EL ALFABETO
ALADO
ACANTILADO
BARCELONA 2019
CONTENIDO
Perdida por la belleza
Chuang Tzu y las metamorfosis
Las cuatro fases
Un viaje etimológico
La hoja remonta el vuelo
Las dos abubillas
El tigre enjaulado y la Callimorpha libre
La mente papalotl
Dos vecinas
Tocata y fuga de la mariposa Thecla
Argus azules
Post tenebras, lux
Los sobrevivientes
Al azar del vuelo
De la cianosis al cielo
La hora de las feromonas
Las fiestas del maíz
El círculo de Kama
El perezoso y las pirálidas
Un rumor maravilloso
La Señora del Ensueño
El sello de la tristeza
Color, dolor y tiempo
Hamadryas
El peine de Lalique
La Vanesa atalanta y la ortiga
Luna de la India
El espejo de Pitágoras
La mariposa y el último suspiro
Unión, distancia y reunión
Estación seca y estación húmeda
Teodora, emperatriz de Bizancio
Un breve despertar
Bandejas de alas
El cazador de muerte
El lobito perdido
La revelación de los ocelos
Mientras el mundo duerme
Perfecta imperfección
Hijas del fuego
El abandono del paraíso
Después del terremoto
Compañero del aliento
Contienda de amor
Hermanas de las flores
El alfabeto alado
Hoja de Cerezo y el Hombre Mariposa
La mujer a la que llamaban Hoja de Cerezo—cuenta una leyenda—estaba moliendo bellotas a la puerta de su cabaña. La soledad le pesaba en los párpados, el día era sereno. Su esposo había salido a pescar, y las otras mujeres parecían absorbidas por un sinfín de tareas. Subía el humo de los hornillos, se olía la carne puesta a secar. Los niños corrían unos detrás de otros.
También el hijo de Hoja de Cerezo se aburría. Ella había nacido cuando ese árbol despide sus flores y las primeras caléndulas siembran de pequeños soles las praderas. Su pequeño, Gamo Blanco, había brotado de la tierra en invierno, cuando el agua se congela y astilla. Que los hijos y los nietos por nacer durmieran, como la hierba, en el subsuelo era hermoso y frágil: ¡cuántas futuras vidas no podían pisarse al caminar!
Gamo Blanco tiró de la falda de Hoja de Cerezo. Su madre le sonrió, dejó el mortero y ambos no tardaron en estallar en carcajadas cuando descubrieron cuán fácilmente podía salirse del aburrimiento, hasta qué punto la risa encendía luces en los ojos.
—Me parece—dijo la madre—que estás tan inquieto como yo. ¿Qué te parece si cambiamos de aires? Vayamos a las colinas, donde la brisa juega a ondularse.
Gamo Blanco no hablaba todavía. Emitía esa clase de monosílabos que encantan a las abuelas y asombran a los padres.
—Recogeremos raíces y semillas—continuó Hoja de Cerezo tomando una cestilla de mimbre—, y oiremos el canto de los pájaros.
Cargó, pues, al niño a sus espaldas y se alejó del campamento. Algunas mujeres giraron su rostro hacia ella y la llamaron, pero Hoja de Cerezo no respondió.
El día iba aclarando sus propósitos a medida que se acercaban a las colinas. De vez en cuando la mujer se detenía, hurgaba la tierra, recogía una semilla aquí y alguna raíz tierna allá. Al mediodía se hallaron en un paraje desconocido. Hoja de Cerezo estaba casi sin aliento, y Gamo Blanco adormilado por el calor. Se detuvo a descansar debajo de un gran árbol, cuya sombra parecía el regazo de una hechicera, tan magnético era su azul verdoso. Más allá, el aire estaba impregnado por el aroma de cien flores, los pájaros dialogaban y las mariposas revoloteaban exhibiendo fantásticos colores. Hoja de Cerezo se recostó contra el tronco y miró a su alrededor con una confianza nueva.
Entonces ocurrió algo notable: una mariposa se posó en una rama cercana y la observó con un casi imperceptible movimiento de antenas. El niño estiró la mano para cogerla, pero la mariposa se escapó volando. Frotó con sus alas la cabeza de Gamo Blanco y aleteó con gracia ante el rostro de su madre. Volvieron a estallar en carcajadas, echaron en el interior de esa sombra tanta risa que el día pareció corearles la ocurrencia. La mujer intentó atrapar la mariposa con el recogedor de semillas, pero la mariposa se escapó y buscó un sitio más alto en el que posarse. La mujer se incorporó, aguzó la mirada y se acercó con cuidado a la rama con una mano extendida para atrapar la presa con un gesto rápido, pero la mariposa volvió a escapársele, esta vez más lejos.
