Millar Carvacho, René
Arte y hagiografía, siglos XVI-XX – Tomo V / René Millar Carvacho [y otros trece autores]; Editor, Eugenio Martín Torres Torres, O. P. Bogotá: Universidad Santo Tomás, 2019.
386 páginas; fotografías a color, ilustraciones
Incluye referencias bibliográficas
E-ISBN: 978-958-782-186-4
1. Dominicos - Órdenes religiosas 2. Religiosas dominicas 3. Monasticismo y órdenes religiosas 4. Pinturas religiosas - Siglo XVII – fotografías 5. Religión -- Historia -- Siglo XIII 6. Vida religiosa 7. Virgen María- culto
CDD 271.9 CRAI-USTA-Bogotá
© Eugenio Martín Torres Torres, O. P., editor
© René Millar Carvacho | Aban Flores Morán | María Fernanda Mora Reyes | Marcela Corvera Poiré | Erika González León | Emilio Ricardo Báez Rivera | Magdalena Vences Vidal | Yolanda Madrid Alanís | Magdalena Castañeda Hernández | Mariana C. Zinni | Cristina Ratto | Margarita Fernández de Urquiza | Eugenio Martín Torres Torres, O. P. | Elín Luque Agraz |
© Universidad Santo Tomás
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Corrección de estilo: Diana López de Mesa
Diseño y diagramación: Javier Barbosa
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Diseño de cubierta: Juliana Pardo Torres
E-ISBN: 978-958-782-186-4
Primera edición: 2019
Imagen de carátula: La adoración de los pastores, Coixtlahuaca,
Oaxaca, México - Fotografía de Gerardo R. Hellion
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Esta obra es resultado del proyecto de investigación titulado “Historia de la Orden de Predicadores: 800 años de presencia” (código 17050503), avalado y financiado por el Instituto de Estudios Socio-Históricos Fray Alonso de Zamora —Ieshfaz— del Departamento de Humanidades y Formación Integral de la Universidad Santo Tomás.
RENÉ MILLAR CARVACHO
ABAN FLORES MORÁN
MARÍA FERNANDA MORA REYES
MARCELA CORVERA POIRÉ
ERIKA GONZÁLEZ LEÓN
EMILIO RICARDO BÁEZ RIVERA
MAGDALENA VENCES VIDAL
YOLANDA MADRID ALANÍS
MAGDALENA CASTAÑEDA HERNÁNDEZ
MARIANA C. ZINNI
CRISTINA RATTO
MARGARITA FERNÁNDEZ DE URQUIZA
EUGENIO MARTÍN TORRES TORRES, O. P.
ELÍN LUQUE AGRAZ
Desde el inicio de la evangelización de lo que ahora se conoce como América Latina, el arte, en sus diversas manifestaciones, fue un medio vital para mostrar el cristianismo a las culturas originarias. Muy pronto, los frailes se percataron de que ese medio, para que tuviera respuestas, no podía ser unilateral, es decir, solo europeo, sino que tenía que incorporar el universo americano. Primero en sus formas, gustos y colores; después, con el surgimiento y crecimiento de las ciudades, a mediados del siglo XVI, fue incorporando la conciencia de la existencia de una nueva tierra, con hombres diferentes a los de España.
Entre las artes americanas, al igual que en las europeas, la hagiografía, o narración milagrosa de las vidas de los santos o hechos extraordinarios relacionados con advocaciones cristológicas o marianas, fue un manantial de inspiraciones. Estas fueron plasmadas y a veces firmemente calcadas en la pintura y la escultura. Debido a su naturaleza, la arquitectura, la música y la poesía fueron más independientes. En la América española o latina, los frailes dominicos lograron conciliar lo europeo con lo propio de la tierra y sus derroteros indígenas, criollos, mestizos y, en ocasiones, afros.
Este libro realiza un recorrido por Perú, México, Guatemala, Bolivia y Colombia, para mostrarles a los lectores, desde diferentes ámbitos, esos vínculos existentes entre el arte y la hagiografía, recurriendo a la pintura y la escritura principalmente.
El libro abre con el capítulo titulado “Hagiografía y santidad dominica en el Perú virreinal, siglo XVII”, escrito por el especialista René Millar Carvacho. En él se analizan diversas hagiografías referentes a santos o candidatos a la santidad —Rosa de Lima, Martín de Porres y Juan Macías, que vivieron durante la segunda mitad del siglo XVI—, postulados por la provincia de San Juan Bautista del Perú. Pretende mostrar la relación de esas hagiografías con el proceso evolutivo que había experimentado ese género literario en Europa y también, a través del análisis de dichos textos, determinar si ellas reflejan un cierto modo de santidad dominica. Por ello, busca los aspectos comunes y determinantes que aparecen en los textos y que permiten hablar de la existencia de un modelo de santidad.
El capítulo presenta los elementos esenciales que, a partir de las hagiografías, definen a un santo en la provincia de los dominicos del Perú durante el siglo XVII. El autor se detiene en el papel que se le asigna al ejercicio heroico de las virtudes y al goce de los dones sobrenaturales, tratando de precisar cuáles son los que más se destacan y por qué razón. Finalmente, muestra los fundamentos sobre los que se sustenta ese ideal de santidad y busca la fuente que lo define.
