Siri Kolu

 

LOS BANDÍDEZ
Y EL KARAOKE KANALLA

 

 

Traducción de Luisa Gutiérrez Ruiz

 

019

 

 

Siri Kolu

Nacida en Kouvala, Finlandia en 1972. Es una de las más reconocidas autoras nórdicas de literatura infantil y juvenil. Aunque se inició escribiendo literatura para adultos en 2008 con "La oscuridad del bosque". Estudió literatura y teatro en Helsinki. Por los "Bandidez" recibió el premio Junior de Finlandia en 2010 y sus derechos se han vendido a dieciocho países. También hay una exitosa película sobre este libro. Ama a los perros, las peliculas sobre desastres y el arte experimental; los edificios abandonados y las tierras baldías.

 

 

 

Título original: Me Rosvolat ja konnakaraoke

 

La traducción de esta obra se hizo posible gracias al apoyo de FILI – Finnish Literature Exchange

 

© Del texto: Siri Kolu, 2011

© De las ilustraciones: Tuuli Juusela, 20111

First published in Finnish by Otava Publishing Company Published in the Spanish language by arrangement with Rights & Brands

© De la traducción: Luisa Gutiérrez Ruiz

Edición en ebook: septiembre de 2019

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B

28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

 

ISBN: 978-84-17651-99-2

 

Diseño de colección: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Composición digital: leerendigital.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Los Bandídez y el Karaoke Kanalla

 

 

CubiertaVilja está al borde de la desesperación. Ha enviado un mensaje de socorro a los Bandídez y no le han respondido. Si no la rescatan pronto, tendrá que pasar un verano aburrido y triste en un campamento musical. Echa de menos viajar en los bandidofurgona, hacer noche en la playa y tomar mermelada de amapola. El festival de verano de los ladrones está a la vuelta de la esquina, sus ganadores serán el próximo rey o reina de los ladrones ¡y Vilja no puede perdérselo!

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Índice

 

 

Portada

Los Bandídez y el karaoke kanalla

Primera parte: La comunidad de las chuches

Capítulo 1, en el que Vilja envía un mensaje de socorro

Capítulo 2, en el que nos lanzamos a una huida vertiginosa protegidos por nubes de setas

Capítulo 3, en el que una carta provoca dolor de cabeza

Capítulo 4, en el que se enseña el método de asalto «Vilja en apuros»

Capítulo 5, en el que montamos una fiesta nocturna en el campamento y se habla de los jefes bandidos

Capítulo 6, en el que Kalle pide consejo

Capítulo 7, en el que se aprende a aceptar una llamada al combate con auténtico estilo

Capítulo 8, en el que Vilja conoce la guía de las guías

Capítulo 9, en el que Vilja es nombrada representante

Capítulo 10, un capítulo largo en el que se aprende a contar mentiras como casas

Capítulo 11, en el que se hacen muchísimas cosquillas

Capítulo 12, en el que se descubre el punto débil de Hele

Capítulo 13, un capítulo corto donde se descubre un terrible engaño

Capítulo 14, en el que pisamos el acelerador y recargamos las pilas

Capítulo 15, en el que la rutina de los bandidos se tambalea

Capítulo 16, en el que se aclara quién es conductor suplente

Capítulo 17, en el que comemos un postre nocturno

Capítulo 18, en el que nos quedamos dormidos el día más importante del año

Capítulo 19, en el que caemos en una trampa

Segunda parte: Los dos jefes

Capítulo 20, en el que la fiesta de verano no está a la altura de las expectativas

Capítulo 21, en el que reflexionamos sobre los pedos que patalean

Capítulo 22, en el que Vilja se enfrenta a una situación enmarañada

Capítulo 23, en el que Vilja resuelve problemas

Capítulo 24, en el que se arma un falso disturbio y Vilja asalta en solitario

Capítulo 25, en el que Vilja se adentra en una cueva de bandidos

Capítulo 26, en el que hay atracón de tarta de caracol

Capítulo 27, en el que se miente para salvar el pellejo

Capítulo 28, en el que una rival pone a Vilja en un apuro

Capítulo 29, donde se cuentan mentiras a un agradable oponente

Capítulo 30, en el que se encuentra un aliado zumbidohorripilante

Capítulo 31, en el que se descubre si Vilja se convierte en campeona de «¡Trola, superbola!».

Capítulo 32, en el que encontramos un escondite estupendo

Capítulo 33, en el que suenan las trompetas del juicio final

Capítulo 34, en el que luchamos a cuatro y lo vemos todo azul

Capítulo 35, en el que se conocen los finalistas del Karaoke Kanalla y se presenta un sospechoso premio especial

Capítulo 36, en el que se pierde el oído musical

Capítulo 37, en el que se descubre a un bandido millonario

Capítulo 38, en el que cantamos sobre el día a día de un salteador de caminos

Capítulo 39, en el que todo está en juego

Capítulo 40, en el que hay tres encuentros en una noche

Capítulo 41, en el que se producen reencuentros desagradables

Tercera parte: El retorno del rey bandido

Capítulo 42, en el que Vilja descifra el código

Capítulo 43, en el que Vilja salda deudas y es consciente de un gran peligro

Capítulo 44, en el que se analiza la estratagema del enemigo

Capítulo 45, en el que echamos un vistazo al pasado y al futuro al mismo tiempo

Capítulo 46, en el que se pone en marcha la Operación Doblón del Rey

Capítulo 47, en el que se descubre el arma secreta de los Bandídez

Epílogo, en el que Vilja come dokaf y el rey le da la mano

Apéndice, Familias bandidas o quién es quién en este libro

Promoción

Sobre este libro

Sobre Siri Kolu

Créditos

Contraportada

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La historia universal

de Ali Smith

 

LA HISTORIA UNIVERSAL

Érase una vez un hombre que moraba junto a un camposanto.

