El adúltero piadoso
Karolina Taso
© 2109. Ediciones Especializadas Europeas, SL
EEEliteraria
www.eeeliteraria.com
ISBN: 978-84-121078-0-7
Primera edición 2018
Edition Lighthouse
Primera edición alemana
© BC Publications 2018
Editorial: BC Publications GmbH, Planegg
www.bc-publications.de
Diseño: Magical Media Art
Portada: Retablo de la capilla de Wörth cerca de Gnas, Estiria
Todos los derechos reservados, incluyendo, entre otros, conferencias públicas y transmisiones por radio y televisión, incluidas partes individuales. Ninguna parte del trabajo puede reproducirse de ninguna forma (por fotografía, microfilm o cualquier otro medio) o procesarse, duplicarse o distribuirse utilizando sistemas electrónicos sin el permiso por escrito del editor.
El adúltero piadoso
Karoline Toso
Dedicatoria
A Buch Ewald, que es de la misma zona
“Fluyen las lágrimas, mi tierra me acoge de nuevo”
(Goethe)
Se arrodilló con el rosario en la mano ante la imagen de la Virgen María en la capilla. Su mirada descansaba reverente y llena de admiración en el cuadro, mientras sus dedos pasaban gradualmente las cuentas del rosario. Hanna se detuvo indecisa unos pasos detrás de él, pero no se atrevió a molestar al hombre al que había sido enviada por el cura para hablar de sus obligaciones litúrgicas como nueva profesora de música y directora del coro.
Así que se sentó en uno de los bancos y contempló la capilla, sencilla, pero de buen gusto. En realidad, Hanna no era religiosa, pero estaba muy contenta por su puesto en esta parroquia rural después de heredar la casa de su tía en el pueblo vecino. Hasta entonces había trabajado en la capital. Durante las visitas frecuentes a su tía, había entrado en contacto con el director de la escuela de aquella comunidad. Era consciente de que aquí, a diferencia de la ciudad, se esperaba que el personal docente mostrara interés por los actos eclesiásticos y participara en los servicios religiosos.
La parroquia donde iba a desarrollar su nueva actividad abarcaba varios pueblos pequeños. En uno de ellos, un futuro colega, Martin Steingarter, tenía una granja. Formaba parte del consejo parroquial y era extremadamente devoto, un gran devoto de María y padre de cuatro hijos adultos. Dirigía el Círculo Litúrgico con la ayuda de su esposa y le habían comunicado a Hanna que era indispensable visitar a la familia Steingarter si quería establecerse como profesora de música. También se le había advertido que no cuestionara la notable piedad de los Steingarter y no pretendiera cambiar los servicios de la iglesia con ideas nuevas. A ella no le importaba, pues quería limitar su trabajo a las clases en la escuela y al coro. Quería hacer poco trabajo en la parroquia, sólo el necesario.
Se sentó detrás del señor Steingarter y se preguntó si un granjero no tenía nada mejor que hacer un viernes por la tarde que rezar el rosario. Escuchó pasos en la entrada. Se giró y recibió el saludo de una mujer que se presentó como Christa Steingarter. Sólo entonces el hombre miró a su alrededor y sonrió al ver a Hanna. Se santiguó, besó la cruz de su rosario, hizo una reverencia ante el sagrario y luego se acercó a las dos mujeres.
“El párroco nos ha informado de tu llegada, así que he pedido a la Virgen María su bendición para que podamos realizar un buen trabajo en equipo.”, explicó. “¡Oh, Dios!”, pensó Hanna, viendo que la piedad era excesiva. “¡Y he preparado una buena merienda!”, añadió la señora Steingarter alegremente. “El cura vendrá más tarde para explicarte tus obligaciones, después de todo te presentarán el domingo durante los servicios en la iglesia.”¡Servicios dominicales!”, pensó Hanna. Voluntario o no, ahora esto formaba parte de su trabajo y recordó las vacaciones de verano con su tía. Para ella y los otros niños era algo natural participar en la vida de la parroquia. Nada había cambiado en todos esos años desde que era niña.
