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Ánjel, Memo, 1954 - , autor

1. Literatura – Colombia – 2. Novela – Colombia – 3. Novela negra – 4. Detectives en la literatura – I. Título – (Serie)

CO - MdUPB / spa / rda

© Memo Ánjel

El caso Faráz. Rambert en el Caribe

Gran Canciller UPB y Arzobispo de Medellín: Mons. Ricardo Tobón Restrepo

Rector General: Pbro. Julio Jairo Ceballos Sepúlveda

Vicerrector Académico: Álvaro Gómez Fernández

Editor: Juan Carlos Rodas Montoya

Coordinadora de Producción: Ana Milena Gómez Correa

Diagramación: Ana Milena Gómez Correa

Corrección de Estilo: Silvia Vallejo

Fotografía Portada: Ana Cristina Aristizábal

Dirección Editorial:

Radicado: 1603-12-07-17

Prohibida la reproducción total o parcial, en cualquier medio o para cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad Pontificia Bolivariana.

Diseño epub:

Contenido

Introito

La llegada

Capítulo 1
Las amenazas del hombre chino

Capítulo 2
Los ojos del Reina de Cuba

Capítulo 3
Pequeño escándalo en el puerto

Capítulo 4
Entre dromedarios

Capítulo 5
Letra pequeña en el contrato

Capítulo 6
Instrucciones

Capítulo 7
Pescado seco

Capítulo 8
La mujer

Capítulo 9
Raimundo Faráz

Capítulo 10
Calor

Notas al pie

Introito

INESPERADAMENTE, Joan Rambert viene al Caribe a resolver un caso desconcertante. Un patriarca árabe lo ha contratado para que le siga la pista a un tahúr italiano involucrado de manera sucia con su familia, lo que incluye una muerte, pero en la contratación hay mucha letra menuda y pequeña que el exinspector no ha leído. Si algo le sucede a nuestro personaje, el mar de Colón es un laberinto que hará imposible encontrar la mínima pista sobre él. Rambert presume esto último y ha cobrado duro, una parte por adelantado. Son los días calurosos de diciembre de 1965, en el trópico. Y hay proliferación de tiburones rabiosos, dicen las noticias. ¿Un eufemismo?

La llegada

EL SOL CAÍA SOBRE LA CIUDAD de B… como si vertieran hierro fundido desde un gran crisol al que se había añadido también mercurio, azogue o hidrargiro, deformando lo que tocaba. Picaba duro, como mosquitos enardecidos en la nuca de los transeúntes; iluminaba de manera demencial las sombrillas bajo las que iban mujeres gordas y flacas que no paraban de hablar y reír; rebotaba igual que disparos de ametralladora sobre las paredes blancas de las casas y corría indecente por encima de las capotas de los Ford Falcon, que eran los carros que habían puesto de moda los dictadores, las amantes de los bananeros y los dueños de las fincas de ganado: carros amplios, de capotas planas y vidrios ahumados. Pero ya las dictaduras se habían largado con el rabo ardiendo y los finqueros, que en realidad eran los mandamás en estas tierras, seguían engordando sus carnes y bienes, en especial sus hijos, y ahora estos carros que lucían eran de colores rojos y crema y rosa, azules con líneas blancas, parecidos a las camisas de quienes los conducían al lado de hembras que exhibían sin pudor las piernas y el trasero. Mujeres de bocas rojas, senos grandes, balacas floridas en el pelo y dientes que mordían coquetos cigarrillos americanos con filtro y olor a madera fina. Esos dientes hacían juego con las bandas blancas de las llantas. Y al paso de estos carros, con la radio encendida a todo volumen, también venían los buses casi redondos, con más colores que las guacamayas y los loros, delirantes, soltando humo y cargados de hombres y mujeres con los ojos enrojecidos debido al vapor del carburante y al calor que les humedecía la espalda y los bajos. Buses Dodge con motor en V y carrocería de madera que paraban en cualquier parte y hacían saltar a los peatones cuando los pasaban rozando, igual que hacían maldecir a las fruteras y a los que exhibían mercancías en las puertas de los almacenes. Un desorden esta ciudad, pero con sabor. La ciudad tiene sabor, le había dicho a Joan Rambert un muchacho en el puerto que le ayudó con las maletas, una grande y otra chica. En estas traía la perfumería (lavandas, loción de afeitar, alcohol) y algo para los primeros auxilios, un par de libros y una libreta sin estrenar. Todo regalo de Sara la Tunecina.1 La mujer lo había mirado como si le dijera, no te dejes aporrear.

—Esto es el paraíso terrenal, caballero –dijo el maletero.

—No sabía que el paraíso tuviera calor de infierno –musitó cínico Rambert. Se pasó un pañuelo por la frente y le ardieron los ojos.