Pero no, no siempre fue un hombre; en este caso en concreto, se trataba de una mujer. Érase una vez una mujer que moraba junto a un camposanto.

Aunque, francamente, hoy en día nadie usa ese término. Ahora se le llama «cementerio». Y ya nadie dice «moraba». En otras palabras:

Había una vez una mujer que vivía junto a un cementerio. Todas las mañanas, al levantarse, miraba por la ventana trasera y veía…

La verdad es que no. Había una mujer que vivía junto… —no, en— una librería de segunda mano. Vivía en la primera planta y regentaba la librería que ocupaba toda la planta baja. Allí se sentaba, día tras día, entre despojos de libros de segunda mano que se extendían en montones y estantes a lo largo y ancho de unas estancias alargadas y angostas; los libros apilados se alzaban, vacilantes como torres desarraigadas, hacia el yeso desconchado del techo. Aunque sus lomos hundidos, o arrugados, o todavía vírgenes estaban desvaídos por años de una luz anónima ya inexistente, todos habían sido nuevos en una ocasión, y alguien los había adquirido en una librería llena de otros volúmenes resplandecientes. Ahora estaban todos aquí, con demasiadas respuestas posibles a la pregunta de cómo habrían acabado sepultados en el polvo que moteaba el aire donde la mujer solitaria, en este día de invierno, percibía el peso de todos ellos, de las cubiertas cerradas sobre tantos millones de páginas que quizá nunca volviesen a abrirse.

La librería estaba al final de una bocacalle, en el centro de una pequeña aldea que en verano visitaban unos pocos turistas. Los negocios habían disminuido considerablemente desde 1982, año en que la Reina Madre, de aspecto frágil y sosteniéndose el sombrero con una mano para que no se lo llevara el viento, había inaugurado la carretera de circunvalación que agilizaba la entrada en la ciudad y dificultaba sobremanera detenerse en aquella aldea. Después había cerrado el banco, y finalmente también la estafeta de correos. Quedaba una tienda de ultramarinos, pero casi todos iban a comprar en coche al supermercado que estaba a diez kilómetros de distancia. El supermercado también vendía libros, aunque solo tenía unos pocos.

De vez en cuando alguien entraba en la librería de segunda mano para buscar un libro que habían mencionado en la radio o en una reseña del periódico. La mujer solía disculparse porque no lo tenía. Por ejemplo, ahora era febrero y hacía cuatro días que no entraba nadie. En ocasiones, una o un adolescente aficionado a la lectura se apeaba del autobús de las cuatro y media que cubría la ruta entre la aldea y el pueblo, abría tímidamente la puerta de la librería y alzaba la vista con ese deleite que se percibe incluso desde atrás, en el espacio entre los hombros y el ángulo de la cabeza, cuando alguien contempla la infinita promesa de los libros. Pero se trataba de algo que no sucedía desde hacía mucho tiempo.

La mujer estaba sentada en la tienda vacía. Atardecía y pronto caería la noche. Vio una mosca en la ventana; era una época temprana del año para las moscas. Aquella voló en triángulos sesgados hasta posarse en El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald para calentarse al débil sol de finales de invierno.

O… no. Un momento:

Había una vez una mosca que descansaba brevemente en un viejo libro en rústica de una librería de segunda mano. Se había posado para calentarse un poco antes de alzar de nuevo el vuelo, lo que haría de un momento a otro. No era una mosca especial ni inusual, ni tampoco de una especie interesante, como sería una mosca asesina, o una mosca holocéfala o predadora, o una mosca danzarina, o una mosca cernícalo, o una mosca abeja, o una mosca hematófaga o chupasangres. Ni siquiera era un tábano, ni un moscardón, ni una moscarda. Se trataba de una mosca doméstica común, una Musca domestica Linnaeus de la familia de los dípteros, lo que significa que tenía dos alas. Se había posado en la cubierta del libro y respiraba tranquilamente por sus espiráculos.

Había iniciado su existencia como huevo de menos de un milímetro de largo depositado en el montículo de estiércol de una granja situada a dos kilómetros y medio de distancia, y se había transformado en una larva sin patas que se alimentó del estiércol donde había nacido. A continuación, debido a la llegada del invierno, se había arrastrado unos cuarenta metros a base de pura contracción muscular para hibernar durante casi cuatro meses en la arenilla que rodeaba la base de una pared, bajo varios metros de heno amontonado en el granero. La fugaz mejoría del tiempo del pasado fin de semana había ocasionado que rompiera la parte superior de la crisálida y saliese transformada en mosca de seis milímetros de longitud. Tras extender y secar sus alas bajo una cornisa del granero, había esperado que su cuerpo se endureciese en el inesperado aire primaveral procedente de las Baleares. Aquella mañana había entrado en el resto del mundo por una diminuta rendija del techo y había zigzagueado durante un kilómetro y medio en busca de luz, calor y alimento. Cuando la mujer que regentaba la librería había abierto la ventana de la cocina para que saliera el vapor del almuerzo, la mosca entró volando. Ahora mismo excretaba y regurgitaba, que es lo que suelen hacer las moscas cuando descansan en la superficie de las cosas.

