portada

Título original: LA METAMÉDICINE. LA GUÉRISON À VOTRE PORTÉE

Traducido del francés por Magdalena Sánchez Juarez

Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.

Maquetación y diseño de interior: Toñi F. Castellón

© de la edición original

1995 Claudia Rainville

© de la presente edición

EDITORIAL SIRIO, S.A.

C/ Rosa de los Vientos, 64

Pol. Ind. El Viso

29006-Málaga

España

www.editorialsirio.com

sirio@editorialsirio.com

I.S.B.N.: 978-84-18000-23-270

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Agradecimientos

Todos nosotros somos discípulos y maestros.

Quiero dar las gracias de todo corazón, a los maestros que he en­contrado en mi camino a lo largo de estos años, a las enseñanzas recibidas, a los libros leídos y a mis queridos participantes que han confiado y se han abierto a mí para revelarme sus secretos más dolorosos. Gracias también a los lectores que me han escrito para compartir conmigo sus sufrimientos y sus dudas.

Por último, deseo expresar mi reconocimiento a todas las personas que han colaborado en la realización, distribución y venta de mis libros.

A todos ellos, mi más profundo agradecimiento.

A mis hermanos y hermanas de la Tierra

deseando que este libro pueda

contribuir a despertar su conciencia.

Prólogo

Lo que llamamos enfermedad es la fase terminal de un desorden mucho más profundo. Es evidente que, si queremos que un tratamiento sea totalmente eficaz, no podemos tratar únicamente los síntomas sin remontarnos a la causa fundamental de dicha enfermedad, a fin de eliminarla.

Dr. Edward Bach

¿Qué es la Metamedicina?

La palabra Metamedicina está formada por el prefijo griego meta (met§), que significa «ir más allá» y por el sustantivo medicina, que significa «conjunto de medios utilizados para prevenir, curar y aliviar las enfermedades».

La Metamedicina va más allá de la eliminación del dolor o de la desaparición de los síntomas, y hace hincapié en la búsqueda del factor responsable del malestar o de la enfermedad.

En Metamedicina, el dolor, el malestar o la afección se consideran señales que anuncian un desequilibrio en una parte del organismo.

Hacer desaparecer esta señal sin buscar la información correspondiente, es como parar la alarma de un detector de humos que ha detectado un foco de incendio. Hacer caso omiso de esta alarma es correr el riesgo de encontrarse en mitad de un incendio. Y eso es lo que hacen muchas personas cuando toman un medicamento sin intentar comprender el origen de sus síntomas.

Esto no significa que tengamos que negarnos a tomar un medicamento que podría aliviarnos, pero sí que no nos limitemos a buscar solamente hacer desaparecer el dolor o los síntomas, sino también el elemento que pudo originarlos.

A título de ejemplo, contaré una experiencia que viví a la edad de once años. Me salían orzuelos continuamente. Una compañera de clase me confesó que tenía una tía que era sanadora y podría quitármelos, así que fui a verla. La tía de mi amiga puso simplemente su anillo de oro en el lugar donde comenzaba a salir un nuevo forúnculo muy doloroso y me dijo: «vete y no me des las gracias». Y eso hice. Desde aquel día, no he tenido más orzuelos.

¿Me había curado? Esta es la cuestión.

Hacer que desaparezcan un síntoma, un dolor o cualquier tipo de manifestación, no es necesariamente sinónimo de curación. Porque la causa que los ha producido puede presentarse más tarde de manera amplificada o incluso bajo otro aspecto. Y eso fue exactamente lo que pasó. Mi fe en sus cualidades de sanadora bastó para anular definitivamente este «síntoma» de mi organismo. Sin embargo, la causa de los orzuelos no se había eliminado. Después de esto, tuve amigdalitis recurrentes. Esta vez fui a la consulta de un médico que me prescribió, en un primer momento, comprimidos de yodo que no me aliviaron demasiado. Luego, antibióticos, que solo dieron resultados efímeros. Y como última solución, la extirpación de mis amígdalas. Pero aunque me operaron, la causa de mi problema no desapareció pues más tarde se manifestó otra vez en forma de diversas faringitis y laringitis.

Los informes médicos están llenos de este tipo de historias. Vea­mos el caso de una mujer a la que se le detecta un bultito en el pecho durante un reconocimiento rutinario. Su médico recomienda que le hagan una mamografía y una biopsia. El diagnóstico es adenofibroma, un pequeño tumor benigno, con lo que la paciente se tranquiliza.

Unos años más tarde, la misma mujer descubre de nuevo una protuberancia en el pecho. No se preocupa pensando que, sin duda, se trata de un tumor inofensivo. Pero esta vez el pecho le duele. Además, como aparecen ganglios en la axila, va otra vez a la consulta del médico. De nuevo, le realizan las pruebas pertinentes y, esta vez, el diagnóstico es cáncer.

Después, mediante una operación quirúrgica le quitan tejidos del seno afectado. Luego, la paciente se somete a radioterapia y quimioterapia. Tras un año de tratamiento, parece que la enfermedad ha sido vencida y la paciente lleva una vida normal. Pero, más tarde, empieza a dolerle la cadera y se descubre que se trata de un cáncer de huesos. Unos años después, esta paciente muere de un cáncer generalizado.

Es evidente que no todos los casos terminan de esta manera. Tampoco van a sufrir amigdalitis o laringitis todas las personas aquejadas de orzuelos. Y una persona con un pequeño tumor benigno en el pecho no tiene por qué desarrollar obligatoriamente un cáncer. La evolución del síntoma la determina la causa en sí misma y esta puede ser temporal o prolongada.

Las causas con una fuerte intensidad o aquellas que perduran mucho tiempo son las que suelen originar enfermedades graves como el cáncer, la esclerosis y otras.

