ÍNDICE
El lugar que no cierra, por Martín Hopenhayn
Prólogo a la segunda edición
Prólogo a la primera edición
I Introducción
II Descubrimiento, malentendido y ambigüedad
i) El malentendido
ii) Culturas “precolombinas”
III Conquista, arbitrario y emancipación
i) El problema jurídico y la triple alianza
ii) Arbitrario y emancipación
IV América Latina: continente de la desidentidad
i) De la razón de la historia
ii) Repetición, servidumbre y poliformía
Bibliografía
IDEOLOGÍA DE LA CONQUISTA
EN AMÉRICA LATINA
Entre el axolotl y el ornitorrinco
© Cristián Vila Riquelme
© Universidad de La Serena
Primera edición: (2002) Ediciones Nobel, Oviedo, España.
Segunda edición: diciembre 2018
ISBN Edición impresa 978-956-7052-55-4
ISBN Edición digital 978-956-7052-81-3
Editorial Universidad de La Serena
Los Carrera 207 — Fono (51) 2204368 — La Serena
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Imagen de portada: El sermón del cura, de Guaman Poma de Ayala, en “Nueva corónica y buen gobierno”: Institut Éthnologique de París (1912).
Imagen de página 112: “El sueño de la razón produce monstruos”. Obra de Francisco de Goya, Museo del Prado, Madrid. Aguafuerte, Aguatinta sobre papel verjurado, ahuesado, 306 x 201 mm.
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Este trabajo:
a mis padres, que lo estimularon, pero que no lo leerán nunca;
a Salvador Allende Gossens, presidente constitucional de Chile muerto a raíz del golpe de Estado de 1973, y que probablemente no habría estado de acuerdo;
a los peñi del Consejo de Todas las Tierras y su lucha por la autonomía y la diversidad.
El lugar que no cierra
Martín Hopenhayn
Un hilo subcutáneo une el logos platónico, judeocristiano, hegeliano, y las ideologías que atraviesan la conquista de América, la colonización y la modernización de Latinoamérica. Un hilo que tiene su centro en Europa y desde el cual todo lo exterior se hilvana con la misma aguja. La diferencia se mira desde la identidad, y para ello están los dispositivos ideológicos, el orden del lenguaje, las armas y el dinero.
Esta filiación encuentra en el libro de Cristián Vila Riquelme una claridad que escapa al ojo habitual. Si bien su objeto explícito es la ideología de la conquista, el autor hace uso de la genealogía nietzscheana para desentrañar las marcas fundamentales del encuentro entre dos mundos y dos lenguajes. Y desde allí enuncia su hipótesis: lo que funda el continente es el malentendido. Me explico. De parte de los que llegan, la reducción de lo diverso a lo uno. Para eso está el conocimiento, la fe y la espada. Se habla de descubrimiento, pero previamente se ha construido el objeto a descubrir. Se descubre lo que ya se sabe de antemano. Flagrante paradoja. Colón encuentra lo que busca, pero el encuentro es un desencuentro. Son y no son las Indias. Es primero el paraíso perdido, luego la tierra de pecadores, finalmente las riquezas naturales y la mano de obra a explotar. Justo detrás, o al lado, llega la Cruz con un texto ya escrito y del que sólo cabe interpretar. Pero hay monopolio en la interpretación. El objeto está siempre definido desde el otro lado del océano y desde el lenguaje de la conquista, pero nunca coincide con el objeto real. De manera que esa reducción nunca es total y las líneas de fuga desde el lado de los sometidos y colonizados persisten hasta hoy, abriendo una heterogeneidad radical desde la cual cabe pensarnos: en la fisura identitaria, en actos de lenguaje donde la diferencia/ resistencia sigue afirmándose pese a ese hilo subcutáneo que insiste en cosernos con la aguja del logos único.