“Pierde cuidado, no es tan fiero el león como lo pintan”, dijo con confianza. Y de hecho, la entrevista de trabajo se desarrolló satisfactoriamente. Se esperaba de ella, “la nueva y joven profesora”, que no limitara su área de competencia a lo “establecido desde hace tiempo” y animara a los jóvenes a participar en las celebraciones religiosas. A este respecto, sin embargo, Hanna tenía poca esperanza en vista de algunas ideas chapadas a la antigua de su interlocutor.
Las semanas y los meses pasaron y el trabajo de Hanna fue dando frutos. Todavía conservaba su círculo de amigos en la ciudad y limitó sus actividades en el campo a lo estrictamente necesario. De hecho, la preparación de los servicios religiosos era a menudo un asunto delicado porque difícilmente podía utilizar el coro o la comprometida banda juvenil. Los Steingarter tenían la última palabra y preferían las viejas y aburridas canciones. A Martin Steingarter le pareció que a Hanna le molestaba su preferencia por las que ella llamaba “lacrimosas canciones marianas”. Sin embargo, no estaba sola en su crítica y frustración. Los dirigentes juveniles, los compañeros de primera comunión y de la confirmación, pero también otros miembros del consejo parroquial, sonrieron levemente cuando Martin Steingarter deslizó el rosario entre los dedos durante una sesión. Su esposa Christa parecía ser un poco más abierta, bastante segura de sí misma, pero su estilo mariano y conservador en las celebraciones religiosas era también muy importante para ella. Hanna estaba dispuesta a probar canciones marianas y viejas canciones en lugar de nuevos ritmos con sus alumnos si alguien se lo pedía, pero nunca tomó parte en procesiones, oraciones de mayo o en grupos de oración. Mientras tanto, se había portado bien y educadamente con el matrimonio Steingarter.
La aldea donde vivía la familia Steingarter estaba rodeada de un gran bosque con madrigueras de zorros, viejos robles y hayas, tilos dispersos y alerces. Hanna amaba este bosque y a menudo se sentaba en un altozano en una colina para escribir cartas o preparar composiciones simples para el coro. Pero, sobre todo, le gustaba caminar por el bosque, deteniéndose a menudo para observar ciervos o conejos, hasta que ellos percibían su olor y saltaban sorprendidos. A veces, esta treintañera se permitía cantar canciones infantiles antiguas, recitar poemas casi olvidados o tararear espontáneamente melodías. En este refugio podía revivir el mundo de la fantasía. Casi nunca encontraba a nadie y se sentía a salvo y segura.
Una vez, sin embargo, completamente absorta en sus pensamientos, Hanna escuchó martillazos, rechinidos y golpes cuando estaba a punto de bajar de su puesto de observación. Había estado leyendo un libro y no se había dado cuenta de que el dueño del bosque estaba trabajando con madera no lejos de donde estaba ella. Los sonidos parecían muy lejanos al principio y Hanna había ignorado todo lo que la rodeaba como siempre que se sentía al abrigo del bosque. Ahora no quería encontrarse con nadie, no quería perturbar su hermosa soledad. Poco a poco se bajó del altozano e inmediatamente vio a Martin Steingarter, quien la saludó con una amistosa sonrisa. Un hombre en medio de la soledad del bosque, un hombre al que le gustaba seguir sus sueños con su exagerada veneración a María, sorprendió extrañamente a Hanna. Ella dijo algo evasivo para superar la sensación de extrañeza causada por el inesperado encuentro.
“Aquí también se puede ver a los pequeños zorros desde aquella elevación”, dijo el señor Steingarter con entusiasmo infantil. “Y en la parte posterior del barranco, crecen los ciclaminos más bellos. Con el viento favorable, se puede percibir su aroma”, continuó diciendo. Miró cariñosamente a Hanna. Lo inesperado del encuentro la dejó fascinada. Era como si realmente viera a este hombre por vez primera y lo ridículo que creía haber observado en él hasta entonces, dio paso a una emoción profunda que no sabía definir. También parecía como si él supiera de su amor por el bosque y como si lo compartiera con ella.
