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María Pilar Celma Valero
Carmen Morán Rodríguez (coords.)

La verdadera patria
Infancia y adolescencia en el relato
español contemporáneo

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Ediciones de Iberoamericana

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CONSEJO EDITORIAL:

Mechthild Albert

Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn

Daniel Escandell Montiel

Universidad de Salamanca

Enrique García-Santo Tomás

University of Michigan, Ann Arbor

Aníbal González

Yale University, New Haven

Klaus Meyer-Minnemann

Universität Hamburg

Daniel Nemrava

Palacky University, Olomouc

Emilio Peral Vega

Universidad Complutense de Madrid

Janett Reinstädler

Universität des Saarlandes, Saarbrücken

Roland Spiller

Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main

La verdadera patria
Infancia y adolescencia en el relato
español contemporáneo

María Pilar Celma Valero
Carmen Morán Rodríguez (coords.)

IBEROAMERICANA - VERVUERT - 2019

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www.iberoamericana-vervuert.es

ISBN 978-3-96456-887-8 (Vervuert)

ISBN 978-3-96456-888-5 (e-Book)

Museum of Art, Nueva York

ÍNDICE

Carmen Morán Rodríguez Prohibida la entrada a mayores. Infancia y adolescencia en la narrativa española actual

Carlos Javier García Cuentos de novela de Luis Goytisolo

Luis García-Torvisco Las cenizas de la infancia en Fuego de marzo (1995), de Eduardo Mendicutti: identidad queer y nostalgia

María Martínez Deyros “When the fat old sun in the sky is falling”. Reflejos especulares de la infancia en Hipólito G. Navarro

María Esther Pérez Dalmeda El protagonista adolescente o la carrera de relevos: la adolescencia como motivo intertextual en la narrativa breve de Juan Bonilla

Teresa Gómez Trueba Félix Romeo y la Generación TV

Eva Álvarez Ramos Niños que serán adultos: cartografía de la infancia en los cuentos de Care Santos

María Pilar Celma Valero Entre la pureza y el asombro: el descubrimiento del mundo en los cuentos de Óscar Esquivias

Epicteto Díaz Navarro Los continentes y las poblaciones de nuestros sueños: la niñez en Mala letra de Sara Mesa

Daniel Escandell Montiel Videojuegos, nuevos medios y la tecnología ubicua: la juventud del cambio de milenio en la voz de Víctor Balcells

Sobre los autores

PROHIBIDA LA ENTRADA A MAYORES: INFANCIA
Y ADOLESCENCIA EN LA NARRATIVA ESPAÑOLA ACTUAL*

CARMEN MORÁN RODRÍGUEZ
Universidad de Valladolid

La aparición de los niños en la literatura occidental es un fenómeno relativamente reciente. Su habitual protagonismo en el folktale y la tradición picaresca no bastan para desmentir esta afirmación, pues los cuentos no son un retrato realista de una personalidad en esa etapa de la vida, sino que repiten un esquema mítico y, por tanto, no hay en ellos auténtica individualización ni un estudio psicológico. Los relatos de la infancia de héroes o de santos existentes en la literatura épica y caballeresca y en la hagiográfica repiten, en gran medida, esos mismos esquemas folclóricos. Por lo que concierne a la picaresca, sí es cierto, como afirma Cabo Aseguinolaza, que El Lazarillo supone un cambio respecto de la visión de la edad pueril en el pensamiento antiguo, y que a partir del siglo XVI el niño “ya no es equiparable, como había sucedido en otros momentos, con un adulto ignaro o carente de plenitud intelectual, sino que el acento sobre su inocencia y la necesidad de guía y ejemplo empiezan a delimitarlo como un objetivo pedagógico específico” (2001: 17). Pese a ello, la percepción que del mundo tiene el niño, su pensamiento y maduración no tienen cabida en El Lazarillo ni en otras obras del Siglo de Oro.

¿Por qué, hasta un determinado momento de la Historia occidental, los niños quedan fuera de la literatura y, en general, del pensamiento? Y, más importante todavía: ¿por qué de pronto los escritores parecen reparar en su existencia como un motivo digno de ser minuciosamente estudiado? ¿En qué momento, y por qué razones se produce el cambio?1

La ignorancia que hasta el siglo XIX se había mantenido sobre la infancia se fundamentaba, en parte, en la prisa que había por dejarla atrás: la alta mortalidad infantil apremiaba a superar cuanto antes esta etapa de la vida. Coe lo expresa, de modo tan lapidario como eficaz: hasta el paso a las sociedades modernas el modelo más representativo y común de niño era, de hecho, el niño muerto (1984: 17). Por otro lado, no parecía que hubiese nada que averiguar sobre el niño, que era inocente e in-fans (sin lenguaje); todo lo bueno o malo que puede ser un humano comenzaba a existir solo en la adolescencia y juventud. La infancia parecía una etapa homogénea e indiferenciada, todos los niños quedaban igualados como manifestaciones de una esencia única, el niño. La individualidad se desarrollaba en la pubertad: quien hasta entonces había sido niño comenzaba, a partir de los once o doce años, a realizarse como un ser humano —ahora sí— distinto y único. Este proceso era así fundamentalmente para el niño por antonomasia, que era varón, mientras que se consideraba que las mujeres nunca terminaban de romper por completo el vínculo con la niñez y, conservaban siempre reminiscencias de esa indiferenciación infantil.

