para que en familia nos demos el mejor regalo de Navidad: Armar el pesebre.
Nos acostumbramos por esta época a ver pesebres de todos los estilos y en los materiales más variados. A través de mi vida he visto cómo se arman pesebres en cera, cartón, cerámica, gres, arcilla, yeso, hierro, aluminio, cuernos, hueso, resinas acrílicas, tornillos, pan, resinas uréicas, mazapán, madera, plastilina. Me faltaría espacio para acabar de describir cómo el ingenio humano puede construir las diferentes figuras del pesebre. Esta semana vi por televisión cómo alguien gastando no sé cuántos litros de leche y no sé cuántas libras de azúcar hizo un pesebre de arequipe. Como padre me encantaría que sin importar el tipo de pesebre que se arme, así sea de arequipe, ese pesebre sensibilice el corazón de quien lo esté armando. Pero pasan y pasan Navidades y, por el contrario, se ve a las personas con corazones cada vez más endurecidos.
Este año mi propuesta, para algunos alumnos que conformaron uno de los mejores equipos de baloncesto que tuvo el colegio, es que juntos armemos el pesebre. Un pesebre diferente: armado en nuestro corazón.
Le agradezco que me llame o vía correo electrónico me confirme su asistencia y el número de sus invitados. Ese día, junto con su familia, por favor traiga la figura que le estoy enviando.
Atentamente,
Padre Jorge Emilio Gutiérrez
joregu@navi.com
Teléfono: 932 4217
Al destapar la caja y sacar su contenido, encontré envuelto en papel periódico a un rey mago de barba y cabellos largos y grises, la figura era de porcelana Capo di Monte. Con sinceridad no supe de quién se trataba. Sabía que había un rey mago negro llamado Baltasar, por descarte este era Melchor o Gaspar. Al voltear un poco la porcelana observé que en la base venía un cartoncito pegado con cinta que decía: PERSEVERANCIA, BÚSQUEDA. El cura siempre tuvo un motivo diferente para convocar a las personas que por alguna razón habían dejado huella en su vida. Supongo que al hablar del equipo de baloncesto, se estaría refiriendo a un quinteto en especial que ganó un intercolegiado nacional, donde él era el técnico. Ese equipo sirvió de base para una selección nacional juvenil y todos éramos del mismo salón. Si yo no estaba equivocado, sin lugar a dudas ese dieciséis de diciembre me encontraría con Wilson Cortés, Alejandro Santanilla, “El Flaco” Valenzuela, que siempre fue el niño fifí del grupo, pues se creía de mejor familia que todos, Enrique Bengal, un moreno como de dos metros y pico de estatura, Abelardo Ramírez, Alfredo Bustamente, “El Pajarito” Ruiz, que aparte de jugar baloncesto era cantante, Roberto Guzmán, Armando Pérez y un gordito que por más que lo intenté no me acordé del nombre, creí que era de apellido Bernal. El cura lo sabía: Sin importar que cada uno de nosotros laborara en distintos oficios, con diferentes posiciones sociales y las más diversas profesiones, este era un motivo ineludible para reunirnos. Fue admirable ver cómo después de casi veintiséis años de haber terminado nuestra secundaria, él nos tuviera ubicados a todos. Cuando cumplimos las bodas de plata alguien planeó un encuentro, y escasamente nos reunimos unos siete, y, en esa ocasión, de los que jugábamos baloncesto, solo estuve yo.
Llamé a Trinidad y le encantó la idea. Esa misma tarde me comuniqué con el padre Jorge Emilio y le confirmé mi asistencia, obviamente con mi esposa y los tres niños. En la conversación, no me contuve y le pregunté a quiénes había invitado a la reunión del dieciséis de diciembre. Él me contestó con otra pregunta: “¿A quiénes crees?”. “A los campeones del intercolegiado”. “Muy bien, chato”. Chato: así nos dijo siempre a los miles de estudiantes que pasamos por el colegio. “Y, ¿quiénes ya le confirmaron?”, le volví a preguntar. “Hasta ahora tú”, me contestó. Hablamos durante algunos minutos de otros temas y antes de despedirnos, me dijo: “Libardo, ¿tú sigues escribiendo?”. “Claro, padre...”. “Perfecto, me gustaría que ese día tomaras notas de todo lo que vamos a compartir y si te puedes traer una grabadora mejor. Me gustaría que algún día escribieras sobre el tema de la Navidad”.
Hoy, todas esas notas y los registros de su voz son mis herramientas para escribir el texto que juré elaborar para la próxima Navidad. Ahora solo me toca desempolvarlas, organizarlas y darles una dinámica literaria para entregárselas a los millones de hermanos que anualmente arman el pesebre para conmemorar el nacimiento de Jesús. De tal manera que si tú armas el pesebre y rezas la novena, y por alguna circunstancia estas notas llegan a tus manos algún día, créelo, este texto también es para ti.
Después del sepelio, pasé un momento por la oficina. Esa misma tarde se iniciaban las vacaciones colectivas de fin de año. Sin importar que solo llevara diecisiete días de trabajo, por obligación, yo también debería salir a descansar. Por tanto, iba a tener el tiempo y la motivación del entorno navideño como aliados para comenzar a escribir.
Ese dieciséis de diciembre, año de la invitación del cura Jorge, que para beneficio de todos era sábado, faltando diez minutos para las dos de la tarde, ya estaba junto con mi familia, que no se apeó del carro, timbrando en la entrada lateral del colegio. Usualmente en vacaciones de los alumnos no se abría la entrada principal. Él mismo me abrió la puerta. Después de abrazarnos y comentar un poco sobre Trinidad y los niños, llamó a Luis para que me abriera la puerta del garaje. A don Luis siempre lo conocí viejo, pero ahora era como una pieza de ropa, de camisa y pantalón, colgada a un gancho al que por el cuello le salía una cabeza y por las mangas unas manos y unos zapatos. Me dio mucha alegría ver al celador amable y querendón de siempre. Ya en el garaje, al bajarnos del carro, el padre se acercó con una mujer, menudita, vestida de negro y dos jóvenes de trece y quince años aproximadamente, saludó a Trinidad y abrazó a mis niños: Gabriela de diecisiete años, Pilar de quince y José Roberto de trece. Enseguida dirigiéndose a mí, me dijo: “Te presento a la esposa de Armando Pérez y a sus hijos”. A la vez que le daba mi nombre, la besé en la mejilla y la escuché decir: “Mucho gusto, Margarita”. Ella misma me presentó a Armando Junior y a Leonel. “Y, ¿Armando?”, pregunté. “Él falleció hace tres meses”, me dijo, a la vez que dos lágrimas salían de sus ojos. Sentí un nudo en la garganta, balbuceé un “lo siento” y les presenté a Trinidad y a los niños.