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EDITORIAL
Título: Tiempo de lluvia.
© 2019 Helena Nieto.
© Imagen base de portada: FcsCafeine.
© Diseño de cubierta y diseño gráfico: nouTy.
Colección: IRIS.
Director de colección: JJ Weber.
Primera edición abril 2019.
Derechos exclusivos de la edición.
© nou editorial 2019
ISBN: 978-84-17268-28-2
Edición digital septiembre 2019
Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor.
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«Incluso la noche más oscura dará paso a la salida del sol» —(Víctor Hugo)
Eran casi las tres de la mañana de un lluvioso sábado. Laura y Germán regresaban de una cena en casa de unos amigos. Ella le indicó que subiera la ventanilla porque sentía frío y le pidió que aminorara la velocidad. No pudo recordar nada más, cuando despertó solo pudo percibir el sonido de la ambulancia…
1
Las últimas dos semanas no habían sido nada fáciles. La muerte de Germán dejó un desequilibrio en la vida de Laura y en la de su hija Rebeca. Era difícil afrontar la nueva situación. De tres pasaron a ser dos, y todo había cambiado de un día para otro sin imaginarse que algo así pudiera ocurrir.
Rebeca tenía quince años y había perdido a su padre en un accidente, del que milagrosamente su madre había salido ilesa. Aparte de unos rasguños y una fisura de muñeca estaba físicamente bien.
Para Laura regresar de nuevo a su trabajo en la sucursal bancaria y las sesiones de terapia a las que asistía le estaban ayudando a recomponer poco a poco su vida.
Era en casa donde a veces se venía abajo y se derrumbaba de dolor porque sentía tanto vacío y tanto silencio cuando no estaba Rebeca, que le dolía hasta el alma. No era capaz de entrar en el despacho de su marido. Le parecía que iba a abrir la puerta y que lo encontraría allí sentado, centrado en corregir exámenes o preparando alguna charla o clase para su trabajo, y no era así. Germán no estaba ni estaría ya nunca.
A su hija, seguir con el nuevo curso y su rutina, le servía para mitigar poco a poco el dolor y la pena.
A veces le daba la impresión que no iba a poder soportar el vacío tan grande que le había dejado la muerte de su marido, que no le quedaban fuerzas, pero los días pasaban uno tras otro, y seguía en pie. En ocasiones enfadándose contra el destino, otras asumiendo que lo único que le quedaba era seguir hacia adelante. No solo por ella, también por Rebeca.
La terapeuta le había dicho esa misma semana que debía de asumir la frase que tanto costaba pronunciar, pues parecía partirse en dos y le hacía demasiado daño: «Soy viuda». Mirarse al espejo, le había indicado, y decir en voz alta: «Soy viuda, soy viuda…». Tenía que dejar de herirle y aceptarlo como algo inexorable. Esa misma mañana, después de varios intentos, lo había logrado. Con cuarenta años, una hija de quince y era viuda. «¡Qué horrible suena!», se dijo.
Durante los primeros días no dejó de pensar en lo que podría haber sucedido si ella hubiera ido al volante, como le propuso a su marido aquella fatídica noche. Es muy posible que no se hubiera producido ningún accidente, pero él adoraba conducir, y le gustaba correr. Mientras que ella utilizaba el coche por pura necesidad, y no le gustaba nada pisar el acelerador. Eso les hacía reír tanto a su marido como a Rebeca que se burlaban de ella afirmando que iba demasiado lenta. Se atormentó pensando que las cosas habrían sido distintas. Pero según su hermano Mateo, el destino estaba escrito desde el nacimiento y se asumía antes de salir del vientre materno sabiendo que la nueva vida iba a traer tanto alegrías como infelicidad. ¿Cómo puedes firmar ese contrato divino o espiritual asumiendo el sufrimiento o el dolor que pueda causarte lo que vas a vivir? Le preguntaba Laura. «Lecciones para el alma», contestaba su hermano. Mateo creía firmemente en la reencarnación, sobre todo después de haber vuelto de un voluntario retiro espiritual en la India donde se dedicó la meditación y al yoga. Volvió renovado, con un aire distinto, dispuesto ante todo a ser mejor persona y dejar los viejos hábitos de desenfreno como las mujeres, el tabaco y el alcohol, hasta el punto de formar su propio negocio dedicado a toda la temática hindú. Con el tiempo lo había ampliado añadiendo otras actividades como «Pilates» y «Tai chí», entre otras cosas. Por mucho que había intentado que Laura acudiera a sus sesiones, esta aseguraba no tener tiempo.
—Te darán paz espiritual y te aliviarán del estrés, Laura. Te servirán para sobreponerte y seguir adelante —le decía a diario para tratar de convencerla—. Los pensamientos son la clave para afrontar etapas de tristeza, o para superar duelos y sobre todo los duelos emocionales —le aclaró—. Un curso de meditación no te vendría mal.