Es la nueva época inaugurada en Europa tras la Revolución Francesa la que comienza a valorar los primeros años de la vida humana por sí mismos y no como engorrosa y peligrosa etapa que es preciso superar cuanto antes. De los cinco libros que conforman Emilio, Rousseau dedica tres a la niñez. El pensamiento ilustrado del siglo XVIII sienta las bases que permitirán el nacimiento de la pediatría, ya en el siglo XIX. Hasta entonces, la infancia era considerada un estado mórbido (como la feminidad). La revalorización del ser humano en su dimensión terrenal, vital y sensual, el interés por la educación, por la teoría del conocimiento y la formación de los ciudadanos, tienen como consecuencia que la infancia deje de ser solo una etapa enfermiza, para convertirse en un periodo decisivo de la formación del ser humano pleno. Así se ve en Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1796), de Goethe, considerada la iniciadora del género de la Bildungsroman o novela de aprendizaje, donde se narran, frecuentemente en primera persona y de manera retrospectiva, las experiencias que convierten a un niño en un joven adulto y determinan su desarrollo psicológico, moral y social (cfr. López Gallego, Escudero Prieto).

Con la Revolución Industrial, esa tendencia se afianza: aunque el trabajo en el campo y el hogar a edades tempranas había sido común hasta entonces, ahora muchos niños serán trabajadores de las fábricas, incorporándose al paisaje laboral urbano. De este modo se harán más visibles en la sociedad y, parejamente, en las artes y la literatura. Aunque todavía es alta, la mortalidad infantil se reduce, y además comienza a percibirse no como una fatalidad inevitable, sino como un problema que puede paliarse con mejoras sanitarias y sociales. Para Coe, ese cambio es uno de los factores decisivos en el desarrollo de narraciones y memorias de infancia —que él denomina Childhoods—; el otro es el hecho de que la imposición del modelo industrial desencadene un proceso de éxodo del campo a la ciudad, que a menudo se produce cuando el niño alcanza la pubertad, lo que aísla el periodo infantil y lo asocia a un lugar determinado. El niño nacido y criado en el pueblo o la villa debe, alcanzada una cierta edad (en torno a los diez años o incluso menos), abandonar ese paraíso original y acudir a la ciudad para formarse, trabajar, iniciarse en la vida adulta. Esto ayuda a percibir la niñez como una etapa cerrada y a fijarla en la memoria. Así, en Oliver Twist (1838), de Charles Dickens. Este motivo no desaparecerá en el siglo siguiente. De hecho, en España, a causa de la industrialización tardía, la partida del pueblo a la ciudad como clausura de la niñez es más representativa del siglo XX. El camino (1950), de Delibes, libro emblemático al que más adelante nos referiremos de nuevo, concluye precisamente con la inminente partida de El Mochuelo, que significará el fin de su infancia. Ese mismo asunto es posible encontrarlo en un autor actual como Óscar Esquivias, que lo trata en “La fiesta más divertida”, “Hijos de Dios” y “El estudiante de Salamanca” (véase el correspondiente capítulo de María Pilar Celma en este libro).

Aún hay otra razón por la que la presencia de la infancia como tema en la literatura se desarrolla en paralelo al género autobiográfico concebido modernamente, y es que por primera vez se empieza a dar una importancia trascendente a las experiencias de los primeros años de vida como elementos decisivos en la configuración de la personalidad de uno. Con el siglo XIX comienza el desarrollo de la pediatría (Seidler), y desde finales del siglo la atención se extenderá del cuerpo del niño a su cerebro. Las aportaciones decisivas y más influyentes, ya en los inicios del siglo XX, son las de Sigmund Freud, quien en “La sexualidad infantil” —incluido en Tres ensayos para una teoría sexual (1905)— reconoce la existencia de instinto sexual en la infancia y afirma que las impresiones y experiencias de carácter sexual que vivimos durante la niñez son determinantes en la configuración del mundo emocional y psíquico de nuestra vida adulta. Freud denuncia la ignorancia mantenida por la comunidad científica en torno a la sexualidad infantil; según él, la razón de que estas experiencias primigenias hayan sido ignoradas reside en parte en prejuicios pseudo morales que llevan a negar la existencia de instinto sexual antes de la pubertad, y en parte en el fenómeno de amnesia “que oculta a los ojos de la mayoría de los hombres, aunque no de todos, los primeros años de su infancia hasta el séptimo o el octavo” (Obras completas II 1196). Esta amnesia tendría un fundamento represivo: negar ese periodo de latencia sexual en que el placer aún no se ha visto supeditado a la moralidad y el pudor.

