Una tarde, a principios de diciembre de 1955, estaba sentada en la primera fila de asientos para personas de color en un autobús de Montgomery, Alabama. Los blancos ocupaban la sección blanca. Subieron más personas blancas y todos los asientos de la sección blanca quedaron ocupados. Cuando eso sucedía, nosotros, los negros, debíamos ceder nuestros asientos a los blancos. Pero no me moví. El conductor, blanco, me dijo: «Deja libre esa primera fila». No me levanté. Estaba cansada de ceder ante los blancos.
«Haré que te arresten», me dijo el conductor.
«Sí, puede hacerlo», respondí yo.
Llegaron dos policías y pregunté a uno de ellos por qué nos trataban así.
«No lo sé, pero la ley es la ley y estás arrestada», respondió.
Durante la mitad de mi vida, en el sur estadounidense hubo leyes y costumbres que mantenían a los afroamericanos segregados de los caucásicos y que permitían a los blancos tratar a los negros con total falta de respeto. Siempre lo consideré injusto e intenté protestar contra ello desde niña. Sin embargo, era muy difícil hacer nada contra la segregación y el racismo cuando los blancos contaban con el respaldo de la ley.
Teníamos que cambiar la ley de alguna manera. Y, para conseguirlo, necesitábamos que un número suficiente de blancos se pusieran de nuestra parte. Cuando me negué a ceder mi asiento en el autobús de Montgomery, no tenía la menor idea de que ese pequeño acto contribuiría a poner fin a las leyes de segregación en el sur. Lo único que sabía era que estaba cansada de que me maltrataran. Era una persona normal, tan válida como cualquier otra. A lo largo de mi vida, unas cuantas personas blancas me habían tratado como una persona normal, por lo que conocía la sensación. Había llegado el momento de que el resto de personas blancas me trataran de esa misma manera.
Uno de mis primeros recuerdos de infancia es oír hablar a mi familia acerca de la extraordinaria ocasión en la que un hombre blanco me había tratado como a una niña pequeña normal en lugar de como a una niña pequeña negra. Fue justo después de la Primera Guerra Mundial, hacia 1919. Tenía unos cinco o seis años de edad y Moses Hudson, el propietario de la plantación junto a nuestras tierras en Pine Level, Alabama, vino de visita desde la ciudad de Montgomery y se detuvo frente a nuestra casa. Venía acompañado de su yerno, un soldado del norte. Vinieron a ver a mi familia. En aquella época, los del sur llamábamos yanquis a los del norte. El soldado yanqui me acarició la cabeza y dijo que era una niña monísima. Luego, esa misma tarde, mi familia conversó acerca de cómo el soldado yanqui me había tratado como a una niña más, no como a una niña negra. En aquel entonces, en el sur, los blancos no trataban a los niños negros igual que a los niños blancos y el modo en que el soldado yanqui me había tratado incomodó enormemente a Moses Hudson. Mi abuelo dijo que el rostro se le había encendido como un carbón ardiendo y estalló en carcajadas.
Crecí en la casa de mis abuelos, en Pine Level, en el condado de Montgomery, cerca de Montgomery, Alabama. Toda la familia de mi madre, Leona Edwards, procedía de Pine Level. Mi padre era de Abbeville, Alabama. Se llamaba James McCauley y era un carpintero y albañil especialmente hábil en la construcción con ladrillo y piedra.
El cuñado de mi padre, el reverendo Dominick, estaba casado con mi tía Addie y era el pastor de la Iglesia Episcopal Metodista Africana Sion de Pine Level y fue allí donde mi padre conoció a mi madre, que era maestra. Se casaron también allí, en Pine Level, el 12 de abril de 1912. Ambos tenían veinticuatro años.
Una vez casados, se trasladaron a Tuskegee, Alabama. Allí estaba el Instituto Tuskegee, que Booker T. Washington había fundado en 1881 como una escuela para negros. Mis padres vivían cerca. Tanto los líderes blancos como los negros consideraban la ciudad de Tuskegee un modelo de buenas relaciones raciales, y es posible que ese fuera el motivo por el que mi padre se quiso mudar allí. Además, en el condado de Macon, Alabama, abundaba el empleo en la construcción. Mi madre empezó a trabajar como maestra.