El segundo capítulo se titula “La pintura mural de los conventos dominicos en la Nueva España (1530-1590). Entre el blanco y negro de la oración y el rojo de la opulencia”. Su autor es el joven historiador Aban Flores Morán, quien, a través de los colores empleados en la pintura mural de las fundaciones de los dominicos en el Altiplano Central de la Nueva España, analiza el trasfondo que permea el pensamiento de los frailes del siglo XVI, no solo en sus prioridades pastorales sino también en su formación y régimen de gobierno. Este texto explora cómo los cambios en el color y en algunos motivos recurrentes están relacionados con el afianzamiento de la Orden de Predicadores en la Nueva España y la irrupción de frailes criollos en la vida de la Orden.
El tercer capítulo, “De venerable fraile dominico a venerable anónimo: la formación y desarrollo de la leyenda del dominico de La Piedad, siglos XVI al XX”, escrito por la joven historiadora María Fernanda Mora Reyes, realiza una revisión historiográfica de las recreaciones de la leyenda sobre el origen de la imagen central del santuario de la Virgen de la Piedad, en Ciudad de México. Expone cómo la vida de fray Cristóbal de Ortega —predicador que vivió hacia la segunda mitad del siglo XVI— dio pie para la configuración de una narración maravillosa que echó raíces hacia el siglo XVIII, se consagró en el XIX y siguió siendo recreada hasta mediados del siglo XX. En este capítulo se analizan los cambios en los relatos, relacionándolos con sus autores —tomando en cuenta desde qué disciplina y con qué intenciones escribieron—, con el momento histórico en el que vivieron, y con la situación del convento, templo y devoción. Con ello se pretende poner de relieve el fino vínculo existente entre la historia y la literatura.
Marcela Corvera Poiré es la autora del cuarto capítulo, nombrado “San Jacinto de Polonia en la América española”. En este se hace referencia a cómo, tras la canonización del santo polaco a finales del siglo XVI, los dominicos de la América hispana promovieron su devoción, y a la buena recepción que tuvo entre los fieles, al menos durante algún tiempo, a decir de las fuentes. Los frailes levantaron templos en su honor, escribieron sobre su vida y milagros, y mandaron a hacer esculturas y pinturas, entre las cuales se destaca una particularmente rica, que se conserva en San Jerónimo Tlacochahuaya, Oaxaca, México. Los fieles, por su parte, se encomendaron al santo, le ofrecieron exvotos e hicieron mandas para lograr sus favores. Una breve reflexión sobre los móviles de la promoción ya referida redondea el capítulo.
El quinto capítulo, “La representación de Santa Rosa de Lima en la Nueva España. Ejemplos de las catedrales de Puebla, México y Oaxaca”, de Erika González León, parte del hecho de que la elevación a los altares de Santa Rosa de Lima marcó un hito en la historia del Nuevo Mundo. El revuelo que causó su acelerada canonización favoreció el proceso de creación y consolidación de su iconografía en Lima, su ciudad natal. En el virreinato de Nueva España, la situación fue similar: a la par de la llegada de la bula de beatificación, se comisionaron obras de arte que tuvieran como tema central algún episodio de la vida de Santa Rosa. Ejemplos de esto es posible verlos en las catedrales de las principales ciudades novohispanas. En el estudio de estas imágenes se centra este capítulo, en aquellas obras que por su temática poco recurrente y novedosa, formaron parte de esos primeros ejemplos de divulgación del culto a la primera santa del Nuevo Mundo.
El sexto capítulo, “La emblemática de los siglos áureos en los hológrafos de Santa Rosa de Lima”, escrito por Emilio Ricardo Báez Rivera, estudia cómo los emblemas santarroseños hacen eco del esperanto euroamericano de los siglos áureos. Esto por ser un novedoso lenguaje basado en la conjunción tripartita de la imagen, el lema y el epigrama en el libro ilustrado y en la literatura emblemática de Giordano Bruno, Diego de Saavedra y Fajardo, y, en especial, de su creador Andrea Alciato. Este nuevo código de síntesis simbólica confirió un sentido sagrado a la empresa que remitía a un hecho evocado por el arte de la memoria. El capítulo revisa las características del emblema y de la empresa para ensayar una clasificación distributiva de las quince mercedes divinas compuestas por la primera santa y poeta novomundista.
Magdalena Vences Vidal, en el séptimo capítulo, “Lo antiguo y lo nuevo en el arte e iconografía del retablo de la Virgen del Rosario en Coixtlahuaca, Oaxaca”, recupera parte de la memoria histórica y plástica del retablo de la cofradía de la Virgen del Rosario, del templo conventual dominico de San Juan Bautista Coixtlahuaca, en la Mixteca oaxaqueña, México. Se entretejen las acciones emprendidas por la Orden de Predicadores, los chocholtecos y mixtecos en torno al establecimiento de la devoción y el culto decoroso a la Maternidad Divina, en respuesta a una Iglesia y monarquía hispánicas contrarreformistas.
La construcción del retablo en el siglo XVII y su modernización en el siglo XVIII es un claro ejemplo del desarrollo artístico en la Mixteca, estrechamente vinculado con la región Puebla-Tlaxcala. No es un caso aislado en la iglesia, como tampoco en la Mixteca, ya que las modificaciones, en buena medida, se produjeron al vaivén de los recursos humanos y materiales afectados por los embates de la naturaleza. También llega al presente con cambios formales e icónicos y, a su vez, se vincula temáticamente con otros retablos marianos de la misma iglesia.