La literatura, que había comenzado a interesarse por la etapa infantil, sigue esa tendencia, y entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX se publican grandes obras que son, de hecho, relatos de maduración y que se constituirán en modelos del género: Grandes esperanzas (1980-1861), de Dickens, La educación sentimental (1869) de Flaubert y Retrato del artista adolescente (1914-1915) de Joyce (véanse, acerca de la Bildungsroman, los trabajos de Rodríguez Fontela, Sumalla, Coe o López Gallego)2. El último de los títulos citados se destaca como el modelo que imitar o subvertir para autores posteriores. Así, Rosa Chacel cuenta que, al marcharse a Roma en 1922, con veinticuatro años, lleva en su maleta “dos cosas de importancia vital”: el primer tomo de las Obras completas de Freud —que acababa de publicarse en Biblioteca Nueva— y el Retrato del artista adolescente. Hay que advertir que la traducción de la obra de Joyce al español no aparece hasta 1926, fecha en que Dámaso Alonso, bajo el seudónimo Alfonso Donado, la publica, también en Biblioteca Nueva y con prólogo de Antonio Marichalar. Con todo, más importante que el que verdaderamente Chacel pudiese llevar en su maleta del año 22 ese libro (que no llevaría en inglés, lengua que por entonces no conocía), me parece que considere oportuno afirmarlo, ya sea mintiendo o, muy posiblemente, a causa de una paramnesia. Ella, que será autora de dos novelas de crecimiento fundamentales de la literatura española, Memorias de Leticia Valle y Barrio de maravillas, juzga conveniente situarse en la estela del artista adolescente de Joyce.

Aunque la presencia del universo y la mirada infantil en la literatura no se limita a este género de la Bildungsroman, buena parte de los relatos de infancia y adolescencia que encontramos en las letras españolas de los últimos veinte años —podríamos incluso extender el paréntesis temporal hasta las tres últimas décadas— se adscriben a la autobiografía o la autoficción, o transitan la gama de grises entre una y otra. Y si bien el relato de iniciación en la edad adulta se ha configurado históricamente, como hemos visto, en la forma de novela —el propio término Bildungsroman lo indica—, la narrativa breve no permanecerá ajena a este modelo extraordinariamente fecundo. El presente volumen muestra cómo, más allá de la novela de aprendizaje (pero con la mirada a menudo puesta en ella), el cuento y el relato se han interesado por narrar el paso de la infancia a la madurez, o por retratar al niño que uno fue —que, en contraste con el adulto al que sabemos autor, produce un efecto de relato de maduración—; o bien por explorar el contraste entre el mundo de los mayores y la mirada infantil.

Por las mismas fechas en que Freud se adentra en los sótanos de la psique infantil, las vanguardias, con su concepción iconoclasta y lúdica del arte y la literatura, reivindicarán la abolición del sujeto creador adulto y de su punto de vista sancionado por la lógica como el único válido. En su revalorización de lo lúdico, las vanguardias adoptarán la perspectiva de la niñez como punto de partida óptimo para crear y para interpretar el mundo, prefiriendo abjurar de la racionalidad adulta y abrazando la cosmovisión del niño. La novedad con que el mundo se ofrece ante este supone un descubrimiento cotidiano de las cosas más elementales, que en cierto sentido se vuelven a crear cada vez que unos ojos infantiles las miran. Esa creación primigenia del universo que todo niño realiza naturalmente será la que añoren y persigan muchos artistas. Lo expresa a la perfección Juan Ramón Jiménez, quien además de dedicar a la niñez su proyecto de libro Edad de Oro, recurre a la mirada infantil en muchos de sus cuentos, decisivos en el desarrollo del moderno relato breve español. Y al referirse a su propia infancia, dirá, con la acostumbrada exactitud: “Cuando yo era el niñodiós”.

El artista mira el mundo con ojos de niño por diversas razones, unas más optimistas que otras: se ve constantemente sorprendido por continuas invenciones —la máquina de escribir, el aeroplano, el cinematógrafo—, como juguetes que en la mañana de reyes llenasen la pupila del niño-artista. El arte de Miró, por ejemplo, persigue intencionadamente producir la impresión de ser un juego de niños; en poesía detectamos una recuperación de la canción infantil (desde la nana hasta el cantar de corro) y un empleo de esta como fuente de inspiración para creaciones nuevas, artísticas (artificiosas) que, sin embargo, quieren parecer fáciles, pueriles. Se adopta la infancia como punto de partida teórico para abordar la creación, y se persigue un resultado infantil a través de procesos, sin embargo, muy complejos. Pero la infancia no es solo el territorio de la felicidad, también lo es de los terrores, la enfermedad y la incomprensión, y esta otra dimensión de la infancia le sirve al hombre moderno para expresar su angustia ante un mundo que le resulta lejano e incomprensible, mundo de adultos en que él se siente como un niño perdido. Los dadaístas niegan la tradición, el canon y la razón, respondiendo a esta, provocadoramente: Dadá. Desacreditan así la lógica adulta, que había llevado a la Gran Guerra: hay que recordar que el movimiento lo alumbran en Zúrich, en 1916, un grupo de artistas refugiados durante el conflicto. La elección del nombre es sumamente elocuente de la radicalidad del movimiento. Dadá es un término infantil para llamar al caballo, y particularmente al de juguete. No parece irrelevante la elección de este animal, que había desempeñado un papel fundamental en el progreso de la civilización y en todas las guerras a lo largo de la historia de la humanidad, y que, por primera vez, en la Gran Guerra, se mostraba inoperante en combate, superado por los nuevos medios de locomoción y armamentísticos. Se pone en solfa, así, el mundo antiguo, su lenguaje y sus valores, optando por la mirada inocente, virgen aún a los prejuicios de la cultura y la razón, del niño.

La Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial consumarán la crisis del varón blanco occidental y adulto. En nuestras letras, el reinicio de la narrativa española lo marca precisamente una novela de aprendizaje fundamental: Nada, de Carmen Laforet. Quizá se ha insistido demasiado en la naturaleza milagrosa de esta ópera prima escrita por una jovencita de veintitrés años sin experiencia ni relaciones en el mundo literario, y que después no volvería a escribir nada con el mismo éxito. Es muy posible que, de haber llevado una firma masculina, ni la juventud, ni la posterior trayectoria, ni el carácter milagroso del libro hubiesen sido tan subrayados por la crítica. En cualquier caso, la narradora del libro maneja extraordinariamente el distanciamiento emocional de los personajes mayores que la rodean —no así de los de su edad, como Ena o los chicos, Pons, Guíxols, Iturdiaga y Pujol—. Los habitantes de la casa Aribau son para Andrea, la protagonista y narradora, seres lejanos, incomprensibles, y —sobre todo— seres cuya comprensión no le interesa en absoluto. Siempre me ha parecido especialmente llamativo el tratamiento dispensado por la narradora al personaje de la abuela. Dado que la novela tiene una atmósfera de cuento gótico y que la protagonista es una joven, el lector espera una cierta complicidad o al menos compasión hacia la anciana, personaje más positivo —en principio— que el resto de sus parientes, pues aunque senil, se muestra dulce y acogedora con su nieta. Sin embargo, Andrea también relata todo lo concerniente a su abuela desde la distancia radical de quien no tiene nada que ver con los que hicieron la guerra y no terminaron de salir de ella.

A Nada le seguirán otras Bildungsroman, como El camino (1950), de Miguel Delibes, la más fantasiosa Industrias y andanzas de Alfanhui (1951), de Rafael Sánchez Ferlosio, o Primera memoria (1959), de Ana María Matute. Consecuentemente con la exploración de la niñez que se trata de llevar a cabo en estas obras, por lo general no se recurre en ellas a una narración omnisciente, sino que se opta por una focalización narrativa ajustada a la visión infantil del mundo3. Estas novelas —especialmente Nada y El camino— serán lectura de curso en el bachillerato de los sesenta y setenta para muchos de los que serán después escritores. Matute, además, había publicado en 1956 Los niños tontos, título fundamental en el desarrollo del relato español contemporáneo, donde la infancia aparece como un tiempo marcado por el dolor, la crueldad, la incomprensión y la muerte, muy lejos de la imagen dulcificada que a menudo se da de ella, y con un fuerte componente alusivo a las condiciones en que había madurado la generación de la autora —los llamados “niños de la guerra”—. No era España, pese a que lo proclamase la letra del himno que recogía la Enciclopedia Álvarez, un “florido pensil” reverdecido por el “impulso juvenil” de sus escolares.

Concluida la Segunda Guerra Mundial y superadas sus primeras consecuencias, los países aliados experimentan una mejora en las condiciones de la vida cotidiana, origen del baby boom que se producirá entre 1946 y 1965 en países como EE.UU., Reino Unido o Francia, y con unos diez años de retraso en España. Las promociones nacidas con posterioridad a la contienda conocerán las cartillas de racionamiento, pero también, más tarde, el acceso a bienes de consumo y el discurso publicitario sobre esos mismos bienes, emblemáticamente encarnado por la canción del Cola-Cao, en una España que aún no había olvidado la harina de almorta.

Convengamos en llamar novísimos, en un sentido laso, a esos jóvenes que en torno al año 68 concluían su adolescencia o se encontraban ya en la juventud. Se corresponden con la juventud que en Europa y otras partes del mundo no ha vivido la Segunda Guerra Mundial, y sí la bonanza económica que sigue al Plan Marshall y el despegue económico capitalista en los sesenta. Se repite la fractura entre viejos y jóvenes que parece ley de la naturaleza, y que en la literatura contaba con precedentes ilustres: los románticos que desdeñaban a los anticuados neoclásicos, los modernistas que hacían lo propio con la gente vieja, y que más pronto que tarde serían, ellos mismos, algo vetusto y superado para los vanguardistas… En el salto generacional del año 68 se solapan un debate moral y uno generacional. Los supervivientes de las guerras mundiales y la Guerra Civil española no dan crédito a la insolencia de unos jóvenes que no les muestran ningún agradecimiento por haberse sacrificado para que ellos tengan acceso a unos bienes de consumo inéditos hasta entonces; pese a ello, la juventud no siente que deba agradecer a sus mayores haber hecho la guerra. Los muchos que abrazan ideologías de izquierdas lo hacen bajo formulaciones renovadas (lectura de Marcuse y Debord mediante), que rechazan los términos de debate de los predecesores, y que rechazan también —o al menos, se jactan de rechazar— la expresión estética de ese debate, el social-realismo.