No tardaron demasiado en empezar una familia. Nací el 4 de febrero de 1913 en Tuskegee y me llamaron Rosa, por Rose, mi abuela materna. Mi madre tenía unos veinticinco años cuando nací, pero siempre dijo que no estaba preparada para ser madre. Supongo que lo pasó mal, porque mi padre trabajaba construyendo casas en distintos lugares y la dejaba sola durante mucho tiempo. Cuando nací, se vio obligada a dejar de dar clases y siempre hablaba de lo triste que había estado, embarazada y sin conocer a casi nadie. En aquella época, las embarazadas no salían, no paseaban ni se relacionaban como hacen ahora. Se quedaban en casa. Mi madre explicaba que se pasó gran parte del embarazo llorando, acongojada y sin saber cómo se las arreglaría ni qué haría, porque no sabía cómo cuidar a un bebé.
Entonces nací. Fui una niña enfermiza y pequeña para mi edad. Es muy probable que a mi madre le costara cuidar de mí. Además, el hermano pequeño de mi padre vino a vivir con nosotros, así que era otra persona para la que cocinar y lavar. Mi tío Robert también era carpintero y se había matriculado en clases de carpintería y albañilería en el Instituto Tuskegee. Sin embargo, mi madre siempre dijo que el tío Robert ya sabía tanto acerca de lo que intentaban enseñarle que era él quien acababa enseñando a los maestros. Cada vez que le enseñaban un plano de construcción, decía: «No, creo que deberíamos hacerlo de este otro modo». Lo hacían del modo que había sugerido y salía bien. No fue alumno del Instituto Tuskegee durante demasiado tiempo.
Tengo fotografías de las casas que construyeron mi padre y mi tío. Eran preciosas. Creo que aprendieron de su padre. Ciertamente, no aprendieron nada en Tuskegee.
Sin embargo, Tuskegee seguía siendo el mejor sitio en Alabama para que los afroamericanos pudieran estudiar y mi madre se quería quedar allí. Su idea era que mi padre trabajara en el Instituto Tuskegee. En aquella época, los maestros recibían casas, para que tuvieran un lugar donde vivir. Los otros hijos que pudieran tener, y yo misma, tendríamos la oportunidad de estudiar en el instituto. En aquel entonces, los niños negros en el sur apenas tenían posibilidad de acceder a la educación. Sin embargo, mi padre no estuvo de acuerdo con la idea. Quería seguir trabajando en la construcción y ganar más dinero. Mi madre y él no estaban de acuerdo en sus planes de futuro.
Mi padre decidió que no se quería quedar en Tuskegee. Quería volver con su familia, a Abbeville. Y mi madre no tuvo más remedio que ir con él.
Así que nos fuimos a Abbeville, para vivir con la familia de mi padre. Era una familia muy numerosa, con muchos niños. Mi abuela había empezado a tener hijos pronto y no paró durante mucho tiempo. Cuando nací, el hermano más pequeño de mi padre, George Gaines McCauley, tenía ocho años. Solía decirme que al principio tuvo celos de mí, porque llevaba ocho años siendo el bebé de la familia y no le gustaba en absoluto que ahora lo fuera yo. Sin embargo, a medida que fui creciendo le fui gustando más.
Mi joven tío George me explicó todo lo que sé acerca de mi familia paterna. Me dijo que no se sabía quién había sido el abuelo de mi padre y que alguien había comentado que había sido uno de los soldados yanquis que lucharon en el sur durante la guerra de Secesión. La abuela de mi padre era una esclava y tenía sangre india o algo así. Es todo lo que sé. Si mi madre sabía algo más, no me lo explicó nunca. Creo que sentía que no era tan compatible con su familia política como tendría que haberlo sido.
Aunque creo que mi madre dio algunas clases en Abbeville, no se quedó allí demasiado tiempo. Mi padre decidió viajar al norte y mi madre no quiso quedarse en casa de su familia si él no estaba. Para entonces ya estaba embarazada de mi hermano y decidió volver a casa de sus padres, que tenían una pequeña granja en Pine Level y estaban solos después de que su sobrina, a la que habían criado, se hubiera casado y marchado. Mi madre explicaba que pensó en la casa de Abbeville, con una madre, un padre y muchos niños, y en sus padres, que no tenían a nadie. Así que hizo las maletas y se fue a vivir con ellos.
Mi madre me llevó a vivir con sus padres en Pine Level, Alabama, cuando aún era muy pequeña. Mi padre se reunió con nosotros más adelante y vivimos todos juntos, como una familia, hasta que yo tuve dos años y medio. Se fue de Pine Level para buscar trabajo y no volví a verlo hasta que tuve cinco años. Se quedó con nosotros unos días y volvió a irse. Cuando volví a ver a mi padre, ya era adulta y estaba casada.