Vila mismo opera desde el lugar de la diferencia. Para ello, el propio lenguaje que moviliza en su ensayo va marcando la distancia y se instala en los huecos. Así, poetiza lo que escribe y recurre a referentes donde el logos se burla incesantemente: desde Wittgenstein a Lewis Caroll, de Nietzsche a García Márquez, la otredad refluye como una terca marea. Y en eso sorprenden las dos figuras animalescas que hacen de subtítulo a la obra, el axolotl y el ornitorrinco. El primero, ya utilizado por Roger Bartra en un hermoso ensayo sobre la cultura mexicana, nos habla de una salamandra que hasta el final vive en condición larvaria, y por tanto se define por lo que no es del todo. El axolotl es irrecuperable en su no-desarrollo, resistente hasta las últimas al imperativo evolutivo de la adaptación a la norma. El ornitorrinco es el símbolo del mestizaje donde la identidad es siempre cruce y mezcla: “pico de pato sin ser pato, tamaño de conejo sin ser conejo, cuerpo y cola cubiertos de pelo gris sin ser ni castor ni chinchilla ni gato”.
Como sea, hay que romper la pretensión reductiva impuesta de afuera. Esa es la forma de afirmar el malentendido y a través suyo abrir forados en la ideología de la conquista. Una ideología, insisto, que no termina con las gestas republicanas de independencia, sino que se prolonga en su fuerza homogeneizadora a través de los regímenes políticos, las empresas de modernización socioeconómica y de unificación cultural. El discurso del progreso quiere marcarnos como los niños de la historia y esa visión, bastante infantil en su forma de infantilizarnos, encuentra su paroxismo en la filosofía de la historia de Hegel que confina a los pueblos latinoamericanos al rango peyorativo de la prehistoria. Allí el malentendido se yergue en sistema, y en ese sistema el espíritu absoluto mira hacia América con compasivo desdén. Debemos ser domados, civilizados y racionalizados para hacer parte de esta providencia laica (antes no tan laica) que todo lo allana con su propia voluntad de poder. Y de saber.
Pero la sutura sangra y por la herida habla un lenguaje distinto. La discontinuidad se expresa en la connivencia de lo heterogéneo: animales mestizos, hibridaciones de la imaginación que no se subsumen a los dictámenes de la razón logocéntrica, formas cotidianas de sobrevivir donde lo moderno se mezcla con lo no moderno, mestizajes que nunca se blanquean del todo y atizan la fogata de la diferencia en los sincretismos del arte (como el barroco andino o mesoamericano), los delirios de la literatura (como el realismo mágico), y la incesante reapropiación de lo impuesto en código propio. Como señala el autor, la identidad aparece en su permanente rodeo: en la fragmentación, el “derrumbe de la significación y del sentido”, la exterioridad que no se rinde.
El territorio “América Latina” se convierte así no sólo en la historia irredimible de lo otro, sino en metáfora de la otredad dentro del lenguaje. En ese tránsito entre historia y metáfora, el ensayo de Cristian Vila Riquelme coloca sus apuestas. Y apuesta fuerte. Como en la imagen poética, la resonancia de la alteridad radica en cómo lo heterogéneo evoca, sugiere, rompe el sentido común. Una disfuncionalidad fecunda que no es rentable pero sí es potente.
El ensayo que aquí comento puede ser definido como radicalmente democrático; propone un enfoque plural para un largo proceso en que de un lado la pluralidad, como diferencia irreductible, quiere ser toscamente negada y muchas veces ni siquiera vista, aunque palpite ante los ojos; y de otro lado el sometido que entra y sale del logos para llevarse retazos del mismo a su propio hogar y allí reciclarlos en código propio. La alteridad latinoamericana no consiste en un mundo tribal, cerrado y sin puntos de contacto con el “texto”, la “razón” y el “progreso”; precisamente lo alterno es lo híbrido, mezclado, puesto patas arriba. No es lo otro prístino sino lo otro-mismo-otro en un movimiento irónicamente aleatorio y en un lenguaje que no es de aquí ni de allá: creole, chicha, macondiano, candomblé, chilota. Donde mito y logos se barajan bajo la manga para hacer perserverar la desidentidad. Más que estrategias de supervivencia, vivencia disímil que retorna como la poesía misma.
Queda por decir que es un placer leer estas páginas de Vila en que la erudición está al servicio de la inspiración, la filosofía como astucia de la poesía, y donde el lenguaje se piensa a sí mismo desde el lugar que no cierra.
(Texto tomado de Revista Rocinante N° 48, octubre 2002, Santiago.)
PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN
Señor, ¿sabéis de cierto si estamos vivos?
Francisco de Quevedo
Desde que este libro fue publicado en Oviedo (España), en 2002, con ocasión del Premio Jovellanos de Ensayo 2001, muchos puentes se han seguido construyendo sobre las aguas, pero lo esencial de lo que aquí se dice, esto es, América Latina como continente de la Desidentidad, y el Malentendido –la disimilación originaria en el lenguaje– como el elemento fundacional de ella, me parece que sigue vigente. A pesar de los puentes y también porque las aguas siguen fluyendo, porfiadamente. El caso es que no he querido corregir o aumentar (o disminuir) el texto que aquí se reedita. Como bien se dice en el Prólogo a la Primera Edición, el texto fue presentado como tesis de Doctorado en la Université de Paris-Sorbonne, en noviembre de 1990, tesis que fue defendida en mayo de 1991, pocos meses antes de regresar a Chile después de 17 años de exilio. Como se ve, han pasado cerca de 30 años desde su redacción y 16 años desde su primera publicación. Es una buena cantidad de años (sobre todo en estos tiempos virtuales o de “modernidad líquida”, al decir del sociólogo polaco Zygmunt Bauman), como para pensar si no habrá por allí algo que habría que revisar o modificar. Pero quiero destacar que su vigencia va por ese estar entre el axolotl y el ornitorrinco, figura esta que nos sigue determinando como continente y, por lo tanto, como lenguaje (o modo de vida, al decir de maese Wittgenstein).
Mi maestro Juan Rivano, cuyas enseñanzas tenían que ver con la confrontación de la idea con la realidad y de la realidad con el examen crudo e implacable de los mecanismos que la establecen, ya había tenido el tema de lo latinoamericano –fuera del esquema hegeliano y marxiano de lo a-histórico o del continente en vías de desarrollo– en varias de sus obras, tales como El Punto de Vista de la Miseria o Cultura de la Servidumbre, y proposiciones como: «Así, por ejemplo, nuestra “filosofía” ¿es más que un desordenado hacernos eco de las inquietudes que surgen, con o sin razón, en lejanos lugares? Los españoles deciden –nadie sabe por qué– traducir a los alemanes y he aquí a toda Latinoamérica “profundamente” conmovida por los problemas que conmueven a los alemanes. Si los alemanes dan el grito fenomenológico, he aquí a toda Latinoamérica ocupada de tener “intuiciones eidéticas”; si los alemanes deciden volver al Ser, he aquí a toda Latinoamérica con espasmos metafísicos. Y lo mismo en todo lo demás; anda cada uno de nuestros filósofos repitiendo su parte con el estilo y modo de algún papa europeo. Pero, la manera como podamos hacer algo con tales doctrinas nadie lo ve; no hay otra partícula de relación entre lo que se dicta en la cátedra y el mundo circundante.» (p. 166 del primer libro nombrado). Y eso lo decía en 1965. Como en 1969, en el segundo libro nombrado, dice en una crítica a las posturas de Louis Althusser (y a sus discípulos latinoamericanos) en relación al supuesto antihumanismo teórico del Marx maduro opuesto al humanismo ingenuo del joven Marx: «Lo que hace Marx es desplazar la atención desde la esfera humanista a la esfera material con vistas a traducir en el plano de una práctica efectiva los problemas que no podían ser resueltos en términos de pura fenomenología o lamentación humanísticas. Eso es cierto. Pero es obvio también que la solución material es la solución de los problemas humanos.» (p. 191). Estas citas sirvan como ejemplos de lo que ya estaba diciendo respecto a que, lo queramos o no, hay cosas que en Latinoamérica no han perdido su vigencia, tanto en el plano positivo, de lo que afirmativamente nos definiría –el ornitorrinco–, como en el plano negativo, aquello que nos tiene aún empantanados en lo mismo –el axolotl– con todo su ejército de mentirosos, estafadores, gurúes y cultores de la apariencia y del vacío. Y por el mismo lado, todo el desastre educacional y cultural al que nos ha llevado el mito de “la sociedad del conocimiento”, repetida en toda su vacuidad, como loros de circo, por todos nuestros políticos y estadistas que quieren mostrarse como encarnaciones de la persona culta y altruista definida, claro está, por la maquinaria conceptual eurocentrista y occidental, en vez de hablar de la mentada globalización como lo que es: la hegemonía internacional del capital financiero y, a través de ella, la asfixia de la diversidad y de lo legítimamente otro.