—Lo probaré, no insistas. Pero no te prometo nada.
Durante unos días asistió, pero lo dejó cuando comprendió que necesitaba más tiempo para dedicarle a su hija. Esa adolescente de cabello castaño claro y ojos color miel, larguirucha con la misma mirada de Germán, y sus mismos gestos, la necesitaba, o ella deseaba que fuera así. A veces le recordaba tanto a él que hasta le dolía mirarla. Quería que al llegar a casa por la tarde, ya que se quedaba a comer en el colegio, la encontrara allí, pues sentía la necesidad de asegurarse de que estaba bien, de que no estaba triste y verla concentrada en los deberes.
No dejó de agradecer al cielo que esa noche no estuviera con ellos. Se había quedado a dormir en casa de los abuelos, y no quiso imaginarse que podría haber sucedido, si como otras veces, hubiera ido en el asiento trasero del auto.
Otra cosa que le atormentaba y que nadie sabía era que había tenido una fuerte discusión con Germán esa misma tarde, antes de ir a la cena con sus amigos. Habían planeado un viaje para la primera semana de diciembre. Iban a celebrar diecisiete años de casados. Germán le dijo en ese momento, mientras se vestían para ir a la cena, que lo había anulado. Le había surgido tener que asistir a un congreso relacionado con su trabajo como profesor de Física en la Universidad. Ella lo miró incrédula.
—Y, ¿me lo dices ahora? ¿Desde cuándo tienes esos planes?
—Desde hace dos semanas. No te lo dije antes porque sabía que te ibas a enfadar. Y es muy importante para mí, Laura —empezó diciendo—, pero tendremos tiempo para viajar más adelante. No importa tanto la fecha, un año u otro. Ya me he comprometido. No puedo decir que no. Es en Madrid.
—Pero lo habíamos planeado hace meses. No puedo creer que me hagas esto. Es nuestro aniversario. Parece que no te importa —dijo aturdida. Germán se acercó a ella e intentó abrazarla.
—¡Qué importa un mes más o menos, Laura! El tiempo es relativo. Lo dejaremos para el próximo verano.
Ella lo miró enfadada. Había tenido que cambiar los días que solía coger de vacaciones en Navidad, para poder ir al viaje y ahora se quedaba sin nada.
—No sé qué te pasa, Germán, últimamente apenas te veo. Estás siempre trabajando, en congresos, en todo tipo de historias, y muy poco en casa. Ni siquiera te preocupas por Rebeca. No sé, estás muy cambiado. ¿Qué te está pasando? —preguntó alterada.
Por un momento, pensó en que podría acompañarlo. Pero cuando se lo dijo, él titubeó al responder.
—Te aburrirías, Laura. ¿Qué vas a hacer todo el día en Madrid, tú sola?
—Hay miles de cosas que podría hacer en Madrid, Germán. Desde ir de compras hasta visitar museos, así que no me busques esa excusa. Dime claramente que no quieres que vaya, y acabamos antes —dijo con rabia mientras buscaba unos zapatos en el armario.
—¿Y qué pasa con Rebeca?
—¡Vamos, como si fuera la primera vez que se fuera a quedar con los abuelos! —exclamó asombrada.
—Bueno, no sé. Creo que ya está todo organizado. Será un lío ponerse a cambiar billetes de avión, las habitaciones del hotel…
Laura tuvo claro que no deseaba su compañía. Hizo una mueca de disgusto y le espetó:
—¿Estás con otra, Germán?
Él abrió los ojos sorprendido y soltó una risotada.
—¡No seas ridícula! ¡Claro qué no! —Se acercó a ella y la abrazó—. Te prometo que iremos a ese viaje, mejor, organizaremos otro con más días a Nueva York. ¿No es lo que querías? Cambiaremos París por la ciudad de los rascacielos. ¿Te parece?
Laura no contestó. Se soltó de sus brazos y salió de la habitación.
Ella siempre había pensado que amaba a Germán más de lo que él la querría nunca. No dudaba que la quisiera. Su matrimonio comparado con el de otros era feliz. Pero en ese momento se sentía terriblemente decepcionada y desdichada.
A ella no le importaba ya tanto el viaje, sino que su marido no aceptara su compañía en el famoso congreso de Física, dónde se abordarían temas según él muy interesantes, aparte de que también él expondría sobre los últimos estudios realizados sobre «Física Cuántica». Temas que a ella le resultaban totalmente abstractos e incomprensibles. Germán siempre comentaba que se había casado con una chica de letras, y que por ello, hacían una pareja muy peculiar.
Estaba segura de que él le ocultaba algo. Estaba mintiendo. No podía creerse que no pudiera arreglar la situación para poder acompañarle al congreso. Simplemente, no quería hacerlo. Una intensa furia se apoderó de ella y no volvió a dirigirle la palabra a pesar de los esfuerzos de Germán que intentaba convencerla de que iban a salir ganando con el cambio.
