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John G. Neihardt. Sharpsburg (EE.UU.), 1881 - Columbia (EE.UU.), 1973

Escritor, poeta, historiador aficionado y etnógrafo, Neihardt nació en el seno de una familia pobre. Aunque sus padres le transmitieron el interés por la lectura y la creatividad, el pequeño John mostró signos de ser un niño precoz. A los once años, durante una enfermedad, tuvo una experiencia mística que lo convenció de su vocación como poeta. En 1897, con solo dieciséis años, se graduó en la Nebraska Normal School, e inmediatamente comenzó a escribir poesía. En 1900, publicó The Divine Enchantment y The Wind God’s Wooing, obras que no tuvieron mucho éxito, pero que son indicios tempranos de la fascinación de Neihardt por la espiritualidad y por otras culturas diferentes a la europea y estadounidense. Durante esta época vivía con su madre en Nebraska, cerca de una reserva de Omaha, lo que probablemente le proporcionó su primer contacto con los nativos americanos, comunidades por las que sentiría un interés creciente con los años y que darían lugar a textos inolvidables como Alce Negro habla (1932).
Neihardt fue profesor de Poesía en la Universidad de Nebraska, editor literario en San Luis, y poeta residente y profesor de la Universidad de Misuri en Columbia. Fue nombrado primer poeta laureado de Nebraska y también primer poeta de la nación por el Centro Nacional de Poesía en 1936.

 

 

 

Título original: Black Elk Speaks: (1932)

 

© Del libro: John G. Neihardt

© De la traducción: Héctor Arnau

Edición en ebook: agosto de 2019

 

© Capitán Swing Libros, S. L.

c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid

Tlf: (+34) 630 022 531

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ISBN: 978-84-120830-2-6

 

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz

Composición digital: leerendigital.com

 

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Alce Negro Habla

 

 

CubiertaEl célebre visionario y curandero de los oglalas lakotas Alce Negro (1863-1950) conoció al distinguido poeta, escritor y crítico John G. Neihardt en 1930 en la reserva de Pine Ridge, en Dakota del Sur, y le pidió que compartiera su historia con el mundo. Sus desgarradoras visiones sobre la relación entre el ser humano y la tierra han convertido este libro en un clásico que atraviesa múltiples géneros. Ya sea como un conmovedor retrato de la vida lakota, como la historia de una de las naciones de nativos americanos, o como un testamento espiritual perdurable, Alce Negro habla es un documento inolvidable. Esta edición incluye una introducción del historiador Philip J. Deloria, anotaciones del reconocido erudito de los lakotas Raymond J. DeMallie, tres ensayos de Neihardt, textos de Alexis Petri y Lori Utecht, y un conjunto de apéndices, mapas y fotografías. Alce Negro habla explora el misticismo, el contexto y la historia de una de las múltiples comunidades de nativos americanos que habitaban el continente antes de la llegada de los europeos, sus tradiciones y su modo de vivir y pensar, lo que lo convierte en un testimonio histórico y sociológico único sobre estas sociedades que fueron diezmadas y desplazadas de su propia tierra.

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Índice

 

 

Portada

Alce Negro Habla

Prólogo de Vine Deloria Jr.

Prefacio a la edición de 1932

Prefacio a la edición de 1961

Prefacio a la edición de 1972

Introducción de Philip J. Deloria

Alce Negro Habla

01. La ofrenda de la pipa

02. Primera infancia

03. La gran visión

04. La caza del bisonte

05. En la Ciudad de los Soldados

06. Los amores de Caballo Alto

07. Wasichus en las Black Hills

08. La lucha con Tres Estrellas

09. La derrota de Pelo Largo

10. Por el camino negro

11. La muerte de Caballo Loco

12. La Tierra de la Gran Madre

13. El miedo apremiante

14. La danza del caballo

15. La visión del perro

16. La ceremonia heyoka

17. La primera curación

18. Los poderes del bisonte y del alce

19. A través del Agua Grande

20. El viaje espiritual

21. El mesías

22. Visiones del otro mundo

23. Graves problemas a la vista

24. La matanza de Wounded Knee

25. Fin del sueño

26. Epílogo del autor

Apéndices

Apéndice 1. Fotografías

Apéndice 2. Transcripción de una carta de John G. Neihardt a Julius House, 10 de agosto de 1930

Apéndice 3. Transcripción de una carta de John G. Neihardt a Nick Alce Negro, 6 de noviembre de 1930

Apéndice 4. Un gran poeta indio

Apéndice 5. John G. Neihardt y Nicholas Alce Negro

Apéndice 6. John G. Neihardt más allá de Alce Negro

Apéndice 7. Neihardt y Alce Negro

Apéndice 8. Comparación de la transcripción y el borrador de El origen de la pipa de la paz

Apéndice 9. Palabras lakotas utilizadas en el texto

Bibliografía

Sobre este libro

Sobre John G. Neihardt

Créditos

Lo que hay de bueno en este libro se restituye a los Seis Antepasados y a los grandes hombres de mi pueblo

Alce Negro

El mundo de los lakotas

ca. 1860-1890

La gran región de las Black Hills

ca. 1880-1890

Reserva de Pine Ridge

ca. 1930

 

Prólogo

Vine Deloria Jr.