Cabe destacar, también, los últimos descubrimientos en relación a las mal llamadas “culturas precolombinas”, que vienen a reafirmar lo que aquí se sostiene respecto a la no linealidad de la historia humana y a las trampas del racionalismo occidental. Hace tres décadas atrás aún se discutía sobre si dichas culturas eran “sociedades sin escritura”, condición sine qua non, la de la escritura, para merecer el título de civilización, limitando el concepto de lo escritural al concepto que se ha manejado en occidente desde la separación entre civilizados y barbaroi iniciada en la antigua Grecia, y que los conquistadores supieron reproducir tan eficazmente en la conquista de América. Considérese nada más los recientes estudios respecto a la cultura y antigüedad de la impresionante cultura maya (excavaciones y hallazgos con tecnología láser en el 2016), o la “aparición” de nuevas ciudades incas que ponen en cuestión lo afirmado hasta ahora sobre el Tawantinsuyo, sin hablar del persistente misterio de la cultura Tiahuanaco (que por lo demás ni siquiera se llamaba así), nos demuestran que faltaba mucho para clausurar cualquier posibilidad distinta de la historiografía tradicional. Porque lo que sigue mostrando nuestra civilización –nuestra, lo queramos o no, puesto que estamos inmersos en ella, definiéndonos con sus categorías y solazándonos en el malentendido de sus instituciones, cayendo como los ciegos de Brueghel en la manipulación de todo, hasta de la rebelión y de la crisis, sobre todo de esta última– es la porfía por erigirse como único modelo y única posibilidad práctica del establecimiento de la verdad, así sea a través de la conceptualización nominalista de todo lo que ocurre como a través de la fuerza desquiciada. Lo cual produce en nuestra América Latina, por una especie de fatalidad –de ananké–, que se revivan los modelos de reproducción y de recambio experimentados en los escenarios previstos por la civilización occidental, pero como una especie de caricatura causada por la repetición y la servidumbre. Sin embargo, en algún lugar proclamé como consigna la proposición Omne Novum Subsole (Todo es nuevo bajo el sol), opuesta a la fórmula del Eclesiastés, Nihil Novum Subsole (Nada es nuevo bajo el sol), manera abierta y atenta a lo aconteciente, que es también el perpetuum mobile heracliteano o la inocencia del devenir de la que hablaba maese Nietzsche. Como también hago mía la bella proposición del viejo Bakunin, con la que finalizo este trabajo: «la libertad de los otros prolonga la mía hasta el infinito».
¿Hay lugar, entonces, para la afirmación del ornitorrinco –y del misterio del axolotl– a pesar del pesimismo histórico, del Malentendido y del largo aprendizaje de la decepción? Pareciera que esta interrogante es el tipo de pregunta que es en sí misma una posible respuesta, aunque sea en suspensión o en el sentido trágico más amplio y más afirmativo. Y el lugar de esa pregunta y de esa respuesta –quiero creer– es este continente que llamamos América Latina, como se afirma a lo largo de este trabajo. Trabajo que fue escrito, además, con las expectativas intactas en esta larga marcha por la libertad y la plenariedad de los seres humanos, como en la constitución de nuevas formas de organización social y en el reconocimiento de lo heterogéneo que todo eso conlleva. Aunque sea teniendo en cuenta lo que nos dice el gran Victor Hugo en su novela Les Travailleurs de la Mer (1866), y que por la constitución misma de América Latina y de la servidumbre de sus élites, tiene plena vigencia y merece toda nuestra consideración:
«Religión, sociedad, naturaleza; estas son las tres luchas del hombre. Estos tres conflictos son, al mismo tiempo, sus tres necesidades: es necesario que crea, de ahí el templo; es necesario que él cree, de ahí la ciudad; es necesario que él viva, de ahí el arado y la nave. Pero estas tres soluciones contienen tres conflictos. La misteriosa dificultad de la vida surge de los tres. El hombre tiene que lidiar con obstáculos bajo la forma de superstición, bajo la forma de prejuicio y bajo la forma de los elementos. Un triple “ananke” pesa sobre nosotros, el “ananke” de los dogmas, el “ananke” de las leyes, y el “ananke” de las cosas. En Notre Dame de Paris el autor ha denunciado la primera; en Los Miserables ha señalado el segundo; en este libro (Los Trabajadores del Mar) señala el tercero. Con estas tres muertes que envuelven al hombre se mezcla la fatalidad interior, ese anarquismo supremo, el corazón humano.»
