Edición en formato digital: septiembre de 2019
Título original: Il Barbarossa e la beffa di Alessandria
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© 2017 Ugo Guanda Editore S.r.l., Via Gherardini 10, Milano
Gruppo editoriale Mauri Spagnol
© De la traducción, Carlos Gumpert
© Ilustraciones diseñadas y dibujadas por Dario Fo
© Ediciones Siruela, S. A., 2019
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17860-82-0
Conversión a formato digital: María Belloso
Preámbulo. Laudata historia italicae gentes
Milán y los monfortini
La República de Milán en pugna con el emperador
La primera campaña de Italia
La humillación de los lombardos
Los municipios contra el Imperio
La estrategia de Guintellino
La ciudad flotante, entre historiadores oficiales
e historiadores apócrifos9
El gran final
Una historia que dura toda una vida
por Jacopo Fo
Fuentes
Galería de personajes
«Para llegar a descubrir los secretos del universo recurro, en primer lugar, a lo fantástico. Creo, a menudo imprudencial azar, hechos y movimientos completamente imaginarios. Luego indago, sirviéndome de investigaciones incuestionables, para verificar si lo que he inventado corresponde a la verdad».
GALILEO GALILEI
Vivimos en una época llamada, brutalmente, de la desinformación. Se oyen frecuentes quejas acerca del desinterés de gran parte de nuestros jóvenes, especialmente los de las últimas generaciones, por la cultura y, en particular, por la historia reciente y antigua de nuestro país (Italia). Antonio Gramsci, en la prisión de Turi, Apulia, donde los fascistas lo habían encerrado, escribió que, si no sabemos de dónde venimos, es imposible entender hacia dónde pretendemos ir. No hay más remedio que admitir que ese vacío de conocimiento les ha sido impuesto a nuestros chicos. En los colegios, el relato de la historia se impone desde arriba, sin implicación civil ni cultural. Además, según una antigua costumbre, los hechos se ven a menudo corrompidos y mistificados, y, especialmente cuando se trata de acontecimientos decisivos de nuestro pasado, censurados y reemplazados por patrañas.
La relectura que proponemos pretende plantear la posibilidad de conocer hechos y sucesos de la historia de nuestros padres tal y como realmente sucedieron. Acontecimientos sobrecogedores con frecuencia, de los que casi no se sabe nada, ya que han sido conscientemente amañados. El episodio que se relata en este libro, relacionado con el nacimiento de los municipios libres, con las guerras contra Federico I Barbarroja y con la ciudad de Alessandria, resulta ejemplar a este propósito. Tiene lugar, de hecho, en una época, la Edad Media, que todavía está considerada como un periodo oscuro, a pesar de que los estudios, investigaciones y descubrimientos de la segunda mitad del siglo XX hayan revolucionado la concepción que de ella teníamos, demostrando, muy al contrario, que la civilización medieval puede compararse con la que desarrollaron las ciudades de los antiguos griegos, inventores de las poleis. Sin embargo, nombres, términos y expresiones como, por ejemplo, el movimiento patarino, la orden de los Humillados, la Motta, Brolo y otras corrientes heréticas siguen siendo en nuestros textos escolares palabras vagas.
Los extranjeros, con cierta ironía, nos ven como un pueblo superficial, de poco fiar e incapaz de levantar una sociedad digna de respeto. La razón de este juicio negativo no se debe solo a nuestro comportamiento individual, sino también a la falta de una moral político-civil por parte de nuestros educadores y gobernantes. Y pensar que nosotros, los itálicos, hemos dado pruebas al mundo entero de haber alcanzado la primacía en grandes innovaciones de la vida social y en la administración de la justicia. Pensamos, en efecto, en los municipios medievales, un fenómeno que se origina a partir del año 1000 en el centro y el norte de nuestro país y que en poco tiempo alcanza valores y significados propios de una civilización colectiva en la que se han inspirado muchos otros pueblos siguiendo nuestro ejemplo.
Para ser precisos, los primeros centros que lograron imponer su autonomía tanto ante el emperador como ante el clero hegemónico fueron las repúblicas marítimas (de Venecia a Amalfi; de Génova a Pisa), que —al igual que en Alemania y otros países las ciudades de la Liga Hanseática— cobran vida en el siglo XII y a las que también estaba vinculada Nápoles.
Inmediatamente después, aparecen entre los pueblos innovadores los milaneses. Y es precisamente aquí, en Milán, donde nuestra historia va a dar comienzo.
