FONIATRÍA
EL OÍDO Y LA VOZ
ALFRED TOMATIS
Copyright de la edición original: © Editions Robert Laffont, Paris, 1987
Título original: L’oreille et la voix
Traducción: Ana María Vidal Fernández
Diseño cubierta: David Carretero
© 2010, Alfred Tomatis
Editorial Paidotribo
www.paidotribo.com
Email: paidotribo@paidotribo.com
Primera edición
ISBN: 978-84-9910-032-6
ISBN EPUB: 978-84-9910-891-9
Fotocomposición: Bartolomé Sánchez de Haro
ÍNDICE
A mi padre
Preludio
PRIMERA PARTE
ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL CANTO
1 Mis inicios en el teatro
2 El canto, fuente de energía
3 ¿Qué es una voz bonita?
4 El canto y la derecha
5 El fenómeno Caruso
6 El arte del canto
SEGUNDA PARTE
A PROPÓSITO DEL OÍDO
1 Unas palabras sobre el oído
2 Anatomía y fisiología del oído
3 El oído y el sistema nervioso
4 El oído sensor del control
TERCERA PARTE
LA TÉCNICA AUDIOVOCAL
1 Los imperativos del canto
2 Las posturas
3 La voz ósea
4 La respiración
5 La vocalización
6 El falsetto
7 ¿Qué hacer para cantar bien?
Conclusión
Bibliografía
A MI PADRE
Este libro está escrito en memoria de mi padre. Me habría gustado regalárselo mientras vivía, pero no lo conseguí. No me sentía preparado. Ahora sí me siento seguro. Por aquel entonces él todavía me resultaba demasiado próximo y, a decir verdad, mi libertad para hablar de un tema como el que trato en este libro no podía alcanzar toda su dimensión.
Es más fácil ser el hijo de un padre que ya no está entre nosotros; con eso quiero decir que entonces al hijo le resulta más fácil adquirir la plenitud propia de su adultez. Es así como tiene lugar el verdadero encuentro con la imagen paterna.
Nada acerca más que la ausencia. Jamás había comprendido tanto a mi padre, y sobre todo jamás le había escuchado tanto como desde que está en esa otra dimensión en la que el espacio se reúne con la eternidad.
Mi padre ya no está entre nosotros y su voz resuena dentro de mí hasta inducirme a cantar con él su repertorio, con su acento, con su manera de modular el sonido e incluso el mismo estilo amplio que caracterizaba su emisión.
Con frecuencia suelo decir que se comprende al padre por primera vez cuando ya ha desaparecido. Debido a ello el canto siempre ha estado en mí, y ahora forma parte de mi modo de expresión. En efecto, para mí cantar ha llegado a ser un acto de lo más natural, como hablar.
Decía que este libro está escrito en memoria de mi padre, y se lo dedico por varios motivos.
Ante todo porque demostró ser un padre incomparable. Fue particularmente atento conmigo de forma sólo equiparable a la total confianza que él mismo me otorgaba.
Yo era su hijo y le gustaba imaginarme como una emanación de él mismo que tenía que evolucionar, ¿no es ése el verdadero papel de un padre? Me guió por la vida hacia donde me llamaba mi vocación con una solicitud y una grandeza de espíritu poco comunes.
Me dio lo que él sabía ser y sobre todo lo que él sabía hacer con un infinito amor por la obra consumada. Él mismo, en su trabajo, era un hombre totalmente habitado por su arte. Se entregó en cuerpo y alma a su actividad, noche y día. Y me transmitió ese secreto que es, en definitiva, un don de vida excepcional.
Amaba su profesión y se transformaba literalmente en un oficiante cuando se dejaba penetrar por la música, por el canto, por sus personajes, por sus interpretaciones y por “su” teatro. Se adentraba en su trabajo con fervor y siempre con una aplicación fuera de lo común.
Me sumergió a su lado en su mundo, de modo que yo vivía con él su vida artística. Yo conocía sus papeles, era capaz de darle las entradas, de modular la música con la orquesta. En resumen, yo era artista gracias a él, a través de él... ¡pero sin voz! Solo él poseía el don de cantar, y además con un maravilloso órgano vocal. Aún ahora su metal permanece en la memoria de todos sus admiradores.
Este libro que le ofrezco con algo de retraso llega, sin embargo, en el momento oportuno, en ese instante en que el canto experimenta un resurgimiento, en el momento en que la voz retoma sus derechos en el seno de la psicología humana.
¿Hay realmente un tiempo para la voz, como lo hay para el canto? Digamos que puede haber modas, períodos en los que nos polarizamos con mayor o menor intensidad sobre el bel canto o sobre otro tipo de expresión vocal. Pero, a decir verdad, tanto la voz como el canto forman parte integrante de la condición humana.
Esta obra, también gracias a mi padre, tendrá una coloración un poco especial, la de la experiencia vivida. Estará repleta de anécdotas, de investigaciones y de enseñanzas que de ellas se desprenden. Sin duda, de este modo, algunas partes demasiado teóricas serán más fáciles de asimilar.
Finalmente, el libro me permite rendir un filial homenaje al que fue mi padre, cuya cálida influencia se hará sentir a lo largo de los próximos capítulos.
PRELUDIO
Una vez terminado el libro me ha parecido oportuno añadir un preámbulo para señalar que los distintos capítulos han surgido de una experiencia de vida, con los interrogantes que suscita y las respuestas que genera. Es cierto que ha sido necesario hacer una selección. Habría podido citar muchas más historias clínicas y habría podido enunciar más cuestiones relacionadas con las investigaciones emprendidas. Pero entonces habría sobrecargado la obra con un tecnicismo que se saldría del marco asignado.
Así pues, nos hemos mantenido voluntariamente muy esquemáticos en cuanto a la anatomía y a la fisiología se refiere. Sobre estos temas se han escrito muchas obras, algunas excelentes, que citaremos en la bibliografía con la finalidad de que los lectores interesados acudan a ellas.