Mientras solo se intervenga en los efectos o en su manifestación, como en el caso mencionado con la extracción del adenofibroma, la operación del pecho y los tratamientos de radioterapia y quimioterapia, la causa continuará su curso. De la misma manera en que continúan propagándose las malas hierbas que únicamente se han cortado a ras del suelo sin haber extirpado sus raíces.

Recordemos pues, que todo síntoma (dolor, endurecimiento, he­morragia, etc.) tiene una causa. Toda causa produce efectos que, a su vez, engendran nuevas causas y nuevos efectos.

¿Qué podría haber hecho la sanadora que consulté cuando tenía once años para guiarme hacia una auténtica curación? Podría haber utilizado perfectamente el anillo que colocó sobre mi orzuelo pero, después, habría tenido que hacerme una serie de preguntas para ayudarme a detectar y eliminar el factor responsable de aquellos orzuelos.

Las dos últimas etapas corresponden al enfoque de la Metame­dicina y tanto médicos como enfermeras, terapeutas, sanadores, magnetizadores, etc., pueden utilizarlas para guiar a la persona que les consulta hacia un proceso que restablezca su salud. Utilizo intencionalmente el verbo guiar porque la única curación auténtica es la autocuración.

No se puede curar a nadie contra su propia voluntad y únicamente el querer curarse sinceramente puede motivar a una persona para que realice los cambios necesarios en aquellas actitudes, sentimientos y emociones que son responsables de su sufrimiento.

¿Cómo puede intervenir la Metamedicina en el proceso de curación?

La Metamedicina ayuda a reconstruir la historia de una dolencia, de una enfermedad o de un malestar profundo, remontándose cuanto sea posible hasta la aparición de los primeros síntomas. Para ello, utiliza ciertas claves que orientan el interrogatorio adecuado, a fin de descubrir la causa o causas del mal.

¿Cuál sería el cuestionamiento adecuado que la sanadora que yo consulté habría podido utilizar en caso de poseer conocimientos de Metamedicina?

Utilizando el simbolismo del cuerpo y sus manifestaciones, habría sabido que, como el orzuelo afectaba a mis ojos, está relacionado con algo que yo veía. Además, las infecciones eran recurrentes.

Por consiguiente, me habría preguntado si yo veía cosas que me provocaran enfado, pena o vergüenza. Y ese era el caso. En aquella época, asistía diariamente a escenas de violencia en el entorno familiar. Al ver a mi hermana sangrando por la nariz durante horas porque le habían pegado, me ponía furiosa con uno de mis hermanos que expresaba su sufrimiento a través de la violencia. Al mismo tiempo, le tenía demasiado miedo para atreverme a decir nada. Mi enfado al ver tales escenas, se manifestaba mediante estos orzuelos y mi impotencia para expresarlo, se traducía en amigdalitis, faringitis y laringitis. A los quince años, cuando mi hermano nos dejó, todos esos síntomas desaparecieron.

En una primera etapa, la sanadora me habría hecho tomar conciencia de este enfado que hervía dentro de mí y, en una segunda, me habría llevado a liberarme de ello ayudándome a comprender la causa de los comportamientos agresivos de mi hermano. ¿Le habían pegado a él también? ¿Llevaba en sí un gran sufrimiento que expresaba mediante actos violentos porque se sentía incapaz de llorar? De esta manera, hubiera podido comprender a este hermano en lugar de juzgarlo. ¿Quién sabe? Quizá el hecho de sentirse comprendido y querido, le habría ayudado a él y nos habría ayudado a todos. En Metamedicina es sorprendente comprobar cómo, ayudando a una persona, a menudo, por extensión, se ayuda también a su entorno.

Pero no debemos pensar que la Metamedicina es un enfoque simplista. Al contrario, la Metamedicina no se limita a una causa que produce un efecto, ya que un síntoma, un dolor o una enfermedad pueden ser consecuencia de un conjunto de factores.

Este era el caso de mis orzuelos: había una segunda causa, la cual descubrí mientras investigaba sobre la Metamedicina. Esta segunda causa estaba relacionada con la vergüenza. En el periodo en el que tuve esos orzuelos, desde los once a los catorce años, tenía muchas dificultades con la ortografía y mis profesores no reparaban en mostrar ostensiblemente mis faltas de francés o en regañarme delante de todas mis compañeras.

Recordemos también que una historia parecida puede manifestarse de manera diferente en una persona y en otra. Por ­ejemplo: el impacto emocional por la pérdida de un hijo en un accidente puede afectar a la madre hasta el punto de originar un cáncer de mama; en otra mujer provocará un fibroma uterino y en otra una depresión nerviosa.

En el primer caso, es posible que la madre haya vivido la pérdida de su hijo como un drama que ha trastornado por completo su vida. En el segundo, la mujer puede haberse sentido responsable e incluso culpable del accidente de su hijo. Por último, en el tercero, este hijo tal vez era su razón de vivir. Su muerte pudo quitarle el gusto por la vida y eso es lo que la ha llevado a hundirse en una depresión.

Una misma enfermedad puede igualmente tener causas muy distintas. Por ejemplo, en una persona el asma puede expresar un sentimiento de opresión, porque le falta espacio o se siente limitada en él. En otra, puede estar relacionado con una profunda culpabilidad referida a su nacimiento (si esta persona se cree responsable del sufrimiento de su madre). Por este sentimiento de culpabilidad, la persona puede, inconscientemente, privarse de vivir con plenitud, impidiéndose respirar bien. En otra puede ser una necesidad de llamar la atención o un medio de acabar con los conflictos de sus padres.

Por esto, utilizaremos el simbolismo del cuerpo y de sus manifestaciones para orientar el interrogatorio que nos permitirá reconstruir la historia, a fin de discernir la causa inherente.

Cuando queremos huir de una situación

que conlleva una lección importante para nuestra evolución,

la enfermedad puede obligarnos a afrontarla.