El siglo XX ha producido un mundo de visiones contrapuestas, sentimientos desbordados y sucesos imprevisibles; y las oportunidades de aprehender la esencia de la vida se han ido desvaneciendo a medida que el ritmo de la actividad aumentaba. Los medios electrónicos nos arrastran a una infinidad de experiencias que hubieran desconcertado a generaciones anteriores y estas parecen producir en nosotros un extraño aislamiento de la corriente de la historia humana. Nuestros héroes pasan a ser gradualmente simples personajes, son consumidos y olvidados. Y, de este modo, buscamos ávidamente nuevas vías para expresar nuestra humanidad. La reflexión es la más difícil de entre todas nuestras actividades, porque ya no podemos establecer prioridades relativas debido a la multitud de sensaciones que nos devoran. Es en épocas como esta cuando las expresiones clásicas de las verdades eternas parecen iluminarnos y cuando la sabiduría destaca entre la acumulación reinante de evidencias y lugares comunes.

Fue una suerte que, en los años treinta, cuando la nación se lanzaba hacia nuevas formas de industrialismo, un poeta de Nebraska llamado Neihardt se desplazase en dirección norte, a la reserva de los sioux oglalas, en busca de materiales para su obra épica, ya clásica, sobre la historia del Oeste. Que sus conversaciones, y posterior amistad, crearan un documento religioso también clásico, quizás el único de este siglo, es, esto sí, un testimonio de la fuerza regeneradora de nuestra especie. Alce Negro habla fue publicado originariamente en 1932, cuando la gente todavía creía que el progreso y la cadena de montaje eran sinónimos, y que la Depresión no había sido sino una breve intromisión en la marcha irrefrenable hacia el milenio. Su elocuente mensaje se perdió en la confusión de los tiempos. No fue rechazado, pero tampoco fue tomado en cuenta, ni remotamente, con la veneración de la que ahora es objeto. La acogida reflejó, de hecho, esa actitud extremadamente romántica, más bien simplista, que señala que todas las religiones tienen alguna validez si nos impiden caer en actos de bestialidad; y que incluso las expresiones más primitivas de verdadera religiosidad representan un esfuerzo por ponerse en contacto con la realidad más completa de la civilización occidental.

Alce Negro habla no repitió el destino de muchas otras obras contemporáneas que cayeron en el olvido. En los años treinta, cuarenta y cincuenta atrajo un flujo continuado de lectores afectos y sirvió de expresión fidedigna de la esencia que sirve de base a las creencias religiosas de los indios de las llanuras. Lejos de las planicies del norte, aparte de la tribu sioux y la clase intelectual del oeste, había poca gente que conociera el libro o prestara atención a su mensaje. Pero las crisis se sucedieron y, mientras comprendíamos las implicaciones del shock futuro, de la primavera silenciosa y de la verde América, la gente se puso a buscar una expresión universal de las verdades más generales, más cósmicas, que el industrialismo y el progreso habían pasado por alto o bien habían ahogado. En los años sesenta, el interés empezó a centrarse en los indios y en algunas de las realidades espirituales que parecían representar. Sin tomar en cuenta la otra literatura de este campo, las tesis eruditas con todo tipo de inflexiones y matizaciones, Alce Negro habla sobresalía claramente respecto a toda la literatura que trataba sobre la religión de los indios.

Hoy el libro es de lectura corriente para millones de personas. Algunas de ellas no tienen una idea clara sobre la tribu de Alce Negro o los sioux oglalas; otras, por decirlo de algún modo, ni siquiera tienen demasiada simpatía por los indios. El marco espiritual de las ceremonias de la pipa y la historia de la vida y las visiones de Alce Negro son de sobra conocidas, y las especulaciones que se realizan sobre la naturaleza y la esencia de la religión de los indios de las llanuras se sirven de este libro como criterio con el cual juzgar otros libros y demás ensayos interpretativos. Si algún gran clásico religioso ha aparecido en este siglo o en este continente, ha de ser juzgado, ciertamente, en compañía de Alce Negro habla y soportar la crítica que tal comparación impondría inevitablemente.

El aspecto más importante del libro, no obstante, no es su efecto sobre la población no india que deseaba conocer algo de las creencias de los indios de las llanuras, sino el influjo ejercido sobre la generación actual de jóvenes indios que han tenido que esforzarse duramente para encontrar unas raíces propias dentro de la estructura de la realidad universal. Para ellos, el libro se ha convertido en una biblia norteamericana de todas las tribus. Acuden a él en busca de dirección espiritual, identidad sociológica, visión política y reafirmación de la esencia continua de la vida tribal india, también ahora gravemente afectada por causa de los mismos medios electrónicos que están disolviendo otras comunidades americanas.