Por otro lado, el lineamiento general que debe cumplir cualquier intervención sobre pintura de caballete promueve el respeto a sus cualidades, asegura su permanencia y transmisión a futuras generaciones. Desde este concepto se presenta el trabajo realizado sobre las pinturas del siglo XVI, de los retablos mayores de Coixtlahuaca y Yanhuitlán, Oaxaca, México. La intervención se desarrolló con un equipo interdisciplinario para establecer su relevancia histórica, estética, artística y funcional, con el objetivo de conocer y mantener sus características y valores. En el octavo capítulo, titulado “Restauración de las pinturas del siglo XVI de los templos de San Juan Bautista Coixtlahuaca y Santo Domingo Yanhuitlán, atribuidas al pintor sevillano Andrés de Concha”, se presentan los criterios y los lineamientos teóricos que guiaron los proyectos de restauración, haciendo énfasis en el proceso de toma de decisiones para el caso de los tratamientos de rebaje de barniz, la valoración de los agregados pictóricos y la reintegración del color. Las autoras son Yolanda Madrid Alanís y Magdalena Castañeda Hernández.
Mariana C. Zinni, en el noveno capítulo, “Bien morir e identidad mestiza en una representación potosina de Nuestra Señora del Rosario, siglo XVIII”, analiza la construcción de la identidad mestiza e indígena en una representación potosina de Nuestra Señora del Rosario. En la pintura, destaca la presencia central de un indígena en posición orante, rodeado de autoridades civiles y eclesiásticas. En su figura convergen las miradas de los personajes retratados y del espectador. Al respecto, la autora propone una lectura de este cuadro como ayuda visual para una piedad ilustrada y preparación para el bien morir, y como construcción de un sujeto piadoso diferenciado —el indígena descalzo, llevando un rosario, orando de rodillas—, destinatario de un mensaje particular y a la vez centro iconográfico de la imagen. Asimismo, pretende analizar los procesos de identidad religiosa representados por el indígena retratado y las diferentes escenas suplementarias y marginales que presenta el lienzo. A partir de la disposición del espacio iconográfico, y de gestos y miradas, es posible componer una identidad novomundista en este cuadro, propiciada por la presencia de la advocación mariana y la influencia de la Orden de Predicadores.
En otro ámbito, a partir de 1743, gracias al apoyo del obispo Álvarez de Abreu, la comunidad de monjas del convento dominico de Santa Rosa de Lima, en la ciudad novohispana de Puebla, inició el ambicioso proyecto de la decoración de su nueva iglesia. En particular, detrás del complejo programa iconográfico del coro alto, centrado en la glorificación de María, estuvo no solo el obispo, sino la diligencia de la madre sor María Anna Águeda de San Ignacio, quien desde 1741 ocupó el cargo de priora. Religiosa de una educación poco frecuente para una mujer de su época, bajo el amparo del obispo, escribió algunas obras de carácter teológico y devocional que alcanzaron la imprenta. En ellas reflexionó sobre temas y argumentos relacionados directamente con las pinturas de la bóveda.
Las correspondencias rescatadas permiten postular la importancia que algunas monjas excepcionales tuvieron en la configuración de los espacios conventuales y en las formas de religiosidad femenina. En tal sentido, el interior del coro revela el mundo intelectual y espiritual de la comunidad, tanto como sus prácticas devocionales y sus gustos artísticos. En consecuencia, a partir de la lectura interrelacionada de la obra escrita de la priora y las pinturas del coro, el décimo capítulo, “La glorificación de María como Madre de Dios en la bóveda del coro alto de la iglesia de monjas dominicas de Santa Rosa de Lima en Puebla”, escrito por Cristina Ratto, explora los vínculos existentes entre cultura letrada y cultura visual, entre pintura y formas de devoción en el contexto de la clausura.
En el decimoprimer capítulo, “Constelaciones, rosas y estrellas en el sermón guadalupano de fray Joseph George Alfaro y Acevedo (1758)”, Margarita Fernández de Urquiza analiza el sermón pronunciado por el religioso dominico, fray Joseph George Alfaro y Acevedo, durante las fiestas de 1758, que la ciudad de Zacatecas organizó en honor a la Virgen de Guadalupe, ante su nombramiento papal como patrona universal de la Nueva España.
El sermón se inserta en el contexto histórico del acontecimiento guadalupano y su título es Claro testimonio de la gloria de María Santíssima en su Milagrossisima imagen de Guadalupe. En este se ponderan los motivos, casualidad o contingencia que hicieron que Zacatecas festejara a la Virgen en ese justo momento. Alfaro reúne varios elementos, como la estación otoñal, el lugar geográfico, los astros y aun el número ocho que aparece en la imagen, para discernir, en esas conjunciones, el designio de Dios y el deseo de la Virgen de permanecer en la Nueva España como patrona de los americanos. El panegírico es uno de los más eruditos del festejo zacatecano. Este capítulo pretende mostrar las imágenes literarias, así como el espíritu criollo de la élite religiosa de la Nueva España, a mediados del siglo XVIII.
En el decimosegundo capítulo, “La Virgen María de Torcoroma y la auténtica información de su aparición y milagros (1774)”, fray Eugenio Martín Torres Torres, O. P., se adentra, a través de la advocación mariana de Torcoroma, en la religiosidad neogranadina del siglo XVIII y en las características de los procesos eclesiásticos, indispensables para el reconocimiento de nuevas advocaciones marianas. En este caso, desde 1711, el año de la aparición, reinó una armonía entre el clero y la feligresía, que expresó su devoción mariana mediante la religiosidad popular.