La siguió, corrió tras ella, pero la alada criatura se le escabullía una y otra vez. Hoja de Cerezo miró hacia donde estaba su hijo y, viéndolo dormido en el corazón de la sombra, envidió su pacífica respiración. Ella jadeaba, tenía el pecho, el cuello y las axilas empapados. Pensó que Gamo Blanco no la echaría de menos si se ausentaba unos minutos más. Cogería la mariposa para él. En ese momento la mariposa, que era pequeña y azul con gotas de oro, se posó en una gramínea. Hoja de Cerezo se arrojó sobre ella y otra vez se le escapó. La situación comenzaba a ser incómoda. La pequeña criatura no quería ser atrapada, y la cazadora no quería renunciar a la persecución. Tanta atención puso en la empresa que Hoja de Cerezo se olvidó de su hijo, de su cabaña, de su esposo y del sendero que había recorrido para llegar a donde estaba.
Toda la tarde la mujer siguió a la mariposa, que parecía burlarse de ella con giros inesperados, posándose en una rama o en el suelo y haciéndole creer que pillarla por sorpresa era fácil, pero siempre eludía sus manos mientras iba adentrándose más y más detrás de las colinas. Por fin, llegado el crepúsculo, la mujer se dejó caer agotada. Tenía las piernas y los brazos llenos de arañazos, y las ropas sucias. No sabía dónde estaba, su cansancio le impedía pensar en ello. Cerró los ojos y, aun así, ¡seguía viendo a la mariposa bailando delante de ella!
Unos golpecitos en el hombro izquierdo la despertaron. El alba había llegado con su rocío y sus trinos. Había un hombre joven arrodillado a su lado; llevaba el pelo largo y sonreía.
—Soy la mariposa que perseguiste ayer—le dijo el desconocido—: ¿Querrías perseguirme siempre?
Hoja de Cerezo gritó:
—¡Sí, sí!
—Entonces seguiremos juntos—dijo el Hombre Mariposa—: En un día de viaje llegaremos a mi país y allí nos estableceremos. El camino es arduo y largo. Encontraremos muchas mariposas que intentarán apartarte de mí. Debes caminar siempre detrás, sin mirar a los costados, observando mis pasos.
Hoja de Cerezo asintió, y partieron. El Hombre Mariposa iba delante, seguro de la tierra que pisaba sin dejar huellas. Sus plantas parecían acariciar la hierba. Después de caminar un largo trecho, el Hombre Mariposa dijo:
—Detrás de ese monte está mi casa, pero ahora viene la parte más peligrosa del viaje. Estamos entrando en el Valle de las Mariposas, y hasta hoy ningún ser humano ha llegado vivo al otro lado. Estarás a salvo si mantienes los ojos fijos en el suelo y no miras a ninguna mariposa. Aférrate a mi cintura y no te sueltes. Si lo haces, te perderás sin remedio y tendré que continuar sin ti.
Hoja de Cerezo hizo lo que le decían y clavó sus ojos en el suelo. Al entrar en el valle miles, millares de mariposas los rodearon. La mujer sintió el suave roce de sus alas en todo el cuerpo, como si la acariciaran incontables manos infantiles. A pesar de las advertencias del Hombre Mariposa, levantó la vista y se quedó estupefacta ante la cantidad de mariposas de todos los colores que volaban como pétalos desprendidos del tallo de la luz, volaban y danzaban soltando sus tonos en rayas y ocelos, puntos y bordes. Hoja de Cerezo sintió que se volvía bizca de tanto mirar en direcciones opuestas.
Una gran mariposa negra como el ala de una golondrina pasó rozándole la frente. La mujer tendió la mano hacia ella, pero al instante desapareció como si nunca hubiese estado allí. Había tantas alas distintas, tantos rojos, amarillos, azules y violetas, tantos naranjas y grises y marrones que Hoja de Cerezo quería coger todo ese tesoro y llevárselo consigo.