Durante la cena y rato después, Laura estuvo pendiente de las conversaciones de las mujeres de sus amigos, como su marido lo estuvo de las de los hombres. Solo cuando entró en el coche para volver a casa le sugirió la idea de conducir, ya que no había bebido nada de alcohol. Él se negó. Aseguró que tampoco había bebido gran cosa. Ella aceptó. No volvieron a decirse nada.
No chocaron con ningún coche, simplemente Germán perdió el control del vehículo y se salieron de la carretera. La autopsia determinó que su marido había sufrido un derrame cerebral.
Acababa de hacer la compra en la tienda de Cloti y ya se dirigía a casa cuando observó a Rebeca con sus amigas Tania y Bea que se acercaban hasta ella. No llevaban puesto el uniforme escolar, ya que ese año no era obligatorio, por lo que todos los alumnos habían preferido dejarlo olvidado en el armario. Las tres iban con vaqueros, camisetas y cazadoras. Ropa muy similar que usaban casi todas las chicas de esa edad.
—¿Me dejas ir a casa de Bea? —preguntó su hija.
—Ni siquiera saludas, Rebeca —dijo sonriendo dirigiendo una mirada a las chicas. Estas también sonrieron. No intentó darle un beso a su hija, sabía que le ofendería mucho que hiciera algo así delante de sus amigas.
—¿Puedo ir?—preguntó otra vez mirando a su madre.
—Está bien. No vuelvas tarde.
Se alejaron sin decir adiós a paso apresurado mientras que ella se dirigió al portal. Después de abrir, mientras esperaba el ascensor, recordó que no había comprado naranjas, y muy a pesar suyo tuvo que dar la vuelta y regresar a la tienda.
Cloti se sorprendió al verla y le preguntó qué había olvidado. Ahora le tocaba hacer cola ya que había varias personas delante esperando para ser atendidas. Mientras esperaba observó a su alrededor. No hacía mucho que se había abierto el comercio, unos meses antes de la muerte de Germán. La dependienta era muy agradable y siempre tenía una sonrisa en los labios. Era delgada, morena, de pelo oscuro. También muy expresiva, habladora y risueña. Había hecho un gran esfuerzo por ser amable, servicial y ganarse la clientela, y parecía que lo había conseguido. Siempre preguntaba cómo estaban ella y su hija, algo que Laura agradecía. Más de una vez Rebeca, por haber olvidado las llaves, había esperado su llegada en la tienda. Avisaba por el móvil y le decía que haría tiempo allí con Cloti. Por ese motivo, cuando no había clientes en el comercio, ambas conversaban alegremente hasta el regreso de Laura. Esta agradecía que se quedara en el local y no estuviera dando vueltas por la calle.
Poco después, ya en casa, vació las bolsas colocándolo todo en su sitio. Se dispuso a hacer un poco de café para luego cambiarse de ropa y ponerse cómoda. Entró en el cuarto de su hija y abrió el armario para guardar una ropa que Lourdes, la chica que iba por las mañanas a hacer las tareas del hogar, había dejado planchada sobre la mesa de la cocina. Para no variar, Rebeca tenía todo revuelto. Seguro que se había probado mil camisetas esa mañana antes de ir a clase y ahora lo tenía todo desordenado.
Suspiró. Se fijó en las fotos que tenía sobre un corcho en la pared. Varias con sus compañeras de clase y otras con Germán y con ella. Una en Euro Disney, otra en la bonita ciudad de París con la Torre Eiffel de fondo y otra en la playa, hecha ese último verano. Las contempló en silencio unos segundos. Sintió nostalgia. Suspiró. «Cómo había cambiado todo en tan poco tiempo», pensó.
Con total desgana cogió los sobres que estaban sobre la cómoda del hall y que no se había molestada en mirar. Se sentó en el sillón y después de beber un trago de la taza de café que tenía sobre la mesa, se dispuso a abrirlos. Diversas facturas pagadas por el banco y un sobre grande dirigido a Germán con remite de la Universidad. Dentro del sobre había una fotografía de su difunto marido con un grupo de alumnos que observó con atención. Estaba hecha en el aula. Todos aquellos jóvenes que lo rodeaban tenían que esperar una suplencia para seguir cursando la asignatura de Física. Se quedó observándolos. Los había visto en el funeral o en el tanatorio y le mostraron sus conmiseraciones. Podía reconocerlos a todos porque eran muy pocos los que habían llegado al último curso. No recordaba a la chica morena que sonreía sentada junto a Germán. Estaba segura de que no la había visto en ninguno de los actos de despedida de su marido, o al menos no la recordaba. Lo que sí estaba segura de que nunca había hablado con ella. Le extrañó, pero no le dio importancia.