Esos jóvenes que no combatieron reivindicarán una forma no adulta de estar en el mundo, rechazarán las obligaciones impuestas, responderán con descaro infantil a las convenciones de sus respetables y laureados padres y abuelos. En el ámbito anglosajón, un ejemplo esclarecedor es el de Colin McInnes (1917-1977), pariente de Rudyard Kipling, del pintor Eduard Burne-Jones y del político conservador Stanley Baldwin. Aunque McInnes sí participó en la Segunda Guerra Mundial —y, de hecho, escribió sobre ello en To the Victors the Spoils (1950)—, es autor de una novela exquisita que diagnostica con exactitud algo que se encontraba en el ambiente. Esa novela es Absolute beginners (1959), y la peripecia de su juvenil protagonista, que no tiene nada de trascendente, porque él no está llamado a las grandes hazañas de sus mayores, le mezcla en los disturbios raciales de Notting Hill al ritmo de nuevas músicas, mientras persigue a la esquiva Crêpe Suzette y se topa con habitantes del Imperio británico muy distintos de sus ilustres antepasados. Todos ellos son absolute beginners, principiantes grado cero de la vida, que se niegan a cargar con la gloria y las culpas de la generación anterior, y que incluso eso —negarse— lo hacen a su manera. El anónimo narrador y protagonista no se enfrenta a su padre, por más que sí manifiesta cariño las pocas veces que cruza con él algunas palabras; es solo que no tienen demasiados temas en común. Aunque pueda parecer casual, me parece muy significativo el parentesco de McInnes con Kipling, porque más allá de ser un vínculo sanguíneo representa un auténtico giro de principios morales. El autor de “If” había cifrado en este poema todo un código del ideal británico de firmeza, estoicismo y flema que concluía con una promesa de gobierno innegablemente imperial, masculina y, por supuesto, adulta (“Yours is the Earth and everything that’s in it / and —which is more— you’ll be a Man, my Son”); los principiantes de McInnes, interpretan a su manera (o sea, their way, como Sinatra o como, muy pronto, los Sex Pistols) en qué podía consistir, no ya ser un hombre, sino simplemente vivir y tener veinte años en el hervidero que era Londres en 1959.

En España, con el consabido retardo, los autores que comienzan a publicar hacia 1970 exhibirán unas señas de identidad deliberadamente irritantes para muchos: radio, televisión, fotonovelas, cómic, novela de aventuras y de kiosco, canción popular, cine ávidamente consumido (incluso aunque algunas de esas películas luego resultasen ser buenas). Así se ve en Julia (1970), de Ana María Moix, una de las mejores novelas de crecimiento personal escritas en español4. La narradora y protagonista, de rasgos autoficcionales bien reconocibles, se siente incomprendida por sus padres —únicamente con su abuelo paterno, viejo anarquista, hay cierto entendimiento—. Sus compañeros en la universidad se comprometen acaloradamente con causas como la Guerra de Vietnam, el hambre en la India o las luchas raciales, que a ella solo le despiertan un mortal aburrimiento. Es significativo que, pese a que la edad es la misma, la colectividad aparece asociada a la lucha política, mientras que la subjetividad individual se desentiende de ella. En su lugar, se prefiere como espacio íntimo la lectura de tebeos y novelas, el cine o la canción ligera, profusamente citados en las páginas de Julia.

Así pues, a partir de los años sesenta infancia y adolescencia se convierten en valores que oponer al mundo adulto y responsable. Eso mismo aproximará solidariamente dos periodos vitales que en puridad resultan bien distintos entre sí, como son la infancia y la juventud. Una y otra harán causa común contra la adultez. La novela que acabamos de citar, Julia, ejemplifica de manera cristalina esa vinculación entre infancia y juventud frente a la madurez; de hecho, la narradora llega a reconocerse a sí misma rehén de la Julita niña, que no acepta verse arrinconada, relegada a la categoría de recuerdo, y se impone sobre la adulta, vengándose de ella e impidiéndole alcanzar la normalidad: “Julita se había convertido en un dios martirizador para Julia, un dios que reclamaba continuos sacrificios para calmar su antiguo dolor” (56). La misma Ana María Moix, en varios de los relatos de Ese chico pelirrojo a quien veo cada día (1971), muestra el conflicto entre la visión del mundo de los adultos y la de los adolescentes, niños o jóvenes de ambos sexos.

Obviamente, ese acercamiento parte de los jóvenes, que son quienes, ante el rechazo que les producen los valores adultos, prefieren volver la vista hacia la infancia. Ser menor de treinta años era la única credencial de autenticidad y rebeldía. La célebre frase que Jack Weinberg pronunció en 1964 durante los disturbios de Berkeley, resumen bien la idea: “Don’t Trust Anyone over 30”. Del cuño romántico de esta renovada fractura generacional nada habla mejor que el verso de Poe —por supuesto, en la versión de “Anabel Lee” que Radio Futura convirtió en un éxito musical en 1987—: “Nuestro amor era más fuerte que el amor de los mayores”. Parece paradójico (pero más bien no hay paradoja alguna, sino una pura y perversa aplicación de la lógica del capitalismo) que, justo desde esas fechas, infancia y adolescencia (y también, por supuesto, juventud) empiecen a ser valores vendibles, anunciables, sometidos a un eros capitalizado. Los jóvenes serán a partir de ahora consumidores y protagonistas de la publicidad, que se convertirá también en un rasgo identitario, sobre todo con la aparición y desarrollo del spot televisivo.