—No es calor, es energía –soltó el muchacho mientras reía con todos los dientes intactos. Era flaco y tenía el pelo ensortijado. De piel oscura y ojos verdes, seguro con genes de pirata y mujeres alegres por el tuntún del caminado, un paso largo y otro cortico, del tipo que toca la raspa. Increíble que llevara las maletas como quien lleva un sombrero en la cabeza y que las hubiera levantado como si fueran un par de mangos. Bajo ese sol, que se sentía en el puerto y kilómetros más allá, Rambert y el maletero caminaron un tramo dejando sombras largas sobre el piso. El ambiente olía a sal marina y pescado seco. Cada tanto salía una ráfaga de vapor caliente que olía a aceite quemado. Venía de las tuberías que sobresalían en el techo de las bodegas como gusanos de boca redonda que estuvieran pidiendo aire.

Rambert salió del puerto sintiendo que se dilataba y, al lado de un mercado abundante en frutas del tamaño de una cabeza o más, y un paradero de buses en el que unos hombres gritaban diversos destinos, le dio un dólar al muchacho.

—Me llamo Johnny –le dijo cantando. La voz le pareció a Rambert un zumbido de moscos y ahí tomó un taxi que vio al otro lado de la calle (el muchacho le dijo que ese era el mejor taxi), otro Ford Falcon, de color amarillo, y en él se hizo llevar a un hotel que le recomendó el taxista (el Johnny le dijo que era un conocido y le recomendaría un buen hotel, uno de ricos), un hombre de cara redonda que tenía la piel brillante de sudor y grasa, y que apenas tuvo al exinspector adentro le hizo dar un salto al carro, haciendo sonar el encendido como una explosión retardada y conduciendo como un loco, acelerando cuando veía a un burro o a un peatón cerca para sonar el pito y ver al otro aterrado, a la par que aumentaba el sonido de la radio de donde salía una canción que mantuvo contra las cuerdas a Rambert que no la identificó, no identificaba nada. Solo el calor y él, que iba a quedar estampado contra una pared.

—¡Que nos vamos a estrellar, macho!

—Tranquilo, yo tengo carné.

—Y yo tengo familia –dijo Rambert sin saber si sus palabras habían llegado a las orejas del conductor. El ruido del interior del taxi y el de afuera eran una masa compacta.

Cuando el taxi se detuvo en el hotel el conductor le dijo:

—Me llamo Celmiro, si alguna cosa pregunte por mí en este hotel. Mi mujer es la jefa de aseo. Celmiro, el Repollo. No lo olvide, no lo olvide, –y lo repitió tantas veces que Rambert pensó que estaba pagando algo mal hecho, algún pecado fuera de inventario, pero no recordó qué. Deliraba y el calor lo tenía embrutecido. Y embrutecido se registró en el hotel, pasó por un patio repleto de curazaos rojos, subió unas escaleras que olían a jabón de ceniza y entró en una habitación con una ventana que daba al edificio de la aduana. Por entre ese aire caliente que veía a través de la ventana volaban unos alcaravanes. Se quitó los zapatos, el saco blanco de lino y se tiró sobre la cama.

—Ya estoy aquí y creo que me equivoqué –musitó. Sus ojos se encontraron con un abanico que revolvía mal el aire y se burlaba de él. Encendió un cigarrillo y maldijo. Luego rezó cualquier cosa para que la maldición no le hiciera nido. Un mal creyente el Rambert, apurado, lindando con la herejía. El humo del cigarrillo hizo una figura de bailarina.

Capítulo 1

Las amenazas del hombre chino

Bernabé le pegó a muchilanga le dio a burundanga le hincha los pies. Hay nené…

Celia Cruz. “Burundanga”

JOAN RAMBERT ENTRÓ EN EL BAR en el que se oían boleros, no porque le gustara la música sino porque necesitaba urgentemente un lugar para sentarse, beber una cerveza fría y descansar sus pies hinchados a causa del tremendo calor caribeño de ese fin de año, lleno de humedad y olor a gasolina y carbón. El exinspector lucía un sombrero Panamá (bajo el que sudaba copiosamente) y unos zapatos combinados, blanco y ladrillo, que le daban un aspecto de trompetista de cabaré. Para la clientela del bar, gente de puerto y muy pecaminosa por las caras y el movimiento de los dedos por encima de las braguetas (presumiendo quizá del pito o de una enfermedad que se iban a cobrar), el exinspector podría ser un músico cubano (segundo de alguna orquesta) o uno de esos argentinos nómades que llegaban a cantar, no muy bien, pero sí con figura para enloquecer a las mujeres y a los maricones. Pero en ese bar, en el que abundaban las gorras deportivas, que indicaban la imagen de algún equipo de béisbol o de una fábrica de baterías eléctricas, Rambert era otro sin cartel.

—Y ajá, ¿qué desea el caballero? –preguntó un hombre de ojos rojizos y boca grande que se secaba las manos con un trapo que alguna vez había sido blanco y ahora parecía oxidado.

