La realización de este libro se ha dado en el marco del Proyecto de Redes Internacionales 150101.
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Índice
Introducción: Escribir la violencia. Hacia una escucha de la destrucción del lenguaje
Aïcha Liviana Messina
I. La violencia del grito
La violencia del lenguaje: Herder y Sófocles
Ilit Ferber
La escritura del grito
Andrea Potestà
II. La violencia del testimonio
Tras cien años de olvido: sobre la literatura y el arte como resistencia a las borraduras de la historia
María del Rosario Acosta
Maternidad, violencia y sacrificio en la literatura del Renacimiento judío
Dana Olmert
Desplazamientos. Un ensayo sobre la madre en El contagio de Guadalupe Santa Cruz
Víctor Ibarra B.
Subjetividad y política en las Memorias de Carlos Prats
Yosa Vidal
III. La violencia de la escritura
Antonin Artaud: violencia e hipersensibilidad
Évelyne Grossman
Archivar el terror
David E. Johnson
Papeles timbrados
Amanda Leonor Olivares
Reseñas de autores
Escribir la violencia.
Hacia una escucha de la destrucción del lenguaje1
Aïcha Liviana Messina
Quizá la mayor dificultad que enfrentamos a la hora de abordar el problema de la violencia sea la evanescencia de su concepto. La violencia no solo parece producirse de múltiples maneras, sino que además desconocemos exactamente qué la caracteriza. Cuando escuchamos un grito –el de un dictador que espeta una verdad mediante el lenguaje o el que se profiere en la impotencia del lenguaje que no puede ni pensar ni contrarrestar lo real–; cuando damos cuenta de la violencia física, de su modo de irrumpir o de instalarse en el mundo y de normalizarse (al punto de hacerse invisible); cuando analizamos el orden social perfectamente dominado por diversas razones –la razón de Estado, la razón clínica y científica, incluso económica y biológica–, nos enfrentamos a formas heterogéneas de producción de violencia. Pero ¿se trata de diferentes tipos de violencia o resulta, en realidad, que es propiedad suya producirse de maneras diferentes? Por otro lado, ¿qué caracteriza exactamente a la violencia en cada caso? ¿Dónde está la violencia? ¿En el grito del dictador o en el de un ser humano desesperado, o bien en el silencio que se hace eco de él? ¿Es ella un signo, un lenguaje, o se localiza, en cambio, en su interrupción? ¿Es la violencia un desgarro del lenguaje o se sitúa, más bien, en el ejercicio del lenguaje?
Pensar la violencia implica necesariamente referirse a la esfera en la que adquiere sentido. La idea de violencia se comprende desde un comienzo en un contexto jurídico. El acto de «violar» implica la infracción de una norma, de un límite. La violencia se produce de manera doble: en tanto ruptura de un límite es disruptiva (implica la interrupción del lenguaje); sin embargo, esta ruptura, esta interrupción, solo puede comprenderse dentro de la esfera del lenguaje (que ordena) o de la ley (que pone límites). Por ello, como escribe Derrida en «Nombre de pila de Benjamin», aunque la violencia sea del orden de una interrupción, «no hay violencia natural»2. En la medida que la violencia se entiende a partir de la imposición de un límite, y en la medida que violar consiste en infringir la ley, la violencia no es una producción puramente irracional. La violencia es un concepto inherente al derecho o a la justicia –y, por tanto, al lenguaje que permite sancionar un límite, un nomos–. En este sentido, Derrida afirma que «el concepto de violencia pertenece al orden simbólico del derecho, de la política y de la moral»3. No obstante, si la violencia no es pensable más que en el seno del sistema jurídico que nos estructura, si nosotros somos sujetos de la violencia en la medida en que estamos sujetos al –y somos sujetos del– lenguaje, ¿de qué instrumentos disponemos para pensar la violencia?