En la Metamedicina, ¿cuál es el papel del terapeuta?

Su papel consiste en acompañar a la persona en el proceso de recuperación de su salud. Para ello, el terapeuta en Metamedicina utilizará una serie de preguntas adecuadas para ayudar a la persona que consulta a:

Esto solo puede conseguirse en un clima de confianza, libre de juicios y donde el terapeuta pueda asumir los papeles de consejero, confidente e incluso ofrecer la ternura de una madre, sin por ello sobrepasar nunca los límites de su misión de acompañante.

Todo ello exige, a la vez, compasión y desapego. Compasión para comprender desde lo más hondo de su ser el sufrimiento que, incluso a veces, el participante se niega a sentir. Desapego para no aprovecharse de su papel de acompañante ni querer ponerse en el lugar de la persona que le consulta.

Ser terapeuta en Metamedicina no es algo que pueda improvisarse, uno se convierte en terapeuta gradualmente a través de la experiencia, desarrollando su percepción y su capacidad para sentir. Esto se logra gracias al amor y al deseo sincero de contribuir al bienestar de quienes nos consultan.

Un guía solo puede conducir a otros hasta donde él mismo ha llegado. Por lo tanto, el terapeuta en Metamedicina tiene que haber aprendido a cuestionarse sobre el origen de sus molestias o de sus enfermedades, asumiendo la responsabilidad de su vida, de su salud y de su felicidad.

¿Cómo he desarrollado el método de la Metamedicina?

Nací prematura, con el cordón umbilical alrededor del cuello y tardé más de tres semanas en abrir los ojos. Mi madre pensaba que era ciega. Debo precisar que mi madre pasó su embarazo en condiciones dramáticas. Estaba casada con un hombre alcohólico y violento que la golpeaba, y cada embarazo era para ella una auténtica pesadilla. Al anunciarle que iba a ser madre de nuevo, mi padre dijo: «mataré a ese becerro que va a nacer en la esquina de casa». Mi madre era tan desgraciada que le hubiera gustado tirarse al río, pero su responsabilidad maternal se lo impedía. Cuánto más se acercaba el día de mi nacimiento, más violento se volvía mi padre. Una noche, se puso tan furioso que mi madre tuvo que huir descalza por la nieve. Se refugió en casa de sus padres y allí fue donde nací yo, llevando en mí un pasado fetal muy pesado.

Cuando tenía seis años me enviaron a un internado para empezar mi primer año escolar. Ese año estuvo marcado por catarros, neumonías y una primera operación para quitarme las adenoides. Pasé más de la mitad de este primer año de estudios en la enfermería, de manera que tuve que repetir curso.

La historia de este malestar o más bien de este «dolor de vivir» se manifestó a través de muchas otras afecciones como forúnculos, orzuelos, amigdalitis, laringitis, psoriasis, eccema, delgadez, esguinces, hipotensión, anemia, hipoglucemia, alergias, dolores de espalda, litiasis biliar, cáncer en el cuello del útero... y aún me quedo corta.

No puedo dejar de mencionar el sufrimiento silencioso que se apoderaba de mí traduciéndose en fuertes depresiones en las que caía año tras año sin que quienes me rodeaban sospecharan lo más mínimo. Me sentía tan perturbada interiormente que temí padecer una enfermedad mental.

Coleccionaba tarjetas de visita de los hospitales y recetas médicas. Creía en la medicina tradicional y decidí estudiarla y especializarme en ella. Pero cuanto más utilizaba esta medicina, más me hundía en la enfermedad y en mi propio sufrimiento.

Mis tentativas de suicidio fueron mis últimas llamadas de auxilio. Volví a nacer en el curso de una muerte clínica. Pero no fueron ni el lavado de estómago ni las inyecciones los que me dieron la energía y las ganas de vivir, sino más bien la voz suave y acogedora de una joven enfermera que, viéndome inerte y conectada a un respirador, emitió compasivamente estas simples palabras: «¡ah, Dios mío!, la pobre».

Fue tras esta experiencia que inicié un proceso de crecimiento personal, que me llevó a entender lo que me había llevado a la depresión.

El razonamiento cartesiano que había adquirido a través de mi profesión me colocó en una posición de observadora, manteniéndome en guardia en cuanto a la posibilidad de que se pudiera crear o desarrollar una o varias enfermedades a partir de las creencias que mantenemos o de los sentimientos y emociones que vivimos.

Lo que rompió mis resistencias y me llevó a profundizar en este enfoque, fue un dolor de espalda que me trataba con fisioterapia. A la vista de una radiografía de mi columna vertebral, me habían diagnosticado una malformación de la quinta vértebra dorsal que, según la medicina, era la causante de mis dolores. Se había proyectado una intervención quirúrgica pero yo no me sentía lo bastante preparada para aceptar esta solución.

Gracias a uno de los cursos 1 que seguí pude relacionar la espalda con el hecho de sustentar y sostener. ¿Qué cargaba sobre mi espalda? Me hacía cargo de los problemas de todo mi entorno, es decir, de mi madre, de mis hermanas, de mis amigos... ¿Pero, por qué? Había varias razones, entre ellas el deseo de contrarrestar la sensación de haber sido mala. Ocupándome de los demás, tenía la impresión de ser buena. También necesitaba que me amaran e incluso una razón para vivir, aunque esta no la descubriría hasta muchos años después.