A comienzos del siglo XI, en concreto en 1035, Milán era una ciudad en plena ebullición. Dominaba la diócesis el arzobispo Ariberto de Intimiano, un hombre culto y desaprensivo, obligado a luchar contra la manifiesta oposición ejercida por una sociedad de cives de distinta extracción, comenzando por los minores de la Motta. ¿Y quién era esa gente? El término Motta («lodo») hace referencia a la pasta de barro amasado que los campesinos solían emplear para contener las aguas en las crecidas y para construir sus viviendas. La crecida, como es natural, se refiere aquí al poder excesivo de los cives acomodados de la ciudad.
Los minores de la Motta criticaban a menudo al arzobispo a causa de ciertas acciones suyas que ocultaban intereses completamente privados o de casta, es decir, en beneficio del clero hegemónico con sus propios maiores. Pero luego, a comienzos del siglo XII, los minores empezaron a acometerlo con enorme clamor. Querían explicaciones respecto a algunas corruptelas llevadas a cabo por parte del primado con la intención de apropiarse de sustanciosos legados recaudados a favor de los desamparados. Ariberto, acorralado, reaccionó ordenando a sus milites atacar y dispersar a la multitud de alborotadores. Tuvo lugar un enfrentamiento, con algunos muertos aquí y allá. La societas de la Motta rechazó a los soldados del arzobispo y los puso en fuga, hasta el punto de que Ariberto de Intimiano se vio obligado a abandonar la ciudad en plena noche con los acólitos de su curia.
Para aplaudir semejante prueba de valor y congratularse por ella, acudió a Milán gente de Seprio, la Martesana, Pavía, Cremona y Lodi, que se sentía gratificada por la expulsión de aquel arzobispo que tiempo atrás había actuado contra ellos persiguiéndolos con inaudita violencia.
Dada la situación, los feudatarios menores, reunidos en la Motta, solicitaron la intervención de Conrado II, llamado el Salio, rey de Italia, que entró en liza con sus ejércitos. El soberano estaba convencido de que Ariberto, con su propensión a acumular poder en la región, constituía un grave peligro para su política. De este modo, Conrado II localizó a Ariberto en un refugio de los alrededores de la ciudad, donde se había escondido, lo capturó y lo hizo encarcelar en un castillo cerca de Piacenza.
Sin embargo, al cabo de un mes, Ariberto, gracias a la intervención de fuerzas externas, logró escapar y regresó a Milán, donde, merced al clásico e impredecible viraje de las multitudes, fue recibido como un triunfador. Todas las facciones, incluidos los valvasores, con excesiva adulación (que afortunadamente nosotros en nuestro siglo desconocemos...), se acercaron de nuevo al arzobispo, quien decidió duplicar el número de milites destinados a su defensa, prometiendo donaciones para los indigentes y la supresión inmediata del impuesto llamado IMU (que descubrimos que ya era famoso en el siglo XI con el significado de «inmediatamente urge pagar»)1.
Pero regresemos a nuestra historia, a Milán.
Fue en aquel momento cuando hizo su aparición el carroccio, el carro con las enseñas municipales, que acabaría convirtiéndose, al cabo de pocos años, en un símbolo de la recién conquistada libertad de los municipios.
Preste ahora atención el lector porque va a dar comienzo un hecho verdaderamente extraordinario y al mismo tiempo sobrecogedor. Ariberto de Intimiano está visitando un valle de los alrededores de Turín cuando los valvasores locales le señalan la presencia, en los alrededores de Monforte de Alba, de una comunidad de algunos centenares de herejes que han aceptado la invitación de la condesa del lugar para reunirse dentro de las murallas del castillo. Aspiran a una Iglesia pura, como se imaginaban que debía de ser la primitiva.
Movimientos heréticos del mismo estilo se están difundiendo también en otras zonas del Piamonte. Preocupado, el arzobispo envía a un emisario suyo al castillo, quien, con mucha cautela, solicita a un representante de esa comunidad una reunión con Ariberto, quien se manifiesta interesado por conocer sus creencias.
Al cabo de unos días, se presenta en Intimiano un hombre llamado Gerardo, encantado de poder ilustrar al arzobispo con sus opiniones.
A propósito del pontífice, declara que no tienen nada que reprocharle, pero que no lo aceptan como guía.
—Por más que leemos el Evangelio con mucha atención —dice—, no hemos encontrado nada que indique la voluntad de Cristo de instaurar una autoridad tan importante en una Iglesia creada para la gente simple.
Ariberto se queda bastante desconcertado, pero insiste:
—Amigo mío, ¿y qué me dices de Jesucristo, nacido de María Virgen, verbo del Padre?
Y Gerardo le responde:
—Jesucristo es el alma humana renacida de las Sagradas Escrituras a través de su propia inteligencia.
Maldición, es una respuesta de lo más compleja. ¡Con tal finura teológica resulta difícil tacharlos de herejes!