Comencemos por preguntarnos acerca de aquello que permitiría abordar la violencia del lenguaje para, en segundo lugar, reflexionar sobre el papel y las posibilidades de la escritura en relación con esta violencia. Cuando admitimos que la violencia es inherente al lenguaje, consideramos que ello es así en la medida en que el lenguaje atañe principalmente al imperio de los signos y que involucra, más precisamente, una estructura en la que el ente está subordinado a la significación. Así, el lenguaje sería violento en relación con el objeto que designa, pues traiciona su singularidad en nombre de la generalidad del concepto. Esta idea, que Benjamin evoca cuando habla en nombre del lenguaje representativo (de un lenguaje «caído»), está particularmente desarrollada por Blanchot en «La literatura y el derecho a la muerte», lugar en el que llega a mencionar incluso un poder mortífero del lenguaje4. Hay en el lenguaje un acto de negación que le es constitutivo. En otras palabras, aquello que liga la violencia al lenguaje no es una cuestión accidental sino esencial. El lenguaje –y por extensión el orden jurídico y político que define el derecho– constituye el dominio en el seno del cual podemos hablar de la violencia, por cuanto este dominio se constituye en la violencia. La violencia del lenguaje y del derecho se debe a la violencia de su autonomía y de su primado. De este modo, al igual que el lenguaje no se refiere sino al mundo de sentido que él mismo despliega y constituye, el derecho solo se refiere a la ley de la cual es el guardián y el obrero a la vez. La dimensión constitutiva del lenguaje implica que el sentido o la ley –es decir, la justicia de la que aquella se dice garante– carece de real (y quizá de serio) fundamento. Así, en El proceso de Kafka observamos a K arrastrado en la maraña de una ley cuyo sentido no comprenderá jamás y que, lejos de hacer justicia, terminará por causarle la muerte. Aunque el derecho, al igual que el lenguaje, tenga por objetivo estabilizar la realidad y ofrecer una cierta protección, nos arrastra a una realidad carente de fundamento.
La violencia del lenguaje posee diversas facetas. Nos priva de las cosas (de su singularidad), y nos priva además de nosotros mismos, pues termina por despojarnos de lenguaje. La metamorfosis de Kafka ofrece un ejemplo impresionante a este respecto. Gregorio, un joven trabajador que se conforma escrupulosamente a las exigencias de su familia y a las de su empleador (fiel así a la ley del oikos y a todo tipo de mandato), se despierta una mañana en el cuerpo de un insecto. Asimismo, de su condición de animal que posee lenguaje para conducirse de acuerdo con la buena moral (es decir, de su condición de zoon logon echon), Gregorio pasa a estar desposeído de la posibilidad de hablar, y por lo tanto resulta extraño a todo cuerpo social. En Kafka, mientras más obediente se es a la ley, más afuera de ella nos encontramos, incluso fuera de toda ley (pues el animal no está sujeto a ella). A mayor conformidad a su esencia de hombre –que consiste en hablar; el hombre es el animal que posee lenguaje–, más se aproxima a la bestia que, en Kafka, no se asemeja al animal que pertenece al orden de la naturaleza, sino que es precisamente aquello que está desposeído de toda esencia, de toda naturaleza. En Kafka, la bestia no posee la fuerza de la naturaleza; encarna más bien el silencio del hombre, su mutismo, su incapacidad de hablar. Así, no es que la bestia represente la violencia del lenguaje, sino que la presenta en la forma del enmudecimiento. El bestiario de Kafka se debe así a un giro del lenguaje contra sí mismo. El mutismo que encarnan las bestias es el de la condición humana que ya no está en condición de hablar, de coincidir con su esencia. De este modo, si «no hay violencia natural», si «el concepto de violencia pertenece al orden simbólico del derecho, de la política y de la moral», nos aproximamos a la violencia cuando la literatura se aproxima a la destrucción de la condición humana desde aquello que la funda: el lenguaje. La literatura no se exime de los límites del derecho. Ella no se pliega a un orden natural (lo que implicaría plegarse a otra ley), sino que atañe más bien a aquello que socava al derecho, a lo que destruye el lenguaje sin tregua, portando la carga del incesante ruido de esta destrucción. La literatura no sustituye al hombre por el animal, sino que más bien encuentra la bestia como imposibilidad de ser hombre. Así, al tocar la dimensión muda del lenguaje, la literatura expone la violencia en lugar de representarla. Ella expone al lector a una violencia sin nombre, una violencia que ya no tiene el amparo de la ley y que tiene que ver con la consumación de esta última.