Algarrobito, Provincia del Elqui, diciembre de 2018
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
«Yo sé que hablo porque yo hablo pero que no voy a persuadir a nadie», constata un joven de 23 años, Carlo Michelstaedter (Persuasión), al comienzo de su memoria de grado; una vez terminada, se suicida. Spinoza sabía aquello pero en términos de óptica y no de impotencia: tratando de hacer la mirada más clara, más neta, de construirse un método (geométrico) —al igual que los cristales que pule. Nietzsche lo escribe en su Zaratustra de la siguiente manera: «Hélos aquí riendo frente a mí, le decía a su corazón; no me escuchan; no soy la boca que quieren esos oídos». Se da cuenta, ahí, de lo incomunicable. El lenguaje es un problema de óptica, pero al mismo tiempo la constatación de un Michelstaedter que, en muchos puntos, coincide con Wittgenstein. Jacques Bouveresse (1987), tal vez uno de los comentaristas de Wittgenstein más lúcidos de la Europa actual, lo dice así: «El error que se comete es de creer que la tarea de la filosofía es obtener de la extrema diversidad usos y ejemplos, procediendo más o menos como lo hacen las ciencias de la naturaleza, por abstracción, purificación, simplificación, idealización, etc.»
El discurso de la totalidad occidental no acepta lo que constata Michelstaedter porque aquello se transforma tanto en reconocimiento del lenguaje como “multitud” como en reconocimiento de lo irreductible, de la impenetrabilidad —lo indecible (para Wittgenstein). Precisamente, esa multiplicidad implícita del lenguaje, esa disimilación que muestra la alteridad de varios mundos, Wittgenstein la describe en su célebre fórmula: «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo» (Tractatus, 5.6).
Por estas y otras razones, a lo largo y a lo ancho de la redacción de este trabajo, tuve numerosas dudas sobre la “originalidad” u “oportunidad” de las proposiciones que siguen y por ello, también, me interrogué muchas veces sobre lo indecible y lo incomunicable. Sin embargo, los últimos acontecimientos acaecidos en este vasto mundo han legitimado mis opiniones, si hubiese lugar, en todo caso, para alegrarse por ello. Ya que si siempre tuve en cuenta lo que decía el viejo Spinoza sobre la necesidad de comprender en vez de llorar, indignarse o reír, debo confesar que aquello se me hizo cuesta arriba en más de una oportunidad. Pero, ¡qué diablos!: el mismo Spinoza, cuando asesinaron a los hermanos De Witt —demasiado demócratas, casi revolucionarios para la época que les tocó vivir— redactó una incendiaria proclama que quería pegar en los muros de toda la ciudad y que de seguro le habría costado la vida, de no mediar la acción de sus amigos que lo hicieron desistir. Así, pareciera que la Ideología de la Conquista no es sólo tema para tesis universitaria o para discusión entre intelectuales, ya que continúa enquistada en las camerae obscurae del universal y solemos encontrarnos regularmente con más de uno que sigue pensando y actuando como un Hernán Cortés cualquiera.