Finalmente, a partir de la Edad Media, en las devociones populares tributadas a María y a múltiples santos aparecieron los exvotos pintados como testimonios de intercesiones o favores recibidos ante enfermedades incurables, accidentes mortales o desastres naturales, entre otros importantes motivos. Durante el siglo XVI, esta tradición pasó a la América española, y numerosos santuarios se colmaron de exvotos. Con el fin de valorar estos testimonios como fuentes históricas, en el último capítulo titulado como “Algunas consideraciones sobre un patrimonio perdido: los exvotos pictóricos de la Orden de Predicadores en México”, Elín Luque Agraz estudia el papel que la Orden de Predicadores desempeñó en este proceso y analiza la sobrevivencia de esta tradición pictórica a pesar del despojo, abandono e indiferencia que ha sufrido esta parte del patrimonio cultural de México y América Latina.
EUGENIO MARTÍN TORRES TORRES, O. P.
La hagiografía es un escrito relacionado con la vida de un santo, y desde hace ya tiempo ha sido reivindicada como fuente histórica, después de pasar por decenas de años de cuestionamiento por la validez de la información que entregaba. Han sido los estudios de historia cultural y de las mentalidades los que han rescatado esta fuente, al mostrar las posibilidades que ofrece para conocer aspectos relacionados con el imaginario y las creencias religiosas de amplios sectores sociales de diversas épocas. A propósito, también la literatura y la lingüística han aportado lo suyo en este proceso de “reivindicación” de los escritos hagiográficos. En todo caso, esta valoración es hasta cierto punto reciente, en especial si se considera el desarrollo de la historia a partir del paradigma de la ciencia moderna y del positivismo.
El género hagiográfico fue experimentando cambios importantes desde su nacimiento, en la antigüedad tardía. Incluso, como lo ha destacado Norma Durán (2008), el uso de la palabra hagiografía para referirse a los relatos de vidas de santos antes de la temprana Edad Moderna es un anacronismo, pues recién aparece mencionada en la segunda mitad del siglo XVII, merced a la obra de los bolandistas1. En su evolución fue influida por la política centralizadora de la santidad por parte de la Iglesia, que al perfeccionar los procedimientos de canonización exigió que en el proceso se incluyera la “vida” del candidato. De esa manera, la hagiografía quedó directamente asociada a las etapas que llevan al reconocimiento oficial de una santidad y los textos hagiográficos podían incidir en los procesos al realzar la figura del candidato.
En ese proceso controlador de la santidad por parte de la Santa Sede, el papa Urbano VIII dictó varios decretos entre 1625 y 1642 referentes a los procedimientos en materia de canonización, dos de los cuales mencionaban de manera expresa las hagiografías. En uno se prohibía la impresión de libros que relataran hechos considerados como milagros relacionados con alguien fallecido que tuviera fama de santidad, que mencionaran revelaciones o que le otorgaran a alguien la denominación de santo sin que existiera una autorización oficial de la Iglesia al respecto. En el otro se exigía que los autores de ese tipo de libros hicieran una protesta escrita al comienzo y al final de la obra, en que indicaran que se atenían a lo establecido en el decreto anterior (Rubial, 1999, pp. 35-36).
Por esa misma época, los bolandistas, en respuesta al protestantismo, iniciaban su trabajo de depuración de las vidas de los santos, sometiéndolos a un proceso de verificación de su realidad histórica mediante un análisis crítico de las fuentes y publicando el resultado de sus trabajos. Esta labor fue reflejo de una inquietud al respecto en diversos círculos de la Iglesia, que terminaría influyendo en la elaboración de las nuevas hagiografías, las cuales tratarían cada vez más de asentarse sobre fuentes documentales verificables y de elaborarse desde un cierto espíritu crítico. Todo esto quedó de manifiesto en las hagiografías de los santos de la Contrarreforma, canonizados por la Iglesia en la primera mitad del siglo, como expresión de una propuesta espiritual renovadora (Leone, 2010).
Aquellas orientaciones y características que, al tenor de la Contrarreforma, presentaban tanto las hagiografías como la santidad en la Europa católica, ¿se dieron también en el ámbito de la provincia dominica peruana, o en ese virreinato la Orden abogó por formas y modelos peculiares? El tratar de responder a dicho interrogante será el objetivo central de este capítulo. Pero antes detengámonos a precisar las fuentes y autores que consideraremos.
Ante el caso de Santa Rosa optamos por quedarnos con dos hagiografías: la de fray Juan Vargas Machuca, O. P., natural de España y religioso del convento del Rosario de Lima, escrita en 1653 e impresa en Sevilla en 16592, titulada La Rosa de el Peru, Soror Isabel de Santa Maria de el habito de el Glorioso Patriarca Santo Domingo de Guzman, credito desu Tercera Orden, lustre y Patrona de la alma Ciudad Lima, su Patria. La escogimos, a pesar de sus deficiencias literarias3, por tratarse de la primera hagiografía publicada sobre la virgen limeña, escrita por un religioso de la provincia y con el aval de sus autoridades, lo que permite suponer que responde, en cuanto al contenido, a opiniones respaldadas por la comunidad.