Esto los unía en cierto modo de una manera tácita y misteriosa. “A menudo vengo a caminar por aquí”, dijo Hanna, sacudiéndose finalmente la fascinación que había sentido. Avergonzada, miró sus manos callosas. Ahora había registrado claramente todo de él: su cabello canoso, el bronceado tan típico de los granjeros, su suave sonrisa y sus ojos expresivos.
“¡Adiós!”, dijo Hanna poniendo fin al encuentro repentinamente. Él no dijo nada, sólo sonrió. Ella se dio la vuelta, luego se giró y le hizo un gesto con la mano, sin saber por qué había hecho la señal y por qué de repente sentía una sorda sensación de vacío en el estómago. El señor Steingarter permaneció de pie sin saludar. Se le veía feliz, su mirada se posaba en ella, pareciendo irradiar paz y calidez.
Un poco confundida, Hanna se quedó en el coche un rato antes de arrancar. En realidad no le gustó encontrarse con alguien en el bosque, pues el encuentro perturbó la atmósfera especial que ella encontraba allí. Esta vez, empero, se sintió extrañamente dichosa, finalmente arrancó y suspiró con un último toque de sentimentalismo. Dirigió sus pensamientos a la próxima fiesta de la cosecha, a los ensayos del coro y al día de Todos los Santos, para lo cual tenía que ensayar canciones adecuadas.
Pasaron las semanas y olvidó el encuentro en el bosque. La niebla caía sobre el campo por la mañana y por la tarde. A Hanna le gustaba más ese estado de ánimo: finales de otoño en el bosque, campos de rastrojos y arbustos hundidos en la niebla. Deseaba dar un paseo por el bosque, pero había mucho por hacer aparte de las lecciones: reuniones con los padres, reunión del consejo parroquial, reuniones para preparar la liturgia. Descontenta, Hanna se sentó en medio de un grupo de feligreses ocupados. Estas sesiones le parecían inútiles, una pérdida de tiempo. Si todo el mundo hacía lo que quería, ¿a qué venían esas patéticas pseudoreuniones? Un breve informe sobre quién estaba dispuesto a colaborar sería suficiente, al menos para Hanna. Le parecía que algunas personas estaban más preocupadas por el intercambio que por el asunto en sí.
Finalmente, llegó el párroco y pudo comenzar la reunión. Le acompañaban el señor y la señora Steingarter, con quienes habló animadamente mientras se servía agua mineral. Martin Steingarter miró a Hanna nada más entrar y sonrió. Era la leve e indefinida sonrisa de siempre, pero, desde el encuentro en el bosque, afectaba profundamente a Hanna. Sintió como un relámpago en su alma y se centró en sus documentos con una bulliciosa actividad. “¿Qué me pasa?”, se preguntó alarmada.
La señora Steingarter se sentó junto a ella: “A los jóvenes de la aldea les gustaría celebrar el día de la Inmaculada Concepción el 8 de diciembre en la capilla y estarían muy contentos con su contribución musical”, dijo yendo directamente al grano. Martin Steingarter le estrechó la mano y se sentó frente a ella. Notó su mano fuerte y cálida y le pareció que él la retiraba inmediatamente por timidez.
“Podríamos hacer el ensayo en casa”, trató de ofrecerse Christa Steingarter. Al parecer, esperaba una negativa, porque Hanna delegaba tal cosa a los jóvenes músicos de la parroquia, quienes trabajaban de manera muy creativa con el coro juvenil. “Estamos muy contentos porque nuestros jóvenes ahora también quieren organizar una celebración en honor de María”, añadió Martin Steingarter. Su esposa le sonrió agradecida por este apoyo, pues en realidad él le dejaba hablar a ella: “Ella con su María”, pensó Hanna. De alguna manera se resistía a este culto a María sin saber por qué y le pareció increíble que los jóvenes mostraran interés por ello. “Llamaré a tu guía juvenil”, prometió Hanna evasivamente.