Nuestro objetivo es el de subrayar varios hechos, acentuando los que generalmente son desatendidos o desconocidos:
1o̱ El papel capital que tiene el oído en su función de escucha como factor dispensador de energía para el sistema nervioso, y en tanto que controlador del acto del canto.
2o̱ Las posturas tan a menudo esbozadas sin que, sin embargo, se estudie su necesidad.
3o̱ La voz ósea equivalente a la voz de calidad, y en realidad emitida sin gran esfuerzo.
4o̱ Las vocales, otra clave para aprehender el canto con comodidad.
Cada una de las propuestas aquí enumeradas bastaría por sí misma para justificar la publicación de este libro.
La vertiente técnica y nueva, si a pesar de todo resulta excesiva, parece fácil de integrar gracias a la presencia de anécdotas extraídas de la vida, distribuidas de modo que aligeren el aspecto demasiado serio de ciertos fragmentos. Sin embargo, estos pasajes son indispensables; como cuando se trata de estudiar el oído considerado como órgano global asociado a los distintos elementos nerviosos que se relacionan con él. Sin esta aproximación neurológica, el aparato auditivo no puede ser comprendido en sus múltiples mecanismos. Y el hecho de poner de manifiesto los “integradores”, verdaderos bloques estructurales del sistema nervioso, facilita considerablemente la comprensión de estos mecanismos aportando una nueva perspectiva tanto del aparato auditivo como del propio sistema nervioso.
No hace falta decir que es el cerebro el que canta; por lo tanto, también es indispensable abordar algunos aspectos relacionados con el cerebro, los que nos parecen más implicados en el acto de cantar. Ciertamente, será un estudio muy simplificado, ¡que el artista nos perdone! Pero somos conscientes de que aun ese mínimo resulta complejo para el lector poco acostumbrado a tales enfoques. Sin embargo, le hemos allanado el camino en cuanto a la comprensión de los distintos circuitos mediante esquemas que hemos reducido a trayectos nerviosos fáciles de seguir o a diagramas que hablan por sí mismos.
Esta obra nos ha permitido revivir todo un período de nuestra actividad dedicada a la foniatría y dinamizar la enseñanza que impartimos en este momento bajo la forma de cursos audiovocales. En realidad, estos cursos están destinados a experimentar el contenido de los distintos capítulos de esta obra. Los que tienen la suerte de participar en ellos son conducidos a un conocimiento profundo del acto de cantar; les sensibilizan a las nociones de sensor auditivo. Les permiten integrar las sensaciones propioceptivas inherentes a esa facultad.
Además, aseguran una audición de calidad a la que se sumará una excelente escucha. En definitiva, preparan para el canto.
Con estas advertencias, el lector se podrá proyectar unas veces en algún capítulo técnico, otras sobre el escenario, otras en la sala, otras en el gabinete del médico especialista, más a menudo aun dentro del laboratorio donde predomina la electrónica. Finalmente se sentirá tentado a intentarlo él mismo. Sin embargo, le aconsejamos que se someta al control atento de un buen maestro aunque ya vislumbre lo que significa cantar.
Como se podrá constatar, esta obra propone algunas novedades que constituyen su fundamento y también su originalidad. Sin embargo, resultará difícil evitar ciertas repeticiones. Serán voluntarias por lo indispensable que me parece dejarlas bien sentadas. Por otra parte, esas repeticiones, insertadas deliberadamente, no tienen más objetivo que el de poner en órbita a aquellos cuyos aprendizajes anteriores les han desviado de la trayectoria* que nosotros querríamos trazarles en su totalidad.
* N. de la T.: Esa trayectoria es, por una parte, encontrar una buena manera de cantar, pero sobre todo hace referencia al camino, a la propia proyección de futuro que tiene cada persona. Éste es el verdadero objetivo de la terapia de la escucha y éste es el verdadero significado de la función de escucha.
PRIMERA PARTE
ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL CANTO
1
MIS INICIOS EN EL TEATRO
Como ustedes podrán juzgar a continuación, debuté precozmente en el teatro. Tenía dieciocho meses cuando mi padre tuvo la insólita idea de ponerme sobre el escenario en Werther. Él hacía su entrada en la ópera de Niza, representaba el personaje de Bailly y pensaba que yo quedaría bien en el papel de chiquillo en la obra de Goethe. Nada de eso. Hubo que sacarme del escenario por lo poco que mis gritos y vociferaciones armonizaban con el espectáculo... Manifiestamente, yo no parecía destinado a iniciar una brillante carrera en el mundo del espectáculo. Sin embargo, mi padre, que no se resignaba a abandonar tan fácilmente la idea de convertirme en un prodigio teatral, reincidió, si se puede decir así. También unos años más tarde, con cuatro años y medio, y gracias a su obstinación, me encontré arrastrado por “La Garde Montante”, en Carmen. No estuve mucho más inspirado por Bizet de lo que había estado por Massenet; no me volvieron a contratar. No me afectó mucho, al menos eso creo. Todo parecía indicar, sin duda, que era mejor que me orientara en otra dirección y que tratara de ejercer un arte en una actividad profesional situada fuera de los recintos reservados al espectáculo.
Por lo demás, yo era tímido, más bien temeroso. ¿Qué iba a hacer en un escenario? A menudo me conmocionaba la exuberancia, la terrible extroversión de mi padre, tan artista, tan impregnado de su teatro, tan henchido de su voz, tan invasor debido a las resonancias suntuosas de su tubo de órgano. Él era un bajo, un verdadero bajo, dotado de un extraordinario pedal grave que lo convertía en un bajo noble. Especialista de La Juive, de Les Huguenots, de Robert le Diable..., poseía un órgano “de baja talla” que, por cierto, le permitió disfrutar de una carrera excepcional, a la cual fui asociado muy a pesar mío, de varias maneras.