Para ser exactos se trataba de una mosca hembra, de cuerpo más alargado y ojos rojos y rasgados más separados que los de un macho. Sus alas eran membranas finas, perfectas y delicadas, surcadas de venas. Tenía el tórax gris, seis patas con cinco articulaciones flexibles y unas cerdas minúsculas le cubrían las patas y el cuerpo. Tenía rayas de terciopelo plateado en la cabeza. Su larga boca acababa en una trompetilla con la que absorbía líquidos y licuaba sólidos como el azúcar, la harina o el polen.

Justo entonces sorbía con su probóscide la fotografía de los actores Robert Redford y Mia Farrow que ilustraba la cubierta de la edición de El gran Gatsby publicada por Penguin en 1974. Pero allí no había apenas nada de interés, como os podéis imaginar, para una mosca doméstica que necesitaba urgentemente alimentarse y reproducirse, que es capaz de transportar un millón de bacterias y transmitir de todo, desde diarrea común hasta disentería, salmonela, fiebre tifoidea, cólera, poliomielitis, ántrax, lepra y tuberculosis; y que percibe que en cualquier momento un depredador puede atraparla en su red o aplastarla con un matamoscas o, si sobrevive, que también el frío puede extinguirla en cualquier momento, y con ella a las diez generaciones que es capaz de engendrar este año y a los novecientos huevos que pondrá, si tiene ocasión, en los veinte días de vida media de una mosca doméstica común.

No. Un momento. Porque:

Había una vez, en el escaparate de una apacible librería de segunda mano de una aldea que ya casi nadie visitaba, una edición de Penguin de 1974 de la novela clásica norteamericana El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald. Tenía ciento ochenta y ocho páginas numeradas y era la vigésima edición de Penguin de esta novela en concreto; en 1974 se había reimpreso tres veces, una popularidad que se debía en parte a la película, basada en la novela, que se había estrenado aquel año dirigida por Jack Clayton. Su cubierta, antaño de un amarillo intenso, había perdido casi todo el color antes de llegar a la tienda. Al estar expuesto en el escaparate, el libro se había desvaído más aún. En el fotograma de la cubierta, adornado con un marco estilo años veinte, Robert Redford y Mia Farrow, los protagonistas de la película, también se veían desvaídos, aunque Redford estaba de lo más apuesto con su gorra de golf y a Farrow, tocada con un sombrero de ala ancha muy favorecedor, le sentaba bien el efecto sepia que el movimiento del sol y la luz proyectaba casualmente en el cristal.

Aquella novela la había comprado por primera vez en 1974, por treinta peniques en una librería de Devon, Rosemary Child, de veintidós años, que había sentido el impulso de leer la novela después de ver la película. Dos años después Rosemary se casó con su prometido, Roger. Unieron sus libros y donaron los que tenían repetidos a un hospital de Cornualles. Una calurosa tarde de julio de 1977, Sharon Patten, una joven de catorce años con la cadera rota, inmovilizada en una cama del pabellón 14 y aburrida porque Wimbledon se había terminado, la seleccionó del carrito de la biblioteca del hospital. A la hora de las visitas, a su padre le había complacido ver el libro en su mesa, y aunque ella abandonó la lectura a media novela, la había conservado allí, junto a la jarra de agua, durante toda su estancia, y luego se la había llevado furtivamente a casa cuando le dieron el alta. Tres años después, cuando ya no le importaba lo que su padre pensara de ella, se la regaló a su compañero de clase David Connor, que quería estudiar Filología inglesa en la universidad, diciéndole que era el libro más aburrido del mundo. David lo leyó. Era perfecto. Como la vida misma. Todo es hermoso, todo está perdido. Iba a clase citándose párrafos del libro. Dos años después, cuando se trasladó al norte para estudiar en la Universidad de Edimburgo, ahora como un joven maduro de dieciocho años, seguía admirándolo, como dijo varias veces en el seminario, aunque le parecía un poco adolescente y creía que la infravalorada Suave es la noche era la auténtica obra maestra de Fitzgerald. Su tutor, que todos los años tenía que corregir unos ciento cincuenta pésimos trabajos de primer curso sobre El gran Gatsby, asintió sabiamente y le puso buena nota en el examen. Después de licenciarse con matrícula de honor y encontrar trabajo en recursos humanos, vendió todos sus libros de la universidad por treinta libras a una chica llamada Mairead. A Mairead no le gustaba la filología inglesa —no tenía respuestas adecuadas— y decidió estudiar Económicas. De modo que volvió a venderlos, por mucho más dinero que David. Vendió El gran Gatsby por dos libras, un precio seis veces superior al original, a una estudiante de primer curso llamada Gillian Edgbaston. Esta consiguió no leerlo jamás y lo dejó en los estantes de su casa de alquiler cuando se mudó en 1990. Brian Jackson, propietario de la casa, lo guardó en una caja que permaneció cinco años olvidada bajo el congelador del garaje. En 1995 su madre, Rita, vino a visitarlo, y mientras ordenaba el garaje de su hijo descubrió la novela en la caja abierta, tirada en la gravilla del jardín. ¡El gran Gatsby!, exclamó. Hacía años que no lo leía. Su hijo la recordaba leyendo esa novela aquel verano, dos antes de su muerte, con los pies encima del sofá y la cabeza sepultada en sus páginas. Su madre tenía en casa una habitación llena de libros. Cuando murió, en 1997, él los guardó en cajas y los donó a una sociedad benéfica. La sociedad benéfica seleccionó los que consideraba valiosos y distribuyó el resto en cajas de treinta libros variados de tapa blanda, a cinco libras la caja, que subastó entre las librerías de segunda mano de todo el país.