Alce Negro compartió sus visiones con John Neihardt porque quería transmitir a las generaciones futuras parte de la realidad de la vida de los oglalas y, nos imaginamos, también compartir con un alma afín la enorme responsabilidad inscrita en las visiones que estaban aún por cumplirse. Alce Negro se habría sorprendido mucho de la popularidad que el libro tiene hoy y no podría evitar sentirse complacido por ello. Si el viejo círculo del campamento, el círculo sagrado de los lakotas, y los viejos tiempos han sido bruscamente destruidos por las máquinas de una era científica, y si no pueden, por tanto, existir en el sentido tradicional, la universalidad de las imágenes y sueños debe dar fe de la aparición de un nuevo círculo sagrado, un nuevo aro de intensa comunidad entre los indios que deje atrás a la magnificencia de los tiempos pasados. Ha sido tal la influencia de este libro que uno no puede asistir hoy en día a una conferencia sobre la religión de los indios o escuchar a una serie de conferenciantes indios sin traer a la memoria las partes concretas del libro que se encuentran detrás de los esfuerzos actuales por incentivar y clarificar esas creencias que son «auténticamente indias».

Aun contando con el éxito que el libro tiene, el futuro se presenta inabarcable con respecto a sus logros actuales. No hemos conocido todavía a esa generación de teólogos que siempre acompaña al nacimiento de las grandes tradiciones religiosas. La generación actual de estudiantes universitarios indios bien pudiera ser el heraldo de esta nueva era. Tanto el cristianismo como el budismo necesitaron quinientos años para llegar a expresar adecuadamente en sistemas teológicos y filosóficos la visión de la esencia universal que sus fundadores promulgaron y en la cual vivieron. Alce Negro habla y When the Tree Flowered [Cuando el árbol floreció], de Neihardt, y The Sacred Pipe [La pipa sagrada], de Joseph Epes Brown, las obras señeras de la tradición teológica de Alce Negro, prometen convertirse en el canon o, al menos, en el núcleo central de un canon teológico del indio norteamericano que algún día constituirá un desafío tanto para las tradiciones orientales como para las occidentales en su modo de ver el mundo. De hecho, en las visiones de Alce Negro tenemos, ciertamente, una relación natural con el resto del cosmos desprovista del paradigma judiciario pero que incluye el tema del sacrificio, tan importante para todas las religiones, de un modo coherente y comprensible.

El debate en la actualidad se centra en la cuestión de las intrusiones literarias de Neihardt en el sistema de creencias de Alce Negro; algunos investigadores han señalado que el libro es más reflejo de Neihardt que de Alce Negro. Ciertamente resulta difícil descubrir si estamos hablando de Alce Negro o de John Neihardt: si la visión ha de ser interpretada de algún otro modo, o si el enorme entusiasmo que el libro proyecta no es sino el optimismo de dos poetas perdidos en el mundo moderno empeñados en transformar toda monotonía en un mundo idealizado. ¿Acaso importa? La naturaleza de las grandes doctrinas religiosas es que incluyen a todo aquel que las comprende, y las personalidades se tornan indistinguibles de la verdad trascendente que expresan. Que así sea con este Alce Negro habla. El que nos hable con un lenguaje simple y convincente acerca de una parte de la experiencia humana y nos anime a poner de relieve lo mejor que tenemos en nosotros es suficiente. Alce Negro y John Neihardt asentirían probablemente con la cabeza ante una frase así y proseguirían con su conversación. Es buena, dirían. Con eso basta.

 

Prefacio

a la edición de 1932

La primera vez que fui a hablar con Alce Negro sobre los sioux oglalas lo encontré sentado, solo, bajo un techo hecho de ramas de pino cerca de su cabaña situada en una colina pelada a unos tres kilómetros al oeste de la oficina postal de Manderson.

Me habían dicho que Alce Negro era familia del gran jefe Caballo Loco y que lo había conocido íntimamente; así que fui a verle, acompañado de mi hijo y de un intérprete, sin más esperanza que la de conversar un rato con quien había conocido, en profundidad, a tan insigne personaje. No estaba muy seguro ni siquiera de poder llegar a hablar con él, pues, de camino, el intérprete me dijo que había llevado esa misma mañana allí a una escritora sin ningún tipo de éxito. «Puedo ver que eres una mujer muy hermosa —remarcó el anciano— y percibo también tu bondad; mas no deseo contarte esas cosas».

A mí Alce Negro no me dedicó ningún cumplido, pero estuvo hablando toda aquella tarde de agosto, a excepción de cuando se quedaba en silencio —lo cual era frecuente— meditabundo, sentado con los codos apoyados en las rodillas, mirando el suelo con ojos medio ciegos.