Se levantó para sacar de un cajón el libro de condolencias que tampoco se había parado a leer. Repasó una por una las firmas y mensajes sin poder contener alguna que otra lágrima. Le llamó la atención una en especial. Solo aparecían unas iniciales y no tenía ni idea de quién pudiera ser.
«Espero que allá donde estés, sigas dando esas lecciones de física tan estupendas y que los ángeles te observen con la admiración que yo tenía hacia ti».
Sonrió. Estaba claro que uno de sus alumnos había querido dejar un bello mensaje. Volvió a guardar el libro cuando sintió el sonido del timbre.
«¿Quién será?» Se preguntó, mientras caminaba hasta el vestíbulo. Eran cerca de las ocho. No podía ser Rebeca, ya que tenía llave, tampoco su hermano, porque a esas horas estaba trabajando, ni sus padres, que se encontraban de viaje. No podía imaginarse quién iba a visitarla. Tal vez se trataba de algún vendedor.
Por un momento estuvo a punto de no abrir, pero al ver que volvían a insistir, cambió de idea. Observó por la mirilla, el hermanastro de Germán, Edward, estaba allí. Ella abrió la puerta.
—Hola, Laura. ¿Llego en mal momento? —preguntó sonriendo.
Él no solía ir de visita casi nunca. Siempre se veían en reuniones familiares y poco más, por eso le causó gran sorpresa verlo en su puerta.
—No, no llegas en mal momento —respondió mientras abría del todo—. Pasa.
Lo condujo al salón después de haber intercambiado dos besos apresurados y tímidos en las mejillas. Hacía tiempo que no sabía nada de él. Era la primera vez que se veían desde el funeral de Germán. Edward había llamado una vez, pero había hablado con Rebeca durante un rato porque en ese momento Laura estaba relajándose en un baño de espuma. Aunque Rebeca le comentó que su tío había llamado, ella no le devolvió la respuesta.
—Me alegro de verte —dijo él.
—Yo también a ti.
Siempre había sido coqueta y no se sentía orgullosa de su aspecto en ese momento, Se había quitado el maquillaje y limpiado la cara, por lo que pensó que no debía de estar nada favorecida con ropa holgada que usaba para estar en casa.
Sabía que Rebeca le echaría en cara que se arreglara tan poco últimamente, y es que desde la muerte de Germán se le habían quitado las ganas de todo. A pesar de la terapeuta, del yoga y todo lo que sus buenos deseos de ser la misma de antes, había días que era incapaz hasta de levantarse por la mañana. Le costaba un esfuerzo enorme salir de la cama y mucho más mirarse en el espejo para maquillarse. Para ir al trabajo no le quedaba otro remedio, pero lo hacía apresurada sin pararse mucho. Trabajar cara al público era lo que tenía, no podía ir de cualquier manera y menos en una oficina donde atendía a diversas personas al día. Su vida no tenía pausa, aunque ella quisiera que fuera de otra forma.
2
Edward Owen era el hermano menor de Germán, oficialmente: hermanastro. La madre de ambos, había abandonado a su primer marido para irse con un inglés, director de una academia de idiomas al que conoció casi por casualidad. Se enamoró perdidamente y un buen día hizo las maletas, se llevó a su hijo con ella y se instaló en el piso de James Owen con el que tuvo otro hijo: Edward, que por caprichos del destino nació en Londres, a los siete meses de embarazo, cuando sus padres se encontraban de vacaciones visitando a la familia de James, mientras que Germán estaba con su padre biológico en ese momento.
Germán ya tenía diez años y si ya no le gustaba su padrastro, mucho menos tener que compartir su cuarto, y a su madre, con un nuevo hermano. Nunca llegaron a estar unidos. Y aunque James lo había tratado siempre bien y lo había acogido como hijo propio, Germán no podía ocultar el resentimiento que sentía hacia él, creyéndole el culpable de la separación de sus padres.
Para colmo, su padre biológico se fue distanciando y abandonó la ciudad para ir a vivir a Tenerife al año siguiente, dejando a su hijo desolado con su marcha. A partir de entonces solo lo veía en las vacaciones de verano. Había puesto un bar del que vivía con poca normalidad de horarios. Su hijo aseguraba pasárselo estupendamente cuando estaba con él y odiaba tener que volver a la vida disciplinada y ordenada que mantenía en la casa de James. Germán padre volvió a casarse, y formó una nueva familia años después cuando obtuvo el divorcio. Con el tiempo fue distanciándose más de su hijo, algo que fue inevitable y Germán no fue capaz de aceptarlo. Era algo que no podía perdonar. Su madre también formalizó su vida en cuanto consiguió el divorcio casándose con James.
Al cumplir los dieciocho años el joven Germán decidió buscarse la vida por su cuenta estudiando y trabajando a la vez. Consiguió una beca y no dejó de luchar hasta conseguir su objetivo de ser catedrático.