El autor era doctor en teología, definidor, maestro y procurador de la provincia en ambas curias —la papal y la del maestro de la Orden—, visitador y vicario provincial de los obispados de Trujillo y Panamá. En 1649 viajó a España, obteniendo de Felipe IV importantes privilegios universitarios para los dominicos. También estuvo en Roma gestionando asuntos relacionados con la elección de provincial. Al parecer, según Juan Meléndez, habría sido cronista de la provincia, pero no cumplió con el compromiso de escribir su historia (Medina, 1985, pp. 96-97).
Fuente: Diego Felipe Espinosa.
La segunda hagiografía escogida corresponde a la que publicó en Roma, en 1664, el padre Leonardo Hansen, también de la Orden de Predicadores, que en corto tiempo alcanzó numerosas ediciones en diversos idiomas, y que nosotros analizaremos a partir de la traducción realizada por fray Jacinto de la Parra y publicada en Madrid en 1668, bajo el título de La Bienaventurada Rosa peruana de S. Maria. De la tercera Orden de Santo Domingo. Su admirable vida, y preciosa muerte. Hansen, natural de Alemania, padre maestro, provincial de Inglaterra y colaborador del maestro de la Orden, escribió la obra a partir de testimonios del expediente de beatificación, cuando el proceso apostólico se encontraba en la última fase, con el objeto de contribuir al feliz término de la causa.
El libro no solo ayudó a dicho fin, sino que, además, alcanzó un éxito editorial notable. En gran medida, esos logros responden a la popularidad que alcanzó la figura de Santa Rosa, sobre todo a partir de su beatificación, y a las cualidades de la obra, bien escrita, sobria en sus formas, fácil y entretenida de leer, en su versión castellana. En ese aspecto, resulta difícil de medir el papel de los traductores, pero sin duda, en el caso de fray Jacinto de la Parra fue muy importante. Primero, por la calidad literaria que le imprimió a la traducción, por los agregados que le hizo al texto original y por asumir una autoría compartida de la obra, lo cual era bastante frecuente en la época.
Jacinto de la Parra era natural de Madrid y miembro de la Orden de Predicadores, en la que ocupó diversos cargos, en varios conventos de Castilla. Fue definidor de la provincia de España, teólogo real y calificador del Consejo de la Suprema Inquisición. Se desempeñó como censor, emitiendo numerosos dictámenes que circularon impresos (Díaz, 1994, pp. 574-578). Publicó varias obras de teología, en latín, pero sin duda la que más renombre le dio fue la de Santa Rosa. Esta, por ser obra de un miembro de la Orden cercano a la autoridad del maestro y contar con la participación de otro destacado dominico español, refleja una orientación del tema de la santidad en la provincia peruana que trasciende la opinión de los autores.
Para este trabajo también hemos utilizado la hagiografía que sobre Martín de Porres escribió fray Bernardo de Medina, cuya primera edición se imprimió en Lima, en 1673, en la imprenta de Juan de Quevedo y Zárate4. El autor, natural de esa ciudad, pertenecía a la provincia del Perú, en la que ejerció los cargos de regente de estudios del convento del Rosario, catedrático de teología moral en la Universidad de San Marcos y prior del convento de Santo Tomás de Huánuco. La favorable acogida que encontró la obra y el interés de las autoridades de la Orden por impulsar el proceso apostólico del hermano lego hizo que esta fuera reeditada en Madrid, en 1675.
Otra hagiografía que incluimos en nuestro análisis corresponde a la que escribió fray Juan Meléndez sobre Juan Macías como parte del tomo III de sus Tesoros Verdaderos de las Indias, publicados en Roma en 1681-1682 y que simultáneamente dio a conocer como obra independiente (Meléndez, 1681-1682). A primera vista puede parecer extraño que utilicemos una crónica conventual como la de Meléndez en este texto sobre hagiografías dominicas. Pero, como se ha indicado, la “vida” que escribió sobre Juan Macías tiene identidad propia, al igual que otras también incluidas en los Tesoros, lo cual se reafirma con la publicación separada que hizo de dicho escrito. Además, desde el punto de vista formal, corresponde inequívocamente a un texto de carácter hagiográfico.
Por otra parte, la utilización de la obra de Meléndez, cronista oficial de la provincia de San Juan Bautista, nos permite apreciar cómo el autor visualiza el significado de la figura de Macías en el contexto de la historia de la Orden en esas tierras. Juan Meléndez, natural de Lima, criollo, poseedor de una buena formación literaria, fue regente de estudios en los conventos de Cuzco y Santo Tomás de Lima, y visitador de varios otros. Dada su preocupación por la labor histórica, la Orden lo envió a España a recabar documentación para enriquecer la crónica que estaba preparando. Desde allí se trasladó a Roma a gestionar la causa de beatificación de Vicente Bernedo, cuya hagiografía había publicado en Lima en 1675 (Medina, 1960, pp. 290-292; Hernández, 2012, p. 252). Dicha obra también será considerada en este capítulo.
Las hagiografías, por lo general, persiguen varios objetivos al mismo tiempo y las que analizamos no escapan a esa práctica. En primer lugar, quienes escribieron sobre estas personas lo hicieron como una forma de glorificar a Dios, “que siendo maravilloso en sus santos, quiere ser en ellos alabado”, según palabras de Bernardo de Medina5 (1673). En segundo lugar, se espera que la lectura de la obra genere un efecto de imitación de la vida del personaje, objetivo que se manifiesta de manera expresa tanto por los autores como por quienes avalan o autorizan la publicación, e idea que está presente en las cinco hagiografías que consideramos. Tanto autores como censores confían en que quien lea la obra en cuestión “experimente maravillosos efectos y movimientos interiores de espíritu” (Hansen, 1668, p. 378).