Y no es que hablara precisamente de asuntos terrenales, más bien al contrario, hablaba de cosas que le parecían sagradas y «de la oscuridad en los ojos de los hombres». Aunque yo estaba familiarizado con la conciencia india debido a más de treinta años de contacto personal con ellos, el mundo interior[1] de Alce Negro, revelado con imperfecciones, a fogonazos, durante aquel día, se me asemejó extraño y a su vez maravilloso.

También me impresionó el alcance de las experiencias por las que tuvo que pasar en todos aquellos años. Además de haber vivido, como toda su gente, en los viejos tiempos de plenitud y también en los años trágicos y heroicos de su derrota final y posterior degradación, Alce Negro, desde su primera juventud, había vivido en un mundo de valores superiores[2] a los de la mera supervivencia, y aquellos años los había dedicado apasionada y devotamente a esos valores que él mismo había concebido. Como cazador, guerrero, chamán practicante y visionario, Alce Negro parecía representar la conciencia de los indios de las llanuras con mayor exactitud que a nadie que hubiera conocido antes; cuando conocí ya en profundidad todo su mundo interior, supe que estaba en lo cierto.[3]

Al año siguiente repetí la visita, con más tiempo, a casa de Alce Negro, en compañía de mis hijas, Enid y Hilda, para que pudiera relatarme la historia de su vida y así cumplir con un deber que él mismo pensaba que le correspondía.[4] La naturaleza de dicho deber tal como él lo concebía resultará evidente para aquellos lectores que se acerquen no con el ánimo condescendiente de la persona civilizada que pueda llegar a sentir, en mayor o en menor medida, curiosidad por la mentalidad «salvaje» sino para aquellos que alberguen la humilde voluntad de entender, sin más, a otro ser humano y tal vez incluso aprender de él, en un mundo en el que el conocimiento cada vez es más complicado. Para lectores así la conciencia de Alce Negro ofrece motivos para la reflexión profunda, en especial teniendo en cuenta el actual estado de los valores humanos según los ha tratado nuestra civilización.

Pero incluso aquellos que tan solo desean un mero entretenimiento no deben hacer oídos sordos a las enseñanzas de Alce Negro. A él le ha tocado ser testigo y parte implicada en sucesos de máxima trascendencia, tanto en el plano físico como en el espiritual, y los narra con una sencillez poco afectada hasta el punto de convertirlos en una agradable lectura. Si tal vez podamos coincidir en que en ocasiones su percepción y su carácter lírico se acercan a lo sublime, habrá que dar por supuesto también que en esas ocasiones su sentido del humor es lo suficientemente vivo como para poder mantenerse en contacto con sus lectores.

En su vida cotidiana, íntima, familiar, se podría describir justamente a Alce Negro como un santo en el sentido profundo del término, como una extraña especie de genio. Los miembros de su familia y sus amigos así lo consideran, y la devoción mostrada por aquellos que lo conocen bien es impactante. Aun siendo un hombre profundamente melancólico, siempre se muestra afable en el contacto humano e irradia una sensación de amabilidad incluso en los momentos en que se queda pensativo con un gesto angustiado en el rostro; un gesto, por otra parte, que despierta todo el amor, al menos, de este hombre blanco. Ansía, eso sí, que llegue el momento en el que pueda entrar en el «mundo del más allá»,[5] pero, sin embargo, durante nuestras prolongadas visitas a él y a sus amigos, nunca tardaba en lograr que mis hijas sonrieran y siempre se acordaba de algún chiste o alguna historia graciosa para levantar nuestros ánimos en los momentos más sombríos. De hecho, enseguida estaba dispuesto a jugar con alegría infantil a alguna competición de puntería con la lanza o a bailar con nosotros toda la noche bajo las estrellas siguiendo el ritmo de los tambores y cantando hermosas y extrañas melodías que conocía de sus años mozos.

Cuando conocí a Alce Negro estaba ya casi ciego.[6] Ahora la ceguera es total, hecho del cual me informó sin darle apenas importancia y sin ningún sentimiento aparente de tristeza. ¿Pensará acaso que así se ha liberado ya «de la oscuridad de los ojos» y está un poco más cerca del mundo real de sus visiones?

Alce Negro es analfabeto,[7] pero los lectores más atentos me concederán que no por ello es un hombre menos educado en el sentido más vital del término, un sentido que parece ir perdiéndose en esta época excesivamente progresista. Pues ¿cómo podríamos describir a un hombre educado, aparte de decir que en su conciencia la experiencia racial ha sido recapitulada hasta lograr construir una personalidad apabullante? Y sin duda en Alce Negro podemos hallar la cultura de un pueblo en todo su esplendor.

Creo que este libro le puede resultar atractivo no solo a personas que tengan un interés relativo sobre otros seres humanos, sino que debiera ser tenido en cuenta, sobre todo, por estudiantes de ciencias sociales, de la historia de la religión y por investigadores de las facultades psíquicas. También quienes pudieran estar interesados en el significado de algunas visiones, en especial en la Gran Visión, verán recompensados sus esfuerzos por la lectura de este libro.