A partir de esta toma de conciencia, decidí que cada uno se quedase con sus problemas. Antes, les daba soluciones y la mayoría de las veces yo me convertía en la solución. De ahora en adelante, iba a contentarme con ayudarlos a ayudarse y solo si me lo pedían. En los días siguientes a esa decisión, pude comprobar que mis dolores de espalda habían desaparecido por lo que dejé los ejercicios y los tratamientos de fisioterapia. Yo, que necesitaba pruebas para creer, acababa de obtenerlas. Entonces, decidí utilizar este enfoque para eliminar cualquier tipo de malestar que tuviera. Cuanto más avanzaba en mis descubrimientos, más mejoraba mi salud; sin embargo, al mismo tiempo, iba perdiendo el interés en mi trabajo de microbiología. Me decía: «¿Pero qué hago aquí? Estoy solo contribuyendo a eliminar los efectos cuando lo realmente importante sería trabajar para eliminar las causas».

Pero no era fácil dejar lo que representaba mi seguridad económica. Trabajando con esta nueva perspectiva, no dispondría de ningún salario y me daba miedo aventurarme en un terreno desconocido. Fue en ese momento cuando comencé a sentir dolores en el nervio ciático. Un dolor que me aserraba el músculo del muslo. También padecía estreñimiento con gases intestinales y, para colmo, una infección en las encías con dolor de muelas. Aquello era suficiente, tenía que tomar una decisión y afrontar mis miedos. El mayor de ellos era equivocarme y no poder dar marcha atrás.

Fue entonces cuando conocí al doctor Herbert Beierle, que impartía un seminario sobre «La maestría de nuestra vida» . Al comentarle la indecisión en que me hallaba me dijo: «En la vida nunca cometemos errores, únicamente experimentamos. ¿Qué has venido a hacer a este mundo, sino a vivir experiencias para evolucionar?».

Esto era lo que yo necesitaba oír. Así que decidí dejar mi empleo. Mi familia y mis compañeros de trabajo intentaron disuadirme con todas sus fuerzas, pero mi decisión era firme: entregué mi dimisión en el hospital en el que trabajaba. De repente todos mis males desaparecieron. Sin embargo, la partida todavía no estaba ganada; tan solo me hallaba al principio de mis descubrimientos.

Me uní a un centro de crecimiento personal para proseguir mis estudios de metafísica y continué estableciendo analogías entre los síntomas y sus causas. Sin embargo, muchas preguntas quedaban sin respuesta, y muchos de los malestares que yo sufría no se encontraban en el pequeño folleto de los cursos que había seguido. Así que tuve que pagar factura para descubrir sus causas.

Más adelante, conocí a Alex Tanous, un médium que dirigía seminarios de crecimiento personal. Él me hizo comprender el lazo que une nuestro presente con nuestro pasado. Gracias a él descubrí que la mayoría de las dificultades que encontramos de adultos, están en resonancia con situaciones emocionales de nuestro pasado que no hemos resuelto.

El centro de crecimiento personal en el que me involucré durante varios años, me ayudó mucho. Su directora me había guiado tan lejos como había podido. Ahora necesitaba continuar investigando por mis propios medios. Puse el énfasis en la terapia individual y de grupo. Partiendo de la función del órgano afectado o de los síntomas que se manifestaban, empecé a plantearme una serie de preguntas para descubrir la causa probable del problema por el que un paciente me consultaba.

Por ejemplo: una mujer llamada Antonia vino a mi consulta; padecía una leucemia aguda. Los médicos le habían dado tres meses de vida. Yo ignoraba por completo lo que podía causar una leucemia aguda, sin embargo, sirviéndome de mis conocimientos de fisiología, sabía que se trataba de una proliferación de glóbulos blancos inmaduros. Los glóbulos blancos asumen el papel de defensa del organismo. Por lo tanto, orienté mis preguntas en este sentido. ¿Sentía Antonia que debía luchar? ¿Estaba ya cansada de su lucha o sentía que había perdido? Y eso era exactamente lo que pasaba. Liberando los sentimientos de desvalorización y de desánimo que albergaba y buscando soluciones que ella no había ­considerado pero que resultaron providenciales, se curó de su leucemia y recobró la salud.

A veces me preguntaba qué era lo que la enfermedad imponía a la persona. Si por ejemplo, la obligaba a tomar una baja en el trabajo, la inmovilizaba o la privaba de algo ¿no era eso lo que ella buscaba de manera inconsciente? Por ejemplo, la inmovilización: ¿no necesitaba esa persona disponer de un tiempo para ella que hasta entonces no se había permitido tener? Respecto a quienes su enfermedad les impedía realizar cosas que les gustaban, ¿no querían autocastigarse? Y así, paso a paso, proseguí investigando.

Cuando me preguntaban por el nombre del método que yo utilizaba, no tenía ningún nombre que dar, pero ello carecía de importancia. Para mí, únicamente contaban los resultados. Para mi secretaria era peor ya que se sentía bastante incomoda al no tener una respuesta. Luego, un día, participé en un programa de televisión que se titulaba Metamedicina y que quería demostrar la importancia de ir más allá de los medios propuestos por la medicina. Eso era exactamente lo que yo hacía. Desde entonces, pude poner un nombre al método que estaba desarrollando.

Solo seis años después, tras haber atendido a miles de pacientes en mi consulta terapéutica y haberme curado yo misma, me decidí a escribir. Pensé: «Si yo he podido superar los sufrimientos que me abrumaban desde hace tanto tiempo, cualquier persona puede hacerlo también». Tenía muchos descubrimientos que compartir pero, a la vez, temía no ser capaz de hacerlo. Afronté este miedo sumergiéndome, a pesar de mi inexperiencia, en el mundo de la escritura y dejé que mi corazón y mi memoria hablaran a través de mi pluma.

Los resultados superaron mis expectativas. En muy poco tiempo, mi primer libro «Participer à l’Univers sain de corps et d’esprit» [Participar en el Universo con el cuerpo y la mente sanos] se convirtió en un best-seller. En los años siguientes, recibí muchas cartas provenientes de diferentes países. A través de toda esta correspondencia, con comentarios que iban de lo más elogioso a lo menos adulador, algunos lectores me contaban como, con ese libro, habían podido liberarse de un malestar o de una enfermedad que ningún medicamento había podido curar. Otros me pedían consejos o aclaraciones suplementarias. Algunos incluso querían conocer la causa de malestares o enfermedades que no mencionaba en mi libro.