En relación con el hagiografiado, todos los textos pretenden influir de manera positiva en la oficialización de su santidad. Al momento de la publicación de las obras, las causas se encontraban en diversas instancias de tramitación, y con la circulación de aquellas se pretendía impulsar el proceso. La obra de Vargas Machuca sobre Rosa de Santa María, escrita en 1653, buscaba el apoyo del poder político, específicamente del rey y del Consejo de Indias, en un momento complejo de las relaciones entre Francia y España. Presentaba a Rosa como conciliadora en ese desencuentro y confiaba en que el monarca la apoyaría y así el Perú podría lograr “créditos en su criolla Lima, veneraciones en su patrona, y todos favor en su amparo” (Vargas, 1659, dedicatoria).
La obra de Hansen, como lo hemos indicado, se escribió en la etapa final del proceso apostólico para impulsar la beatificación de Rosa. Por otra parte, Meléndez elaboró la hagiografía de Bernedo entre 1664 y 1665, con el fin de impulsar el proceso ordinario, que recién se concluía a instancias del arzobispo de La Plata, fray Gaspar de Villarroel (Meléndez, 1675). Por su parte, Bernardo de Medina, en 1673, hizo lo propio respecto a Martín de Porres, buscando impulsar el proceso apostólico, cuya apertura había sido autorizada por Roma poco tiempo antes, situación a la cual se refiere en el capítulo final (Medina, 1673, ff. 24v y ss.).
Fuente: Diego Felipe Espinosa.
La exaltación de la Orden de Santo Domingo es otro de los objetivos perseguidos por los autores y lo explicitan de manera destacada, al punto de constituirse en uno de los elementos esenciales de estas hagiografías. La existencia de estos seres excepcionales está intrínsecamente relacionada con la Orden y la figura de Santo Domingo, de quien son aventajados discípulos6. Los autores tratan de dejar en claro que cada uno de ellos es producto de la labor apostólica realizada por la Orden. E incluso, algunos autores y presentadores de las obras consideran que estos personajes virtuosos que vivieron y murieron en la provincia peruana constituyen el premio otorgado por Dios a esta Orden, por haber sido la primera que predicó “el Santo Evangelio y rosario de la Virgen” en esas tierras7.
Hasta cierto punto, toda la crónica de Juan Meléndez está influida por esa idea y, en gran medida, es una reafirmación del papel inicial de la Orden en la implantación de la fe en el Perú. Esto, en respuesta a diversas obras, en especial a la crónica de Calancha, donde los “tesoros verdaderos” eran todos esos “sagrados héroes”, que constituían “montes de santidad” de los que el Perú podía “gloriarse” (Meléndez, 1681-1682, tomo 1, prólogo).
La exaltación de la tierra es otro elemento común en estas hagiografías. Los hombres virtuosos a los que se refieren son producto de la Orden de Santo Domingo en esa región, la que gracias a ellos se sacraliza. Tal propuesta se desarrolla de forma muy clara en la “vida” de Vicente Bernedo, en la cual la villa de Potosí, generadora de las mayores riquezas materiales del orbe, gozó de las “portentosas virtudes” del “santo”, que reposa en esa tierra, enriqueciéndola más y amparándola con su intercesión (Meléndez, 1675, dedicatoria).
En el caso de Rosa de Santa María, esta es presentada por Hansen como la “corona refulgente de su patria, Lima”, que ya era famosa por su riqueza (Hansen, 1668, proemio8). Era la santa protectora de la ciudad, a la cual recurrían los fieles en momentos de aflicción (Meléndez, 1681-1682, p. 465).
Bernardo de Medina nos dice que la ciudad de Lima goza de un “especial amor y cariño” por parte de Dios, por ser “muchas las personas que le sirven, tratan de oración y aspiran a la perfección cristiana” (Medina, 1673, f. 37v). “Ciudad de santos”, la llama Juan Meléndez en sus Tesoros verdaderos (1681-1682, p. 452), santos que a su vez la engrandecen, como lo expresa Bernardo de Medina (1673, prólogo), a propósito de Martín de Porres.
Asociado al ensalzamiento de la patria, algunos de los autores destacan el carácter criollo de sus personajes. Así lo expresa Vargas Machuca (1659, dedicatoria), respecto de Santa Rosa, cuyo “nacimiento y virtud hicieron gloriosa a Lima”. Sobre Martín de Porres, su hagiógrafo resalta la particularidad y significado de su nacimiento —“madre morena libre, criolla de Panamá”— y el ser “uno de los más raros varones en perfección que ha producido América” (Medina, 1673, ff. 2-3v; Meléndez, 1681-1682, p. 452)9.
Los hagiógrafos dominicos, al plantearse todos esos objetivos, no hacían más que seguir las tendencias que se presentaban en el ámbito de la escritura hagiográfica en los países del sur de Europa y en el resto de América, durante la Edad Moderna (Morgan, 2002, pp. 24 y ss.). Posiblemente, el aspecto más destacado tenga que ver con el énfasis que le imprimen al papel de la orden religiosa. Todavía más, los escritos tienen, en gran medida, un carácter reivindicatorio del papel desempeñado por la Orden en la difusión de la fe en América.