—¿Cómo estás?¿Cómo está Rebeca? —preguntó Edward nada más sentarse en el sofá.
—Bien. —Asintió con la cabeza tratando de parecer sincera—. Estoy mejor. Rebeca también. Ya sabes, es difícil, pero vamos tirando. Pero, ¿cómo estás tú? ¿Qué tal Flavia?
—Estoy bien. Con mucho trabajo, como siempre. Y sobre Flavia… —La miró con cautela y medio sonrió— …estamos mal. En realidad, hemos decidido darnos un tiempo. Ha vuelto a su apartamento de soltera. No creo que haya solución. No nos entendemos.
Laura se quedó sorprendida. Apenas llevaban un año de casados. No los veía mucho, pero en las últimas Navidades hubiera jurado que se adoraban. Le había conocido varias parejas, pero por un motivo o por otro, nunca había llegado a la estabilidad necesaria como para dar el paso definitivo de formalizar su vida amorosa. Pensó que con Flavia lo había conseguido, pero parecía ser que tampoco lo lograría con esta.
—No es posible, vamos que no me lo esperaba. Pensé que os iba bien…yo… —Se encogió de hombros, todavía asombrada por lo que acababa de escuchar—. ¿Quieres un café? —preguntó sin saber muy bien qué decir—. Acabo de hacerlo.
Él asintió y ella se dirigió a la cocina, dejándolo solo. Cuando regresó a salón, él estaba observando las fotos que había en el mueble, casi todas de Rebeca y un par de su hermano. Se había quitado la chaqueta y se giró al sentir los pasos de su cuñada. Sonrió. Llevaba una camisa blanca impoluta y bien planchada, como si acabara de estrenarla y un pantalón azul marino también impecable. Era muy distinto a su hermano. A Laura siempre le había agradado. Cuando lo conoció la primera vez que Germán la llevó a casa para presentarla en familia, era un joven desgarbado, muy alto y delgado, profundamente tímido. Ya le pareció que tenía una elegancia y un estilo muy british como solía definirlo Rebeca, en realidad era idéntico a su padre, James. Todo un señor. Sus suegros siempre la habían tratado con una amabilidad exquisita y la consideraron como una hija. Él había fallecido hacía siete años. Adela vivía sola desde entonces, aunque pasaba largas temporadas en la casa de su hermana Carmina, en Coruña.
Observando a Edward se dio cuenta de lo mucho que había cambiado. Claramente ya no tenía veinte años, sino cuarenta; solo se llevaban unos meses de diferencia, ya que a ella, también Germán le llevaba diez años.
Se sentaron en el sofá y Laura sonrió. Sin embargo, él pudo adivinar la tristeza reflejaba en su mirada y en esa sonrisa tan forzada.
Sintió el impulso de pasarle el brazo por los hombros con el fin de consolarla, pues le dolía el alma verla así, pero el sonido de la puerta los hizo girar la vista hacía la entrada del salón. Rebeca entró con la cazadora desabrochada y la mochila colgada del hombro.
Sonrió con verdadera alegría al ver a su tío sentado en el sofá, y fue hasta él para darle un abrazo.
Se miraron unos segundos, riendo, mientras que Laura sintió cómo las lágrimas inundaban sus ojos. Con una excusa se levantó y se dirigió a la cocina para que ellos no lo percibieran. Los escuchaba hablar desde allí. Él, experto en informática, le estaba hablando a su sobrina de algún programa del ordenador, y ella le estaba preguntando sobre un juego que estaba buscando desde hacía tiempo. Edward le prometió que se lo conseguiría. Mientras tanto, Laura, abrió la nevera para ver qué alternativas tenía para hacer de cena. Haría unas pechugas de pollo en salsa de mandarina, freiría unas pocas patatas y lo acompañaría de una ensalada. Podría decirle a Edward que se quedara a compartir la mesa con ellas. Seguro que a Rebeca le encantaría. Sin pensarlo dos veces se fue directa al salón preguntándole si deseaba quedarse. Él pareció dudar, pero su sobrina empezó a insistir y al final aceptó la invitación.
Cenaron en la mesa del comedor que estaba al final del salón frente a la ventana, desde donde se podía contemplar la playa. Entre Laura y Rebeca prepararon las cosas.
—¿Os ayudo? —preguntó Edward.
—No te preocupes. Tú siéntate. Está todo controlado —respondió su cuñada sonriente.
Rebeca fue la que más habló, hasta el punto que Laura le advirtió que se le iba a enfriar la cena, mientras que ella y Edward se estaban tratando con una formalidad casi excesiva. Ambos eran conscientes del nerviosismo que les producía estar juntos. Se miraban, a veces sonreían, otras, uno de los dos apartaba la vista. Ninguno de los dos recordaba cuándo había sido la última vez que habían estado juntos sin la presencia de Germán. A ella siempre le había gustado mucho conversar con él, porque entre otras cosas tenían mucho en común, les gustaban los mismos libros, la misma música, y sobre todo tenían un punto de vista muy similar respecto a la vida en general. A veces, en reuniones familiares, habían terminado aislados del resto charlando entre ellos y siente se habían sentido muy cómodos juntos. Pero ahora era como si se acabaran de conocer y fueran demasiado tímidos para romper el hielo de una primera conversación.