Esta correspondencia y los seminarios y conferencias que continuaba realizando, me permitieron profundizar aún más en mis conocimientos de Metamedicina. Pero, al mismo tiempo, me di cuenta de que lo que a mí me parecía muy sencillo, podía ser muy complejo para el profano. Tomé conciencia de que había muy pocas personas que supieran cómo utilizar este fabuloso instrumento de conocimiento que lleva a la autocuración. Esto me motivó a volver a escribir el libro y titularlo esta vez Metamedicina, la curación a tu alcance para que pudiera asumir totalmente el papel al que estaba destinado que era el despertar de la conciencia.

Todos los relatos expuestos en este libro son auténticos. Varios de ellos son fruto de mis consultas o de la consulta de otros terapeutas en Metamedicina.

Además, las historias se presentan de manera abreviada para no mostrar más que lo que es esencial en nuestro estudio. Esto no significa que la historia fuera muy simple o que solo tuviera una causa. La Metamedicina es sencilla y compleja a la vez. Sencilla por las «claves» que utiliza y compleja por todas las posibilidades que ofrece.

Estas historias han sido un tanto modificadas y los personajes cambiados, con el fin de respetar el anonimato de las personas interesadas.

Las explicaciones vertidas sobre las diferentes patologías mostradas en este libro, deben tomarse únicamente como probabilidades. El método de la Metamedicina es más inductivo que deductivo. Además, la causa de una enfermedad puede ser diferente de la propuesta en las páginas siguientes.

Solo un cuestionamiento pertinente nos permitirá interrogar o plantear las preguntas adecuadas a la persona que nos consulta a fin de averiguar la posible causa de su enfermedad.

Tampoco hay que creer que la curación ocurrirá con solo conocer la causa. En general, el proceso de curación comienza tan pronto como entendemos la causa y nos liberamos de aquello que dio lugar a nuestra afección, o lo transformamos.

Sin embargo, incluso cuando se ha solucionado un conflicto o se ha liberado una emoción, el cuerpo puede necesitar un tiempo más o menos largo para proceder a la reparación del tejido o del órgano afectado.

El presente libro no pretende sustituir a ningún tratamiento médico ni a ninguna terapia. Apunta sobre todo hacia una introspección personal y hacia una mayor colaboración paciente-médico o consultante-terapeuta.

Ojalá pueda convertirse en una valiosa guía en el camino de tu bienestar y de tu evolución. Desde aquí, te acompaño con todo mi amor y mi fe en tu poder de curación.

Tu amiga Claudia


1 Curso de crecimiento personal del Centro Escucha tu cuerpo, fundado por la canadiense Lise Bourbeau.

PRIMERA PARTE

DESPERTAR LA CONCIENCIA

La salud perfecta

y el pleno despertar

son, en realidad, lo mismo.

Tarthang Turku

CAPÍTULO 1

Responsabilizarnos de
nuestra salud y de nuestra felicidad

El sufrimiento saca a relucir la lección que, de otra manera, no habríamos podido comprender, y nunca podrá eliminarse mientras no se haya aprendido esa lección.

Dr. Edward Bach

No podemos hablar de Metamedicina sin tener en cuenta la ley de la responsabilidad porque esta constituye el requisito básico para una auténtica curación.

Cuando estudiaba microbiología, preguntaba a mis profesores de dónde provenían los microbios (bacterias, virus, parásitos, etc.) y me respondían que esos agentes patógenos provenían de diversas contaminaciones.

Yo asentía preguntándome cómo y dónde podía haber contraído el microbio la primera persona. Después, me contenté con todos los conocimientos que exploraba en el fascinante mundo microorgánico pero continuaba cuestionándome estos aspectos. Más tarde, trabajé en hospitales y de nuevo me preguntaba: ¿por qué esta persona viene siempre a la consulta con infecciones urinarias o esta otra con vaginitis recurrentes?

Recuerdo especialmente a un hombre mayor aquejado de tuberculosis que casi nunca salía de casa; las pocas personas que iban a verlo no eran portadoras del bacilo de Koch, que se consideraba responsable de la tuberculosis. ¿Dónde había contraído esta ­infección?

Intuitivamente, sabía que los seres humanos poseen la capacidad de desarrollar la enfermedad atrayendo el agente infeccioso mediante la frecuencia vibratoria o desestabilizando las moléculas de sus células y permitiendo de este modo que se desarrolle la patología. Cuando me atreví a proponer esta hipótesis, fui el hazmerreír de todos.

Mahatma Gandhi decía:

El error no se convierte en verdad aunque se propague y se multiplique. La verdad no se convierte en error aunque nadie la vea.

Asumir la responsabilidad de lo que se vive, es reconocer y aceptar que tanto nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y actitudes como las lecciones que tenemos que aprender en nuestra evolución, han dado lugar a las situaciones agradables o desagradables que hemos encontrado en nuestra vida y a las dificultades o a la felicidad que he­mos conseguido.

Cuando abordo este tema en mis seminarios y conferencias, oigo a menudo afirmaciones de este tipo:

«¿Soy yo quién ha atraído a un padre violento?».

«Si un niño nace con una deficiencia, ¿es culpa suya?».

«Si mi marido ha perdido su empleo es porque la fábrica en la que trabajaba ha cerrado, no tiene nada que ver con él».

«Entonces, si me duele la espalda ¿es por mi culpa?».

«Es injusto, mi hijo que no ha hecho daño a nadie, es minusválido de por vida mientras que muchos criminales gozan de buena salud».

Mi segundo padre decía: «Solo hay una cosa justa en la tierra y es la muerte».