Encantada, la señora Steingarter le sonrió. “Por cierto, soy Christa”, dijo bruscamente extendiendo una mano hacia ella; “Martin”, se unió el señor Steingarter sonriendo abiertamente. “Hanna”, contestó, y descubrió con sorpresa que la pareja Steingarter y los representantes principales eran los únicos miembros de la parroquia con los que aún no se tuteaba. “Martin” se repetía ella como un eco, tanto que trató de defenderse de ello. Hanna lo miró sigilosamente y se dio cuenta con desesperación que él era extremadamente conservador, viejo y excesivamente piadoso.¿Por qué pensaba en esto de repente?
“¡Oh, no! ¡Ahora pienso en por qué pienso en él! ¿Qué me pasa?” Hanna estaba horrorizada. Martín evitó su mirada, pero ambos eran claramente conscientes de la presencia del otro y todo en torno a ella, las conversaciones y las discusiones durante la sesión se desvanecieron ante esta cercanía consciente.
Hanna se rió cuando supo por el responsable de la juventud de aquel pueblo que ellos no eran en absoluto “fieles devotos marianos”, sino que querían tener sus propias celebraciones litúrgicas y, sobre todo, una agradable reunión en la sala parroquial con galletas, ponche y vino caliente. Ella accedió a ayudar en los preparativos de la celebración. Pero, antes de eso, finalmente encontró tiempo para caminar por el frío bosque invernal en medio de la niebla y un silencio casi perfecto. Sin embargo, el bosque había cambiado. Ya no ofrecía la seguridad habitual, sino que la mostraba tal y como realmente era; una mujer sola en el bosque, una mujer que anhelaba un encuentro, una cercanía. Aquí, en este silencio, rodeada de árboles gigantes, el recuerdo de las aventuras amorosas en la ciudad no podía dejar huella. Una cercanía que correspondía al bosque y que encajaba aquí era diferente a los besos y abrazos impetuosos con música animada. La cercanía benafactora de ahora tenía algo de calma paternal, simplicidad y serenidad.
Se detuvo frente al altozano. A su mente volvieron unas miradas afables, unas palabras amables sobre zorros y ciclamen. Unas manos callosas la abrazaban y estrechaban cálidamente. “¡No! ¿Estoy loca?” Hanna exclamó en voz alta. Se había dado cuenta que un anhelo oculto le quería hacer creer eso.”¡No pienso realmente en este viejo y estúpido Steingarter! ¿Estoy loca o qué?”, intentó convencerse con desespero. Un viejo granjero estrafalario, ¡eso era más que absurdo! Aquí en el bosque él estaba cerca de ella, había algo especial en él. “¿En qué me estoy metiendo?”, se preguntó mentalmente. Sin embargo, el bosque no conocía la censura ni las convenciones. Los pensamientos aquí venían de sus sueños y lagunas en la vida que ella misma no conocía, la asustaban y confundían.
El bosque era el eco de su alma. Hanna lo sabía. Pero, ¿quería ella escuchar este eco? ¿Podía soportarlo? ¿Por qué le iba a dedicar un sólo pensamiento a este extravagante campesino? ¿La había envenenado él con sus palabras y miradas en el idílico bosque? Desafiante, Hanna pateó unos conos de abeto delante de ella. “El bosque me sienta bien, pero la atmósfera rural en general es perjudicial para mi salud mental”, se dijo a sí misma y, finalmente, se marchó a casa.
La casita de su tía estaba al borde de uno de los pueblos que pertenecían a la parroquia. Apreciaba el silencio que reinaba en ella y le encantaba estar sola y ser independiente. Un granjero de la edad de Martin, conservador y excesivamente religioso, sólo podía ser una pesadilla para ella. Además, estaba Christa Steingarter. Hanna se estremeció ante la idea de que un escándalo se había colado en conciencia en el bosque. Se rió de sí misma y rechazó los sentimientos infantiles que el bosque le había sugerido. Sin embargo, no podía desprenderse del todo de la inexplicable fascinación por Martin. No se entendía a sí misma, pero para volver a controlar sus emociones, Hanna decidió reescribir una vieja canción mariana en honor a Martin y hacerla apetecible a la juventud para el 8 de diciembre. La capilla del pueblo se vería desbordada ese día y ella esperaba que con este pequeño servicio de amor pudiera resolver y olvidar los restos de sentimentalismo que le quedaban.