* * *
En De otro modo que ser o más allá de la esencia, Levinas sostiene que la dimensión ontológica del lenguaje está desde siempre perturbada por su dimensión ética. El orden de lo «dicho» en el que las cosas se dicen y manifiestan porque pueden ser simbolizadas es perturbado por lo que Levinas llama el «decir», por el hecho de que el lenguaje, ante todo, está dirigido a un otro y que, en esa dirección, su sentido, su destino (y destinatario), se nos escapa. De este modo, según Levinas, la dimensión constitutiva (e instituyente) del lenguaje está desde un inicio desdoblada, lo que perturba su violencia. El lenguaje nos constituye en la violencia, pero esta violencia es a su vez descolocada. Asimismo, la violencia no está «superada» ni borrada por la ética: está más bien perturbada en su ejercicio. Lo interesante de esta concepción del lenguaje es que pone en cuestión la autonomía del lenguaje sin por ello caer en un empirismo donde reine el imperio de las cosas en lugar del imperio de los signos. En la medida en que el lenguaje está dirigido a los otros, en la medida en que en virtud suya se anuda nuestra relación con los otros, el lenguaje existe de modo distinto a aquella forma definida exclusivamente bajo la égida de la significación. De cierta manera, el lenguaje no tiene por función exclusiva la de proporcionar sentido ni la de subsumir cualquier hecho o cosa a una idea o a un nombre. El lenguaje nace igualmente –volveremos sobre esto– como una «hemorragia» del sentido, como un sentido violentado y no solamente violentador.
La particularidad de la concepción levinasiana del lenguaje radica en el hecho de que en ella el acontecimiento del lenguaje se produce como una incisión corporal. Puesto que el lenguaje no solo es referencial, sino que está ya siempre dirigido a los demás, su sujeto no está meramente abstraído del mundo de las cosas, resguardado en un mundo de ideas, sino que se halla expuesto a la alteridad de aquel o aquella al que se dirige. Ahora bien, para Levinas la trama de esta exposición se lee en el cuerpo del sujeto que habla. Más precisamente, si al hablar me expongo –y estoy, por así decirlo, fuera de mí–, esta exposición ha marcado ya mi cuerpo de hablante: este ha sido marcado desde un inicio por la alteridad de modo tal que Levinas describe el sujeto del lenguaje en términos de «cuerpo materno», dando paso así a una manera radicalmente distinta de pensar lo masculino y lo femenino en lo que anuda el lenguaje al cuerpo. De acuerdo con Levinas, en la medida en que el otro me constituye, este es ya siempre, y sin que lo haya elegido, aquel que yo debo soportar, así «yo estoy anudado a los otros antes de estarlo a mi cuerpo»5. No se trata acá de decir que la palabra es expresión de un cuerpo, sino de que la palabra hace al cuerpo; de que ella constituye la sensibilidad. La palabra se produce como un inciso –una circuncisión, diría Derrida– por el cual desde siempre ya he llevado la carga de la alteridad. Así, si «toda habla es violencia»6, toda palabra sería a la vez «alianza» (el inciso del otro en mí): la una no iría sin la otra. La dimensión ontológica del lenguaje, por la cual las cosas son sometidas al imperio de los signos, está habitada desde dentro por la experiencia de cierta resistencia, de cierta adversidad que, ante todo, marca el cuerpo y enloquece el sentido, su autonomía. El «decir», lo que Levinas llama el «por el otro [Autrui] de la significación», no hace sentido, no se somete a la dimensión desencarnada (ideal) del sentido. Perfora su círculo y su autosuficiencia. Al marcar el cuerpo a la manera de una circuncisión, se produce una especie de «hemorragia del sentido». Asimismo, para Levinas, la maternidad, el estar anudado «a los otros antes de estarlo a [su] cuerpo» habita todo sujeto del lenguaje. No es una voz que queda por fuera: es la voz de una exposición afuera.