—Está todo delicioso, Laura —dijo él aliviando la tensión.
—Gracias.
Luego le sirvió un café y le puso unas pastas en un plato, pero él aseguró que había cenado bastante, así que solo Rebeca se animó a probarlas.
—Mamá no las come porque no quiere engordar —aclaró Rebeca a su tío—. En realidad, no come nada. ¡Ha sido un milagro que haya cenado tanto! A veces solo cena un poco de fruta y un yogurt. Y luego, se enfada conmigo si dejo algo en el plato —añadió a modo de protesta.
Laura la miró sorprendida.
—Rebeca, vale.
Sintió la mirada de Edward sobre ella. Era cierto que desde el fallecimiento de Germán había perdido el apetito y había adelgazado.
—Está súper delgada… —agregó Rebeca—. ¿No te parece? Hasta la abuela lo dice.
Edward sonrió.
—Yo creo que está muy guapa —comentó. Le había salido del alma, sin pensar si lo que afirmaba era lo más apropiado en ese momento.
Ella que no esperaba semejante afirmación trató de quitarle importancia el comentario.
—Eso es que me miras con buenos ojos. ¿A qué sí, Rebeca? —preguntó mirando a su hija que no parecía prestarle atención ya que estaba con los ojos clavados en la televisión.
—¿Puedo ir a ver la tele? —preguntó al tiempo que se levantaba de la silla para dirigirse al sofá, sin responder a la pregunta de su madre.
Fue Edward quien ayudó a recoger la mesa y llevar los platos a la cocina.
—Ha sido una cena estupenda. Me lo he pasado muy bien —comentó él.
Vio cómo ella sacaba un pañuelo y se secaba los ojos.
—¿Estás llorando? —preguntó acercándose.
—No, perdona. Estoy bien —dijo agitando la mano en el aire. No me hagas caso.
—¿He dicho algo que…?
—No, no. —Agitó la mano—. No sé, me he puesto triste, no sé por qué. Perdona…
Él la abrazó tratando de consolarla. Ella sollozó en silencio. Eran demasiadas emociones y estaba excesivamente sensible. No sabía lo que pasaba por su mente, o sí lo sabía, todo era confuso. El mero hecho de estar junto a Edward, por el que sentía un inmenso cariño y la serenidad que le trasmitía sirvió para tranquilizarla. Se soltó de sus brazos y lo miró.
—No me hagas caso —repitió—. Son momentos… pero estoy bien, de verdad. Aunque hay veces que me veo incapaz de superar lo de tu hermano. Pero no te preocupes, estoy bien, estoy bien… —volvió a decir.
Él pareció dudarlo. La miró tiernamente con esos ojos azules de mirada profunda y quiso animarla.
—Vamos, sé que eres una mujer fuerte, valiente… podrás seguir adelante. Estoy seguro de que sí —afirmó tratando de animarla.
Se miraron, y ella entendió que comprendía su dolor, su tristeza. Él también había sentido la pérdida de Germán. Después de todo eran hermanastros. Puede que no estuvieran muy unidos, pero siempre había sido por culpa de su marido, no por su cuñado, pensaba Laura.
Se puso nerviosa sin quererlo. La presencia de Edward le hacía sentir demasiadas cosas que no podía entender. ¿Por qué después de tantos años se sentía inquieta ante su presencia? No sabía reconocer lo qué le estaba pasando, no sabía si sentir vergüenza por lo feliz que le había hecho ese abrazo de Edward. Demasiada soledad y demasiadas heridas en muy poco tiempo, pensó. Se sentía vulnerable y ese gesto afectivo de su cuñado era lo que más necesitaba en ese momento. Edward era el mismo de siempre, aunque sí había notado que la miraba intensamente en la cena y la había sonreído con mucha ternura. Seguramente siempre había sido así durante esos veinte años, solo que ahora verlo le conmovía tanto que se encontraba abrumada. Edward era un encanto en todos los sentidos.
—Edward, será mejor que te vayas. No voy a ser una buena compañía esta noche —alegó—. Además, estoy cansada y muerta de sueño. Apenas he dormido. Creo que me iré pronto para la cama. No te parezca mal, pero prefiero estar sola.
—Como quieras —respondió bajando los ojos—, pero si me necesitas, ya sabes dónde estoy. Quiero decir que si puedo ayudaros en algo, a ti y a Rebeca. Y por supuesto que no me parece mal. Lo comprendo.