Estaba muy vinculado a los acontecimientos que jalonaban el periplo teatral de mi padre y durante una parte de mi juventud tuve que seguirle regularmente por todos los escenarios de Francia, quedándome, por supuesto, recluido entre bastidores. No por eso me beneficiaba menos de la gran intensidad tan característica de los espectáculos vistos desde el escenario. ¡Es un universo tan fascinante, tan vibrante, tan atractivo como el de la propia representación! A decir verdad, es un espectáculo dentro del espectáculo. Incluso puede que resulte aun más atractivo estar en ese lado de las candilejas que en la sala. Es cierto que siempre que se me ofrecía, y aún se me ofrece, estar en un palco, no puedo dejar de acordarme de esa intensa animación que hay detrás del telón, desde los camerinos donde cada uno elabora su maquillaje, arregla su traje, emite las últimas vocalizaciones, hasta los últimos preparativos entre bastidores antes de que suba el telón. Esa febrilidad tan especial que precede a la entrada en escena constituye un gran momento. Unida al cálido recogimiento de todos los que participan de cerca o de lejos en esos preparativos con su comprensiva adhesión, da a ese ardiente ambiente un carácter inolvidable. De hecho, todo sucede como si detrás del escenario también se entrara en acción como formando parte del espectáculo. A ese nivel, se construye un verdadero sustrato humano en el cual el artista encuentra su punto de apoyo para lanzarse hacia el fuego de las tablas.
Estaba maravillado ante la habilidad de mi padre para transformarse en un personaje en breves instantes. Experto en caracterizarse, sabía meterse literalmente dentro del papel que le era otorgado. Lo vi, durante las temporadas de Niza, Ruan, Marsella, Burdeos, Toulouse, o en la Opéra de París, metamorfosearse en cardenal Brogni, en La Juive, o en Mefistófeles, en La Damnation de Faust, de Berlioz, o en el Faust, de Gounod, en Gournemans en Parsifal, o también en Balthazar, en La Favorite, en Marcel de Les Huguenots, en Hagen en Sigurd. Ciertamente, no podría enumerarlo todo. Mi padre estaba orgulloso de contar con ciento diez obras en su repertorio. Eso nos da la medida de lo mucho que sabía sobre canto lírico. Era un artista consumado, concienzudo, escrupuloso, dotado de una voz excepcional; era un bajo impresionante, y sus agudos eran cobrizos. Su metal iba buscado. Durante su vida fue, sin lugar a dudas, uno de los grandes señores de los escenarios.
Evidentemente yo disfrutaba de los numerosos privilegios que me confería mi estatus de espectador entre bastidores, y no me privaba de llenarme tanto como me fuera posible de música y de canto. Así pude vivir cerca de todos aquellos que dieron vida al arte lírico, por lo menos durante una época, el período que va de 1924 a 1931. Ni qué decir tiene que en ese universo fascinante yo me enriquecía por absorción, por ósmosis, de todo cuanto el teatro sabe transmitir. El repertorio no tenía secretos para mí. De pequeño, era capaz de representar todos los papeles de los cantantes, de recitar tanto sus parlamentos como sus solos. Llegué a seguir con una atención extrema todo lo que podía ocurrir tanto en el escenario como en el foso. Era capaz de decir a mi padre si tal o tal parte había sido omitida o mal colocada. Vuelvo a verme solo cantando todos los papeles y confirmando las réplicas de la orquesta...
No me sentía impelido a escuchar la radio, que nacía por aquél entonces. Y si la escuchaba, lo hacía como un experto. De esa cultura integrada de forma tan intensa, como sólo un niño es capaz de hacerlo, me quedó el inmenso privilegio de poder amueblar mis silencios con un canto que puedo calificar de permanente.
Estuve algo más ausente a partir de 1931, cuando mis estudios me obligaron a instalarme en París. Sin embargo, las vacaciones me permitían encontrar de nuevo esos lugares donde había vivido durante mi primera infancia, en esa especie de segundo plano, de penumbra, de universo –bullicioso y hormigueante– en el que los actores, entre candilejas, se preparaban para lanzarse al ruedo, frente al agujero negro de la sala.
Nunca llegué a pensar que un día podría afrontar un público… como cantante. Sin duda, mis primeros ensayos, tan poco concluyentes, me habían disuadido de ello. Por otro lado, estaba totalmente desprovisto de voz, hasta tal punto que más tarde tuve problemas, en mis estudios, para pasar el examen oral. Tenía la costumbre de decir a la gente que me oía hablar con esfuerzo, que mi padre había acaparado toda la voz y que era el único depositario de la voz de la familia. En cuanto a mi madre, tampoco emitía muchos más sonidos que yo.
Mi padre, el decimoséptimo hijo de una familia numerosa, había heredado de su propio padre sus excepcionales dones vocales. Mi abuelo tenía, en efecto, una facilidad poco común para cantar y además para expresarse en cualquier registro que le apeteciera escoger. Así que aprovechaba todas las ocasiones para empaparnos de su impresionante repertorio piamontés. Su ardor comunicativo pronto creó a su alrededor un verdadero conjunto coral que él sabía, de manera desconcertante, armonizar y dinamizar con su timbre rico y penetrante. Podía interpretar con la misma facilidad los fragmentos de tenor, barítono o bajo.
En cuanto a mí, dotado de un gran repertorio y desprovisto totalmente de voz, me metí en una carrera bien distinta nacida de una vocación precoz: la medicina. ¿Qué efecto pudo tener esa primera inhibición inicial del mundo lírico sobre mi orientación hacia la otorrinolaringología? No lo sé. En todo caso, me encontré, como si fuera lógico, naturalmente inmerso en esa especialidad.
Mi resistencia inicial a querer ocuparme de los cantantes no duró mucho, puesto que me vi empujado desde el principio de mi carrera como médico a examinar a los amigos de mi padre. Durante un tiempo me convertí en uno de los especialistas parisienses de más prestigio entre los cantantes, en lo que se ha convenido en llamar un foniatra, nombre bárbaro y de resonancia desagradable que quiere designar al que se ocupa de las voces enfermas. En resumen, gran parte de mi vida profesional me llevó a vivir desde 1944 en un universo bien particular, junto a aquellos con los que tan regularmente me había sido dado codearme entre los bastidores del escenario lírico. Es necesario decir, sin embargo, que mi paso de otorrinolaringólogo clásico a la foniatría no se produjo sin cierta aprensión. Conocía el universo de los cantantes, o más bien creía conocerlo.