En 1979 aparece un ensayo de Fernando Savater titulado La infancia recuperada; su objeto son los relatos que le cautivaron durante su iniciación como lector. No interesan a Savater los libros infantiles, sino las grandes aventuras cautivadoras que mantienen elementos propios del mito: Moby Dick, Las aventuras de Sherlock Holmes, los cuentos de Jack London, etcétera. En su defensa de esta literatura emocionante, Savater confirma la importancia de esas lecturas en la conformación del adulto al que suelen ir a parar los niños. No es una importancia propiamente literaria. A partir del ensayo de Benjamin El narrador, Savater distingue entre estas narraciones o relatos —sea cual sea su extensión— y la moderna novela. Frente a esta última, vinculada a la sociedad burguesa, a la lectura individual y al estilo fidedignamente recogido en el libro (frente a la trama), lo que verdaderamente resulta cautivador en esas historias no es el estilo ni la estructura ni nada parecido, sino su apego a lo mítico y lo esencial humano, contenido en una trama que, a pesar de los autores (Melville, Stevenson, Doyle, Burroughs), admite la recreación del lector entusiasta que les cuenta la aventura a sus amigos, enlazando con la vieja cultura oral. Para Savater, el valor de esas historias va mucho más allá de lo literario entendido como una disciplina, y se incardina en la médula de quienes verdaderamente han experimentado la emoción de la lectura insaciable, en aquellas tardes de los doce o catorce años.

Del mismo año que el libro de Savater es la película Arrebato, de Iván Zulueta (1979), donde se expresa exactamente lo mismo, aunque de manera muy distinta. El cineasta en ciernes Pedro (a quien se le describe como “un tío que lleva viviendo veintisiete años y tiene… doce”) conmina al protagonista, José (un director de cine en crisis), a responder a la pregunta: “¿Cuál era tu colección de cromos preferida?”. José confesará “Las minas del rey Salomón”. Pedro abre un arcón lleno de álbumes, selecciona el elegido por José y lo pone ante él para examinar su reacción: “Toma. A ver si es verdad que te gusta tanto”. Lo que busca Pedro no es la nostalgia (“nada de recuerditos”); quiere poner a José a prueba, ver si, pese a estar en la edad madura, mantiene, como él, la capacidad de vivir la creación cinematográfica con la misma intensidad con la que, en la niñez no tan lejana, vivían el juego, intensidad que era capaz de conjurar el discurrir lineal del tiempo, cuya conciencia marca el paso a la adultez: “Dime, ¿cuánto tiempo te podías quedar a pasar mirando este cromo? Y este, ¿te acuerdas? ¿Y esta orla? ¿Y este otro? ¡Años! ¡Siglos! ¡Toda una mañana! Imposible saberlo. Estabas en plena fuga, éxtasis. Colgado en plena pausa. Arrebatado”. Las drogas serán a la vez estímulo para la creación y freno: Pedro las consume, igual que Alicia al otro lado del espejo, pero no le terminan de gustar (“porque me hacen crecer”). Herederos de Peter Pan —una referencia obvia en la película de Zulueta— los artistas de los años setenta y ochenta tienen en la infancia su auténtico venero de creatividad, y sus estímulos principales serán las lecturas señaladas por Savater, los tebeos, los cromos, el cine y las canciones. Frente a la infancia rural que se representa en El camino, donde la experiencia de crecimiento viene asociada al abandono del pueblo natal para estudiar en la ciudad, los escritores de las siguientes promociones representarán una infancia generalmente capitalina y, sobre todo, más ligada a la cultura de los mass media que a la naturaleza (de hecho, esta se percibe filtrada por la representación de la misma en las aventuras de ficción).

La paulatina introducción de la televisión en España desde los años cincuenta culmina en los sesenta, década en la que su acceso se generaliza. El nuevo electrodoméstico se integraba en los hogares españoles, aunque para disimular su aspecto tecnológico y ubicarlo entre el resto del mobiliario se recurriese al acabado en madera o al pañito de ganchillo. Para los nacidos en los sesenta, la experiencia de la lectura, los tebeos y cromos como formadores de la infancia será desplazada por las series y dibujos animados, y los autores se mostrarán muy conscientes de ello, convirtiendo eso mismo en tema de sus creaciones5. Son, como ha apuntado Esther Pérez Dalmeda (2016: 8), la primera generación que conoce la televisión desde su nacimiento. Si en la educación sentimental de los novísimos habían sido fundamentales el cómic, la novela de kiosco, la radio y la canción ligera, en los nacidos en los sesenta será sobre todo la televisión la que mediatice su experiencia infantil. La pantalla doméstica toma así el relevo de la hoguera en torno a la cual se contaban desde tiempos remotos historias míticas que nos enseñaban a entrar en la vida y afianzaban los lazos de la comunidad. Es aún una televisión con dos canales, como la que recuerda Félix Romeo: todo el mundo ve lo mismo, y ver determinados programas, repetir sus canciones, frases y gestos se considera un elemento crucial de integración en el grupo, como reflejan “Mármol”, de Sara Mesa, o “Television Man”, de Víctor Balcells, estudiados respectivamente por Díaz Navarro y Escandell Montiel en este volumen.

Esto no quiere decir, por supuesto, que no se reconozca el valor generacional de algunas lecturas. Ahí está Los cinco y yo, de Antonio Orejudo, fan fiction de la célebre serie de Enid Blyton —y falso juego intertextual con la ficticia novela After five de Rafael Reig—. Como Orejudo señala, la de los nacidos en los sesenta (él es del 63) es la primera generación que leyó la saga inglesa de Los cinco, que no se tradujo al español hasta 1964, por lo que esta lectura, verdaderamente generacional, les diferencia de sus hermanos mayores, así como de los nacidos ya en los setenta, porque aunque los libros de Los cinco continuaron reeditándose, la moda ya había pasado y la serie podía ser leída por algunos, pero estaba lejos de ser una experiencia generalizada.