Mis padres nunca volvieron a estar juntos. Les resultaba imposible coordinar sus vidas, porque él quería viajar y ella quería un hogar permanente.
Tengo unos recuerdos muy claros de los padres de mi madre. De hecho, mi primer recuerdo es de una vez que mi abuelo me llevó al médico para que me examinara la garganta. Tuve amigdalitis crónica durante toda mi infancia, pero esto fue cuando aún era muy pequeña. No podía tener mucho más de dos años y medio, porque es la única vez que recuerdo ser la única niña en casa. Mi madre no fue, creo que se encontraba mal (tuvo que ser justo antes de que naciera mi hermano). Mi abuelo me llevó a una tienda, porque no había consultorio médico. Me sentó en el mostrador y recuerdo que llevaba un abriguito de terciopelo rojo y un bonete. El médico me pidió que abriera la boca y la abrí; recuerdo que seguí todas sus instrucciones sin rechistar. Todo el mundo se quedó asombrado de que, siendo tan pequeña, no diera el menor problema. Abrí la boca y me introdujo algo (una cuchara o algo parecido, creo) para mantener la lengua abajo. Cuando mi abuelo me llevó de vuelta a casa, les explicó a mi madre y a mi abuela lo bien que me había portado. Es lo primero que puedo recordar acerca de mí. Siempre me gustó que me elogiaran, por trivial que fuera el motivo. Que mi abuelo pensara que era una niña tan buena me hizo feliz.
Aprendí mucho acerca de la historia de la familia de mi madre mientras viví en casa de mis abuelos. Mi bisabuelo, el padre de mi abuela, se apellidaba Percival. Era un joven irlandés-escocés que había llegado a los Estados Unidos en barco. Era blanco, pero no era libre.
En aquel entonces, en Europa, a veces los blancos pobres eran criados ligados por contrato. Firmaban un acuerdo por el que, a cambio del pasaje a América, se comprometían a trabajar para alguien durante un número determinado de años. Durante esos años carecían de derechos y podían ser tratados como esclavos.
Mi bisabuelo llegó a los Estados Unidos por el puerto de Charleston, Carolina del Sur, y de ahí lo llevaron a Alabama para que trabajara para una familia, los Wright, en Pine Level. No le cambiaron el apellido de Percival, que imagino que trajo consigo de su país. Esa era una de las diferencias entre los esclavos negros y los criados blancos ligados por contrato. Por lo general, los esclavos negros no podían conservar sus nombres y tenían que llevar el que les pusieran sus propietarios.
Se casó con Mary Jane Nobles, de ascendencia africana y sin antepasados blancos. Era esclava y matrona y ayudaba en los partos y a cuidar de los bebés. Se casaron y tuvieron tres hijos, dos niñas y un niño, antes de que el presidente Abraham Lincoln decretara la libertad. Sus otros seis hijos nacieron libres. Mi abuela Rose era su hija mayor y tenía cinco años cuando la guerra de Secesión terminó con la victoria de la Unión sobre los Estados Confederados.
Mi abuela me explicó que, antes de que llegaran los soldados de la Unión, los propietarios de las plantaciones hicieron que los esclavos cavaran zanjas en las que enterraron sus posesiones más valiosas (vajillas, plata y joyas). Entonces, ordenaron que los niños esclavos más pequeños se sentaran a jugar sobre la tierra recién removida, para asentarla.
El fin de la guerra trajo consigo el fin de la esclavitud, pero muchos de los antiguos esclavos permanecieron donde estaban. No sabían adónde ir y no querían abandonar sus hogares. Mis bisabuelos se quedaron en su pequeña cabaña de troncos en la tierra de los Wright y siguieron trabajando para la familia. Aunque la vida no había cambiado demasiado, ahora sabían que, si querían marcharse, eran libres de hacerlo. También tenían derecho a comprar tierras. No sé ni cómo ni cuándo lo hicieron, pero, poco después de la Emancipación, mis abuelos compraron doce acres de tierra que habían pertenecido a la plantación Hudson.
Cuando la esclavitud terminó y los esclavos descubrieron que eran libres, mi abuelo construyó una pequeña mesa para que su familia tuviera un sitio donde comer. Entonces mi abuela tenía seis años y, como era la hija mayor, lo ayudó sosteniendo una tea de pino para que pudiera trabajar de noche. Aún uso esa mesa.