El Hombre Mariposa se detuvo. Miró hacia atrás. La mujer corrió hacia él al darse cuenta de que se había soltado de su cintura, pero no pudo llegar a su lado porque incluso en esa breve distancia, en el espacio de su separación, la distraían cien mariposas distintas. De manera que fue quedándose cada vez más atrás. Su misterioso guía no tardó en desaparecer ocultado por una densa nube de alas y antenas, pero ella no se dio cuenta de eso porque continuaba obsesionada con los colores y los vuelos, el aletear constante y los súbitos cambios de dirección. Y así estuvo corriendo de acá para allá y de allá para acá, saltando y tropezando.
Nunca llegó a coger ninguna, a pesar de que durante los días siguientes prosiguió con su infructuosa cacería. Una mañana la encontraron muerta, cubierta por cientos de mariposas que semejaban las vibrátiles hojas del árbol de los sueños, ese cuya altura es imponderable y cuya profundidad supera la de los océanos. Ese en el que cada fruto es un mensaje del más allá.
El filósofo Chuang Tzu no fue el único en soñar que era una mariposa que soñaba que era Chuang Tzu, experiencia de la que un extraño sabor a polen en los labios le dio testimonio al despertar, si es que puede denominarse despertar a ese estado en el que uno ve su entorno en plena danza de partículas y formas, engendrándose a sí mismo y desapareciendo bajo la máscara de nuevas partículas y formas. También el zapatero Xian viajó, entre los tejidos más sutiles del sueño, por el aire transformado en qing, la libélula de alas azules. Y Pi Lan, el calígrafo, quien, convertido en chan, la cigarra, cantó todo un verano a las puertas del palacio del príncipe de Wa, junto a los oscuros lagos de las montañas del norte. En cada una de esas metamorfosis, el sueño parece ser el factor de cambio, una zona de deslices e intercambios, el más veloz teatro de ilusiones que se conoce.
Los chinos llaman al acto de cambiar kai, pero como esa palabra posee un homófono que significa ‘entero’, ‘todo’, ‘completo’, ningún cambio auténtico es parcial, pues afecta a la totalidad del individuo y nada escapa a su ley, tal y como estipula el maravilloso I Ching. En esta tornasolada e inestable realidad en la que vivimos, lo más ilusorio es aquello que detectan los ojos. Por eso, al aferrarnos a las imágenes solemos traicionar el flujo invisible que las engendró y las reabsorbe. El sueño de Chuang Tzu dio pie, a lo largo de los siglos, a que muchos eruditos se enzarzaran en discusiones sobre cuál fue el tipo de mariposa que creyó ser el filósofo, si la dorada de las marismas o la verde pana de los bosques húmedos. No es de sorprender que las cosas ocurran de ese modo: todo poema segrega sus comentaristas, a toda perla se le atribuye un linaje lunar a los pocos años de pescada en el océano. Ting Mo, vendedor de incienso de Shanghái, sostuvo que la mariposa en la que se convirtió el filósofo fue la lobito de los pinares, cuyo color marrón la hace tan humilde como las cortezas sobre las que se posa; Mei Lu, cocinera de una escuela confuciana, al oírlo intentó desmentir esa teoría, pues creía que la mariposa de Chuang Tzu debía de ser una criatura nocturna, una esfinge de alas transparentes, ya que únicamente la transparencia de las cosas nos confunde el adentro con el afuera o, por lo menos, nos permite percibir su contigüidad. Esa observación hizo sonreír a Tao Teng, el pintor y fabricante de papel de arroz, para quien la mariposa de Chuang Tzu no podía ser otra que la manto violeta, que cuando se la toca deja en los dedos una huella como de crepúsculo de verano.
De más está decir que esas opiniones también vivieron sus metamorfosis, e incluso una de ellas, la de Ting Mo, el vendedor de incienso, retornó a él al cabo de unos años. Para entonces ya no era una lobito pequeña la que había encarnado el filósofo, sino una lobo listada, o sea, bastante más grande que como Ting la había descrito. Otros atribuyeron a Chung Tzu, y en la víspera de su sueño, la visión de una mariposa Kallima, de las que al cerrarse se transforman en hojas secas, de manera que es difícil saber si se trata de mariposas que sueñan ser hojas o de hojas que sueñan ser mariposas. Muy pocos, sin embargo, sabían lo que el filósofo había dicho o escrito. Uno de ellos era el fabricante de papel de arroz y pintor Tao Teng, que solía citar estas palabras de Chuang Tzu:
—Todos conocen la utilidad de lo útil, mas ignoran la utilidad de lo inútil.