Además, me encontraba enfrentado a este terrible interrogante: ¿qué sabía realmente del canto? Cierto, era capaz de referirme a las mismas cosas que todo el mundo, a todo lo que cualquiera se habría podido referir después de haber vivido junto a los cantantes. Había tenido tiempo de asimilar su jerga profesional. Así, lo mismo podía hablar de una voz clara, oscura, o entubada, o incluso de sonidos “claros-cubiertos”. Disertaba sobre la respiración holgada y amplia, no forzada. Creía discernir las distintas emisiones, la italiana, la alemana o la rusa. Pensaba tener conocimiento de esos ejercicios mágicos que permiten al cantante colocar la voz “en la máscara”. Los nombres de tal o cual maestro reconocido por saber extraer voces de oro de los terrenos más áridos se habían convertido en familiares. Además, había sido informado de las enseñanzas prestigiosas que habían hecho aflorar las voces más bellas de la época.
De este modo, había sido inducido a integrar, durante el transcurso de los años pasados cerca de mi padre y de sus amigos del teatro, todo un conjunto de conocimientos sobre el arte del canto, conjunto que, de hecho, me daba una suma harto inconsistente a la hora de visitar un paciente. ¿Qué significaban todos esos términos por otro lado tan evidentes cuando uno se toma la molestia de no profundizar en ellos? ¿Qué se entendía por cantar “en la máscara”, “apoyar la voz en el paladar”, por no “calar”, “no empujar”, en resumen, por todo ese lenguaje tan característico de la técnica vocal?
Me enfrentaba, pues, a ese saber compuesto enteramente por palabras en el examen de mis primeros “pacientes” vocales. Rápidamente tuve que darme cuenta de que eso era insuficiente. Que cada uno juzgue. Uno de los amigos de mi padre, gran cantante, estaba afectado por un “defecto” bastante molesto. Desafinaba. Desafinaba y lo sabía. Sin embargo, su técnica era buena, su interpretación, excelente. A Dios gracias, sólo desentonaba a partir de un determinado nivel. A partir del medium alto su voz sufría un fenómeno de compresión tonal. A medida que subía, sus dificultades de afinación aumentaban, de tal modo que él cantaba cada vez más “bajo” mientras pretendía cantar cada vez más “alto”.
La afinación era, en el arte del canto, un parámetro del que se hablaba poco o nada desde el punto de vista técnico. Saber tomar un sonido, colocarlo bien, hincharlo, disminuirlo, todo eso tenía sentido para mí, pese a que posteriormente me hizo falta definir qué era una emisión de buena calidad. Pero la afinación, ¿dónde radica? ¿En qué parte del cuerpo había que introducirse para diagnosticar los defectos inherentes a esta facultad tan particular? Todos los cantantes estaban de acuerdo y todavía ahora lo están, en considerar como una gran virtud la afinación vocal, pero las soluciones propuestas para remediar sus carencias no siempre son satisfactorias. Por otra parte, se sabe cuán molestos pueden ser para el oyente los sonidos “desplazados” o por los que resbalan antes de encontrar su verdadera altura tonal. Produce tal malestar que puede hacer olvidar la emisión, que, por otra parte, puede ser de gran calidad.
Dicho de otra manera, en principio, me resultó evidente que era posible que un cantante pudiera, después de un determinado aprendizaje, alcanzar un alto nivel de técnica sin, por ello, llegar a obtener o a modificar la calidad de la afinación de su voz. Me vi, pues, enfrentado a esta hipótesis y, sin duda, en función de mis propios mecanismos mentales, me sentí empujado a buscar la causa de esta disfunción. Así pues, el “defecto de afinación” fue mi primer interrogante gracias a este amigo de mi padre, gran barítono por otra parte, y titular de muchos papeles del repertorio lírico, sobre todo en la Opéra de París. Mediante un gran refuerzo de ciencia vocal, dones de interpretación, musicalidad y savoir faire él intentaba disimular, en todo lo posible, este obstáculo tan difícil de superar. Esto afectaba a su estado de ánimo, aunque no demasiado, ya que su carrera seguía de manera floreciente. Sin embargo, esta brecha hería su amor propio.
Con una constancia que sólo la longevidad de su carrera puede igualar, este excelente intérprete buscaba permanentemente la manera de remediar esta dificultad que, a decir verdad, lo incomodaba seriamente. Era totalmente consciente de su defecto. Y cuando sentía que “descarrilaba”, sus esfuerzos para rectificar le resultaban tanto más dolorosos por cuanto la mayor parte de las veces eran ineficaces. Sin embargo, a lo largo de su carrera internacional, en sus estancias en los lugares más importantes del arte lírico, nunca dejó de consultar a los especialistas competentes capaces de ayudarle. Así que cuando llegó a Viena, en Austria, para cumplir con algunos espectáculos, llamó a la puerta del grande entre los grandes en materia de foniatría, Froeschels, antes de que éste volara a Estados Unidos.
Froeschels, con su autoridad incontestable, emitió un diagnóstico que debía poner fin a toda búsqueda sobre la causa de su defecto de afinación. Sin embargo, nuestro barítono no se dejó derrotar por un diagnóstico estático y definitivo, y decidió proseguir sus gestiones no para superar ese diagnóstico magistral, sino para tratar de encontrar una manera de remediar ese defecto evidenciado por las palabras de Froeschels. Efectivamente, la voz del sabio había certificado que la laringe de este cantante era “hipotónica”. Nada resultaba más satisfactorio. Parecía claro, en efecto, que una laringe hipotónica, es decir, distendida, tenía que tener más dificultades para cantar afinado que una laringe tensada con normalidad, al menos en cuanto a lo que se refiere a las cuerdas vocales, ya que se las comparaba con las cuerdas de un violín o de un violonchelo que no estuvieran correctamente tensadas.