El lenguaje nos constituye a partir de una multiplicidad de violencias. La violencia de lo dicho es aquella que se impone sobre las cosas que son inmanentes a este orden: la violencia del decir es aquella que me pone fuera de todo orden; incluso del de la razón que el decir hace enloquecer. Nos encontramos acá con la experiencia paradójica del lenguaje que podría inferirse del bestiario de Kafka. Hablar nos vuelve a la vez conformes a la ley del sentido y nos expulsa de ella. En el caso de Levinas, la palabra es aquello que me vuelve conforme a la comunidad y a sus reglas, a la vez que tiene lugar como un desgarro que me exige más que esta mera conformidad y que me afecta en mi sensibilidad. La palabra me lleva más allá de la ley7. El sujeto del lenguaje se encuentra por tanto a la vez atado a aquello que excede al lenguaje. El sujeto del lenguaje se constituye en el orden del sentido a la vez que está herido, desgarrado, por un lenguaje que lo vuelve vulnerable. Marcado por un lenguaje que lo expone, «anudado a los otros», el sujeto del lenguaje que habla para dar razón se encuentra también expuesto sin razón, incluso en su cuerpo que padece. Por lo tanto, el lenguaje no conforma solo un sujeto de razón; da también lugar al «grito de una subjetividad enferma»8. Como para Artaud, para Levinas el lenguaje lastima: nos expone no solo en sino a la vulnerabilidad. Sin embargo, ¿quiere decir esto que habría que sustraerse del orden del lenguaje en virtud de un orden distinto que se encontrase completamente liberado? O bien, dicho de otro modo, la multiplicidad de violencias que nos constituyen ¿no son acaso nuestra única manera de pensar la violencia?
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En 1946, en el Théâtre du Vieux-Colombier de París, Artaud se subía al escenario gritando. El grito de Artaud tiene (al menos) tres dimensiones sonoras. Es el grito de un sufrimiento carnal, individual, que el poeta se niega a borrar o a recubrir con estratos verbales. Es, como ya vimos, el grito producido por un lenguaje que marca el cuerpo y provoca impotencia. Es, en fin, para Artaud, también aquello a lo que aspira un lenguaje que no tiene ya por objeto decir las cosas que le son exteriores, sino su propia metamorfosis. De este modo, el grito que lleva Artaud al teatro traduce desde un inicio un rechazo de las formas, es decir, un rechazo del lenguaje en tanto forma que se emancipa de la materialidad de las cosas. Como señala Artaud en El teatro y su doble, «[s]i hay aún algo infernal y verdaderamente maldito en nuestro tiempo es esa complacencia artística con que nos detenemos en las formas, en vez de ser como hombres condenados al suplicio del fuego, que hacen señas sobre sus hogueras»9. Pero el grito es también aquello que empuja a Artaud hacia una escritura que, en la medida que arremete contra la dimensión formal del lenguaje, transforma igualmente el cuerpo. De este modo, el grito de Artaud resuena doblemente en el espacio. Pero ¿es este grito completamente independiente del lenguaje? ¿O se trata, más bien, de que este grito proviene de sus heridas? ¿Qué es gritar? ¿Dar un paso más allá del lenguaje? ¿O bien permanecer atrapado en sus incisiones?
Estas preguntas, por supuesto, deben permanecer sin respuesta. Tal como en el caso de la experiencia de la violencia, que es múltiple, no hay una única experiencia del grito, sino una multiplicidad de ellas. El grito del poeta que no encuentra refugio en el lenguaje difiere, por ejemplo, del grito del dictador que pretende elevarse sobre el lenguaje. Si la palabra del dictador se impone mediante el grito, de lo que se trata con ello es de imponer la verdad por la fuerza y no por la razón. En este caso, el grito es la imposición de la fuerza en el derecho. Es el grito de un poder que se querría más allá del derecho. Gritar, en este sentido, es imponer la violencia de la fuerza por sobre el lenguaje. Sin embargo, la fuerza pura no se manifiesta solamente mediante el grito. Dicho de otro modo, el grito de un poder que excede al derecho no ocurre solamente como fuerza que se eleva fuera del lenguaje. En un fragmento de El paso (no) más allá, Blanchot se refiere al uso del lenguaje en los campos de concentración y muestra cómo el lenguaje alcanza un máximo de brutalidad no cuando se eleva sobre el lenguaje, sino cuando queda reducido a no decir nada. En efecto, Blanchot muestra en ese fragmento cómo en los campos de concentración el lenguaje no es ya más la institución del derecho (lo que hace posible el nomos), sino, por el contrario, su destrucción. «El pasar lista de los nombres en los campos», el modo en que los prisioneros son convocados en los campos de concentración, consistiría no tanto en confinar dentro del