En cuanto a los aspectos formales, las hagiografías que comentamos también se ciñen a las pautas que existían al respecto. Todas iban precedidas de las autorizaciones de rigor, otorgadas por los censores, el superior de la provincia y el ordinario del lugar. Además, se incluía la protesta del autor al comienzo y al final de la obra, donde indicaba que respetaba los decretos de Urbano VIII sobre la no utilización de la palabra santo, al referirse a alguien que no había sido beatificado ni canonizado, y al no asignar la calidad de milagros a fenómenos sobre los cuales no había pronunciamiento oficial de la Iglesia10. También se incluía una dedicatoria, que por lo general buscaba un determinado objetivo, como podía ser reconocimiento para el autor, apoyo para la causa de beatificación o para la impresión de la obra11.
Las hagiografías, en el aspecto estructural, se organizan, en general, siguiendo parcialmente los modelos que a esas alturas tenían siglos de utilización. Por ende, aparecen divididas en dos partes, en la primera se relata la vida del personaje siguiendo una secuencia cronológica y en la segunda se expone el ejercicio de las virtudes y de los dones sobrenaturales. En algunos casos, culmina la obra con la entrega de información respecto al proceso de beatificación en curso.
Con todo, ese esquema ideal no está siempre presente de manera tan clara. El hagiógrafo, muchas veces, a la hora de relatar la vida del sujeto, se encuentra con problemas de falta de información, en especial sobre las etapas de la niñez y juventud, lo que hace que las partes sean desiguales. En algunos casos se llega a extremos, como acontece con Juan Meléndez y su obra sobre Vicente Bernedo, de quien reconoce tener mínimas referencias sobre la primera etapa de su vida, al punto que le dedica solo dos capítulos, con no más de diez páginas en total, de las cuales la mayoría son de relleno. Infiere aspectos a partir de algún dato suelto o recurre a una práctica muy común en la escritura hagiográfica: la reiteración de modelos (Meléndez, 1675)12. En vista de esa carencia informativa, la obra resulta desequilibrada en su estructura, dedicándose el grueso de ella a una presentación por materias, primero del cumplimiento de los votos religiosos junto al ejercicio de las virtudes, para, en segundo término, referirse a los dones sobrenaturales de que gozó. Culmina el texto entregando información sobre la etapa inicial de su proceso de beatificación. Con la obra sobre fray Martín de Porres ocurre algo parecido. Medina disponía de poca información sobre la niñez del personaje, lo cual afectó la extensión del recuento cronológico de la vida. El autor destaca el carácter noble de su padre, caballero de la Orden de Alcántara, con la siguiente declaración: “Que suele Dios prevenir calificados padres a sus Siervos, para empeñarlos más en la virtud” (Medina, 1673, f. 3v.). Con solo dos breves capítulos dedicados a la etapa previa al ingreso al convento, la obra se centra en un desarrollo temático de las virtudes del siervo de Dios, destinando toda la segunda parte a los dones sobrenaturales, para concluir con una síntesis del estado en que se encontraba el proceso de beatificación.
Leonardo Hansen opta por una estructuración ecléctica. Su obra inicia con tres capítulos sobre los primeros años de la vida de Santa Rosa, para continuar luego mezclando los aspectos cronológicos con los temáticos en un mismo capítulo. De esa manera, se refiere a las virtudes que la adornaban, a las mortificaciones a las que se sometía, al tipo de oración que practicaba y a los dones de que gozaba; pero, todo eso, sin hacer una distinción por materias como era tan común en la escritura hagiográfica. La forma en que Hansen organizó el texto y desarrolló su contenido hizo que resultara ágil, atractivo y fácil de leer, lo que explica buena parte de su éxito, más allá de la protagonista de la historia.
Jacinto de la Parra añadió al texto original algunos apartados, como el concerniente a la beatificación de Rosa, que se confirmó poco antes de la aparición del libro en castellano. También compendió el apéndice de la edición original, que contenía gran número de casos de curaciones milagrosas, merced a la intercesión de Rosa.
De todas las hagiografías que consideramos para esta exposición, la que más se acerca a las estructuras tradicionales es la de Juan Meléndez sobre Macías, en la cual aparecen claramente separadas una parte cronológica y otra temática. Pero si Meléndez escribió, desde el punto de vista formal, bastante apegado a los cánones tradicionales, no pasó lo mismo con el aspecto metodológico. En ese sentido, tiende a aproximarse a las nuevas formas de elaboración de los textos hagiográficos que comenzaban a cultivarse en Europa (Suire, 2001, pp. 26 y ss.). Se trataba del uso de fuentes confiables que permitían sostener las afirmaciones. Lo que expone Meléndez acerca del protagonista está sustentado en una especie de autobiografía o confesiones, como él las denominaba, que dejó Macías a requerimiento de su confesor. También, utiliza las declaraciones de testigos que figuran en el proceso de beatificación, por lo que recurre a otra fuente escrita: el expediente de la causa.
Ahora bien, eso no significa que el concepto de verdad que maneja en este texto sea similar al que surge del racionalismo o del empirismo. De hecho, él se contenta con describir situaciones o hechos a partir de testimonios que le merecen fe, como las confesiones del siervo de Dios o las declaraciones de los testigos, efectuadas bajo juramento. Respecto de aquellas dice que las utiliza en los capítulos, porque “de su propio tenor y contextura se deja reconocer la sencillez y verdad con que las iba dictando en su confesión” (Meléndez, 1681-1682, p. 460). A Meléndez le preocupaba el tema de la verdad histórica, que no se adulterara con fines literarios o de entretención, y que se sustentara en fuentes fidedignas.