Poco después se desplazó al pueblo de los Steingarter, pues sólo en su capilla se conservaban todavía viejas canciones. Por suerte, la puerta estaba abierta. Hanna se sintió inspirada e inmediatamente se sentó al armonio del pequeño coro. Al principio consideró adecuada la melodía principal. Fue entonces cuando descubrió la figura oscura arrodillada ante el retrato de María. Una vela pequeña iluminaba el cuadro. “Es como en las películas, en una escena preparada”, pensó Hanna, porque ahora también se dio cuenta de que había ido allí con la esperanza de ver a Martin. En cuestión de segundos, todas las consideraciones racionales se habían desmoronado y, como un dolor, la sorpresa y la alegría de verlo recorrieron el espíritu de Hanna. No se atrevía a seguir tocando ni a ir con él. El se cubría la cara con ambas manos, como si estuviera llorando. Finalmente, se levantó y se fue hacia él. Su corazón latía tan fuerte que le dolía, porque sentía un intenso deseo de abrazarlo y acariciarlo, y temía no poder controlarse lo suficiente. Mientras ella estaba detrás de él, él la miró.
“No te vi de inmediato, lo siento, Martin, si te he molestado”, murmuró y disfrutó conscientemente del tuteo. Él la miró. Sus ojos parecían llorosos. En silencio se volvió de nuevo hacia la imagen de María. No tenía un rosario en la mano, pero la imagen parecía inclinarse afectuosamente hacia él. Hanna observaba fascinada los rasgos sencillos de María en el cuadro. “Qué hermosa es”, se le ocurrió, y dijo: “Supongo que ella también lo ama”. Preocupada de que pudiera acariciarlo involuntariamente o incluso perturbar la sagrada unión de Martin con el cuadro, abandonó tranquilamente la capilla con el cancionero en la mano.
Los ensayos en la casa de Martin fueron más divertidos de lo esperado. Christa Steingarter resultó ser una anfitriona graciosa y los jóvenes estaban ansiosos por prepararse para “su festival”, como ellos lo llamaban. Christa disipó las preocupaciones de Hanna sobre el conservadurismo de la aldea y la misa poco convencional que estaba planeando. “No somos tan malos como crees”, dijo. Por extraño que parezca, Hanna no se sentía culpable ante Christa por sus sentimientos hacia Martin, que no tenía muy claros. Esta inclinación, que no podía quitarse de encima, parecía pertenecer a otro mundo, a un mundo de elfos de los bosques y a los sueños de siglos pasados. Hanna se sintió como partida en dos partes cuando pensó en su vida pasada, que contrastaba completamente con ese extraño arrebato. Se sintió como si observara su propio sueño y no pudiera despertarse. Cada vez que iba a la casa de los Steingarter a ensayar, casi anhelaba ver a Martin, pero al mismo tiempo se alegraba de que nunca estuviera allí, porque su habitual confianza en sí misma, su relajada alegría, desaparecía en su presencia y se sentía como la cera blanda que sólo tiene un deseo: ser modelada por él.
8 de diciembre, Inmaculada Concepción. Hanna se sintió más nerviosa que en los eventos en la gran iglesia parroquial. La capilla estaba llena a rebosar. Jóvenes y viejos llenaban el coro, los bancos y el pasillo. Oficiaba el joven capellán de la parroquia. Las canciones fueron principalmente interpretadas por el coro, pero en pasajes conocidos todos se sumaron estridentemente al canto. Bongos, maderas y campanas acompañaron la pantomima de la vida de Maria. Hanna quedó profundamente impresionada por la expresividad de este espectáculo. Todos los jóvenes lo hicieron lo mejor que pudieron y ella se mantuvo deliberadamente en un segundo plano. Además, no pudo evitar buscar a Martin con la mirada. Ella le había dedicado en secreto esta celebración y ahora estaba decepcionada de no verlo en ninguna parte.