Algunos maoríes de Nueva Zelanda creen que las mariposas transmigran como las almas, y otros que en realidad existe un solo ejemplar que crea la ilusión de ser muchos, exactamente como la mente de un solo ser humano puede, a lo largo de una vida, tener muchos sueños, pensamientos y fantasías partiendo de la misma cabeza, o como el dorado sol pinta en el agua suspendida todos los matices del arco iris. También dicen que las mariposas sólo pueden comunicarse entre sí si están en la misma fase o estadio, huevo a huevo y larva a larva. Jamás podrá, una crisálida por ejemplo, descifrar la curva de un vuelo, ni la leve criatura alada que de ella nace logrará hacerse entender por una larva. Así también ocurre entre los seres humanos, pues sólo se comprenden entre sí aquellos que están atravesando la misma fase vital. El resto es una danza de equívocos y un juego de aproximaciones. Anhelos y desencuentros, desfases de edad en los que divergen los estilos.
Dos estadios hay, dicen los maestros maoríes, que hacen de la transitoria quietud un viaje hacia el color: el primero y el tercero. Hoja o rama sostienen esa búsqueda interior. Lo ovoidal rige la primera fase, y lo recto y tenso la tercera. Las larvas, como los adolescentes, buscan trepar y trepar, y devoran todo lo que tienen a su alcance; exhiben díscolos pelos y feas protuberancias, y no escatiman venenos para proteger su debilidad. Entonces, cuando por fin la crisálida abre su húmedo ataúd a la voluntad del ala, cuando por fin emerge la imago, la mariposa adulta conoce en el aire una libertad ingrávida, pero también el peligro de que su propia belleza se aniquile en el hambre de algún pico. Sabio, dicen los maoríes, es aquel que acepta los mariposeantes disfraces del tiempo y obedece a los cambios como la nube a la presión atmosférica. Quien vislumbra en las exclusiones naturales ocasiones de explorar lo sobrenatural. Pero también aquel que comprende que el auténtico amor, la unión verdadera, el vuelo de ocho alas sólo es posible cuando has vivido la conquista de tus propios ocelos en la soledad de tu diapausa, que ellos llaman el Suspenso de la Muerte o el Estuche del Sueño. Quien ignora la vida secreta de las mariposas, sostienen los maoríes, conoce muy poco de su alma, y quien sabe poco de su alma es una mera colección de huesos enfundados en carne perecedera.
Si un niño maorí pregunta qué cosa será eso que en nosotros piensa y siente, o quién es ese que se escuda en el movedizo y elíptico yo, le señalan el zigzagueante vuelo de las mariposas y le dicen:
—Eres el hambre que se agita en ti, la torsión que te dilata y el negro silencio que te espera. Tras lo cual una de tus alas le dirá a la otra: «busca compañía», y entonces, cuando de trompa en trompa vagues por ahí, sabrás que alma es lo que se aleja tras haberte visitado el pulmón para vestirlo de luz.
—¿Todo eso es el yo?—suelen preguntar, insatisfechos, los curiosos.
—También es el centro de la tela de la araña, el sitio vacío del que partes y al que vuelves cuando la realidad te ha ofrecido sus presas. Un mero hueco para el sueño o la vigilancia.
Imaginemos la tarde en que el filólogo Corominas redescubrió, bajo el vuelo de una blanca de la col, el «María, pósate» de los antiguos padres de la Iglesia. Era abril en su ondulada y amable Cataluña, el abril de las últimas mandarinas y los tempranos narcisos. El mes que abre las cosas, como bien vieron los romanos. En su prodigiosa memoria, en su altiva perspicacia, asimilar María a la mariposa le proporcionó una felicidad semejante a la del poeta Berceo, quien vio a la Theotokos o ‘paridora de Dios’ encarnada en un prado de mayo con sus gramíneas, sus poáceas y sus caléndulas. Pero una cosa era el manto de la Virgen y la fertilidad de la tierra, y otra paralela esa criatura alada que los griegos asimilaron a la mente humana. ¿Era, acaso, María, la madre de Jesús, asimismo la matriz anímica en la que se había gestado, para asombro de los seres humanos, el hijo de Dios?
Corominas debió de decirse, con voz entrecortada:
—María, pósate.
Y la blanca de la col, como si lo hubiese oído, se detuvo sobre la verde columna del hinojo. Abrió las alas y agradeció al sol el que extrajera de la última lluvia un perfume nutricio.