Leer las aventuras de Los cinco es probablemente el único placer de nuestra infancia que nuestros hermanos mayores no experimentaron antes. Ellos leyeron a Salgari, a Julio Verne, las aventuras de Guillermo o de Tintín, pero no pudieron conocer a Enid Blyton porque hasta 1964 no se tradujo al español (Orejudo 2017: 23).

Así pues, desde los años setenta, se expresa reiteradamente, y en distintos géneros discursivos, la convicción de que la fuente de la creatividad está en las experiencias de la niñez, y de que en nuestra era y en estas latitudes del mundo dicha niñez no es concebible ya sin TV, cine, cómics, moda, publicidad, deportes y, muy pronto, videojuegos. En el ámbito de la narrativa literaria, los ejemplos se multiplicarán en la última década del siglo XX y las casi dos que llevamos del XXI.

A pesar de que el modelo de representación de la infancia procede fundamentalmente de la novela, el relato breve ha abordado con frecuencia esta materia. Los autores estudiados en el presente volumen así lo hacen. Interesa que nos detengamos a observar siquiera brevemente sus fechas de nacimiento. El único nacido con anterioridad a la Guerra Civil es Luis Goytisolo (n. 1935), cuya narrativa fragmentaria, surgida en los intersticios entre el ciclo de relatos, el fragmento y la novela, da cuenta de una identidad también fragmentaria y poliédrica. El siguiente, cronológicamente hablando, es Eduardo Mendicutti (n. 1948): él representa a los nacidos después de la Guerra Civil, quienes eluden esta pesada herencia y la hipoteca de agradecimiento o revolución que amenaza embargar sus destinos literarios por el mero hecho de deberles una victoria (o una derrota) a sus predecesores. La identidad personal y sexual forjada en la niñez y la adolescencia se perfila como un asunto crucial en los relatos de Mendicutti, y si bien no podemos decir que falte el compromiso político —“private is political”—, este es indisociable de lo íntimo. En el mismo arco temporal se encuentran Soledad Puértolas (n. 1947) o Lourdes Ortiz (n. 1949), quienes también abordan el relato de infancia o con narrador infantil (Ortiz, por ejemplo, lo hace en “Alicia”).

La mayor parte de los autores que hemos seleccionado han nacido a partir de los años sesenta y, por tanto, cuando la televisión se integra en la vida cotidiana de los españoles; además, todos, excepto Víctor Balcells (n. 1985), nacen antes de la muerte de Franco, aunque Care Santos (n. 1970) y Óscar Esquivias (n. 1972) muy cerca ya de esa fecha, de manera que viven la Transición con pocos años. El más joven de todos ellos, Balcells, incorpora un nuevo medio a su experiencia y a su configuración identitaria, emocional o generacional: el videojuego, escasamente presente en los relatos de las promociones anteriores6.

Además del impacto de la televisión y el consumo —al que luego se añade lo cibernético y virtual—, hay una circunstancia que marca a los nacidos entre los años sesenta y primeros ochenta. Se trata de implantación y funcionamiento de la Ley General de Educación de 1970, que establecía una Educación General Básica —la célebre EGB— de ocho cursos que comprendían, normalmente, de los cinco-seis años a los trece-catorce. Cumplida esta etapa, el estudiante elegía entre cursar la Formación Profesional (FP) o los tres cursos de Bachillerato Unificado Polivalente (BUP), a los que seguía un Curso de Orientación Universitaria (COU). Este sistema fue parcialmente modificado por la LOECE (Ley Orgánica por la que se regula el Estatuto de Centros Escolares, 1980) y la LODE (Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Educación, 1985), pero el diseño de los planes de estudios, en esencia, no varió. Poco después, en 1990, se promulgó la LOGSE (Ley Orgánica General del Sistema Educativo), cuya paulatina implantación concluyó en 1996/1997, curso en que concluyó su ciclo la última promoción de la EGB. Esto significa que, con algunas diferencias según la implantación en centros, se integraron en la Ley General de Educación de 1970 (EGB, FP7, BUP y COU) los nacidos entre 1964 y 1983. Veinte años escasos que coinciden con los nacidos en los últimos años del franquismo y la Transición; que coinciden también con la plena incorporación de España al capitalismo de consumo.