derecho y en el mundo que este demarca, sino más bien en expropiar fuera del derecho y por tanto del mundo que se sigue de él. A propósito de este uso específico del lenguaje, Blanchot se pregunta «¿[q]ué significa aquí el «nombre propio»?». Y responde: «No ya el derecho de estar allí en persona sino, por el contrario, la espantosa obligación debido a la cual aquello que hubiera querido preservarse a título de desdicha privada es sacado en plena plaza pública, en medio del frío, del agotamiento del afuera y sin que nada pueda asegurar un refugio»10. En el campo, el listado se realiza a partir del número y no de un nombre propio, la persona identificada no es ya la persona jurídica (única, responsable, pero también protegida), pues ella ha quedado reducida a la impersonalidad del número. En los campos, la violencia ya no tiene límite (ella es todopoderosa) porque ya no estamos más en una zona en la que el lenguaje define los límites. Así, a diferencia del nombre que singulariza y que responsabiliza, el número coincide con la aniquilación de la persona. El listado de nombres en los campos se corresponde así con una expropiación absoluta del dominio del derecho que deja sin ningún refugio. A lo que nos enfrentamos acá, y esto sin caer en el caso de una violencia natural (pues es desde de sí mismo que el derecho se destruye, desde el seno de un uso del lenguaje que se autodestruye en su sentido comunicativo), es a un uso ilimitado de la violencia, de la cual ningún lenguaje puede ser testigo, porque ya no contamos más con los límites definidos por el derecho. Así, escribe Blanchot: «El lenguaje no comunica sino que pone al desnudo y lo hace de acuerdo con la desnudez –el sacar afuera– que le es propia…»11. De este modo, en esta configuración la violencia no se expresa más a través del grito, sino a través de un uso del lenguaje que carece de todo contenido. El lenguaje no subsume la particularidad del individuo en un nombre que es siempre y necesariamente general, sino que destruye tanto al individuo como el derecho que debería protegerlo (incluso en la situación carcelaria) al destruir la generalidad del lenguaje en pos de la impersonalidad del número. Acá entonces la violencia del lenguaje coincide con su vaciamiento, con un lenguaje que se produce como su silencio. Dicho de otro modo, se trata del lenguaje silenciado por su vaciamiento, que da rienda suelta a la violencia. El grito es acá el silencio de los campos.
Mientras la violencia del lenguaje (aquella que instituye el derecho) es siempre correlativa de un mundo, en los campos de concentración, el lenguaje reducido a nada aniquila precisamente el mundo. En este contexto, la violencia se ejerce sin que haya nadie ya que pueda dar testimonio. Aquí, el lenguaje no da lugar más que a un grito silencioso. A diferencia del dictador que se impone sobre el lenguaje, nos encontramos acá ante un grito que proviene de la destrucción del lenguaje y que permanece inaudible en la medida de esta destrucción. Por esto, el grito del poeta herido por el lenguaje debe distinguirse del grito que el dictador profiere imponiéndose sobre el lenguaje, así como también del grito que se profiere en los campos de concentración, ahí donde el lenguaje se destruye. En cada una de estas situaciones, el grito ocurre de modo diferente a nuestras posibilidades auditivas y responsivas. Ahora bien, escribir la violencia no coincide únicamente con una tentativa por buscar una forma de presentación que no sea una mera representación. Esta tentativa (que es también una tentación) es, quizá, no solo vana, sino extraordinariamente peligrosa, pues implica ir más allá de los límites del lenguaje; límites que constituyen nuestra única defensa frente a la posibilidad de una violencia ilimitada. Escribir la violencia es también buscar las condiciones de posibilidad de una escucha para aquello que se produce en la destrucción de toda audición posible. Si pensamos en la literatura, podríamos observar que no consiste tanto en una manera de abstraernos de la realidad por medio de la imaginación como en una tentativa de aproximarnos a lo inimaginable por medio de la imaginación. En este libro hemos querido ante todo mostrar que la literatura compone gramáticas del grito y gramáticas de la escucha. En la medida que el lenguaje de la literatura no consiste tanto en representar el mundo de las cosas como en presentar el lenguaje a través del cual esas cosas se representan, se abre una tercera vía en la doble violencia que constituye el lenguaje: la del mundo que este constituye y la del mundo que él puede destruir. Sin ponernos a salvo de la violencia, la literatura nos permite llegar a ser testigos porque conserva la huella de la destrucción del lenguaje.