Querría mostrar mi agradecimiento a aquellos amigos que me ayudaron, de muy diferentes maneras, entre los sioux oglalas, por su amabilidad, aunque muchos de ellos nunca lleguen a saberlo. En especial estoy en deuda con Benjamin,[8] hijo de Alce Negro, por sus servicios eficientes y concienzudos como intérprete durante tantos días y con mi hija, Enid, por sus registros como taquígrafa de todas las conversaciones que han dado lugar a este libro, que es un verdadero acto de amor. Los funcionarios gubernamentales también se han comportado con generosidad ofreciéndome su ayuda, por lo que quiero mostrar mi agradecimiento al secretario de Interior, Ray Lyman Wilbur; al secretario del Consejo de Comisarios Indios, Malcolm McDowell; a Flora Warren Seymour, miembro de dicho consejo; y a B. G. [W. B.] Courtright, agente al cargo de Pine Ridge.

JOHN G. NEIHARDT

Branson (Misuri)

[1] Neihardt utiliza la expresión «mundo interior» solo en este prefacio. Fue él, al fin, quien conceptualizó las creencias y prácticas tradicionales de temática religiosa de Alce Negro como «todo un sistema de conocimientos representados en su visión», conocimientos que guardó para sí después de aceptar la religión del hombre blanco y entrar a formar parte de la Iglesia católica. Sixth Grandfather, p. 28.

[2] La exploración de dichos «valores superiores» fue un motivo central en la biografía de Neihardt, Poetic Values: Their Reality and Our Need of Them.

[3] Para el relato de Neihardt sobre su primer encuentro con Alce Negro, escrito poco después de que tuviera lugar, Sixth Grandfather, pp. 27-28.

[4] H. Neihardt, Black Elk and Flaming Rainbow: Personal Memories of the Lakota Holy Man and John Neihardt, para una memoria íntima de la relación entre Neihardt y Alce Negro. Para las entrevistas de 1931, Sixth Grandfather, pp. 101-296.

[5] La expresión «mundo del más allá» solo aparece en una ocasión en la transcripción de las conversaciones entre Neihardt y Alce Negro (Sixth Grandfather, p. 220). «Mundo del más allá» es una expresión acuñada por Neihardt; en la transcripción Alce Negro utiliza dos veces «mundo espiritual» y nueve veces la expresión «otro mundo». Véanse las divagaciones realizadas por Neihardt sobre ese «mundo del más allá» respecto a las dimensiones fundamentales más allá del tiempo y el espacio, caracterizadas no tanto por las palabras sino más bien por las imágenes (Poetic Values, p. 111). En su poema, «The Ghostly Brother», basado en un sueño de su infancia, Neihardt es llamado «a través de los muros que van más allá de los sentidos» (Collected Poems, p. 164).

[6] La ceguera de Alce Negro, según testimonios orales, se debía a su ejercicio como chamán. Como demostración de su poder, en ocasiones escondía cargas de pólvora en alguna hoguera, lo que le permitía provocar pequeñas explosiones aparentemente espontáneas; en una de aquellas ocasiones, la pólvora le explotó en la cara (Sixth Grandfather, pp. 13-14).

[7] Neihardt probablemente desconocía que Alce Negro estaba alfabetizado en su lengua nativa. No solo había leído partes de la Biblia en dakota, sino que a partir de 1888, cuando empezó a viajar con el espectáculo del Salvaje Oeste de Buffalo Bill por Inglaterra, escribió cartas en lakota que fueron publicadas en publicaciones parroquiales. Sixth Grandfather, pp. 8-10, 17-21.

[8] Para la transcripción de la charla ofrecida por Benjamin Alce Negro en 1969, H. Neihardt y Utrecht, Black Elk Lives, pp. 3-22.

 

Prefacio

a la edición de 1961

Conocí a Alce Negro en el mes de agosto de 1930. Trabajaba yo entonces en «The Song of the Messiah» [El canto del Mesías], que significó el quinto y último poema narrativo de mi Cycle of the West [Ciclo del Oeste]. Dicho canto versa sobre lo que los blancos denominan «la locura del Mesías», es decir, el gran sueño mesiánico que sacudió a los desesperados indios a mediados de 1880 y que terminó con la matanza de Wounded Knee, en Dakota del Sur, el 29 de diciembre de 1890.

Había ido con mi hijo Sigurd a la reserva de Pine Ridge en busca de algún hechicero ya veterano que hubiera intervenido en el movimiento mesiánico, y al que se le pudiera convencer para entrevistarle sobre el significado espiritual más profundo de aquella época. Yo conocía a muchos sioux oglalas desde hacía ya algún tiempo y tenía excelentes amigos entre los «pelos largos»[9] de mayor edad. No es que careciera de información respecto a mi tema de estudio. Estaba al corriente de los hechos gracias a documentos y a ancianos supervivientes de aquel periodo, los cuales compartieron conmigo tanto sus mayores esperanzas como su trágico desengaño. Por ello, lo que necesitaba era más la experiencia de un contacto íntimo que lo que pudiera llegar a sonsacar a través de algún que otro relato. (Quienes hayan leído «El canto del Mesías» comprenderán a qué me refiero).