Todos estos puntos de vista expresan una gran incomprensión de la ley de responsabilidad, la cual, con frecuencia, se ha confundido con el sentimiento de culpa, haciéndola así difícil de aceptar para muchas personas que la entienden de esta manera: «Si me siento enferma tengo la culpa, puesto que he sido yo quien ha creado esta situación o esta enfermedad».

Para muchos de nosotros, esta errónea comprensión de la ley de responsabilidad tiene sus raíces en la educación religiosa que hemos recibido. En la educación judeocristiana, se nos enseñaba a remitirnos a un poder superior llamado Dios. Si actuábamos según sus mandamientos y practicábamos actos meritorios, seríamos recompensados en esta vida o después de nuestra muerte. Por el contrario, ¡si desobedecíamos estos mandamientos o los de la Iglesia, seríamos castigados!

Por lo tanto, cuando se nos presentaba un contratiempo o un problema, nuestra reacción era: «¿Qué le he hecho al cielo para que me pase esto?» o bien buscábamos un responsable exterior que era forzosamente «el culpable». Así, cuando una situación nos hacía sufrir, nos culpabilizábamos creyendo que la habíamos merecido o bien acusábamos a otras personas e incluso a Dios de ser los responsables.

Cuando digo que ser responsable es reconocer que somos los creadores de lo que vivimos, no quiero decir que hayamos creado deliberadamente situaciones agradables o desagradables. Más bien, supone aceptar y reconocer que nuestros pensamientos, sentimientos, actitudes o las lecciones que debemos integrar en nuestro camino evolutivo han dado lugar a las situaciones felices o desdichadas que hemos encontrado en nuestra vida o que vivimos actualmente.

La ley de la responsabilidad no tiene pues nada que ver con el mérito o el castigo, la suerte o la desgracia, la justicia o la ­injusticia ni tampoco con la culpabilidad. Solo se refiere a una cadena de causas y efectos.

¿No somos libres...

¿No somos libres...

¿No somos libres...

Sí, somos libres de tener...

Aunque dispongamos de una total libertad, no podemos escapar a las consecuencias de lo que hemos elegido decir, hacer o creer.

Quizá estás preparado para reconocer la repercusión de tus elecciones y sus consecuencias. Pero puede que pienses: «Si alguien va conduciendo y otro coche choca contra él, ¿es que el primero ha elegido tener un accidente?». No, por supuesto. Sin embargo, ¿qué pasó antes del accidente para que esta persona se encontrara en ese contexto?

Veamos una situación que viví a los once años. Un bonito día de verano, mi hermana me dice que se va de excursión en bicicleta con una amiga mayor que ella. Yo le pregunto a mi madre si puedo acompañarlas. Mi madre me responde: «En absoluto, eres demasiado pe­queña, te quedas aquí». Para mí aquello no tenía ningún sentido puesto que mi hermana solo tenía un año más que yo.

Cogí pues mi bicicleta sin que me viera mi madre y me fui con ellas. A la ida, todo fue bien pero en el camino de vuelta, se puso a llover. De repente, se salió la cadena de mi bicicleta. Para no perder tiempo, Luce, la amiga mayor, me dejó su bicicleta completamente nueva diciéndome: «Voy a arreglar la cadena de tu bicicleta y después os alcanzaré». Fuimos pedaleando en fila india por la autopista. Como la calzada estaba resbaladiza, un coche se salió de la carretera y me dio un golpe. El impacto me hizo saltar unos metros por el aire y caer en la calzada. Tuve una ligera conmoción cerebral, un esguince en el tobillo izquierdo y un desgarro en un músculo de la nalga. Estuve una semana en el hospital.

¿Por qué el coche no chocó contra mi hermana o contra nuestra amiga Luce? ¿Por qué tuve que ser yo? ¿Por qué fueron estos órganos los más afectados y no otros? Retrospectivamente, puedo establecer claramente una relación entre el sentimiento de culpabilidad que tenía por haber desobedecido a mi madre y el accidente. Yo hice lo que me había dado la gana, tuve una conmoción cerebral, me había sentido culpable por ir a la playa desobedeciendo a mi madre, me rompí los ­ligamentos del tobillo y, además, tenía miedo de que mi hermano me pegara.

Mi sentimiento de culpabilidad hizo que me pegara a mí misma desgarrándome el músculo de mi nalga izquierda.

También podemos preguntarnos por qué se salió la cadena de mi bicicleta. ¿Era una primera manifestación de mi sentimiento de culpa, ya que eso me impedía avanzar?

Siguiendo ese tipo de razonamiento, ¿por qué fue la bicicleta de Luce la que sufrió con el accidente y no la mía?

¿Será que Luce se había sentido culpable por tener una bicicleta más cara y totalmente nueva, mientras mi hermana y yo solo disponíamos de bicicletas viejas? Aunque ahora ya no pueda comprobarlo, creo que pudo ser así.

Nada es fruto del azar

A veces esta gran verdad es tergiversada. Por ejemplo, algunos líderes de grupos pueden servirse de ella para manipular a sus adeptos diciendo: «La casualidad no existe, si has venido aquí es porque nos necesitas». Es verdad que la casualidad no existe; sin embargo, la interpretación que se haga de ello no siempre es la buena. Quizá una persona se encuentre en un grupo para aprender a decir no o para aprender a utilizar su discernimiento.

El propio Buda dijo:

No me creáis, comprobad, experimentad y, cuando sepáis por vosotros mismos que algo os es favorable, seguidlo; pero cuando sintáis que no lo es, entonces renunciad a ello.