Además, Gerardo afirma que su comunidad está en contra de cualquier clase de violencia, especialmente de la causada por las guerras.
Luego agrega:
—Ni siquiera estamos de acuerdo con el matrimonio como rito, ya que el mero hecho de amarse es ya de por sí una clara señal de la bendición del Señor.
Y concluye que, con respecto a la posesión de bienes, ellos, los monfortini, se niegan a administrar el dinero de forma individual, y optan por ponerlo todo en común. ¡Ahí está, la mayor de las herejías! Rechazar la hegemonía del dinero y, por el contrario, distribuirlo entre todos.
En efecto, son precisamente estas últimas declaraciones de Gerardo las que convencen a Ariberto de la posición herética del grupo, hasta el extremo de que el arzobispo guerrero envía a sus soldados al castillo de Monforte con la orden de capturar a todos los que declaren formar parte de esa comunidad. Los prisioneros son trasladados a Milán y entre ellos se encuentra también la condesa, señora del lugar.
Pero ¿en qué consiste la herejía de la que se acusa a los miembros de ese movimiento cristiano? Landolfo, el historiador más importante de la época, comenta de forma sintética: «No es sorprendente que con estas detenciones se mostraran conformes todos los possessores, no solo la curia, sino también los capitanei2 y los seglares maiores de la ciudad. No podemos dejar de sospechar que su celo en defensa de la doctrina católica ocultaba la salvaguardia de sus propios intereses».
Estos boni homines mediolanenses eran, directa o indirectamente, los usufructuarios de las riquezas de las iglesias y los possessores de las tierras de la campiña de Milán.
Landolfo afirma que en aquella época el clero milanés desde luego no brillaba por la pureza de costumbres —casi todos los prelados de alto linaje tenían familia, es decir, mujer, hijos y concubinas con otros retoños ilegítimos y con una variada clientela—. ¡Bien podemos decir, sin temor a equivocarnos, que hoy no nos hemos inventado nada, sino que toda infamia tiene raíces antiguas!
Las riquezas acumuladas, por lo tanto, no servían para socorrer a los pobres, como hubiera debido ser, sino que pasaban a formar parte de las propiedades inalienables de los poderosos y de sus familias. Y esa es justo la razón que impulsó la purga de aquellos nephandissimi (así llama el clero a los herejes) que trataban de devolver la pureza a la Iglesia, hasta el punto de declarar que todos los bienes propiedad de aquellos poderosos debían ponerse a disposición de la comunidad. ¡Una doctrina en verdad perversa!
Los maiores no albergan la menor duda: esa larva perniciosa ha de ser de inmediato destruida. Pero ¿cómo hacer para rebajar y denigrar a esos fanáticos puristas hasta el extremo de eliminarlos de raíz? Evidentemente, con la calumnia y la befa. ¡Una antigua táctica de indefectible seguro éxito!
De esta forma, el alto clero y los maiores empiezan a mofarse de esos fanáticos, que nunca cesan de orar alternándose en el rito para que nunca haya un solo momento sin oración. En particular, se burlan de la pretensión de esos religiosos a propósito de la castidad, que según estos últimos debe respetarse tanto dentro como fuera del matrimonio, hasta el punto de sostener que para las personas casadas es permisible preservar la virginidad perpetua, tratando a la esposa como madre o hermana. ¡Ja, ja, ja! ¡Esa sí que es una ocurrencia de mentecatos!
Está claro que los denigradores quieren hacer aparecer como una pandilla de locos a esas almas cándidas como niños para inculcar en la gente simple de la ciudad el desprecio hacia ellos sustentado en la carcajada.
Con astucia, el clero hegemónico decide sacar a la luz a los sospechosos de herejía. Al principio, en realidad, siguen gozando de cierta libertad de acción. Les consienten asistir a iglesias y a lugares públicos donde se reúnen ciudadanos —tanto hombres como mujeres— de clases bajas. Los monfortini debaten con ellos y, sobre todo, con humildad y candor, les hablan de su fe y de la felicidad que experimentan al seguir sus creencias. No es raro que en determinados momentos se formen auténticas aglomeraciones, ciudadanos de toda extracción social que se sienten fuertemente atraídos y conmovidos por la apasionante religiosidad que manifiestan los monfortini. Los poderosos de la ciudad se percatan entonces de que esos encuentros, en lugar de alentar la denigración y la carcajada, pueden hacer crecer —entre quienes escuchan a aquellos— ideas peligrosas y algún movimiento herético muy fuerte, como el de los cátaros o los patarinos, con sus correspondientes revueltas y tumultos. Por lo tanto, las altas esferas responden con un acto cruel: tras erigir una gran cruz en un amplio espacio abierto en el interior de la ciudad y preparar una pira a poca distancia de aquella, conminan a los monfortini a elegir entre abrazar los pies de la cruz, abjurando de sus creencias, o arrojarse al fuego en llamas. Para asistir al espectáculo, se reúne una gran multitud proveniente de todos los barrios de la ciudad y del campo también.