El señor W. B. Courtright, entonces jefe de agentes en la reserva citada, era seguidor de mi trabajo, en especial del Song of the Indian Wars [Canto de las guerras indias]. Por él me enteré de que un viejo sioux, llamado Alce Negro, vivía en las yermas colinas, a unos treinta kilómetros al este de la agencia, cerca del puesto que servía tanto de abacería como de estafeta llamado Manderson. Me dijeron que Alce Negro era una «especie de predicador», es decir, un wichasha wakon[10] (hombre santo, sacerdote), y que había tenido cierta notoriedad en todo aquel asunto mesiánico. Además, era primo segundo de Caballo Loco, héroe y principal protagonista de mi Song of the Indian Wars, por lo que había conocido muy bien al famoso jefe indio.

Mi hijo y yo fuimos en automóvil hasta Manderson a probar suerte con aquel anciano. Halcón Volador,[11] un intérprete al que conocía de alguna que otra vez, vivía allí. Se mostró dispuesto a conducirnos hasta la morada de Alce Negro, situada unos tres kilómetros más hacia el oeste. Por el camino, Halcón Volador me comentó que tal vez el anciano se negara a hablar conmigo. Quise saber por qué, y le dije que conocía a los indios desde hacía muchos años y que jamás se habían resistido a entablar conversación.

—Ese viejo es algo raro —me respondió Halcón Volador—. La semana pasada vino a verle una señora desde Lincoln (Nebraska). Quería escribir un artículo sobre Caballo Loco, que fue primo segundo de Alce Negro. La llevé hasta él, pero no quiso decir ni palabra. Está casi ciego. Estuvo tratando de mirarla, entrecerrando los ojos, durante un buen rato, y luego le dijo: «Puedo ver que eres hermosa y percibo también tu bondad; mas no deseo contarte esas cosas». Tal vez con usted sí que hable, pero yo lo dudo…

Empecé a dudarlo yo también, pues sabía, ante todo, que los conocimientos de un hombre santo se consideran sagrados. No obstante, tenía ganas de verlo, aun cuando solo fuera porque era pariente de Caballo Loco. Quizá tuviera, por ser hombre, más éxito que la dama que me había precedido.

Una carretera sin salida se deslizaba entre las colinas, desnudas y amarillas, hacia la vivienda de Alce Negro: una cabaña de troncos, de una sola habitación, en cuya techumbre de tierra medraban los hierbajos. Dos «pelos largos» ancianos, que ocupaban construcciones similares próximas a la carretera, nos escoltaron montados en caballos, curiosos por averiguar de qué se trataba. Poco más que los cambios climáticos —aparte de la salida y el ocaso del sol, con la aparición de la luna y las estrellas— acontecía en la región, y poco más podían hacer aquellos hombres que reflexionar sobre el ayer y quedar a la espera de la muerte.

Alce Negro se hallaba bajo un sombrajo hecho con ramas de pino cuando llegamos. Era mediodía. Cuando partimos al anochecer, Halcón Volador dijo:

—Es curioso. El viejo parecía saber que ustedes vendrían.

Mi hijo comentó que tenía la misma impresión. Y yo, después de trabar amistad con el anciano durante varios años, estaba seguro de que lo sabía, pues, ciertamente, tenía poderes paranormales.

Después de estrecharle la mano, le expliqué a Alce Negro que tenía mucha amistad con los omahas y con muchos sioux también, y que me había trasladado hasta allí con ánimo de conocerle y charlar de los tiempos pretéritos.

—¡Ajá! —profirió, indicio de que mi propósito no le disgustaba.

Me había pertrechado de muchos paquetes de cigarrillos. Los distribuí, atendiendo en especial a nuestros espontáneos contertulios, que se habían acurrucado junto a sus caballos, a respetuosa distancia. Nos daban la espalda en señal de que no deseaban entrometerse, aun dispuestos a figurar en la reunión. Nos sentamos en el suelo y fumamos en silencio.

Alce Negro, con los ojos velados fijos en el suelo, parecía habernos olvidado. Iba yo a decir cualquier cosa para romper el hielo cuando se volvió hacia Halcón Volador y le dijo en sioux, pues ignoraba el inglés:

—Puedo sentir el deseo que tiene este hombre aquí sentado a mi lado por saber de las cosas del otro mundo. Le han enviado para que aprenda lo que sé. Voy a enseñarle.