Abrió las alas, contribuyendo de ese modo a que el lingüista repasara al vuelo media docena de palabras y sus raíces. Al mismo tiempo, se alegró de que fuera la lengua castellana la dueña del vocablo mariposa, apartándose de ese modo del tradicional Papilio latino presente aún en el catalán y en el francés.
En tiempos antiguos, los griegos la llamaron Psique, que hoy podemos traducir como ‘mente’ y que originalmente aludía al hálito o soplo. Por la mágica historia de Eros y Psique sabemos que su curiosidad no tenía límites, y que de todas sus inclinaciones el amor fue la primera. En griego moderno, empero, ese nexo se extravió, reemplazándose a Psique por petaloudia, o sea, ‘hoja’, ‘pétalo’, aquello que crece y se abre, como en el verbo petánumi. La homología no es sólo bella: también es pertinente, pues tanto va la mariposa al pétalo como transfiere, éste, su color al ala. Por otra parte, y dado que en griego la palabra para ala sigue siendo ptero, de ahí viene el nombre científico de las mariposas, lepidópteros.
La palabra holandesa botervlieg precede a la inglesa butterfly, la ‘mosca de la manteca’, pues se creía que los excrementos de esa etérea criatura eran cremosos y blanquecinos. El alemán Schmetterling también da cuenta de esa creencia, pero trasladándola al mundo de las hadas y las brujas que, encarnadas en mariposas, sentían predilección por ese alimento. El hecho de que prevaleciese, en inglés, la citada palabra, no debe hacernos olvidar el antiguo anglosajón fifoldara, fifalde, en donde vemos algo que hallaremos también en italiano y en hebreo: la doble f, letra que al pronunciarse recuerda tanto al soplo que se marcha como se aleja el alma del cuerpo tras el último suspiro.
El alma es una mariposa en la crisálida de nuestro cuerpo, esperando que pendamos de un hilo, del sutil hilo del silencio, para nacer al color y al vuelo.
En el feileacan irlandés encontramos también la f, como en fairy, el tradicional cuento de hadas que aparecen y desaparecen, tienen alas y lo saben todo de todo en cada instante de su viaje. El noruego sommerfugl y el yídish zommerfeigele aluden a la mariposa como a un pájaro de verano, casi insustancial, y tan alegre que desconoce su propio peso. Los rusos la llaman boboshka, que significa tres cosas a la vez: ‘mujer anciana’, ‘abuela’ y ‘pastel’, aunque en ciertas regiones de ese enorme país se conserva la forma dushichka, de dushae, ‘alma’. Familias enteras de mariposas, como por ejemplo la bajá de dos colas, sienten una extraña predilección por los dulces, los higos maduros y hasta pasados, y en la red fluvial amazónica es frecuente ver decenas de mariposas a los pies de los frutales silvestres, libando hasta el éxtasis de su muerte en el pico de los pájaros.
La farfalla italiana que hizo decir a Dante que il uomo è una farfalla angelica suena parecido a la parpar del hebreo, cuya raíz, pré, ‘salvaje’, ‘silvestre’, también hallamos en pirper, ‘estremecerse’. He aquí, de nuevo, al amor, su parpadeo nocturno y su pleamar de suspiros. Su indomable carácter y su potencial fertilidad. En ambos casos, el italiano y el hebreo, oscila la f su arte de la fuga, su fiesta de caricias. En el borboleta portugués, en cambio, únicamente la b geminada da cuenta de cierta simetría.
Llegamos, así, al chino hu-tieh, donde tieh alude a los setenta años haciendo, en consecuencia, de la mariposa un símbolo de la longevidad, cuando—por el contrario—entre nosotros se la relaciona con lo efímero y lo fugaz. Para los chinos, la mariposa es lo que nuestro Cupido, promotora y mensajera del amor, detalle que ya observamos en la relación entre Psique y Eros. Cuenta Chuang Tzu que un joven estudiante que corría tras una hermosa mariposa se introdujo sin quererlo en el jardín de un viejo magistrado, cuya hija revisaba, en ese momento, un hermoso rosal. Estupefacto por lo que consideró la transformación de un insecto en una doncella, se enamoró y tuvo tanta suerte que la convirtió en su esposa. Cabe agregar algo al relato del filósofo: nunca, en toda su vida, el perseguidor curioso narró a su mujer cómo llegó a ella. Temía que, de nombrar a la mariposa, ésta volviese a aparecer tornando de ese modo irreal el encuentro con su mujer. Revelar un secreto que concierne a un tesoro, dicen de los sufíes, es contribuir a su desaparición.