Cuando la mujer de la apacible librería de segunda mano abrió la caja que había comprado en la subasta, soltó un suspiro de hartazgo. Otro Gran Gatsby.

El gran Gatsby. F. Scott Fitzgerald. También una gran película. El libro estaba en el escaparate. Las páginas y los bordes amarilleaban debido al tipo de papel de la antigua colección de Penguin Modern Classics; por naturaleza, eran libros que no duraban. Ahora había una mosca posada en el libro, al débil sol del escaparate.

Pero la mosca alzó el vuelo repentinamente porque un hombre había introducido la mano entre los libros del escaparate de la librería de segunda mano para coger aquel en concreto.

Ahora bien:

Había una vez un hombre que introdujo la mano en el escaparate de una apacible librería de segunda mano ubicada en una pequeña aldea para coger un ejemplar usado de El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald. Hojeó las páginas del libro mientras se dirigía al mostrador.

¿Cuánto vale este, por favor?, preguntó a la mujer de aspecto gris.

Ella lo cogió y comprobó la cubierta interior.

Una libra, respondió.

Aquí dice treinta peniques, dijo él, señalando el dorso.

Ese es el precio de 1974, dijo la mujer.

El hombre la miró. Le dirigió una sonrisa preciosa. El rostro de la mujer se iluminó.

Bueno, como está muy desvaído, se lo dejo por cincuenta peniques.

Hecho, dijo él.

¿Quiere una bolsa?, preguntó ella.

No hace falta. ¿Tiene más?

¿Más libros de Fitzgerald? Sí, mire en la F. Acabo de…

No, repuso el hombre. Me refiero a si tiene más ejemplares de El gran Gatsby.

¿Quiere otro ejemplar de El gran Gatsby?

Quiero todos los ejemplares que tenga, respondió el hombre, sonriendo.

La mujer se dirigió a las estanterías y encontró cuatro ejemplares más de El gran Gatsby. Luego se dirigió al almacén de la trastienda para comprobar si tenía más.

No hace falta, dijo el hombre. Ya me arreglo con cinco. ¿Dos libras por todo el lote? ¿Qué me dice?

Su coche era un viejo Mini Metro. El asiento trasero estaba sepultado bajo un mar de diferentes ediciones de El gran Gatsby. El hombre sacó algunos ejemplares de debajo del asiento del conductor para que no resbalaran hasta los pedales mientras conducía y arrojó los libros que acababa de comprar al montón, sin siquiera mirarlos. Arrancó el motor. La siguiente librería de segunda mano estaba a 10 kilómetros, ya en la ciudad. Hacía dos viernes, su hermana lo había llamado desde la bañera. James, estoy en el baño, le había dicho. Necesito El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald.

¿Que necesitas qué?, había dicho él.

Ella se lo repitió. Necesito cuantos más, mejor.

De acuerdo.

Trabajaba para su hermana porque le pagaba bien; su hermana tenía una beca.

¿Te lo has leído alguna vez?, le había preguntado ella.

No. ¿Tengo que leérmelo?

Y seguimos navegando, barcas contracorriente, arrastrados sin cesar hacia el pasado. ¿Lo captas?

¿Y qué me dices del dinero para gasolina, si tengo que ir buscando libros de aquí para allá?, preguntó él.

Te he dado quinientas libras para que compres quinientos libros. Si los consigues por menos, te quedas el cambio. Y te pagaré doscientas libras más por las molestias. Barcas contracorriente. Es perfecto, ¿verdad?

¿Y el dinero de la gasolina?

Te lo daré, había dicho ella, suspirando.

Porque:

Había una vez una mujer que mientras se daba un baño llamó a su hermano para que le consiguiera todos los ejemplares de El gran Gatsby que encontrara. Después sacudió las gotas del teléfono, lo dejó a un lado sobre la alfombrilla del baño y volvió a meter el brazo en el agua porque se le estaba enfriando.

Quería reunir los libros porque hacía embarcaciones de tamaño natural con materiales que no se utilizan para construir embarcaciones. Tres años atrás había construido una barca de un metro de eslora con narcisos que su hermano y ella habían robado con nocturnidad de los jardines particulares de todo el pueblo. La había botado y había embarcado en el canal de la localidad. Casi de inmediato el agua le llegó a los tobillos, luego a las rodillas y luego a los muslos, hasta que acabó con el agua helada a la cintura y los narcisos desenmarañados flotando a su alrededor.