Volvió a callar durante unos minutos. Le dijo algo finalmente a su nieto, que se hallaba cerca de nosotros, y el niño se fue corriendo cuesta arriba hacia una cabaña que había en la cima de la colina. Regresó con un ornamento sagrado que, tal como supe más tarde, había pertenecido al padre del anciano (también hombre santo), y que uno y otro habían usado durante muchos años en sus ceremonias religiosas.[12] Consistía en una estrella de cuero, teñida de azul; de su centro pendían una tira de piel del pecho de un bisonte y una pluma remera de águila. El conjunto se colgaba del cuello por medio de una correhuela de cuero. Alce Negro nos lo mostró:

—He aquí el Lucero del Alba. El que lo contemple siempre podrá ver más allá, porque será sabio.

Luego levantó la pluma y dijo:

—Esto significa Wakon Tonka[13] (el Gran Misterioso), y también que nuestros pensamientos deben volar tan alto como las águilas.

Entonces, mostrándonos la tira de piel de bisonte, aclaró:

—Esto simboliza todas las cosas buenas de este mundo: comida y refugio.

Me entregó el ornamento y me ordenó:

—Amigo mío, todo eso te deseo. Póntelo alrededor del cuello.

Le di las gracias y obedecí. Nos quedamos un rato en silencio, fumando, Alce Negro con la cabeza gacha, mirando al suelo.

Finalmente empezó a describir una visión que había tenido cuando era joven. Cuando se refería, siempre de manera velada, a su facultad de vidente, tenía, según supe posteriormente, el solo fin de avivar mi curiosidad, ya que él no podía tratar de materia tan sagrada libremente ante aquella concurrencia. Fue como entrever, como percibir vagamente un paisaje, extraño y hermoso, al fulgor inesperado de breves destellos.

A menudo interrumpía los prolongados silencios de aquel hombre anciano con referencias a los tiempos pasados, anteriores al comienzo de los días funestos y a la expoliación de la tierra por parte de los blancos. Cité grandes combates y los momentos cumbre de la historia sioux. Me contestaba cordial; pero resultaba cada vez más evidente que su interés primordial se centraba en «las cosas del otro mundo».

El sol iba a ponerse cuando Alce Negro me dijo:

—Tienes mucho que aprender. Lo que yo sé me fue otorgado para que lo compartiera con los hombres, y es la verdad y la belleza. Pronto yaceré bajo la hierba y todo se perderá. Te enviaron a ti para que lo salves. Debes volver para que yo pueda enseñarte.

—Volveré, Alce Negro —prometí—. ¿Cuándo quieres que vuelva?

—En primavera, cuando la hierba llegue a esta altura —dijo, señalando un palmo.

Durante el invierno escribí a Alce Negro. Nos sirvió de intermediario su hijo Ben, que había estudiado un año o dos en Carlisle.[14] Así se concertó una larga visita para la primavera siguiente.

En los primeros días de mayo de 1931, acompañado de mi hija mayor, Enid, que ejerció como mi secretaria durante varios años, y de mi segunda hija, Hilda, volví al hogar de Alce Negro, para que me contase su vida en cumplimiento de un deber que, decía, pesaba sobre él. Su principal intención era «salvar su Gran Visión en beneficio de los hombres».

Efectuaron preparativos de todo tipo para recibirnos. Muchos pinos jóvenes, traídos desde una distancia considerable, rodeaban la cabaña de troncos y un tipi sagrado, decorado con símbolos espirituales, había sido erigido para servirnos de vivienda.

Las conversaciones empezaban cada día después del desayuno, y se prolongaban con frecuencia hasta altas horas de la noche. Había de vez en cuando breves intervalos de descanso, cuando el anciano, sin decir nada o sin excusarse por ello, se tumbaba en el suelo, reposaba la cabeza sobre el brazo y se dormía de modo casi instantáneo. Unos pocos minutos después se despertaba, visiblemente repuesto de la fatiga, y proseguía su relato como si no lo hubiera interrumpido. Casi siempre estaban presentes algunos «pelos largos» amigos de Alce Negro, algunos mucho mayores que él y, si se terciaba, colaboraban en la narración con sus propios recuerdos.

Ben, hijo del anciano, fue nuestro intérprete durante toda la visita y mi hija Enid, diestra taquígrafa, nos proporcionó una memoria fidedigna de lo contado y de las conversaciones allí mantenidas.[15] Sus voluminosas notas, más la transcripción de las mismas, se conservan junto a otros documentos míos en las Colecciones de Manuscritos Históricos del Oeste, en la Universidad de Misuri.

John G. Neihardt

Columbia (Misuri),

1 de diciembre de 1960

[9] Hacia finales del siglo XIX y principios del XX, cortarse el cabello, junto con el cambio de vestuario hacia una moda de cariz euroamericano, era una práctica simbólica que dejaba entrever la aceptación de los hombres lakotas de la manera de vivir del hombre blanco. Cuando los niños ingresaban en la escuela, les cortaban las trenzas, los pelaban y les prohibían vestir con mantas y bombachos. Hacia 1930, solo unos pocos hombres se negaban ya a cortarse el pelo. Les llamaban «los pelos largos», término que se refería no solo a la cuestión capilar sino a la manera de vivir según los parámetros tradicionales lakotas.