Si volvemos al arco temporal de lo que en términos lasos conforma una generación, vemos que la de los marcados por la Ley de Educación del 70 comprende a los nacidos entre 1964 y 1983, esto es, a nacidos en tres décadas distintas; sin embargo, el núcleo duro lo conforman los nacidos en los setenta, y el ecuador los que pertenecen a las promociones del 73 y el 74. Observemos las fechas de nacimiento de los autores estudiados en los capítulos del presente volumen. A un periodo anterior pertenecen Luis Goytisolo (n. 1935), Eduardo Mendicutti (1948) y —por muy poco— Hipólito G. Navarro (n. 1961), mientras que forman parte de la etapa EGB Juan Bonilla (n. 1966), Félix Romeo (1968), Care Santos (1970), Óscar Esquivias (1972) y Sara Mesa (1976). Esta última, por cierto, reflexiona muy nítidamente sobre la educación recibida, desde el propio título de Mala letra —con la ilustración tomada de los clásicos Cuadernos Rubio— y en el relato “Mármol”. La distancia de casi diez años que separa la fecha de nacimiento de Mesa y la de Víctor Balcells (n. 1985) es congruente con la diversa experiencia infantil que este refleja en su obra, donde son los videojuegos, más que la televisión u otros medios, la fuente de la educación sentimental. En la misma cota temporal del grupo central y más representado estarían Javier García Rodríguez (1965), Javier Cercas (1962), Antonio Orejudo (1963), Marta Sanz (1967), Sabino Méndez (1962), Mercedes Cebrián (1971), Alberto Olmos (1975), Manuel Vilas (1962), Kiko Amat (1971), Ismael Grasa (1968), David Trueba (1969), Marcos Giralt Torrente (1968), Clara Usón (1961), Andrés Barba (1975), Lara Moreno (1978), Elvira Navarro (1978), Jesús Carrasco (1972) o Edurne Portela (1974). Todos ellos —y no conforman ni mucho menos una nómina exhaustiva— tratan en sus ficciones la infancia, sea la propia, sea la de algún alter ego, sea la de un personaje cuya mirada de niño filtra la visión del mundo al enfrentarse con algunas experiencias iniciáticas. Estas pueden ser la muerte (“Pampanitos verdes” de Óscar Esquivias, “Mármol” de Sara Mesa), el erotismo y la identidad sexual (en los relatos de Eduardo Mendicutti; así como en “El estadio de mármol” de Juan Bonilla o “La casa de las mimosas”, “El misterio de la Encarnación”, “El dolor” y “Curso de natación” de Óscar Esquivias), la frustración de expectativas (“El cromo de Boronat” o “Brooke Shields”, de Bonilla) o los conflictos con los progenitores: este último tema vertebra muchos de los relatos de Hipólito G. Navarro, y de manera muy especial “Nueva Orleans 220 (Anotaciones para una historia de la madera)”; también es fundamental en los fragmentos narrativos que Félix Romeo reúne en Dibujos animados, así como en los cuentos de Juan Bonilla (como “Tú sigue por donde vas que no vas a ninguna parte”) o de Care Santos, para quien la relación del adulto con el niño se fundamenta sobre una base de coerción, represión y dominio que provoca negación y rebeldía, a menudo imaginativamente liberadas en sus relatos.

Son los arriba citados escritores que viven como niños o adolescentes la Transición democrática y la ebullición cultural de esos años, y que ya en la edad adulta asisten o contribuyen a su desmitificación, iniciada con estudios como los de Vilarós (1998) y después extendida socialmente —resulta emblemática de ese descrédito la actual expansión de marbete “Régimen del 78”—. Del mismo modo, las aportaciones reales del movimiento cultural más identificado con la Transición —la Movida— también han sido sometidas a crítica y cuestionadas (Lenore 2018).

De entre los nacidos en la década de los sesenta, un cierto número —los que comenzaron a publicar con cierto éxito más tempranamente, en los 90—fueron primeramente etiquetados bajo el rótulo de “Generación X”, en referencia al título de la novela de Douglas Coupland que expresaba la angustia de los jóvenes estadounidenses profesionales urbanos que de pronto sentían una profunda insatisfacción ante lo que se les ofrecía como prometedor futuro. En una operación que tuvo más de comercial que de historiográfico, se popularizo la etiqueta “Generación X” para reunir a autores que ciertamente interesados en explorar el nuevo desfase generacional, aunque por otro lado bien diferentes entre sí, como José Ángel Mañas, Lucía Etxebarría o Juan Bonilla. Todos ellos, además, tenían lecturas internacionales: por así decirlo, se identificaban más con El guardián entre el centeno de J. D. Salinger que con El camino de Delibes. La denominación “Generación X” fue efímera: desde el punto de vista histórico y sociológico fue rápidamente atropellada por la “Generación Y” y la “Generación Z” (por no hablar de los millenials); desde el literario, se solapaba con otra etiqueta lanzada en 2007 por Nuria Azancot en las páginas de El Cultural. La nueva denominación, “Generación Nocilla”, comprendía a autores nacidos entre 1960 y 1975, es decir, un arco temporal compartido por los integrantes de la Generación X, de edad similar, pero lanzamiento anterior a quienes se había promocionado como integrantes de la “Generación X”.

Frente al optimismo adánico de la Movida (descrito en libros como el excelente Literatura universal, de Sabino Méndez) o la correspondiente efervescencia contracultural barcelonesa (de la que da buen testimonio La vida cotidiana del dibujante underground, de Nazario), aquellos que alcanzan la juventud en los noventa viven el desencanto que sigue al año 92, una crisis económica, un alarmante aumento del paro o la guerra en la antigua Yugoslavia (señalada por Bonilla como auténtico trauma generacional). En consecuencia, el estilo imperante durante sus años juveniles —los del lanzamiento de la “Generación X”— será el grunge, una especie de rechazo al lujo y los signos del bienestar, aunque por supuesto estandarizado para su comercialización (grunge chicmemeflexibilidad