Es el momento de la trágica verificación. El responsable de la curia grita:
—Que cada uno avance hacia la rampa y tome una decisión.
Algunos de los monfortini se acercan a la base de la cruz, se arrodillan y la abrazan, confirmando la fe católica; pero la mayoría de ellos, hombres y mujeres, tras llevarse las manos a la cara, se arrojan a las llamas, donde arden a manera de confirmación de su propio credo.
Muchísimas son las víctimas sacrificiales, tanto jóvenes como viejos, que se inmolan al ritmo de los tambores.
Los ciudadanos, que abarrotan en gran número la plaza, reaccionan con consternación y furia. Se eleva un grito dirigido a los organizadores de la horrenda hoguera.
—¡Malditos! ¿De qué culpas tan indignas podéis acusar a esos pobres inocentes? —vociferan los minores y los campesinos—. ¿Quién es el responsable de tamaña crueldad?
—¡Ariberto! ¡Él es el artífice de semejante masacre!
Y es así como una multitud desesperada corre al palacio arzobispal y exige que Ariberto salga del palacio para dar explicaciones. El arzobispo se asoma al balcón, con la cara pálida, y declara:
—¡No he sido yo quien ha dado esa orden, sino los próceres laicos, contra mi voluntad! Al contrario, yo les supliqué que se evitara toda violencia.
—Pero si fuiste tú en persona, obispo —lo presionaba la gente—, el que hiciste prisioneros a esos inocentes y los trajiste aquí, a nuestra ciudad, nos los mostraste libres para sacrificarlos después como corderos con tu autoridad. Y no nos hables de herejía, ya que su única auténtica culpa es haber declarado públicamente que quieren respetar al pie de la letra las enseñanzas de los apóstoles que dicen: «Tenedlo todo en común, desde las cosas preciosas hasta las que carecen de valor».
Algunos testimonios dan por seguro que la multitud mantuvo bajo asedio durante días el palacio de Ariberto de Intimiano al grito de «¡Tú has quemado a esos pobres inocentes; ahora te quemaremos a ti, bastardo! Vete si puedes. Elegiremos a un obispo más digno en tu lugar».
Se suceden los tumultos, a duras penas sofocados por los milites al servicio de la curia, que, no sin vergüenza, temen no ser capaces de contener la ira de la gente.
La conmemoración de la hoguera de los monfortini
La infame pira no solo será recordada cada año en el día del aniversario de la masacre, sino también más adelante, cuando estalle la lucha contra el clero concubinario y simoniaco. El recuerdo de la masacre será el estandarte de una población convencida de que el suplicio infligido a los monfortini debe ser elegido como recordatorio perpetuo de la infamia del poder. En cada aniversario se sacan en procesiones cráteres de fuego, levantados sobre estacas, que explotan con llamas crepitantes.
Incluso hoy, a pesar de los intentos realizados a lo largo de los siglos por cancelar esta tradición, hay en Milán una importante calle, llamada Corso Monforte, que cruza la antigua explanada de la pira ardiente. Desafortunadamente, ni gran parte de la población ni los administradores de la ciudad se han preocupado nunca por restaurar el significado de ese rito. Sería conveniente refrescarles la memoria a todos.
Volviendo a las manifestaciones inspiradas por la condena de los monfortini a la hoguera, el historiador Giorgio Giulini observa que, a causa de aquella vergonzosa responsabilidad, la credibilidad y el poder del arzobispo fueron disminuyendo y subraya que dicha situación era una señal del hecho de que la República iba formándose gradualmente.
Solo otras dos ciudades, Pisa y Módena, habían logrado, unos cincuenta años antes, liberarse de la opresión tanto papal como del emperador y constituirse como república libre; Pisa, aprovechando la autonomía que le proporcionaba el puerto y el mar; y Módena, gracias a los conflictos entre el Imperio y el Papado —entre excomuniones y arrestos—, con la conformidad de la gran condesa Matilde de Canossa.
1 Broma del autor acerca del IMU, acrónimo del impuesto municipal italiano actual, que grava las propiedades inmobiliarias, constante objeto de controversia política. (Todas las notas son del traductor).
2 En el Milán medieval, se conocía con el nombre de capitanei a un grupo social acaudalado que mantenía una privilegiada relación de vasallaje con el obispo y gozaba de gran autoridad y poder.