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Al final de un texto titulado «El ateísmo y la escritura. El humanismo y el grito» –texto que se propone mostrar las implicaciones de la escritura en esta idea foucaultiana de que «el hombre pasa»–, Blanchot propone una improbable aproximación entre el grito y aquello que aún podría pensarse en términos de humanismo. «Entonces ¿qué es el “humanismo”? –pregunta Blanchot–. ¿Con qué definirlo sin comprometerlo en el logos de una definición? Mediante aquello que lo alejará más de un lenguaje: el grito (es decir, el murmullo), grito de la necesidad o la protesta, grito sin palabra sin silencio, grito innoble o, a lo sumo, el grito escrito, los grafitis de las murallas»12. Evocar el humanismo sin ceder nada a la exigencia de pensar más allá de la violencia propia del humanismo es pensar que la tarea de escribir es hacer audible todavía el fin, la desaparición. La dificultad de que el «hombre pasa» (dificultad de la que Foucault era consciente) es, en efecto, que ella está destinada a tener lugar sin testigo. Pero si escribir no implica nunca tan solo utilizar el lenguaje con el fin de representar el mundo; si escribir implica siempre relacionarse con la destrucción del lenguaje; si escribir es aproximarse al mutismo de la condición humana, entonces escribir es ceder el espacio de aquello que permanece sin testigo y del que, no obstante, es preciso responder como suele decir Blanchot. En la medida que el lenguaje tiene la capacidad de autodestruirse al sacudirse de todo contenido, la escritura tiene a su cargo el lenguaje silenciado. En este sentido, una «rigurosa escritura del grito»13, como la hubiera querido Artaud, no sería quizá una escritura que se emancipa del lenguaje (de su violencia o de sus limitaciones), sino una que toca aquel punto en que el lenguaje se agota y se consume, que se aproxima al grito del lenguaje (y no al grito que se encuentra por sobre él). De este modo, no hay quizá una gramática de la escucha sin una gramática del grito. Si para hablar es necesario conocer las palabras del lenguaje, para entenderse y para escuchar lo que está más allá de todo acuerdo es necesario aproximarse al vacío del lenguaje, de su grito.
1 Texto traducido por Diego Fernández H.
2 Derrida, Jacques. Fuerza de ley. El «fundamento místico de la autoridad». Madrid: Tecnos, 2008, p. 83.
3 Ibid.
4 Véase «La literatura y el derecho a la muerte» en Blanchot, Maurice. La parte del fuego. Madrid: Arena, 2010, p. 287: «Para que pueda decir: esta mujer, hace falta que de una manera u otra le retire su realidad de carne y hueso; la haga ausente y la aniquile. La palabra me da el ser, pero me lo da privado de ser. Ella es la ausencia de este ser, su nada…».
5 Levinas, Emmanuel. De otro modo que ser o más allá de la esencia. Salamanca: Sígueme, 2011, p. 135.
6 Blanchot, Maurice. La conversación infinita. Madrid: Arena, 2008, p. 53.
7 «La justicia me conmina a ir más allá de la línea recta de la justicia, y nada puede marcar entonces el fin de esta marcha (…). Soy necesario, pues, a la justicia, como responsable más allá de todo límite fijado por una ley objetiva». Levinas, Emmanuel. Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad. Salamanca: Sígueme, 2016, p. 259.
8 Levinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 231.
9 Artaud, Antonin. El teatro y su doble. Barcelona: Edhasa, 2001, p. 12.
10 Blanchot, Maurice. El paso (no) más allá. Barcelona: Paidós, 1994, p. 69.
11 Ibid.
12 Blanchot, La conversación infinita. op. cit., pp. 336-337.
13 Derrida, La escritura y la diferencia, op. cit., p. 265.