Resultaba incómodo ir más allá del diagnóstico emitido por la autoridad suprema... Por otra parte, ¿era yo capaz de hacerlo? Hubiera sido muy presuntuoso pretenderlo. Es por ello por lo que, cuando tuve la suerte de examinar su laringe “tan bien etiquetada” la vi también hipotónica, y más teniendo en cuenta que mis veinticinco años eran un peso pluma en comparación con la veteranía de mi colega. Me esforcé, pues, en hacer cuadrar mi diagnóstico con el del eminente otorrinolaringólogo vienés. Y me contenté tímidamente con ratificar el tratamiento prescrito y repetir la receta administrando ciertas dosis de sulfato de estricnina. Sin embargo, sabía, según palabras de mi paciente, que nada iba a cambiar puesto que en repetidas ocasiones esta terapéutica había dejado su voz en un estado idéntico.
Al cabo de unos días me arriesgué a aumentar la dosis, puesto que este amigo de la familia me invitaba a ello mediante su asiduidad a veces un poco obsesiva, a decir verdad. Y debo añadir que comenzar la foniatría con el estudio de un problema de estas características no era tarea fácil, aunque posteriormente fuera de gran interés. Pero, ¡cuánto tiempo más tarde!
Así, durante dos años tuve que examinar regularmente, a razón de uno de cada dos o cada tres días, a este “famoso artista” y poner a prueba los límites de mis conocimientos, ante la complejidad del problema que se me planteaba. Froeschels, por su parte, había tenido la suerte de no verle más que una o dos veces tras haber dejado caer con autoridad un diagnóstico que sentaba jurisprudencia en la materia y que imponía la prescripción sin ninguna derogación. Pero para el joven médico que era yo, y que debía seguir con paciencia la perseverante fidelidad del interesado, allí había algo un poco desesperante. Enaltecido por la idea de aumentar las dosis de estricnina, por fin un día conseguí obtener un resultado... No era el adecuado, y en cualquier caso tampoco el deseado. Las dosis fueron tales que mi artista, tan experto en su arte de cantar, se encontró apurado en su emisión, y aún más, se puso a apretar, a “encorbatarse”, como se dice en la profesión, lo que significaba pura y simplemente que se ahogaba en el escenario cuando pensaba en abrir la boca para cantar. No cabe duda de que ésta no era la finalidad buscada. La laringe de nuestro artista había pasado de hipotónica a hipertónica. ¡Bonito éxito! Pero el hecho interesante, cuya importancia no dejaremos de destacar, es que seguía cantando igual de desafinado.
Así, este gran cantante, al que tan confusamente temía debido a su búsqueda permanente, iba a convertirse en materia de reflexión y, lo que es mejor, me llevaría a emprender numerosas investigaciones que ocuparon, de hecho, gran parte de mi existencia como investigador. Son los resultados de estas investigaciones los que me parece que deben ser consignados en esta obra y ofrecidos a los que se interesan por la voz, ya sea a título profesional, ya sea como enseñanza, ya sea a título de curiosidad, puesto que a todos nos concierne la voz humana. Forma parte integrante del hombre.
Nada es más fácil que cantar, pues todo nos invita a vivir en unas condiciones óptimas en un mundo que, por otra parte, nos constriñe solamente a existir. ¿Acaso es realmente fácil acceder a la vida misma? ¿Y cómo se puede afirmar que es fácil cantar cuando los grandes cantantes son tan escasos? Sin duda, siempre serán escasos, puesto que su actividad requiere dones excepcionales. Pero aquellos que pretenden cantar sin por ello verse obligados a alcanzar todas las habilidades de los grandes artistas, ¿no deberían ser mucho más numerosos? Sin embargo, no es así.
¿Quizás se está perdiendo el arte del canto? ¿Es el placer de cantar lo que disminuye? ¿Falla la educación en cuanto a sus propósitos? No debemos llamarnos a engaño. Desde siempre, los escritos sobre el canto han dejado traslucir la ausencia o la escasez de los grandes del teatro a falta de maestros, de técnicas y de enseñanzas. Nada ha cambiado en este mundo. Existen ciertas épocas en las que se canta, mientras que en otras se desencanta…, pero algunas constantes persisten y deben ser analizadas con mucha atención.
Es verdad que cantar es un acto fácil de realizar, obviamente sólo dentro de ciertas condiciones. Es más, sin ellas es prácticamente imposible pensar en emitir un sonido de calidad. Sin ellas uno no se puede abandonar al deseo de expresarse a través del canto y hacer vibrar su cuerpo en las diversas resonancias que permanecen como la expresión misma de sus diferentes partes.
Pero entonces, ¿quién puede pretender cantar? Por regla general, todo el mundo, excepto los que tienen un impedimento mayor de orden orgánico y que en realidad son muy pocos. Todos los violines pueden vibrar en manos expertas. Sólo algunos, es verdad, serán grandes violinistas mientras que otros serán de expresión mediana, incluso mediocre. Pero todos cantarán. Por una parte, la calidad puede ser un asunto de “estructura anatómica”, pero la técnica sigue estando directamente relacionada con el modo de utilizar el instrumento, sea o no corporal.
Dicho de otra manera, cualquiera puede pretender cantar. Si lo desea, puede emitir sonidos susceptibles de parecerse a lo que busca íntimamente.
Este capítulo termina con un cierto optimismo puesto que enuncia con fuerza que el canto está al alcance de todos con unas pocas excepciones. De él se desprende también una noción nueva y, sin embargo, evidente, que da al oído una dimensión particular. Todo parecerá, en el transcurso de esta obra, dar vueltas alrededor del oído. A posteriori, cuando estemos más empapados del tema, se verá que este excepcional órgano simplemente habrá recuperado el lugar que le corresponde. Sin embargo, deberemos insistir mucho para que esta “innovación” goce de cierto crédito en el mundo del canto. En efecto, paradójicamente, este órgano esencial que es el oído está prácticamente en el olvido, por no decir ocultado. Y los que hablan de él sólo lo hacen a media voz, como si en cierto modo se tratara de algo prohibido.