¿Puede un sentimiento de culpabilidad ser la causa de contratiempos, accidentes o cualquier otra forma de autocastigo? Observa y sacarás tus propias conclusiones. Si has tenido un accidente, piensa en lo que vivías antes de que este se produjera. Tener un accidente en los pies o en las piernas puede estar relacionado con la culpa de avanzar respecto a alguien que quiere retenernos, a menos que seamos nosotros mismos los que no queremos avanzar. Un accidente en un dedo puede indicar un aspecto perfeccionista de la personalidad; o la culpabilidad por haber hecho un trabajo demasiado deprisa o sin prestar la suficiente atención.

El simbolismo del cuerpo puede ayudarnos a relacionar el accidente con aquello que sentíamos antes de que sucediera.

De ahora en adelante, si sufres algún percance o accidente, pregúntate si antes te sentías culpable de algo o si te encontrabas en una situación en la que no veías ninguna salida y, de algún modo, este accidente te ha permitido liberarte de ello. El sentimiento de culpabilidad no se manifiesta únicamente en los accidentes. Puede envenenarnos la vida, destruir nuestra salud, nuestras oportunidades de éxito, hacer que suframos pérdidas o que fracasemos e impedirnos ser felices. Profundizaremos en este tema en el capítulo «El sentimiento de culpabilidad y sus repercusiones».

Ahora, quizá ya estás listo/a para aceptar las consecuencias de tus elecciones; quizá estás convencido/a de que lo que nos acontece no es por casualidad, como sucede con los accidentes. ¿Puedes aceptar que un sentimiento de culpabilidad pueda engendrar una u otra forma de autocastigo y que este se manifieste mediante pérdidas, rotura de objetos preciados o algunas afecciones? ¿Puedes admitir que otras actitudes mentales, sentimientos o emociones puedan repercutir también en nues­tra vida? Todo esto me lleva a hablarte de las frecuencias vibratorias.

¿Qué son las frecuencias vibratorias?

La frecuencia puede definirse como el número de ciclos idénticos de un fenómeno por unidad de tiempo.

Por ejemplo, la frecuencia respiratoria se refiere al número de ciclos respiratorios por minuto. Así, si hablamos de hercios (hertz), nos referiremos a unidades de frecuencia de un ciclo por segundo. A menudo, oímos decir a las emisoras de radio que están emitiendo a 102,4 megahercios. Si una emisora emite, a una frecuencia de 105,8, un programa en el que interviene nuestro cantante preferido, es necesario sintonizar con esa frecuencia para poder oírlo. Si lo hacemos un poco antes o un poco después no podremos escuchar la entrevista. Lo mismo pasa con la salud o la enfermedad.

Cada pensamiento, cada sentimiento, cada emoción que tenemos vibran a una determinada frecuencia que podemos comparar con una emisora.

Podemos comparar nuestro cerebro con un instrumento de re­transmisión, como una radio que capta lo que difunde la emisora que sintonizamos al elegir una frecuencia.

Supongamos que una de tus vecinas va a tu casa y te dice: «Tienes suerte, cada vez que vengo oigo melodías agradables en tu radio, en mi casa no escucho más que malas noticias que me preocupan y una música que me vuelve loca». ¿Le responderías que tiene razón, que tienes suerte y que ella no? Por supuesto que no, porque sabes muy bien que la suerte no tiene nada que ver con esto. Más bien le dirías: «No tienes más que cambiar de emisora o de frecuencia».

Enfermar, sentirse desgraciado o encontrarse en una situación desagradable, no es una cuestión de mala suerte ni una casualidad o un castigo divino. No es más que el resultado de sintonizarte con determinada frecuencia.

Solo hay que cambiar de una frecuencia negativa a otra positiva para que el malestar, el dolor o la enfermedad desaparezcan, para transformar una situación difícil o para mejorar nuestra relación con los demás.

Veamos un ejemplo: contrato el servicio de una empresa de mu­danzas especializada en el transporte de instrumentos musicales para que trasladen mi piano lacado en negro. Durante el trayecto, uno de los empleados realiza una falsa maniobra que hace que el piano se desnivele y se raye en un lado. Yo me enfado muchísimo y la emprendo con el responsable de la empresa exigiéndole una reparación. Estoy enfadada y triste a la vez ya que este piano era de mi padre. Esta emoción me ha dejado sin energía. Al día siguiente, aparece en mi labio superior una calentura además de una erupción de granitos en los brazos.

La empresa lleva mi piano a un taller de restauración que lo deja como nuevo. Ya no tengo ninguna razón para seguir enfadada e incluso aprecio el servicio que me han ofrecido, pensando que son cosas que pasan. Los granitos y la calentura desaparecen y recupero mi energía. Ya no estoy en la frecuencia del enfado.

Por consiguiente, las frecuencias vibratorias pueden ser altas o bajas:

De hecho sería mejor utilizar los términos «armonía» y «equilibrio» para definir el estado de salud y «falta de armonía» y «desequilibrio» para expresar lo que llamamos malestar o enfermedad. La curación no es más que volver al estado de armonía y de equilibrio.

Recuerda que eres libre de sintonizar con una u otra ­frecuencia.

Este libro tiene como objetivo ayudarte a reconocer las frecuencias vibratorias bajas para que puedas elevarlas y lograr una auténtica curación en lugar de un alivio temporal o la simple desaparición de un síntoma.

Al conocer el funcionamiento de las frecuencias vibratorias, podemos comprender cómo damos lugar a tal o cual enfermedad. Lo mismo sucede con los acontecimientos que vivimos en nuestra vida.

¿Quién no ha observado que la persona que tiene miedo a los perros o a los gatos, los atrae?

Los pensamientos de miedo tienen una frecuencia vibratoria que plasma en nuestro mundo el objeto de nuestro miedo porque este nos impulsa a actuar materializando lo que tememos.

Mi madre no me dejó ir a la excursión en bicicleta porque tenía miedo de que tuviera un accidente. No fue su miedo lo que provocó el accidente sino más bien mi sentimiento de culpa. Sin embargo, en lo que concierne a mi madre, su miedo se materializó.