De día, mi bisabuelo construía muebles para el señor Wright, su antiguo amo. Supongo que usó las herramientas del señor Wright para construir la mesa, o incluso su propio martillo y su barrena. Una barrena es una herramienta pequeña que sirve para hacer agujeros en la madera. En lugar de usar clavos, afilaba trocitos de madera hasta hacerlos muy pequeños y los introducía en los orificios, como un taco. Así construyó la mesa.
Después de la Emancipación, mi abuela se trasladó a la casa de la familia Wright para cuidar del hijo de la señora. No tenía mucho más de seis años, pero era lo suficientemente mayor para cuidar de un niño pequeño. No tuvo que trabajar en el campo y tampoco tenía que hacer mucho en la casa.
El padre de mi abuelo fue John Edwards, un hombre blanco propietario de una plantación, y su madre fue una criada y costurera esclava que nunca trabajó en el campo. Supongo que era mestiza, porque mi abuelo, el hijo que tuvo con su amo, era prácticamente blanco. Ella falleció cuando mi abuelo era muy pequeño y John Edwards, el propietario de la plantación, murió poco después.
A partir de ese momento, su hijo, mi abuelo Sylvester, fue muy maltratado. Battle, el capataz que se hizo cargo de la plantación, detestaba tanto a mi abuelo que lo golpeaba cada vez que lo veía. Mi abuelo solía explicar que, cuando era pequeño, la única comida que recordaba haber recibido eran los restos que los trabajadores de la cocina le daban a escondidas. El capataz lo golpeaba, intentó matarlo de hambre, le prohibió llevar zapatos y lo trató tan mal que mi abuelo desarrolló un odio intenso y apasionado hacia las personas blancas. Fue él quien instiló en mi madre y en sus hermanas, y en los hijos que ellas tuvieron, que no hay que tolerar el maltrato, venga de donde venga. Se puede decir que lo llevamos grabado en los genes.
Recuerdo que era muy emocional y excitable. Mi abuela era la mitad tranquila de la pareja. Mi abuelo era de complexión muy clara y tenía el cabello liso, por lo que, a veces, la gente pensaba que era blanco. Se aprovechó de su aspecto caucásico todo lo que pudo. Siempre hacía o decía algo para avergonzar o irritar a los blancos. Cuando hablaba con alguien que no lo conocía, le tendía la mano y se la daba. Cuando le presentaban a un hombre blanco que no conocía, decía: «Me llamo Edwards» y le tendía la mano. Entonces, los que sí que lo conocían se azoraban y tenían que susurrar a los demás que no era blanco. En aquella época, ningún blanco le habría dado la mano a un negro. Y se suponía que los negros no podían presentarse con el apellido, sino solo con el nombre de pila.
Recuerdo también que a veces llamaba a los hombres blancos por su nombre de pila o por el nombre y el apellido, pero sin añadir «señor» al principio. Los blancos no siempre se lo tomaban demasiado bien. De hecho, se arriesgaba mucho. En aquella época, los negros no tenían permitido llamar a una persona blanca por su nombre sin decir «señor» o «señora». Mi abuelo mantenía una actitud beligerante hacia los blancos en general y le gustaba reírse de ellos a sus espaldas.
No quería que mi hermano y yo jugáramos con niños blancos. El capataz blanco de la plantación Hudson tenía hijos de nuestra edad y, cuando queríamos jugar con ellos, o ellos con nosotros, mi abuelo se mostraba muy hostil. Nos obligaba a mantenernos a distancia de ellos y ni siquiera nos dejaba estar cerca. A veces, estábamos sentados en el suelo, jugando a la sombra del carro, y aparecía gritando para que nos alejáramos de ellos.
Hacía todas las pequeñas cosas que se le ocurrían. Nunca era nada muy importante, pero era su modo de expresar la hostilidad que sentía hacia los blancos. Los blancos nunca le hicieron nada como consecuencia de su actitud. No sé cómo logró sobrevivir haciendo todo lo que hacía, siendo tan directo y hablando como hablaba, a no ser que fuera porque era tan blanco y estaba tan cerca de ser uno de ellos. Supongo que lo conocían lo suficiente para no agredirlo físicamente.
Es posible que su mala salud también tuviera algo que ver con su irritabilidad. Tenía artritis, aunque entonces lo llamábamos reumatismo. No sé cuántos años tenía cuando quedó inválido, pero creo que era muy joven. Apenas podía llevar zapatos si no los agujereaba por los dedos y a veces ni siquiera podía caminar. Y ahí estaba él, intentando cuidar de toda una familia.