Después de la bendición final, algo inusual sucedió en esta comunidad. Una anciana de las primeras filas comenzó a aplaudir, otros la siguieron hasta que toda la capilla estalló en aplausos y más aplausos. Los jóvenes sonrieron y el capellán se rió sorprendido. Hanna estaba muy impresionada. ¿Había juzgado mal a la feligresía? Se alegró de que todo el mundo saliera y se dirigiera a la sala parroquial, porque quería estar sola unos instantes.
Lentamente recogió el resto de las letras de las canciones, apagó las velas del altar y se detuvo frente al retrato de María, que cada vez le gustaba más. Parecía muy amistosa y serena, de alguna manera también reconfortante. Hanna comenzó a entender a Martin. Frente a esta imagen uno podía olvidar el mundo y el tiempo. Sólo mirarla ya era como una meditación. Pero, cuanto más miraba la imagen, más punzante era su deseo. Era claramente un deseo físico por sus abrazos, besos y caricias. Y María, en la imagen, le sonrió serenamente. “¿Por qué Martin no estuvo hoy aquí?”, preguntó desilusionada. Cuando notó su aliento detrás de ella, lo vio en un rincón al lado del confesionario, con los ojos fijos en ella. Un sonido de espanto y asombro apareció en sus labios. Ella se le acercó involuntariamente y, al mismo tiempo, sin poder impedirlo, puso la mano en su mejilla.
Se acurrucó junto a ella y cerró los ojos, depositando tiernamente su mano sobre la de ella. Felices y asombrados, permanecieron así, muy brevemente. Entonces, Martin se levantó de repente y miró con desesperación a Hanna. Se estremeció y una lágrima resbaló de su ojo izquierdo. Salió apresuradamente. Confundida y con las rodillas aflojadas, cayó sobre la silla de la que acababa de levantarse. Sintió su calor sobre ella e intentó rastrear su presencia.
¿Debería reír o llorar? Sus ojos se posaron en María. Y de repente la imagen parecía muy seria y triste. “¡Un hombre como él nunca se perdonaría el adulterio!” Ese pensamiento la traspasó como un dolor. Al mismo tiempo, se sentía enferma de deseo. Podría haber llorado, pero de sus ojos no salían lágrimas de alivio.”Lo haré infeliz. ¡Oh, Dios, yo destruyo a quien amo!” Este pensamiento la atormentaba: “¡Dame un consejo!”, le suplicaba a María en sus pensamientos, pero, al mismo tiempo, se preguntaba si podía comunicarse espiritualmente con un cuadro. Entonces se preguntó: “¿Martin también le habla así?” Ahora la imagen parecía amable y serena de nuevo, incluso alentadora. Hanna se sintió aceptada.
“¿Dónde estás?”, gritó alguien desde la entrada. Era una de las jóvenes. Cuando vio a Hanna, se rió alegremente. “¡Qué embarazoso!”, gritó en la capilla silenciosa. “Estás sentada frente a la imagen de María, como la vieja Steingarter”. Ella imitó amigablemente el rezo del rosario. Hanna también se rió. En la sala comunal reinaba un ambiente relajado. Christa conversaba alegremente con algunos vecinos. Varios adolescentes tocaban la guitarra y cantaban, olían a ponche y vino caliente. Alguien ofreció a Hanna una bebida. La gente hablaba, reía y bromeaba. De repente alguien cantó “María pasó por un bosque de espinos”. Hanna se quedó helada porque pensó que Martin había empezado a cantar, pero era otro hombre. Todos se unieron al canto. El estado de ánimo cambió repentinamente. Entonaban canciones de adviento y hablaban en voz baja. Martin no estaba allí.
