MARIO SATZ

PEQUEÑOS PARAÍSOS

EL ESPÍRITU DE LOS JARDINES

ACAN

ACANTILADO

BARCELONA 2019

CONTENIDO

El paraíso, símbolo y utopía

El jardín griego

El jardín persa

Los jardines colgantes de Babilonia

El jardín hindú

El jardín chino

Acerca del Pardés o paraíso de la Kábala

El jardín japonés

El jardín sufí

El jardín de rosas

El jardín de los filósofos

El jardín de las cigarras

El jardín holográfico

El jardín del alma

El claustro, la meditación y el regreso al origen

Los diversos verdes

El goce de la vida debería basarse en la concepción del universo como un jardín.

ZHENG BANQIAO (siglo XVIII)

EL PARAÍSO, SÍMBOLO Y UTOPÍA

Desde distintos lugares y culturas de la Tierra han llegado hasta nosotros imágenes del Paraíso, deseos cristalizados, sueños de vergeles continuos o islas de paz. De creer al arquitecto catalán Rubió i Tudurí,1 nuestra humana ansiedad paradisiaca sería la nostalgia por una época geológica llamada Plioceno en la que el clima era siempre primaveral, la alimentación vegetariana abundante y nuestros antepasados antropoides pocos y pacíficos. Ansiedad que las posteriores glaciaciones y cambios drásticos que modificaron la faz del planeta contribuyeron a acentuar, definir e, incluso, colorear hasta transformar el recuerdo en mito. De esta idea a pensar que todo paraíso es un Paraíso perdido no hay más que un paso. Y, sin embargo, un autor tan importante como Jakob Böhme (siglo XVII), místico cristiano y zapatero de profesión, opinaba que «el Paraíso está todavía en la Tierra pero los seres humanos ya no saben verlo».

Confundido, a veces, con la Edad de Oro, y por ello situado atrás en el tiempo, con los siglos la imagen del Paraíso se proyectó, por influencia del mesianismo bíblico, hacia delante, transformándose en un valle de maravillas en el que reposan los muertos o en un huerto en el que aguardan las huríes, aunque también en simples jardines de paz que con su gentil vegetación protegen al hombre del peor de los corrosivos que conoce: el tiempo. Eso y más ha soñado nuestra especie, a tal punto que aun viviendo los seres humanos en lugares fértiles y abundantes, al menos una parte de éstos ha sido sacralizada para cumplir con la recurrencia simbólica del más bello sueño que se pueda tener, el del Jardín de las Delicias. Para el historiador de las religiones Mircea Eliade la nostalgia del Paraíso revela «el deseo de encontrarse siempre y sin esfuerzo en el corazón del mundo, […] de superar la condición humana y recobrar la condición divina».2 Se trata de un concepto, el del huerto sagrado, cuya indudable nobleza proviene de la misma palabra original que lo nombra: paradesha es, en efecto, una arcaica y prestigiosa expresión que nos revela, en sánscrito y luego en persa, un ‘lugar elevado’, una ‘región suprema’. De ahí que el núcleo central del mito del Paraíso—como el Carmelo de san Juan de la Cruz—encierre para nosotros el proyecto de un placer que, aunque es propio de los sentidos, al mismo tiempo los trasciende.

Rodando las diversas geografías y países, la voz sánscrita, tras pasar como decimos por el persa, apareció en la Biblia como pardés tras ser descrito como gan eden, ‘huerto o jardín delicioso’. Del pardés hebreo procede, entonces, el paradiso latino que tan luminosamente y en su versión sublime describió Dante en su Divina comedia. En el siglo XVIII serán los jardines botánicos, enriquecidos por las especies llegadas a Europa del Nuevo Mundo y Oriente o bien al revés, llevadas de aquí para allá en un intento de reproducir en todas partes, mediante cotos cerrados y arbóreos, la felicidad de la huella paradisiaca. El que este recuerdo mítico, este florido y agradable símbolo, haya persistido a través del tiempo en la mente de los poetas y filósofos indica algo muy profundo ligado en parte a una posible beatitud como también a una suerte de realización espiritual cuya característica básica fuese el disfrute de lo mejor del mundo. Fuera del Paraíso hay dolor, muerte, guerra, hambre; dentro del Paraíso, placer, vida, paz, saciedad y ante todo armonía. No obstante, en los jardines botánicos no se come ni se pasea por ellos desnudo, pero sí se etiquetan los árboles con sus nombres propios para que—como el mismísimo Adán—el visitante los nombre por primera vez. No es ni puede ser casual que Linneo, el genial botánico responsable de la mayoría de nuestras taxonomías o clasificaciones, haya sido llamado «el segundo Adán».