Ahora bien, osar siquiera poner en entredicho a todo el edificio se revela, parece, como estando en función de otra cosa. Así, en el momento del “caso Heidegger”, por ejemplo, se atacaba o defendía ya sea su persona, ya sea la persona y su pensamiento (expresión de la totalidad occidental). Y nadie se preguntó nunca sobre la validez de aquella proposición que ha hecho fortuna —y que permite seguir estafando—, a saber: que el nazismo es una aberración histórica. Si no, ¿cómo entender que un filósofo como Heidegger “no haya sabido darse cuenta”?, o bien —y eso es grave— el nazismo no es una aberración histórica sino que está contenido al interior de la totalidad occidental y sus despliegues. Es la esencia del Occidente entero la que se reveló allí, tanto en los campos de exterminio como “en la grandeza intrínseca del movimiento”. El problema no es saber si la filosofía de Heidegger es o no válida, si se puede ejercer al mismo tiempo la filosofía y la abyección, o si su filosofía contiene al nazismo como tal: la cuestión es que el nazismo puede perfectamente contener una filosofía como la de Heidegger. Es más, la cuestión no es saber si todavía es posible filosofar después de Auschwitz (Adorno, 1966). La cuestión es el cómo: cómo continuar la reflexión al interior de un pensamiento y de un sistema que no sólo produjeron Auschwitz sino que lo contienen, lo reproducen y lo enmascaran en función de la distancia hipotéticamente cada vez menor —es el progreso— entre la voluntad general y la conducta individual.
Por cierto —aunque pudiera parecer una paradoja pero es por el hecho mismo de su sistematicidad—, es sólo al interior del pensamiento occidental que se encuentran tanto las producciones diversificadas como las posibilidades heterodoxas de apertura que nos permiten la elaboración de una crítica o la tentativa de una superación. Es con esas categorías de reflexión que se puede operar una ruptura y una desterritorialización (Deleuze, Guattari, 1972) —se está siempre adentro. Y no es solamente una suerte de mestizaje lo que ha producido todo aquello, sino que también las sucesivas “derrotas del pensamiento” o “fin de la filosofía” tan queridas de ciertos pensadores apocalípticos. Lo interesante es entonces operar de tal manera que todos esos antagonismos y todas esas polarizaciones produzcan un trabajo “en profundidad” pero también en superficie que puedan conducir a una especie de ebullición permanente —la destrucción es una noción terrorista que pertenece a la esfera del Poder, a esta Ideología de la Conquista que nos ocupa y que sería la expresión política de la totalidad occidental. Lo interesante es al fin de cuentas la posibilidad de que discursos nómades, no cerrados, puedan producirse al interior mismo de esta totalidad con los elementos que ésta se otorga para pensarse a sí misma, y en el hecho de que podamos malversarla, desviarla, operando una ruptura silenciosa y “sin cabeza”. A largo plazo esto es mucho más “eficaz” que un discurso frontal, aunque eso no le guste al Quijote cuando pelea contra los molinos de viento. Pero ese capítulo quijotesco es casi una ironía. El Quijote, caballero errante que “desface entuertos”, es como un discurso nómade en lo que toca a la errancia: gracias a ella el Quijote “desface entuertos”. Por el contrario, si se queda inmóvil, detenido, no logrará su objetivo. Es más, al enfrentarse con los molinos de viento no se da cuenta de que están fijos aunque den vueltas sobre sí mismos —lo que produce una apariencia de movimiento. Y es precisamente por eso que el Quijote no logra vencerlos. En realidad, esos molinos no son más que la ficción del Poder que da vueltas sobre sí mismo produciendo esa apariencia de movimiento.