Sin embargo, una pequeña multitud se había congregado para ver el naufragio y la historia no solo había atraído a los medios locales, sino que también atrajo cierta atención nacional. Con el patrocinio de Interflora, que le pagó lo suficiente para prescindir del subsidio de desempleo, botó otra barca de metro y medio de eslora elaborada con flores variadas, desde azucenas hasta campanillas de invierno. También se hundió, pero esta vez grabó el naufragio para un proyecto de arte y le concedieron el importante encargo de construir más embarcaciones singulares. Durante los últimos dos años había elaborado embarcaciones de tres y cuatro metros de eslora con caramelos, hojas, relojes y fotografías, y las había botado con gran ceremonia en diferentes puertos del país. Ninguna había durado más de veinticinco metros de navegación en el mar.

El gran Gatsby, pensó en la bañera. Recordaba el libro de su adolescencia, y mientras permanecía sumergida en el agua angustiándose sobre cuál sería su próximo proyecto para que no le retirasen la beca, de pronto se le ocurrió.

Es perfecto, se dijo. Seguimos navegando. Esa última frase del libro. Sumergió los hombros en el agua para que no se le enfriasen.

Y así, puesto que ya hemos llegado al final:

La embarcación de dos metros de eslora construida con ejemplares de El gran Gatsby encolados con sellador resistente al agua se hizo a la mar en primavera en el puerto de Felixstowe.

El hermano de la artista reunió más de trescientos ejemplares de El gran Gatsby, desplazándose entre Gales y Escocia. En algunos de los lugares que visitó sigue siendo difícil adquirir un ejemplar de segunda mano de esta novela. Pagó exactamente un total de ciento ochenta y tres libras con cincuenta. Se quedó el cambio. Asimismo, como hombre acostumbrado a lavarse las manos antes de comer, no le afectó ningún residuo regurgitado por la mosca en la cubierta del ejemplar que adquirió en la apacible librería de segunda mano.

Este ejemplar en concreto de El gran Gatsby, con los nombres de algunos de sus propietarios escritos uno debajo del otro en la primera página con diferentes caligrafías —Rosemary Child, Sharon Patten, David Connor, Rita Jackson—, se encoló en la proa de la embarcación, que permaneció a flote unos trescientos metros antes de empaparse de agua y hundirse.

La mosca que aquel día se había posado en el libro pasó la noche descansando sobre el portalámparas y volando a más de metro y medio sobre el nivel del suelo. Eso es lo que suelen hacer las moscas de noche, y esta no era una excepción.

A la mujer que regentaba la librería de segunda mano le alegró muchísimo vender a aquel joven sonriente todos sus ejemplares de El gran Gatsby. Mientras reemplazaba el del escaparate por La divina comedia de Dante, lo hojeó y salió polvo. Quitó el polvo de las páginas y también del mostrador. Contempló la suciedad que le manchaba la mano. Ya era hora de limpiar todos los libros, zarandeándolos uno a uno. Tardaría hasta bien entrada la primavera. Ficción, luego no ficción, luego todas las subcategorías. Estaba de buen humor. Esa misma noche empezaría por la letra A.

La mujer que vivía junto a un cementerio —al principio, ¿os acordáis?— miró por la ventana y vio…, ah, pero esa es otra historia.

Y, por último, ¿qué fue del primero, el hombre con quien empezamos, el hombre que moraba junto a un camposanto?

Vivió una larga vida, feliz, desdichada y azarosa durante muchos años, antes de morir.

 

 

 

 

 

«Pensar con la cabeza, luchar con los puños

y relajarse con la panza;

esa es la buena vida».

– Pete Dientesdeoro –

 

 

La culpa de que los Bandídez tuvieran que asaltar el campamento de violín fue de mi padre.

Era tres de junio. El uno de junio, el segundo día más importante de mi vida, había transcurrido sin pena ni gloria. El más importante había sido, naturalmente, ese día del verano pasado cuando Kaarlo el Feroz tuvo un capricho y decidió robarme para que les hiciera compañía a sus hijos. El verano pasado me convirtió en una salteadora de caminos, pero este tenía todas las papeletas para ser un rollo. Había esperado el uno de junio durante todo el oscuro y deprimente invierno, el día que me largaría zumbando en la bandidofurgona lejos de mi vida en la escuela. Había enviado a los Bandídez un mensaje de socorro, pero de eso hacía ya dos días. Comenzaba a perder la esperanza. Me tocaría pasar las vacaciones aquí, en este estúpido campamento musical al que mi padre me había obligado a venir para evitar que me escapara con los bandidos. De ahora en adelante, pasaría cada uno de los días en mi aburrida vida.

ANÁLISIS DE LA SITUACIÓN

escrito por Vilja

1. Estoy atrapada en un campamento de música de cámara de tres semanas que se organiza en el pueblo de Ypäjävuori.

2. Comparto el dormitorio B con otras tres violinistas. El grupo se llama Las Barbalalas. Perdí la votación del nombre por 3-1, aunque tantas cosas hubiesen empezado por B: Bananas, Bantús, Bacilos, Bandidos. Pero no. Si los Bandídez no me salvan, me tocará ser una Barbalala las próximas tres semanas.