Que el Paraíso encierra una imagen botánica antes que zoológica lo prueba la serena libertad con que vemos crecer y desarrollarse el mundo de las plantas ligado, empero, por las raíces al suelo en el que arraiga. Libertad para tomar sombra a su vera, para servirnos de sus frutos y de su madera. Por el contrario, el mundo animal es más imprevisible, arisco e inquieto. Arbóreo en su estructura, el sistema nervioso es en nosotros un eco de esa vegetalidad, y quizá por eso nos tranquilizan tanto los bosques, jardines y arboledas. Protegen y aquietan, perfuman y adentran al hombre en sí mismo, en tanto que los animales lo sacan de sí, en la caza, la fábula o la crianza. Para muchos estudiosos la planta del Paraíso, es decir, su diseño básico, sería circular, en tanto que otros lo ven cuadrado, compartiendo unos y otros la idea de su fertilidad, abundancia de agua y clima regular. En nuestra tradición, la judeocristiana, se mencionan dos árboles importantes en el Paraíso: el Árbol del Bien y del Mal y el Árbol de la Vida. Mientras que, según veremos, para esa misma tradición el Árbol de la Vida sería la palmera, por su forma y potencial hermafroditismo, para la cultura persa, por ejemplo, ese árbol sería el alborj o albaricoquero, en tanto que para los chinos el arquetipo del Árbol de la Vida sería el melocotonero, cuyos frutos tardan siglos en crecer y conceden, a quienes los prueban, una suerte de longevidad feliz.

Existan uno o dos árboles prodigiosos en el Paraíso, su ubicación será siempre axial, como bien señala Eliade. Axial quiere decir que la posición del Paraíso constituye un centro, un nódulo de gracia, lo que significa que desde su interior todo equidista de todo y el cielo está tan cerca de la tierra que las estrellas se pueden tocar, frutos de una luz grácil y benéfica. Entre los persas la imagen paradisiaca pasó a las alfombras y los tapetes, los cuales suelen representar el huerto cuadrangular y con una fuente o un ser mágico en el centro: pavo real, águila o ciervo. Los chinos, en cambio, prefieren ubicar su Paraíso o jardín delicioso en una isla (presumiblemente ubicada en el Pacífico), una isla de extraordinaria belleza y difícil acceso. En el mundo hebreo, y por extensión en el cristiano, el Jardín del Paraíso es el lugar en el que mora Dios—su casa natural, por decirlo de algún modo—, creencia que se apoya en el famoso pasaje de Ezequiel 28, 13, en el que se lee: «Habitabas en el Edén, en el jardín de Dios»,3 razón por la cual, en la Edad Media, ese arquetipo se trasladará al interior del claustro gótico, que contendrá, para el monje que medita en él, las delicias de la comunión floral o vegetal con el Creador. Pero aquello que es libre por dentro, aquello que es delicia y frescura, aparece con frecuencia cerrado, herméticamente tapiado por fuera, rodeado de murallas muchas veces altísimas, de donde podemos inferir que sus secretos deben guardarse y protegerse con el fin de no agotar ni extinguir sus virtudes. El Paraíso es, al parecer, cosa de pocos. La dificultad de acceder a él está en relación directa con los fantásticos bienes que encierra su perímetro.

Los secretos que guardan tales espacios sublimes, como las maravillas que encierran los más bellos y dispares jardines del mundo, no son, empero, realidades meramente materiales, pues no hay en tales sitios, como en las minas, diamantes, oro y plata (aunque sí puedan haberlos en las tapias que los ciñen). Únicamente se observan en ellos manifestaciones de la vida en todo su esplendor, armonía entre las especies, una danza ecológica abriéndose y prosperando en una eterna y variada primavera. Si pudiéramos imaginar por un momento sus árboles cargados de pájaros multicolores, veríamos que, como menciona el salmo, siempre están verdes y sus hojas no caducan (de hecho caducar sería un verbo inoperante en el Paraíso); y si acaso soñáramos con sus animales, éstos convivirían allí en paz con nuestra especie. O por lo menos la crueldad no sería, en ese espacio acotado y sublime, más que una consecuencia inevitable del hambre y no una agresión constante que promueve una ilimitada destrucción.

Probablemente también cabría en él poca gente, pues hay quien dice—no sin ironía—que Caín, el primer hijo de la primera pareja, fue el verdadero causante de la expulsión, y que por ello todo estado paradisiaco es, en realidad, un etéreo y sublime momento de amor exclusivo para parejas. La relación entre la pareja o las parejas y el Paraíso volverá a plantearse en la historia del Diluvio y la construcción del Arca de Noé, momento que para muchos supone una segunda Creación. Más que singular, bello y persistente, ese nexo entre el amor y el Paraíso reaparecerá en Occidente con la descripción de los famosos jardines galantes, en el centro de los cuales un determinado locus amoenus—lugar ameno con su agua, flores y perfumes—propicia el afecto entre el hombre y la mujer, quienes intentan una y otra vez recrear el momento previo a la Caída. Así es como lo vemos descrito en el famoso Roman de la Rose, de la Francia del siglo XIII, y en De amore, de Andreas Capellanus, de la misma época. Doscientos años más tarde serán los jardines del Renacimiento los que tengan las veleidades y ambiciones paradisiacas. Creados y diseñados como extensión del mismo sueño de recuperación natural y espontánea, pretenderán ser refugio ideal contra los males de la cultura, cauterio verde a los a veces irremediables y nocivos efectos de la civilización. Trátese o no de una amable expresión de nostalgia, de una añoranza del vientre materno, como insinúan los psicólogos, o del claustro religioso que abarca el silencio de Dios entre sus piedras, lo cierto es que no renunciaremos jamás, como individuos y como especie, a imitar en nuestros hermosos jardines o huertos floridos—pequeños paraísos—las condiciones de aquéllos lejanos, sublimes y casi siempre inhallables.