Se miraron de nuevo fijamente. Ella se encogió levemente de hombros e hizo una mueca intentando que le saliera una sonrisa. Edward reparó en sus ojos, parecían inquietos pero a la vez tristes. Se vio obligado a decir algo.
—Llámame si me necesitas.
—Lo haré, Edward. Y,… gracias.
Después fue a despedirse de su sobrina que ya estaba en su cuarto, sentada en el suelo con las piernas cruzadas escuchando música. Se quitó los auriculares al ver a su tío, y se levantó para darle un beso. Después Laura lo acompañó hasta la puerta.
—Gracias por la cena —dijo él mirándola y sonriendo.
—De nada. Puedes volver cuando quieras, ya lo sabes.
—Lo sé. Procura descansar. Se te ve agotada.
A pesar de que para él siempre estaba preciosa, pudo observar su expresión de cansancio y las ojeras que rodeaban sus ojos.
Laura cerró la puerta y suspiró. Pensó que su marido y su cuñado siempre habían sido muy distintos. No tenían nada en común salvo el apellido materno. Por lo demás podría decirse que eran unos perfectos desconocidos. Ni en gustos, ni en la forma de ver la vida. En realidad, en nada. Tal vez por eso nunca se habían entendido entre ellos. Estaba segura de que Edward siempre había querido a su hermano; sentimientos que no podría jurar que fueran recíprocos por parte de Germán, aunque lo cierto era que su marido simpatizaba con poca gente. Soportaba a Teresa por ser la mejor amiga de Laura, pero no le agradaba Simón, su esposo. Aun así, solían salir en parejas de vez en cuando o se invitaban a cenar a una casa u otra. Siempre era amable y respetuoso con ellos porque su educación no le permitía ser de otra forma, pero las veladas que compartían solían acabar por aburrirle.
Si quedaba con Edward al menos podía hablar de Informática, algo que también le gustaba y compartir un buen whisky. Con Mateo nunca quedaban, las teorías de su cuñado le parecían absurdas y tampoco le gustaba especialmente la comida vegetariana. Mateo por su parte no mostraba interés alguno en compartir tiempo con él. Quedaba a veces con Laura para ir a tomar un café, en su caso té, ya que era un apasionado de esta bebida. Su pareja, Iris, una chica menuda con la que vivía en un pequeño apartamento, profesora de infantil, solía acompañarlos alguna vez, pero era poco habladora, al contrario de Mateo que conversaba sin parar.
Germán prefería su círculo de amigos todos relacionados con su trabajo de profesor con los que podía hablar de los temas que le apasionaban y que no podía compartir con los amigos de Laura, porque a Simón lo que más le gustaba en la vida era el fútbol, algo que él no compartía y las mujeres estaban mucho más interesadas en las letras que sus teorías científicas.
De otro modo, le gustaba salir solo con su mujer para ir a cenar, al cine, o a alguna conferencia que pudiera interesarles a los dos, aunque ella se decantaba por temas de literatura, charlas sobre mujeres o Historia y él prefería todo lo referente a las ciencias, su gran pasión.
Antes del accidente Laura ya echaba de menos todas esas salidas, pues habían disminuido considerablemente en el último año. Él alegaba tener mucho trabajo, cuando no era una reunión de profesores, conferencias, congresos… y otras veces decía estar tan cansado que no le apetecía moverse de casa ni para ir a comprar la prensa, algo que le gustaba leer diariamente. Era cuando enviaba a Rebeca al quiosco y la chica aprovechaba para comprar golosinas que escondía para que él no la regañara, ya que era bastante obsesivo con la moda de lo saludable y opinaba que todos esos regalices y chucherías no eran más que puro veneno para el cuerpo.
3
Laura y Germán se conocieron en un bar. Ella estudiaba el penúltimo año de Derecho y unos amigos comunes los presentaron. Aunque era diez años mayor que ella, le gustó desde el primer momento. A Laura no le gustaban los jóvenes de su edad, los preferían mayores, quizás por eso, se sintió atraída por él. Opinaba que la mayoría de sus compañeros solo estaban preocupados en sí mismos y en tener sexo con todas las chicas posibles, pero sin compromisos. No es que ella fuera una puritana ni mucho menos. Había tenido dos novios, uno cuando iba al Instituto con el que había durado poco tiempo y otro más serio, a los dieciocho, con el que experimentó los placeres que podía aportar el sexo en una pareja y de los que disfrutó plenamente.