3. Por suerte, los de la M se llaman Mejillones Melodiosos y eso me consuela un poco.

4. No, no me consuela. Me muero de vergüenza.

5. Más hechos: tengo que escapar.

6. Cuestiones que dificultan la fuga:

• El campamento está rodeado por una alta verja blindada. El portón de salida se cierra a las 20 h y se abre a las 8 h. Entre tanto, no se puede escapar reventando un par de cerrojos. Se necesitan unas grandes cizallas o una sierra para metales, que no tengo.

• En un cuarto dormimos cuatro. Por cada dos habitaciones hay un tutor, y su dormitorio está al lado del de los campamentistas.

• Si se tiene la intención de escapar, hay que deslizarse a hurtadillas junto a tres niñas y la habitación del tutor. Para alcanzar el portón hay que pasar también junto a las cabañas de la directora del campamento y del administrador.

• El administrador hace guardia por las noches. Y tiene un perro pastor alemán.

• NO CREO QUE LO CONSIGA SOLA.

7. Por suerte:

• He pedido ayuda a los Bandídez a través del sitio web Bandit-H.

• He pedido que vengan y me roben porque no puedo huir sola.

8. Un gran pero:

• Mi mensaje de socorro fue un fiasco total. No pensé bien el texto para que tuviera toda la información necesaria. No tengo excusa. Me preparé mal. No he sido muy lista ni estaba en mi mejor momento.

9. ¿Pueden terminar ya los autorreproches, por favor?

La tarde de mi llegada al campamento, desfilé hasta la oficina de la directora, Maijariitta Kasurinen, y le conté que tenía que contactar con mi padre por correo electrónico porque necesitaba mi inhalador para el asma. Jadeaba y me quejaba tan convincentemente que a la directora no se le ocurrió preguntar por qué no se podía llamar por teléfono. En ese caso, habría dicho, por supuesto, que debido a sus asuntos secretos para el Gobierno, a mi padre no se le permite usar el teléfono. Estaba convirtiéndome en una maestra de la mentira.

Esperaba que Kasurinen me dejara el ordenador y se ausentara de la habitación, pero no, se quedó de cháchara detrás de mí.

—Hay que vigilar el uso de la red que hacen los niños —dijo—. Aunque para vosotros sea un fastidio.

Aunque le lancé una mirada asesina, la mujer no dejó de parlotear. Por su boca fluía un continuo torrente de lava verbal repleto de cursiladas y florecillas y pegatinas de purpurina.

—No es como hacer encaje de bolillos. Escribes en el cuadradito de la dirección «jounipuntovainisto», el simbolito de la arroba y luego… ¿dónde trabaja tu padre? ¿No encuentras divertido que lo llamen arroba? Nosotros, los amantes de la música y el solfeo, podríamos llamarlo dorremí.

¡Aaah! Y encima cantaba y marcaba el compás con las notas de solfeo. ¿Tendrá hijos? Si los tiene, seguramente estarán hasta el dorremí.

No quedaba otra que actuar rápido. Fingí un ataque de asma y conseguí que me trajera un vaso de agua que, en un supuesto ataque de tos, volqué sobre una partitura recién impresa (¡vivan las impresoras de tinta!). Mientras ella secaba las notas, dispuse de veinte segundos para teclear y abrir Bandit-H, escribir el nombre de Hele en la dirección y el mensaje «SOS Pequeños músicos Ypäjävuori 1.6.-22.6». Por suerte, tenía dedos ágiles de tanto pasar las tardes en Internet. El sitio web creado por Hele se había convertido en un canal indispensable para mantener el contacto y, lo que había empezado como una afición, bandidotunear las Barbies, y su venta online había hecho rica a Hele; la misteriosa diseñadora de Barbies Bandit-H se había convertido en una celebridad.

Aún necesitaba un poco más de tiempo. Di un puntapié a la montaña de cajas junto a la mesa. Las cajas se desplomaron sobre las notas mojadas y de la caja que estaba encima resbalaron montones de bolsas de colores por todo el suelo. Mientras la directora se ocupaba de la nueva catástrofe y su horrorizada respiración silbaba como una tetera, vacié el historial de navegación. Otro truco que Hele me había enseñado. En ese instante alcancé a leer mejor lo que ponía en las cajas de cartón: chocolate con arroz inflado, 20 bolsas de 200 gramos. ¿Cómo es que aquí había chocolate si en el comedor solo nos ofrecían arroz y zanahorias hervidas, según las normas del campamento de «compañía agradable, magia de la música y vida sana?».

¡Llamada de socorro enviada! Ayer estuve flotando feliz todo el día. Soporté mi primera audición en solitario, en la que me reprocharon lo blandengue que sostenía el arco y mi mala postura al tocar. De todos modos, voy a estar poco aquí, dije para mis adentros. Mi suerte cambiaría pronto.

Mi desgracia ya había durado bastante. ¿Cuántas veces me había arrepentido de haber bajado de la bandidofurgona y haber regresado a casa al final del pasado verano? Mi padre estaba enfadado y mi madre fuera de sí y mi hermana Vanamo…, bueno, ella era la misma de siempre. Es-pan-to-so.