Por otra parte, el caso de este autor es especial en el conjunto de hagiógrafos que estamos analizando. Él, antes que nada, era un cronista, vale decir, alguien que se había dedicado de manera sistemática al estudio y al trabajo histórico, con sus métodos y prácticas. Por lo mismo, valoraba la labor de investigación en los archivos y criticaba a quienes no eran prolijos o sistemáticos en la búsqueda de la documentación que permitía sostener la verdad de los hechos (Meléndez, 1681-1682, prólogo).
Con todo, es interesante que los otros hagiógrafos dominicos que analizamos también se plantearon el tema de la verdad histórica y, al escribir estas obras, asumieron la realización de un trabajo histórico según los cánones clásicos de la disciplina. Jacinto de la Parra cita a Cicerón para fundamentar el estilo depurado, porque un exceso de retórica podía extraviar la verdad, le interesaba “seguir la línea recta de la verdad” (Hansen, 1668, proemio de Jacinto de la Parra). Leonardo Hansen, lógicamente, también se refiere a la verdad como objetivo central de la obra, para lo cual saca la información “con fidelidad del proceso remisorial y de los testimonios jurados que en él se contienen”; agrega que no se referirá a “cosas que no sean muy averiguadas” (Hansen, 1668, p. 47, prólogo).
De igual manera, el criollo Bernardo de Medina se plantea el tema del objeto de la historia a la hora de escribir su obra y, siguiendo a Cicerón, la considera maestra de la vida. Pero, también, a propósito de la disciplina, estima, basándose en Santo Tomás, que debe proponer solo la verdad, por lo que las hipérboles debían descartarse. Con todo, hace notar que la vida de este siervo de Dios era tan extraordinaria que justificaba el uso que a veces hacía de ellas (Medina, 1673, prólogo13).
En suma, las hagiografías relacionadas con la provincia de San Juan Bautista, desde el punto de vista formal y de organización, están muy en sintonía con las de sus colegas del sur de Europa y se relacionan de manera muy directa con la tradición medieval de ese tipo de escritos. Sin embargo, en cuanto a los métodos que utilizan, se aprecian ciertos aspectos que mostrarían un nivel de evolución del género que no deja de ser interesante. Los autores nos señalan que sus escritos correspondían a una obra histórica, que, con un objetivo ejemplarizante, relataba la verdad de los hechos. Y tenían razón al hacer esa afirmación, pues en la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna no existía una diferenciación de géneros literarios, y quien escribía una biografía de un laico o la vida de un santo estimaba que lo relatado correspondía a una verdad histórica (Durán, 2008, pp. 57-59 y 69).
En lo referente a los escritos sobre las vidas de los santos se produjo una inflexión significativa a partir del siglo XVII. La expresión de la verdad debió empezar a sustentarse en testimonios confiables. Eso, precisamente, hicieron los hagiógrafos que analizamos, al utilizar sobre todo los expedientes de las causas de beatificación; y lo hicieron al mismo tiempo que en Europa los bolandistas comenzaban con su tarea, que en cierto sentido apuntaba a un objetivo similar. Las declaraciones de los testigos eran hechas bajo juramento y ante la autoridad de un obispo, lo cual era suficiente para garantizar su veracidad. Para el cuestionamiento de ese criterio habría que esperar bastante más tiempo todavía.
Los protagonistas de las hagiografías eran considerados santos porque habían ajustado su conducta a la práctica y cumplimiento de las virtudes cristianas en un grado heroico; es decir, se habían ejercitado en ellas de manera sobresaliente y persistente en el tiempo. La fama de santidad estaba, además, directamente asociada al goce de dones sobrenaturales, que mostraban que el sujeto era un elegido de Dios. Los hagiógrafos, en sus relatos, destacaban sobre todo el ejercicio de las virtudes en que el personaje más había sobresalido, que seguían, por lo general, el modelo que el siervo de Dios había tenido presente y que correspondía al de un santo determinado, aunque en último término a quien siempre se pretendía imitar era a Cristo. Algo similar ocurría con los dones extraordinarios, que resultaban coincidir con los del modelo.
No obstante lo anterior, los hagiógrafos, al enfatizar ciertas virtudes, prácticas o hechos milagrosos, estaban transmitiendo, a su vez, un determinado modelo de santidad, que podía ser la expresión del sentir de una comunidad de fieles o el resultado de una política general proveniente de la Santa Sede o de la provincia o superioridad de una orden religiosa. En este apartado intentaremos analizar si las hagiografías elegidas responden a un cierto modelo común de santidad o no, y, de apelar a alguno, precisar la correspondencia que estas tenían con quienes definían esas políticas.
Las hagiografías sobre los religiosos que analizamos desarrollan en extenso y en diferentes capítulos el ejercicio de las virtudes de cada uno de ellos, y además ponen especial cuidado en destacar el cumplimiento de los votos que les imponía su estado. Bernardo de Medina dedica varios capítulos a describir el cumplimiento por parte de Martín de Porres de los votos de obediencia, pobreza y castidad. Pero, sin duda, las virtudes que más destaca de él son la humildad y, en especial, la caridad, manifestada en el amor a Dios y al prójimo, que expresaba por medio del auxilio a los desvalidos, a los enfermos y a los animales.