Pero todo eso es paralelo a un fenómeno todavía más general y que toca fatalmente el análisis que tratamos de establecer: el proceso de la historia occidental y el desarrollo del discurso eurocentrista de dominación. Occidente se postula como la escena única donde se desarrolla el espectáculo del Espíritu, desplegando al Universal a través de la Idea; donde un principio fundador autoreferencial centraliza, totaliza y distribuye alrededor de sí mismo y de sus circunferencias. Discurso que dice, con distintas variantes de izquierda o derecha: “todo lo que está al exterior del círculo del discurso occidental de la totalidad no es más que no—pensamiento, no—discurso, no—historia”. Querámoslo o no, la crítica sólo puede ejercerse desde el interior del pensamiento occidental, no situándose al exterior en nombre de un discurso autónomo que no existe más que en nuestros sueños (aunque eso ya sea casi suficiente). Occidente logró imponerse prácticamente en el mundo entero como discurso y como modo de vida; sólo algunos “primitivos” no serían capaces de gozar de sus “beneficios”. Creo, sin embargo, que su imposición como universo cerrado no es absoluta. Es más bien sutil, precisamente a causa de las determinaciones culturales que se pueden imaginar. En el corazón mismo de este sistema de discurso y de sus sutilezas pueden encontrarse “líneas de fuga”, aun más que en otros modos de vida o de discurso que se le opondrían como “nuevas verdades”. No es entonces paradójico que en vez de buscar la pura negación de la totalidad, se utilicen todos los discursos que, formando parte del tejido occidental de pensamiento, están del lado del espíritu crítico, de la ruptura, de la disimilación: Spinoza (el conatus, teoría de las pasiones...), Nietzsche (el devenir como inocencia, el filósofo como médico y genealogista...), Wittgenstein (el lenguaje como modo de vida, como multiplicidad, lo indecible como “sentimiento místico”...). Es decir, del lado de la afirmación de otra cosa que se encuentra aquí mismo; de sus caminos laterales y de las transiciones graduales que nos lleven a ella; de las realidades complejas y múltiples en vez de las certezas o de los principios abstractos, y que nos permiten pensar la libertad como pluralidad en función de sus realizaciones concretas y cotidianas, en vez de la Libertad como tarea y realización de la Razón (o del Espíritu). Una manera de pensar que querría ser puro desplazamiento, haciendo de la realidad del conflicto algo que es ineludible comprender y que obliga por ello, necesariamente, a una reflexión sobre la alteridad; un pensamiento que está, por decirlo así, en gestación eterna, operando por desterritorialización, viendo en lo indeterminado y en las variaciones del detalle posibilidades de invención, de creación y de apertura, y no la necesidad de un sistema cerrado, que empieza y termina en sí mismo.
La cuestión siempre está presente. ¿Es posible que la totalidad occidental, en cuanto totalidad, pueda caer en el error, alejarse del recto camino que la define? ¿Es posible pensar que la totalidad no es más que ilusión fragmentaria, vano nominalismo o, peor aún, desenmascarada ficción? Es en ese sentido que nos será impuesta una trascendencia perfecta. En otros términos, está la chatura del cotidiano y está la eclosión formidable del concepto. Llevar ésa a éste es la tarea de los guardianes de la totalidad. Demostrar que aquello es una falsa antinomia, que la confusión existe nada más que por la deificación del concepto como trascendencia absoluta y por el desprecio de la vida (en el sentido que lo define Nietzsche cuando habla, por ejemplo, de la moral como condena de la vida): es lo que querrían hacer todos los que evitan y detestan las abstracciones de la sistematicidad.
Por todo eso, varias veces tuve la impresión de que mi discurso (cuya versión “universitaria” y francesa fue presentada a fines de 1990, meses antes de volver a Chile, como tesis de doctorado en filosofía política en la Sorbonne de París) estaba en la evidencia del dominio público; otras, tenía la sensación de que lo que decía no “encontraba oídos para mi boca” y no podía ser aceptado ni en Europa ni en América latina, aunque esta aceptación no sea la obsesión que “guíe mis pasos”. Pero me parece, de todos modos, que sea lo que sea, todo esto no ha sido bastante dicho ni redicho: traté, entonces, de no caer ni en un historicismo que quitaba demasiado a la parte “iconoclasta” del asunto ni tampoco quise dejarme llevar sólo por el placer de la pura provocación. Preferí dejar, sin embargo, algunas lagunas: tanto en el ámbito de una documentación histórica rigurosa y exhaustiva (más que necesaria en un contexto absolutamente histórico), como también en el ámbito de la historia de la filosofía como reflexión metódica y sistemática (que rebasa largamente las pretensiones del presente trabajo). El tema es enorme y por eso se lo circunscribió sólo a sus generalidades. Otros vendrán, espero, a continuar lo que aquí se expone y denuncia. Es más, los aires, aunque frágilmente y a pesar de una globalización mal entendida y mal aplicada, pareciera que están cambiando.