Durante la noche, la buena sensación se transformó en sudores angustiosos. Estaba segura de que mi mensaje de socorro no podía interpretarse correctamente. ¿Cómo se me había ocurrido escribirlo así? «¡Pequeños músicos. Ypäjävuori!». ¡Pero si sonaba a publicidad! ¡Como si invitara a Hele y a Kalle y a toda la pandilla al concierto de fin de curso en lugar de rogarles que me salvaran! Ya los estaba viendo entre el público del concierto: Kaarlo el Feroz con las trenzas abiertas repeinadas, Pete Dientesdeoro con los piños lustrados de modo que centellearan en la puesta de sol estival. ¿Por qué no escribí «socorro, salvadme»? ¿Sabría Hele captar mi mensaje, entendería que «SOS» significaba llamada de socorro?

Si Hele no descifraba mi código, ya podía despedirme de un verano de saqueos.

Cerré mi cuaderno de notas y me preparé para otra audición en solitario. El resto de Barbalalas ya habían ido a clase y estaban ensayando para la gran velada en el campo de deportes del campamento. Cada habitación se presentaría a los demás de una manera divertida y nuestra tarea era pensar en un concurso musical simpático y con chispa. Esta expresión, naturalmente, procedía de la directora del campamento, siempre con sus vestiditos.

Entré en el aula. La profesora parecía estar en la pausa del café, pues daba clases desde por la mañana. Abrí el estuche del violín, fijé la almohadilla y tensé el arco. Había practicado poco. Coloqué las notas en el atril y me di cuenta de que me temblaban las manos. Tal vez era el hambre. Comer únicamente zanahorias hervidas mosqueaba y agotaba bastante. ¿Cómo tener fuerzas para ensayar? De pronto se apagaron las luces de la sala de ensayos. ¿Es que la maestra estaba probando algún nuevo método?

—¡Cierra los ojos! —dijo una voz apartada a mi espalda—. Deja con cuidado ese violín encima de la mesa. Coloca las manos en el borde del atril y ¡no mires!

¡La prueba de lealtad!, comprendí. La hermana mayor de una de las Barbalalas había participado el año pasado en el mismo campamento y esta nos había contado las alocadas historias de su hermana mayor y todo mi grupo esperaba con entusiasmo las pruebas secretas con las que durante el campamento se podía ganar el título de Pequeño Musicante. Y tras el concierto de fin de curso se conseguiría un pin de una clave de sol. Y se lloraría de felicidad.

—¿Te encanta el campamento de los musicantes? —me preguntó la voz.

—Bueno… —respondí sin ganas. Por mis compañeras de cuarto no quería meter la pata del todo, pero tampoco quería mentir.

—¿Tocar el violín y comer zanahorias es lo más maravilloso que te puedes imaginar?

—No —respondí y solté una carcajada. Luego traté de ponerme seria. Sentí en la nariz una ráfaga de aroma a abedul. Como si alguien hubiese pasado mucho tiempo entre los árboles o en el bosque y el dulce aroma de las hojas brotando se le hubiese pegado a la ropa.

—¿Qué opinas de la directora del campamento y su peinado a lo nido de búho?

—Eh, oye —dije—. ¿Se trata de una broma?

Durante un horrible instante pensé que la directora en persona había maquillado la voz con la intención de buscar halagos y después respondería machacando con su mantra: «¡Qué chupi, qué guay, qué chupiguay!». Por suerte me di cuenta de que la voz pertenecía a una persona más joven. Y a una muy conocida. Una cuya voz no encajaba en este lugar.

—¿Quieres quedarte en este campamento todo el verano o tienes otros planes?

—¡Los tengo! —exclamé y abrí los ojos. Había reconocido la voz.

Apoyada en la jamba de la puerta estaba Hele, saludando con una media sonrisa. Parecía mucho más alta y más delgada que el verano pasado, sus brazos asomaban fibrosos por las mangas de su camiseta negra.

—¿Nos vamos ya? —dijo.

—Nos vamos —grité de alegría.

No recuerdo la última vez que me sentí tan eufórica, feliz y aliviada.

—Ahora, vámonos por patas —dijo Hele—. Llévate el violín, que tus cosas ya las hemos sacado de tu cuarto y Kalle las ha metido en la furgo. Ahora tendríamos que largarnos sin llamar la atención.

El deseo de Hele se fue al garete en ese mismo instante. En cuanto cruzamos la puerta y salimos al campo de deportes, lo vimos y lo oímos. Habríamos tenido que adivinar que no sería tan sencillo. Kaarlo el Feroz Bandídez jamás hacía nada sin llamar la atención.

 

Cuando llegamos al campo de deportes, ya se había montado una buena. La explanada estaba repleta de musicantes, tutores y profesores que habían interrumpido el ensayo y a los que Kaarlo el Feroz intentaba hacer callar. Pete Dientesdeoro trataba de calmar a Kasurinen, que hacía aspavientos en el aire histérica.

—Eeeeeh, vamos a calmarnos todos, señooora —le decía Pete Dientesdeoro como a un poni desbocado—. Señooora. ¡Señoooora!