Sin embargo, por poco que se le dedique algo de atención al aparato auditivo, uno se queda a la vez asombrado ante el enorme abanico de sus potencialidades y maravillado por las respuestas que ofrece a cuestiones que hasta ahora quedaban sin respuesta. De hecho, lo que nosotros hemos querido introducir en esta obra es una tentativa de sensibilización sobre el papel predominante que tiene el oído en el ámbito del canto.
2
EL CANTO, FUENTE DE ENERGÍA
La elección del título de este capítulo merece algunas explicaciones. En efecto, ¿cómo considerar el acercamiento de los dos términos que lo componen: canto y energía? A priori parece difícil pensar que el acto vocal se pueda relacionar de alguna manera con la noción de energía, más aún que pueda ser generador de energía. Generalmente se asocia a conceptos culturales y artísticos que a menudo hacen olvidar los objetivos profundos del acto cantado.
Finalmente, ¿por qué cantamos? A decir verdad, no es extraño constatar que en este ámbito raramente nos cuestionamos el porqué. En efecto, todo se centra en el estudio del “cómo” cantar o el de cómo conseguir determinada habilidad. Suele quedar al margen de las inquietudes de nuestros contemporáneos tratar de saber si el hecho de cantar responde o no a una necesidad, a una especie de necesidad profunda, o si sirve simplemente para satisfacer una de tantas dimensiones de la expresión que le han sido dadas al ser humano.
Es cierto que pocas veces nos planteamos este tipo de cuestiones respecto al canto. Además, ¿sabríamos responder con facilidad si se nos interrogase a este respecto? Surgirían algunos tópicos, que no son respuestas, y que no harían avanzar en nada las investigaciones. A través de expresiones como “porque me gusta, porque me apetece, porque me siento bien haciéndolo”, etc., estaríamos ante una enumeración egocéntrica, de una autosatisfacción que no sería más que una desviación respecto a la verdadera respuesta. Y se sabe que toda intervención en la que se interpone el ego está tan repleta de distorsiones, que la realidad queda totalmente velada.
En el marco de un estudio centrado en la fisiología vocal, el mismo especialista se muestra poco sensible a esa dimensión que, sin embargo, existe y se inserta realmente en el nivel de las necesidades.
Parece que el hombre canta por instinto. Llegaría a afirmar que primero modula cantando antes de expresarse a través del lenguaje, como si éste después paralizara o desorganizara esta dinámica primera. No es excesivo imaginar que el canto apareció antes que el lenguaje. Con frecuencia en el hombre el canto sólo se manifiesta en estado de esbozo, porque ve injertarse como una prioridad la facultad de hablar. Así, a ese fondo de modulaciones arcaicas que el canto representa se superpone imperativamente la expresión lingüística. Pero, ¿acaso no es toda lengua también una organización estructural con sus ritmos, sus matices, sus inflexiones, su propio timbre..., en resumen tantas características que definen de la misma manera la fraseología musical?
La recarga cortical
¿En qué parece ser el canto una necesidad? Yo respondería con una frase muy corta, que corre el riesgo de chocar al lector o de dejarlo en ayunas: es para cargar el cerebro de energía. Es evidente que esto puede parecer una insolencia por varios motivos. En primer lugar, ¿qué entendemos por dar energía y, aun más, energía al cerebro? En segundo lugar, ¿de qué tipo de energía se trata?
He aquí bien planteadas las preguntas que todo el mundo coincide en hacerse esperando que el científico las responda con explicaciones fundamentadas. Que nadie se equivoque. Incluso para el hombre de arte, es engorroso aventurarse a responder tales demandas, a falta de poder delimitar con exactitud lo que se entiende por energía. Nos es difícil liberarnos de nuestra aprensión respecto a este término, alejarnos del concepto que por su propia etimología evoca la resultante de una actividad o de un trabajo.
Antes que nada, ¿cuál es la naturaleza exacta de esta energía? Bajo este término general tan amplio y tan ambiguo, nos forjamos tantas y tantas ideas que corremos el riesgo de perdernos en él, tanto más cuanto se le mezclan nociones de percepción. No sabemos qué es esta fuerza, pero pretendemos sentirla circular igual que la electricidad, de hecho, pero de un modo todavía más confuso. Así que algunos la perciben descendiendo por su cuerpo, mientras que otros son formales cuando describen la distribución ascendente de estos mismos circuitos energéticos. Se diría que se trata de un fluido que se desplaza a través del cuerpo, pero de un fluido difícil de definir y que algunos pueden sentir en distintos lugares a menudo descritos con una precisión desconcertante. Estos puntos de “focalización” son efectivamente citados en diversas obras. Parece haber localizaciones bien determinadas, idénticas en los individuos que perciben tales fenómenos. Se ha reconocido que estos lugares de respuestas selectivas son los que algunos describen con el término “chacras”.
Pero sigue siendo evidente que definir la energía en uno mismo es una empresa delicada. Existe el riesgo de meterse en diatribas sobre la energía vital, sobre el potencial energético, etc., tantas palabras utilizadas para representar una realidad conceptual difícil, es verdad, de definir y de delimitar. Pero queda fuera de cuestión pretender por ahora dar algunas precisiones complementarias sobre esta potencialidad.
Ciertamente los sujetos concernidos sienten cosas que serán diversamente percibidas y descritas. Es así como después de estos “pases de energía”, algunos podrán sentirse tónicos, en cierto modo llenos de vitalidad. Incluso pretenderán que se encuentran en unas condiciones que les permiten considerarse en buena salud física y moral. Aunque nos queda por precisar si estar en buena salud es estar repleto de esta energía vital. Vemos cuán fácil es dar vueltas sobre un mismo punto. Así que nosotros intentaremos ir más allá de las palabras, con los hechos.