No sé si mis referentes sean suficientemente aceptados o accesibles, aunque sí me parecen absolutamente indispensables. En todo caso se trata, también y sobre todo, de una crítica de toda esta historia de referentes mayores o menores. Traté, en fin, de evaluar y proponer lo que sigue mostrando las disimilaciones y tomando los “juegos de lenguaje” como formas de vida. Por eso mismo, el objetivo de este trabajo es aproximarse a una apertura plural para el encuentro de una identidad que está tal vez en lo desidéntico (el ornitorrinco) más que en lo larvario (el axolotl). No al exterior ni al margen, sino que autónoma con relación a los esquemas ideológicos habituales de penetración occidental.
Conociendo los límites y las implicaciones de un trabajo como éste, me sitúo, entonces, al centro de los relatos de la disidencia y de la disimilación. Relatos creados por y para el imaginario, por y para el deseo, en tanto expresión de una fuerza equívoca e irreductible que toma en cuenta los residuos de otros relatos “no espectaculares”. Otros relatos donde encontrar una cierta “radicalidad” en el deseo en tanto fuerza perteneciente al universo mágico y mítico del discurso latinoamericano que más se reconoce, y donde las nociones de fiesta, danza, magia, desmesura, eternidad, alteridad —por nombrar sólo algunas— deben contar con toda nuestra consideración. América latina está siempre entre el axolotl y el ornitorrinco; entre lo que no fue, lo que no será jamás (el axolotl es un anfibio que puede conservar su estado larvario durante mucho tiempo e incluso reproducirse así, sin cambiar jamás dicha condición) y aquello que se define por lo que no es, por el “ni ni” (no somos “ni esto ni lo otro”: el ornitorrinco tiene pico de pato pero no es pato, el tamaño de un conejo pero no es conejo, cuerpo y cola cubiertos de un pelo gris muy fino sin ser ni castor ni chinchilla ni gato).
Muchos se inclinan a pensar que nuestro continente, por una especie de fatalidad sin vuelta, se define más bien por el axolotl y sobreviven en la impotencia y en el pesimismo. En lo que a mí respecta reivindico al ornitorrinco, simpático animal que no se parece a nada porque se podría parecer a todo y que no da lugar para la impotencia, ya que deja fuera cualquier consideración de tipo optimista/ pesimista. El bicho este es, sin más trámite. Se trataría, entonces, de asumirlo tal cual y faire avec.
Se utilizaron, en fin, las categorías de malentendido, arbitrario, heterogeneidad, múltiple (o polimorfia) y desidentidad. Se eliminaron, asimismo, las notas, los parágrafos o las páginas “demasiado universitarias” que entorpecían cierto dinamismo en el discurso, privilegiando cada uno de ellos como conjunto de proposiciones autónomas, aunque relacionados entre sí. Se dejó, incluso, sin definir la cuestión sobre si se trata o no de aforismos.
Tampoco se utilizó como criterio lo “verdadero” en cuanto validación o legitimación de los enunciados que aquí se exponen, sino que se ensayó, más bien, la descripción o el relato como tales, la interrogación, la ambigüedad (“pareciera que...”) o el condicional (ídem).
Querría, finalmente, reconocer mi deuda hacia dos personas dedicadas al ejercicio de la filosofía: hacia Juan Rivano, quien, en mis años primeros me hizo descubrir a Wittgenstein y, al mismo tiempo, me enseñó la existencia de las imposturas de la historia sin caer por eso en “abismos de sin sentido”; como hacia Louis Sala—Molins, quien aceptó dirigir mi tesis cuando fue presentada en la Sorbonne, estimulándome en mis ideas, mis preferencias y mis rechazos, y a quien debo muchísimo en mis reflexiones sobre el Derecho, el territorio y el Universal. Mis agradecimientos, también, a mis amigos franceses y latinoamericanos de París y Barcelona, Philippe Müller, Bernard de Vienne, Helène Métayer (QEPD), Severo Sarduy (QEPD), Lucho Pradenas, Pancho San Martín, entre otros, quienes tuvieron la paciencia de discutir conmigo, objetando y completando, como alimentándome espiritual y materialmente durante la incubación y primera redacción del presente trabajo. Por eso, si bien tengo claro que “hablo porque yo hablo y no voy a persuadir a nadie”, sé que, al menos, de algunos seré “la boca que quieren esos oídos”.
Bergantín del Irredento,
Horcón, mayo 2000.