Cuando tememos perder a alguien a quien amamos, el miedo nos hace adoptar una actitud sobreprotectora que restringe la libertad del otro. Si se siente ahogado, nos dejará para poder respirar. Se ha materializado aquello que más temíamos.

Ahora estamos en condiciones de aceptar que las frecuencias vibratorias que sintonizamos determinan lo que vivimos. Y esto es verdad tanto en lo que se refiere a nuestra salud, a nuestra relación con los demás como a los diferentes acontecimientos que se manifiestan en nuestra vida.

Piensa en un niño que nace con una malformación congénita, cataratas o diabetes por ejemplo, ¿tienen algo que ver las frecuencias vibratorias? En cierto sentido sí. Pero vamos a intentar comprender por qué un niño nace enfermo o minusválido.

Las frecuencias vibratorias existen en nuestras vidas con una función de continuidad: cambian pues de un momento a otro siguiendo una cadena.

Por ejemplo, una misma emisora de radio puede difundir a las siete las noticias, a las ocho música rítmica, a las nueve una entrevista, a las diez otra vez las noticias, a las diez y media música suave, etc. En esta emisora, las actividades se encadenan unas a otras tanto tiempo como le sea posible difundirlas. De este modo, podemos hablar de continuidad.

Si pensamos en nuestra vida, ¿no es una sucesión (cadena) de acontecimientos agradables y desagradables?

¿Se detiene esta continuidad en el momento de nuestra muerte por la desintegración del cuerpo físico? No, continúa pero lo hace en planos invisibles para nuestros ojos físicos, del mismo modo que una radio continúa emitiendo incluso cuando la apagamos o cuando nuestro aparato no capta lo que se emite.

Veamos lo que pasa en el fenómeno que llamamos muerte. Este término es producto de la ignorancia (el no saber) porque en realidad nada muere, todo continúa de una u otra forma. Por ejemplo, las hojas que han terminado su ciclo vuelven a la tierra para convertirse, a partir de ese momento, en abono para el árbol que, a su vez, producirá nuevas hojas.

Cuando dejamos la envoltura carnal que llamamos cuerpo físico, y que no es más que un revestimiento o un vehículo de ­materia que funciona en un mundo material, dejamos también este mundo. Por ejemplo, si dejo mi automóvil para subirme a un avión, no estoy muerta, el avión va por el aire. Lo mismo ocurre con cada uno de nuestros vehículos. Cada uno funciona en el mundo que le corresponde.

Entre los más comunes, está el vehículo físico correspondiente a nuestro cuerpo carnal y al mundo material. Después, está nuestro cuerpo astral que corresponde a nuestras sensaciones, a nuestras emociones y a nuestros sentimientos y que funciona en el plano astral que también llamamos el mundo de los sueños. El mundo astral no está limitado por el espacio ni por el tiempo. Es un mundo de sensaciones agradables o desagradables al que algunas religiones han llamado «cielo» para definir los estados agradables e «infierno» para los estados desagradables. Los sueños hermosos se asocian con el cielo y las pesadillas con el infierno.

Luego, viene el mundo mental con su vehículo que es el pensamiento. En este mundo, no existen sensaciones agradables o desagradables, solo existe el pensamiento creador. Solo podemos funcionar en este mundo gracias al pensamiento y, únicamente utilizando nuestro pensamiento creador, podemos perfeccionar este vehículo para actuar en el mundo.

Después, tenemos el mundo causal o el mundo de las causas que engendran determinados efectos. Para desplazarse en este mundo, hay que tener un vehículo, pero la mayor parte de los seres humanos no hacen uso de él. Penetran en este mundo en estado latente. Del mismo modo que la semilla de un árbol vuelve a la tierra en forma de germen hasta reactivarse por la energía vital, lo mismo ocurre con los seres humanos.

Los maestros, al poseer un vehículo causal, pueden materializar o desmaterializar la materia puesto que pueden engendrar las causas o transformarlas. Este fue el caso de Jesucristo y actualmente el del gran maestro espiritual Saï Baba que vive en el sur de la India. 1

¿Qué pasa en el momento de nuestra muerte?

Exactamente lo mismo que en el momento del sueño, con una excepción: en el sueño estamos unidos al cuerpo físico por lo que llamamos «el cordón de plata». Este cordón cumple el mismo papel que el cordón umbilical que une a la madre y al niño. A través de este cordón, el niño se alimenta y se mantiene vivo en el mundo uterino, de la misma manera que el cordón de plata sirve para energetizar o animar la materia que compone nuestro cuerpo físico. La rotura parcial de este cordón provoca el coma. Si se rompe totalmente y el cuerpo físico ya no se alimenta de la energía vital, su materia se desorganiza. Esto es lo que llamamos muerte, la ruptura del cordón y la desorganización que corresponden a la putrefacción del cuerpo. Pero la vida no muere por ello; la vida es eterna y continúa en un mundo vibratorio diferente.

Nuestro cuerpo físico puede compararse con un juguete a pilas. Cuando las pilas están bien cargadas, el juguete funciona a pleno rendimiento, cuando las pilas comienzan a desgastarse el juguete funciona más lentamente. Cuando se terminan, se vuelve inerte.

Esta es la función del sueño, un período de inercia en el que nuestras pilas se recargan. De ahí, la importancia del descanso. Cuando decimos que una persona «se está quemando» (está derrochando su energía), es que no está respetando el tiempo de recarga necesario; termina por desgastar sus pilas y ya no puede funcionar a pleno rendimiento.

Nuestro descenso de energía al terminar el día nos recuerda la necesidad de recargarnos y entonces nos vamos a dormir. ¿Dónde vamos mientras nuestro cuerpo está tendido en la cama? Utilizamos nuestro vehículo astral para viajar por el mundo astral.