Es evidente que uno tiene ganas de cantar cuando se siente bien y que uno se siente mucho mejor cuando canta. Existe una especie de bucle cerrado como si el hecho de estar bien permitiera el canto y éste retornara como efecto al que se lanza a cantar un estado de bienestar que intensifica el deseo que siente de seguir con esa actividad. Este bucle cibernético –no hay otro término– define ya el estado al cual conduce el canto. Con más detalles, lo veremos más adelante, podremos hablar de las técnicas vocales y de los órganos implicados en la fonación. De hecho, es el cerebro el que, inducido por el oído, se pone a cantar. El objetivo principal de este libro es justamente invitar al lector a aceptar tal propuesta.
El cerebro es un órgano excepcional en muchos aspectos. El mundo científico contemporáneo empieza a captar mejor sus mecanismos, bastante complejos, por cierto. Verdaderamente, aún quedan muchos fenómenos por explicar e incluso para percibir toda su amplitud funcional. Sin embargo, algunas investigaciones efectuadas durante los últimos decenios permiten entrever mejor lo que hasta entonces era sólo misterio. Sin embargo, seamos razonables. Sería absurdo pensar que algún día lo sabremos todo sobre el ser humano. Siempre quedará por dilucidar su propio interrogante, si se decide a reflexionar sobre qué es en lugar de preguntarse quién es.
En efecto, la mejor manera de ocultar el “¿quién soy yo?” tan frecuentemente evocado al principio de una reflexión sobre uno mismo, despojada de todo vuelo metafísico, es preguntarse “¿qué soy?”. Entonces las respuestas sobreabundan, introduciéndonos en una autoobjetivación, que será tanto mejor dirigida cuanto más nos aleje del autoanálisis tan poderosamente egocéntrico.
Sea como sea, retengamos que, para pensar, el cerebro parece tener necesidad de una estimulación dinámica e intensa que se podría calificar de energía. Es cierto, y no se puede negar, que un órgano que vive gasta una cierta cantidad de energía. Sin ella lo orgánico no sería nada, pero, por otra parte, sin organicidad la dinámica de vida no se podría poner en marcha. Una vez más aquí se instituye un bucle como una necesidad. Lo orgánico vive de la vida y manifiesta la vida que recibe. Queda por saber de dónde procede esta última. Aun cuando algunos pretenden que es generada por lo orgánico, lo que consistiría en una visión de las cosas bastante limitada, la vida no tiene necesidad de lo orgánico para ser, ni de la energía. No se puede superponer vida y energía. Es cierto que la vida se manifiesta a través de un gasto de energía, pero es otra cosa, como si fuera el sustrato de esa energía.
Lo cierto es que cantar dinamiza. Al menos es lo que hemos podido demostrar desde hace muchos años. Pero me gusta precisar que nos referimos a cantar bien. Y esto nos induce a intentar comprender no cómo funciona un cerebro, –éste no es el objeto de nuestro propósito–, sino a determinar lo que necesita para funcionar.
Estas necesidades son múltiples y se pueden clasificar brevemente como sigue. Unas son metabólicas, es decir, nutricionales y aseguran el mantenimiento. Las otras son de otro tipo, pero conviene empezar por los procesos energéticos metabólicos. El cerebro que, como se sabe, está formado por una multitud de células cerebrales, puesto que casi quince mil millones de ellas han sido censadas hasta hoy en día, se encuentra en la obligación de nutrirse en el sentido más banal del término. En efecto, este extraordinario complejo celular consume energía para asegurar múltiples funciones, sobre todo las destinadas a la difusión de las informaciones neuromusculares y neurovegetativas. En definitiva, se concibe que le cuesta energía asumir el buen funcionamiento de toda una organización estructural que es, como mínimo, fabulosa por sí misma. Este mantenimiento nutricional está asegurado por el flujo sanguíneo que, además, procura el oxígeno indispensable en toda combustión metabólica. Se puede decir, pues, que el cerebro se nutre y respira. Es verdad que en el aspecto nutritivo no es particularmente exigente –le basta un poco de azúcar–; en cambio, lo es mucho más en cuanto a la respiración. En efecto, es mucho más exigente en su demanda de oxigenación.
Pero eso no es todo. Un cerebro puede estar maravillosamente nutrido por un lado y por otro mostrarse satisfactoriamente oxigenado sin conseguir, sin embargo, la plenitud de su función. Porque, al margen de unas actividades que no piden mucha participación consciente, es necesario añadir algo más. Y es ahí donde reaparece nuestra “energía”, la que intentamos evocar cuando pretendemos que el canto carga el cerebro.
Está demostrado que, para que un cerebro pueda funcionar en el plano del pensamiento y a nivel de la creatividad –dinámica bien distinta de las que hemos mencionado antes, pero a la que parece estar promovido–, el cerebro tiene que recibir estimulaciones. Podríamos atribuirles el término “energía”, en el sentido de que el efecto de estas estimulaciones desemboca en la puesta en marcha de procesos fisicoquímicos celulares cuyo resultado es un movimiento dinámico caracterizado por un influjo nervioso. Éste se puede medir cuando un conjunto de fenómenos se traducen, obviamente, por una activación de procesos del pensamiento y que, por otra parte, revelan un efecto que puede ser recogido bajo la forma de campo eléctrico. ¿Es realmente electricidad lo que se genera? Está por demostrar, pero una de las manifestaciones de esta energía se puede medir mediante los potenciales eléctricos recogidos. Así, la electricidad sólo es la prueba de un fenómeno que se despierta. Pero el objetivo no es fabricar corriente eléctrica. Tampoco afirmamos que un cerebro funcionaría mejor si se le aplicaran corrientes idénticas a las que nos indica que existen en el momento de su actividad. Por esa vía no le proporcionaríamos ningún medio de recarga y, sin duda, incluso le causaríamos graves perjuicios.
Así pues, cantar estimula el cerebro. Eso es lo que nos importa. Pero entonces, ¿cómo tiene lugar esa estimulación?
¿Qué es una estimulación?