Los aspavientos de la directora resultaron inútiles, Pete Dientesdeoro solo tuvo que extender la palma de la mano para mantenerla a distancia.

—¡Vilja, cuidado! —gritó una de las Barbalalas—. ¡Hay extraños!

—¡Nada de luchas! —rugió Kaarlo el Feroz con su aterradora voz de capitán. Y, al igual que el año pasado, eso funcionaba de maravilla.

Los musicales niños y sus profesores se callaron y prestaron atención.

—No le va a pasar nada a nadie. Solo vamos a llevarnos lo que es nuestro.

—El archivo de notas —dijo la directora, gris—. La partitura del cuarteto de cuerda de Melartin. En la caja fuerte. Ahí, detrás de las cajas de galletas de chocolate.

—Tiene golosinas. Para nosotros nada, pero para ella sí —cuchicheó un pequeño Mejillón Melodioso, y recibió un codazo de su tutor para que cerrara la boca. Nadie quería correr el riesgo de que Kaarlo el Feroz se enfadara.

—Creedlo ya, no nos interesan las notas esas —dijo Pete Dientesdeoro y consiguió que cesaran los bandazos de la directora.

—Solo esta musicante de aquí —añadió Kaarlo el Feroz.

—¡Se-se-secuestro! —tartamudeó Kasurinen. Había mezclado los conceptos. ¿Pero quién no quería robar su tesoro de Melartin, si se le ofrecía amablemente?

Su expresión se convirtió en estupor cuando se le pasó por la cabeza una idea:

—¡Aaah…, el rescate! ¡El dinero de la fundación…!

Llegados a ese punto, los tutores del campamento empezaron a mostrarse inquietos. ¿Había que echar a correr y pedir ayuda, de verdad?

—A ver, esta de aquí se viene con nosotros voluntariamente —dijo Hele, pero se había sacado del bolsillo de la pernera su navaja de mariposa y la hizo girar en el aire en un bonito ocho: clac, clac, clac, clac. El gesto pareció tranquilizar incluso a los dos fortachones responsables de los cuartos de los chicos. Hele asintió en mi dirección:

—¿Vilja?

—Sí, me marcho con mucho gusto —dije. Oía el traqueteo de la bandidofurgona cada vez más cerca—. Vosotros seguid haciendo música, eso no es lo mío. Solo estoy aquí porque me obligó mi padre. Nadie tendría que tocar si de verdad no le apetece.

Suspiros de terror. ¿Cómo es que me iba voluntaria? ¿Cómo es que no me gustaba tocar el violín? Debía de ser la primera musicante traidora de la historia del campamento.

La bandidofurgona apareció por la vía de servicio, atravesó el césped y enfiló hacia nosotros a una velocidad propia de Hilda. Los campamentistas se giraron para ver su llegada: ¿los arrollarían?

—No os preocupéis. Y no intentéis seguirnos porque eso no os va a traer nada bueno —dije—. Son familia. Unos parientes lejanos.

Justo cuando la bandidofurgona llegaba hasta nosotros, Kalle se lanzó fuera colgado del tirador y me subió a bordo de un tirón. Kaarlo el Feroz se agarró al tirador libre de la puerta del copiloto. La furgoneta hizo un giro amplio y empezó a deslizarse despacio hacia el camino de servicio. Yo bajé la ventanilla tanto como pude y saqué medio cuerpo fuera para no perder comba.

Hele hizo una señal a Pete Dientesdeoro y ambos echaron a correr tras nosotros sin esfuerzo aparente. Hele abrió la puerta de atrás. La furgoneta estaba repleta de cajas de chuches. Chocolatinas. Pulseras de caramelos. Piruletas. Regaliz dulce y regaliz salado. Bolsas de caramelos al peso, las más grandes tenían el tamaño de mi cabeza. Había incluso nubes con forma de seta, las golosinas de moda de esta temporada, algodón de azúcar recubierto de chocolate, enrollado en celofán y aún metido en su soporte de venta. Al parecer, los Bandídez habían tenido un buen viaje y de camino se habían topado con un kiosco bastante grande.

Sin cruzar una palabra, Hele y Pete Dientesdeoro se subieron a la furgona de un salto en perfecta sincronización y empezaron a lanzar chuches. Cuando las primeras chocolatinas aterrizaron ruidosas, los niños las miraron ojipláticos.

—¡Caramba, ¿qué hacéis ahí plantados?! —rugió Pete Dientesdeoro—. Vaya tiempos, que los críos no saben pillar caramelos sin que se lo manden.

¡Qué chupi, qué guay, qué chupiguay! —chillé—. ¡Ahora lo entiendo! ¿No querréis estar a zanahorias las tres semanas?

—Nubes con forma de seta —suspiró la directora del campamento embelesada—. Ay, cariño…

Parecía enamorada. La velocidad de la bandidofurgona iba en aumento, pero Pete Dientesdeoro consiguió hacerse con una caja de nubes seta y se la lanzó a la directora Kasurinen. Ella la atrapó al vuelo y se desplomó de rodillas feliz. Con las puertas de atrás abiertas traqueteando, avanzamos por el desigual camino de grava hacia el portón y por él hacia la libertad.