El local estaba lleno a rebosar porque llovía y todos parecían haberse refugiado del agua en el mismo sitio. Ella, que no solía ser muy atrevida, no dejó de mirarlo. Enseguida pudo percibir que las miradas eran mutuas. Sacó un cigarrillo de la cajetilla y le pidió fuego. No tardaron en separarse del resto y desaparecer tras la puerta, ante el asombro de los demás. Solo fueron a una librería cercana donde conversaron mientras miraban libros y luego a tomar un café, muy al contrario de lo que estaban pensando sus compañeras de estudios en ese momento, aunque ella confesaría más tarde que si él hubiera querido, se habría dejado arrastrar por esa atracción que aumentaba cada minuto a su lado. No sabía en concreto el motivo de que le gustara tanto. No podía negar que era guapo y tenía el típico aire de «genio despistado» perdido en un laboratorio. Entonces llevaba gafas, que luego con el tiempo fue alternando con lentillas. Días después la llamó por teléfono para invitarla a cenar en un restaurante, y después de aquella noche empezaron a verse con regularidad.
Estaba preparando el doctorado y su meta era llegar a dar clases en la Universidad. Cuando él obtuvo una plaza como profesor contratado, decidieron formalizar su noviazgo. Su compromiso había transcurrido con mucha calma: sin apenas discusiones o momentos de crisis. Cuando se enfadaban y él se mostraba ofendido, recurría al silencio que podía durar días, aunque al final siempre era Germán el primero en llamar para pedir perdón aunque hubiera sido culpa de Laura el motivo del distanciamiento. No deseaba perderla por nada del mundo.
Laura a veces había echado en falta un poco de más pasión, pero él estaba tan ensimismado en sus estudios y trabajo hasta el punto de que ella llegó a preguntarse si todas aquellas fórmulas con las que llenaba folios enteros, y con las que disfrutaba enormemente, le producían más placer que sus distanciadas relaciones sexuales. Por otro lado, cuando se lo proponía, podía ser cautivador y romántico y eso le daba una pizca de emoción al noviazgo, aunque a veces Laura pensaba que estaba demasiado ausente. A él le gustaba alternar con gente tranquila, nada alborotadora como lo era Teresa, a la que acusaba de divertirse con trivialidades que no le interesaban nada. En el fondo, Laura sentía gran admiración hacia él.
No tardaron demasiado en casarse, y ya en su vida matrimonial fue mostrándose más pasional de lo que ella se había llegado a imaginar. Laura trabajaba entonces en una sucursal bancaria donde también trabajaba su padre, y donde lo había hecho anteriormente su abuelo. El nacimiento de Rebeca les llenó de felicidad, aunque Germán hubiera preferido un varón. Edward fue el padrino de su sobrina en el bautizo. Para entonces ya había perdido algo de su timidez y se había convertido en un joven atractivo que gustaba a las mujeres con sus expresivos ojos azules, su hoyuelo en el mentón, su bonita voz y una expresión entre melancólica y resignada, aparte de su metro ochenta y nueve de estatura.
Cuando Teresa lo conoció no pudo evitar comentar después que Edward era un hombre que destilaba masculinidad por cada uno de sus poros.
Laura opinaba lo mismo. Germán también era alto, de pelo castaño claro y ojos color miel como los de Rebeca, pero carecía del estilo y elegancia de su hermano. No le importaba para nada la ropa, ni se preocupaba por ese tipo de cosas que él consideraba muy superfluas. Era ella la que le llevaba casi a la fuerza de compras y le elegía las prendas de vestir. Generalmente él nunca se oponía y se dejaba guiar por su mujer. Incluso muchas veces le consultaba para ver qué vestimenta era la más adecuada para llevar a la Universidad o evento importante al que tuviera que asistir.
—No te pareces nada a tu hermano —dijo más de una vez.
—Ni falta que hace —contestaba malhumorado.
Laura no entendía que no simpatizara con su cuñado. Edward era una buena persona, amable, educado, y siempre había tenido un trato de lo más agradable. Era cariñoso con Rebeca y con ella. Incluso con Germán, a pesar de su a veces seco carácter con los Owen.
—Por culpa de mi madre, perdí a mi padre, Laura. Te lo he explicado muchas veces.
—No seas injusto, Germán. Edward no tiene la culpa de nada.
—A Edward lo he tratado poco, Laura. Ten en cuenta que a los dieciocho años me fui de casa. Él solo tenía ocho. Era un niño. Y mientras convivimos yo no tenía tiempo para perderlo con sus juegos ni para conversar como hermanos.
Laura no podía entender el resentimiento que su marido tenía hacia los Owen. Si su suegra había sido infeliz en su matrimonio y se había enamorado de otra persona, había hecho bien en separarse. No era algo que se le pudiera reprochar porque en ningún momento había abandonado a su hijo. Pero su marido era una persona muy orgullosa y no quería deber nada a James. Laura no había conocido al padre biológico de Germán, solo lo había visto en fotos. No dudaba de que fuera un hombre apuesto, pero no tenía que ver con el atractivo y elegante James Owen.
Germán tuvo celos de Edward cuando nació, ya que la pareja se volcó en el recién nacido, bajo de peso y menudo que tuvo que tener ciertos cuidados por nacer antes de tiempo. Sin embargo creció tan sano como Germán, y a los dieciséis años ya superaba a este en estatura y complexión.