Hanna se despidió pronto. Quería estar sola, despejar su mente. La luz estaba encendida en la casa de Martin. Hanna condujo lentamente por delante de ella. Se dirigió hacia el bosque. Estaba negro como la boca de un lobo. El aire fresco de invierno era tentador. “Como me rompa una pierna en el bosque por la noche, me moriré de frío”, pensó mientras caminaba con cuidado por el sendero. Sin embargo, sus ojos se acostumbraron rápidamente a la oscuridad. El aire fresco y frío le sentó bien. Se sintió libre y a gusto. Si Martin hubiera estado allí, ella lo habría abrazado, besado y acariciado sin inhibiciones. Aquí no había tabú alguno. Como siempre, llevaba un pequeño bloc de notas y un lápiz y espontáneamente anotó las palabras que se le ocurrían:
Voy caminando y cada árbol me habla de ti.
Miro sus ramas altas: se balancean con el viento.
Me balanceo con ellas en mi mente
e imagino la sensación
de ser mecida, besada y abrazada por tí.
Hanna volvió a casa con la noche avanzada. Temblaba y tenía dolor de garganta, pero al día siguiente era sábado, disponía del día libre y durmió hasta el mediodía. Hanna ascendió por el sendero del bosque. Los árboles estaban desnudos y el bosque inusualmente brillante. El follaje crujía bajo sus pies. Se apoyó en la escalera del altozano. Martín bajó del altozano y le sonrió. Anduvieron juntos un poco. Miraron las madrigueras de los zorros y se cogieron de la mano. En un claro del bosque, de repente, sin decir palabra, se abalanzaron mutuamente sobre el cuello. Como enfebrecidos se cubrieron mutuamente de besos y se abrazaron estrechamente. Las manos acariciaban salvajemente y querían atrapar al amante, en todas partes, como en trance. Finalmente, sin embargo, la fiebre dio paso a una profunda calma, a una felicidad inexpresable. Los cuerpos se habían encontrado y balanceado en ritmos eternos como el mar. Y las olas rugieron con más fuerza y un rugido llenó el universo hasta el punto del éxtasis.¡Dicha inexpresable! Profunda felicidad en sus ojos. Un beso más y él descansó en sus brazos.
Con un profundo suspiro, Hanna cerró los ojos, cayendo dormida. Sin embargo, al despertarse no pudo volver a abrir los ojos. Estaba toda pegajosa, sentía dolor y ardor. La cabeza le rugía y las extremidades le dolían. Un sueño. Le habría gustado llorar de decepción. Sólo un sueño y luego este despertar. Con mucho esfuerzo se arrastró hasta el baño y se lavó los ojos con agua tibia. Antes de que pudiera ver bien, sonó el teléfono.
Era Christa. La voz de Hanna sonaba como un graznido. Estaba mareada y apenas podía oír lo que le decían porque había comenzado a temblar. “A la cama”, era todo lo que ella alcanzaba a pensar... “Así que era tu auto en la linde del bosque... Martin lo vio cuando miraba por la ventana por la noche... ¿Qué haces de noche en el frío bosque?”
Finalmente, Hanna volvió a la cama. Cayó en un sueño profundo y la despertó el timbre de la puerta. Con las fuerzas cada vez más mermadas, se arrastró hasta allí. Martín se paró frente a ella. Sin decir palabra, la empujó de nuevo a la cama, llamó al médico, preparó té y le tomó la fiebre. Todavía no había dicho palabra. Hanna estaba confundida. ¿Por qué no hablaba? ¿Por qué estaba aquí? Sus ojos ardían por la conjuntivitis. Cuando le trajo el té y la miró, ella tuvo la sensación de que él podía leer todos sus pensamientos, incluyendo el sueño maravilloso. Al mismo tiempo, tuvo la impresión de que él estaba sufriendo por ese amor. “¿Y si sólo me gusta a mí y yo a él no? ¿Quizás su amor es sólo imaginación mía?” Este pensamiento le infundió temor.