Él y mi abuela se casaron muy jóvenes y lo que siempre anheló por encima de todo lo demás era que ninguno de sus hijos o familiares tuviera que cocinar o limpiar para los blancos. Quiso que todos sus hijos fueran a la escuela, para que no tuvieran que hacer trabajos de ese tipo.
El trabajo doméstico se pagaba muy mal y quienes lo desempeñaban no eran muy respetados. La mayoría de las empleadas domésticas trabajaban mucho y no tenían oportunidad de estudiar. Por eso, mi abuelo quiso que mi madre estudiara y fuera maestra. El de maestro era un empleo prestigioso y se pagaba mejor. Aunque los maestros afroamericanos no cobraban tanto como los caucásicos, cobraban más que los empleados domésticos.
Mis abuelos tuvieron tres hijas. Una murió en la adolescencia y no llegó a marcharse de casa para estudiar. Otra de las hijas, Fannie, hizo justo lo que mi abuelo no quería: se fue de casa a la ciudad de Montgomery para trabajar en casas de blancos. No llegó a marcharse para estudiar, lo que significa que no pudo estudiar más allá de primaria, porque las escuelas negras cerca de Pine Level no superaban ese nivel. Si querías ir al instituto, tenías que marcharte. Fannie era unos siete años mayor que mi madre. O bien mi abuelo no disponía del dinero suficiente para enviarlas a las dos o bien la mayor no quiso estudiar. La mayoría de las mujeres sureñas, ya fueran blancas o negras, no seguían estudiando después de los catorce años.
Me parece recordar que una vez oí a mi madre decir que mi abuelo había tenido la esperanza de que su hija mayor estudiara, pero parece que Fannie no pensaba lo mismo. Quizás quiso empezar a ganar dinero inmediatamente, aunque las criadas ganaban muy poco en esa época. Creo que quería estar sola y lo estuvo hasta que se casó, varios años antes que mi madre.
Mi madre, Leona Edwards, estudió en la Universidad Payne, en Selma, Alabama. No se quedó lo suficiente para licenciarse, pero obtuvo un certificado que le permitía enseñar. Dio clases en Pine Level hasta que conoció a mi padre y se casaron.
Después de que volviéramos a Pine Level para vivir con mis padres y después del nacimiento de mi hermano Sylvester, volvió a dar clases. La escuela negra de Pine Level ya tenía maestra, así que tuvo que dar clases en otro pueblo, Spring Hill. Estaba demasiado lejos para que pudiera ir y volver a pie cada día y prepararse las clases, así que durante la semana se quedaba allí con una familia. Recuerdo cuando se iba en el carro, con mi abuelo a las riendas. Tenía una mula y un pequeño carro con el que desplazarse. Yo no sabía muy bien por qué se iba mi madre y le preguntaba a mi abuela: «¿Mamá Leona se va a aprender a dar clases en la escuela?». Mi abuela respondía: «No, ya daba clases en la escuela antes de que tú nacieras, así que ahora va a dar clases en la escuela». Ahora ya lo sabía, pero lo cierto es que me alegraba muchísimo cuando la veía volver.
Me gustaba estar con mis abuelos. A veces me llevaban a pescar a un arroyo de la plantación. Como ya eran de edad avanzada, había veces en que no podían ensartar el cebo en el anzuelo y yo lo hacía por ellos. Imagino que por eso les gustaba llevarme a pescar. Agarraba el gusano y, por mucho que se retorciera, acababa ensartado en el anzuelo. Había quienes los golpeaban y los mataban, pero yo siempre creí que los peces podrían ver al gusano moviéndose en el anzuelo y que preferirían morder un gusano vivo antes que uno muerto. Además de gusanos, la gente también usaba grasa animal o colas de gamba como cebo.
Sylvester, que llevaba el nombre del padre de mi madre, era dos años y siete meses más joven que yo. Le encantaba hacer travesuras, pero yo siempre lo protegí. Aunque yo no lo recuerdo, mi abuela me explicó la historia de una vez, cuando mi madre no estaba, y ella estaba a punto de darle una buena azotaina. Era muy pequeño, ella lo estaba riñendo y, entonces, agarró una vara. Le dije: «Abuela, no lo azotes. Es un bebé muy pequeño y no tiene ni madre ni padre».
Así que volvió a dejar la vara, me miró y decidió que, al menos ese día, no lo azotaría. Recuerdo lo travieso que era y que yo recibí más azotes por no chivarme de lo que él había hecho que por las cosas que había hecho yo. Nunca dejé de sentir ese instinto protector hacia él.