Se la podría definir, en el sentido más visual y cercano a la semántica, como una “inyección”. Aquí, este concepto solamente nos sirve para evocar la multitud de pequeños puntos o minúsculos “pinchazos” que pueden ser despertados por un sonido. Cada parte del cuerpo externa e interna recibe ya excitaciones por múltiples e ínfimas presiones sobre el conjunto de los elementos sensoriales cutáneos, mucosos, etc. Además, hay que destacar que el sonido emitido por un sujeto moviliza más las sensaciones internas y mucosas, véase viscerales, de lo que lo podría hacer un sonido percibido que viene del exterior.
Eso no es todo. Obviamente también está el oído. Él tiene su parte, es de suponer, y verdaderamente su real parte. Por otro lado, en principio no se sabría evaluar en su justo valor todo lo que le corresponde. Es considerable. Tal como veremos, el oído entra en juego de muchas maneras. Y no sólo toma partido por una determinada vía, sino que asegura también la coordinación de otras percepciones. Es el organizador del conjunto, el director de orquesta, de todo ese montaje de recepción de estímulos. Revela la existencia de estos con más agudeza. Distribuye hacia el cerebro los influjos nerviosos que resultan de estos estímulos, considerando un reparto del cual él sabe convertirse en y permanecer como el rector.
Puede parecer insólito vincular el oído con tantas cualidades y también tantas actividades en el plano de las regulaciones internas. En el transcurso de las páginas que seguirán no sólo seremos introducidos en estos mecanismos internos, sino que veremos cuánto más ricas son sus potencialidades, algunas de las cuales probablemente aún están por descubrir.
Así que estamos como sumergidos en un mundo que no es más que un verdadero baño de estímulos. A decir verdad, ya estamos literalmente “bombardeados” por miríadas de miríadas de estímulos cuyo nivel sólo se nos escapa a medias puesto que es sabido el hecho de estar sometidos por todas partes a la incesante actividad de los campos moleculares del aire ambiental, cuyo promedio resultante crea el estado de presión atmosférica dentro del que vivimos. De ello se desprende un valor de conjunto ligado a la agitación de las moléculas en las que estamos sumergidos, verdadero baño dinámico y dinamizante gracias al cual nuestra estructura aparente es por una parte la que es. En efecto, nuestro cuerpo lleva a cabo, en su postura, un equilibrio con las presiones externas cuyos componentes están precisamente unidos a estos infinitesimales estímulos recibidos sin que haya por ello respuestas sensoriales reconocidas.
Dicho de otro modo, vivimos en un estado de presión, en una especie de equilibrio del cual no tenemos ninguna conciencia. Puede que si estamos sensibilizados a ello, sepamos percibir los lugares donde es más fácil vivir que en otros, esencialmente porque esta actividad molecular puede ser más activa o ser fácilmente activada. Pero hace falta estar preparado para captar esta forma de percepción. Sin embargo, uno de los medios más apropiados para volver sensible este fenómeno que está siempre en el límite de la percepción es precisamente el sonido y, mejor aun, el canto.
El canto parece estar hecho para hacer más presente el medio que nos rodea y, por ello, hacer más activa la estimulación de base. Por esta razón es posible provocar un aumento considerable de estímulos por reactivación del medio en el cual uno se encuentra necesariamente sumergido. Todo sucede como si un pez que viviera dentro de un agua permanentemente tranquila y que terminara por no saber que está dentro del agua, retomara súbitamente contacto con el material acuático que lo rodea por el efecto de algunas turbulencias que vienen a romper la calma inicial. Nos sucede lo mismo cuando llevamos un rato en un baño y nos olvidamos de que estamos sumergidos en él. Nuestra percepción se reactiva por poco que surja agua propulsada, o que el agua vibre, en definitiva, todo eso que sabemos añadir para aumentar la posibilidad de volver más “palpable” lo que supera el dintel de nuestra sensibilidad.
Porque nuestra percepción tiene un umbral, a Dios gracias, sin el cual no podríamos vivir si toda la agitación molecular fuera captada como una información sensorial. De hecho, es aceptada, integrada como tal y nos pone en forma en el sentido real del término, bajo el aspecto de presiones. Pero no por ello están siempre presentes en nuestra percepción. Las integramos de manera automática mediante una percepción de un orden más primitivo, menos epicrítico. Sin embargo, por poco que estemos sensibilizados a ellas, tienen su sede en nuestro campo consciente. Podríamos decir que se ubican a nivel del umbral de la conciencia.
Paralelamente podríamos pretender que cantar es uno de los medios más eficientes para informarse, en otros términos, para ponerse en forma, para esculpirse. Esculpirse, ¿es demasiado fuerte esta palabra? Sí, seguramente, para el que no comprende, para aquél a quien la imagen no evoca nada. Pero resulta evidente para aquél cuyo cuero, es menos resistente, le permite percibir con más sutilidad los juegos de resonancias en uno u otro nivel del cuerpo.
Se canta con el cuerpo. Esto está aceptado, pero, además, ese cuerpo es activado a todos los niveles gracias a los sabios montajes de un sistema nervioso que lo dirige. Si mucho me apuráis, y sin correr ningún riesgo, podría decir que el ser humano es un sistema nervioso. Sin temer llegar más lejos, afirmaría, para sacudir un poco los espíritus adormecidos, que no es más que un oído, y un oído que habla y que canta. Pero en eso siento que por ahora voy demasiado lejos, o en todo caso demasiado rápido. Desde este momento podemos preguntarnos si no es grave tener pieles espesas y resistentes como las que acabamos de mencionar. A decir verdad, no. Sin embargo, debido a ello las respuestas a nivel de sistema nervioso se encuentran por lo menos embotadas. También cabe combinar los dos procesos. ¿Se sabe que una piel es tanto más fina cuanto más delicada es la voz? Una voz áspera se acompaña a menudo de una piel asimismo rugosa, áspera al tacto, especialmente en las manos, las extremidades superiores, así como la cara y el tronco. Además, tendremos la explicación cuando el cuerpo humano aparezca como un instrumento cantante.