[10] Wicháša wakhą´, «hombre santo». La caracterización de Alce Negro como «una especie de predicador» tenía la probable intención de designar su papel como catequista en la Iglesia católica romana, no su identidad como hombre santo tradicional en la cultura lakota, pero en la época Neihardt tal vez era incapaz de entender semejante distinción.

[11] En Sixth Grandfather, pp. 26-27, yo mismo tracé la hipótesis de que el intérprete era Emil Miedo del Halcón. Dicha identificación hoy parece ser un error. Todo indica que el intérprete fue Halcón Volador (1852-1931), que era diez años mayor que Alce Negro. Para la biografía de Halcón Volador, McCreight, Firewater and Forked Tongues: A Sioux Chief Interprets U.S. History.

[12] Neihardt escribió que había sido utilizado por Alce Negro «durante mucho tiempo en danzas del sol en las que él oficiaba como sacerdote» (Sixth Grandfather, p. 28). Dicho ornamento sagrado es un círculo con muescas triangulares recortadas en su perímetro. Estaba hecho de una talega de cuero crudo (es decir, como una caja de forma rectangular); la parte delantera estaba pintada de azul oscuro, mientras la parte de atrás mostraba parte del dibujo original de la talega. Una pluma del ala de color oscuro de un águila moteada estaba suspendida en el centro, junto a un mechón de pelo de búfalo cosido con hilo para formar un colgante.

[13] Wakhą thąka, «lo grande y sagrado».

[14] Carlisle Indian Industrial School, en Carlisle (Pensilvania), internado para

estudiantes indios fundado en 1879. Prucha, The Great Father, vol. 2, pp. 694-700.

Benjamin Alce Negro estudió allí entre los años 1915 y 1917 (Sixth Grandfather, pp. 23-24).

[15] La transcripción completa del registro taquigráfico está publicada en Sixth Grandfather.

 

Prefacio

a la edición de 1972

Mi objetivo en esta vida ha sido el de traducir la historia de este venerable anciano, no solo ciñéndome a los hechos pues no eran los hechos lo más importante en esta misión— sino intentando recrear en inglés la estructura y el sabor de su narrativa. Dicha tarea ha resultado complicada y agotadora, y ha requerido siempre de un esfuerzo constante, paciente y de un cuestionamiento cuidadoso y sistemático del intérprete.

Siempre he sentido que para mí era una obligación casi sagrada el respetar la manera de expresarse del anciano y todo aquello que quería decir. Y estoy seguro de que para ello hicimos uso a veces entre nosotros de medios de comunicación poco ordinarios.

Durante los últimos cuarenta años he intentado trasladar el mensaje de Alce Negro al mundo de los blancos, tal como él deseaba que se hiciera. El libro ha tenido un recorrido excepcional; y lo sigue teniendo. Publicado por vez primera en 1932, tuvo una acogida entusiasta por parte de la crítica literaria que, a pesar de no tener conocimientos del mundo indio, lo consideró un libro de peculiar belleza.

El público general, que tampoco tenía demasiados conocimientos del mundo indio, acogió el libro con bastante indiferencia. En menos de dos años, el editor saldó la tirada a 45 céntimos el ejemplar y el libro cayó en el olvido. Pasó toda una generación, pero la historia lo hizo revivir.

De algún modo, un ejemplar del libro llegó hasta Zúrich (Suiza) y allí fue muy bien recibido por un grupo de académicos alemanes, entre los que se encontraba el difunto Carl Jung, el famoso psicólogo y filósofo.

Las noticias de dicho hallazgo llegaron hasta los Estados Unidos, donde el libro volvió a ser valorado y apreciado. Los pocos ejemplares que quedaban solo podían ser encontrados en tiendas de bibliófilo y a precios muy elevados.

En 1961, Alce Negro habla fue reeditado en formato bolsillo y tuvo una acogida entusiasta, especialmente entre la gente joven. En palabras del Christian Herald, se convirtió en «un clásico para la juventud actual». En 1971, como resultado de la entrevista llevada a cabo por Dick Cavett al autor, el libro alcanzó de manera inmediata una popularidad insospechada.

De hecho, Alce Negro habla sigue conquistando lectores a lo largo y ancho de los Estados Unidos y también en Europa, habiendo sido traducido a ocho idiomas.

El deseo del viejo profeta de que su mensaje se expandiera por el mundo ha sido cumplido.

Aquellos que estén familiarizados con el libro se acordarán de la oración del anciano en la cima del Harney Peak cuando, sollozando bajo la lluvia, llamaba desesperado a los Antepasados del Universo diciéndoles: «Así me podéis ver, un pobre viejo como yo, que ha fracasado y no ha podido hacer nada».

Tal vez este mensaje aquí transcrito, que se ha expandido por el mundo, ha evitado que fracasara.

John G. Neihardt

Columbia (Misuri),

noviembre de 1971