—Un vaso grande de cerveza fría –contestó Rambert mientras miraba hacia un espejo que tenía adelante y desde donde se reflejaba todo el local. El bar era verdeazul y amarillo, con paredes apretadas y un abanico que en lugar de refrescar el aire sonaba como alguien al que estuvieran torturando. Y los clientes que estaban ahí, sentados, leyendo el periódico, pasándose la lengua por encima de los dientes y hablando en una jerga imposible, no presagiaban nada bueno. Caras largas y a veces descompuestas como las de los cuadros de Guayasamín. Allí, entre negros, mestizos, blancos y mulatos, había tíos provenientes de los más distintos infiernos de la selva, el mar y el desierto. Y todos lo miraban a él, incluidas las mujeres de bocas rojinaranjas y pechos que milagrosamente no rompían los escotes. Al exinspector le apareció una sonrisa en la cara enrojecida por el calor. De cierta manera, este bar del Caribe, inundado por los boleros y los habladores de béisbol, se parecía bastante a los bares del barrio chino y la Barceloneta. Pero había una diferencia y era que en este bar caribeño todos hablaban y gesticulaban exageradamente, sin prevenciones; las risas y las maldiciones rebotaban por todas partes. Todo hasta la saciedad, incluso los eructos y el olor acojonante a grasa de cerdo que brotaba de alguna cocineta. Mientras miraba el espejo, Rambert pensó que morir allí de un navajazo era una posibilidad cercana y a la que nadie temía: el calor encendido, el son cubano continuo que se mezclaba con los boleros, las risas grandes, todas esas cachuchas con sellos de equipos de las ligas mayores y las mujeres con esos vestidos amplios que evidenciaban las carnes firmes, los carteles que anunciaban bailes y números de lotería…

—No hay vaso grande, aquí se bebe en botella. Si alguna cosa, pide otra cerveza, viejo man.

El hombre del mostrador se pasó el trapo de origen blanco por la nuca y le hizo un gesto a una mujer que jugaba al dominó. La hembra asintió con la cabeza y guardó las piezas en una cajita de terciopelo verde. Mirándola, el exinspector se bebió la cerveza en tres tragos largos y ansiosos. Sentía que su cuerpo se chupaba el líquido como una tierra seca y recalentada.

—Traiga otra –pidió Rambert y tuvo que repetir la frase porque el que atendía el bar no estaba en este mundo. Se había ido con la música y no le quitaba el ojo a una jugadora de dominó que le posaba seductora, la mano empulserada escribiendo obscenidades por encima de las caderas y el muslo.

Al lado del exinspector —Rambert ya imaginaba sin ropas a la mujer del dominó— se acomodó un hombre pequeñito que tenía cara de chino. Por esa cara grasienta se notaba el paso de una viruela furiosa.

—Caballero, –dijo el carechino–, invíteme a una birlita, a una cervecita. Rambert se cabreó, no por el pedido sino porque los ojos del pequeño hombre lo estaban apuñalando.

—No sé quién sea usted, macho, –respondió el exinspector sin soltarle la mirada, mientras calculaba la distancia por si de pronto le ripostaba con alguna acción ruin.

—Soy gente del Reina de Cuba y lo hemos buscado por todas partes –replicó el carechino con ojos más amenazantes aún, la cara aplastada de sapo esbozando una sonrisa de dientes de acero.

—No es fácil dar con usted, a pesar de que es tan distinto a todos.

Esa boca acerada (atiburonada, se le ocurrió a Rambert) olía a comida de mar en descomposición, a bodega de barco camaronero.

—¡Otra cerveza! –reclamó el exinspector sin dejar de mirar al hombre piraña que aparecía y desaparecía en medio del calor alucinante que se burlaba del abanico que daba vueltas vanas en el techo. Más ruido que aire, pero se olvidaba ligero el traqueteo porque la música del Wurlitzer se tragaba ese sonido intermitente y criminal.

Joan Rambert había llegado al Caribe porque Raimundo Faráz, un falso egipcio conocido de Sara la Tunecina, le había pedido, con ojos lacrimosos y un buen fajo de billetes en la mano, que investigara a un tal Benicio Scarpetta, un italiano que posaba de gran señor por las ciudades del mar de Colón y ejercía de tahúr por lo alto, en casinos repletos de norteamericanos y levantinos, militares y terratenientes locales. Para Faráz, Scarpetta había sido el asesino de su hermana Fátima.

—Ese Benicio la debió matar, sañur, –le había dicho Raimundo a Rambert–, para que ella no lo denunciara de haberse quedado con su fortuna. Murió como una creyente la pobre, Alá sea misericordioso con ella.

Al exinspector le pareció que la cosa no jugaba claro, que la historia que le contaba Faráz era de novelín de radio y, reflexionó, para investigar a un hombre en el Caribe no era necesario llegar hasta Barcelona. En el Caribe, como sabía, abundaba la policía secreta de los exdictadores y uno que otro gringo contratado por las bananeras para vigilar, capturar comunistas y, luego de aporrearlos, botarlos al mar para mal engordar peces carniceros. Con cualquiera de ellos pudo haber contratado el egipcio (o lo que fuera), todos necesitaban dinero de más, pero nada le dijo a Faráz y lo dejó para el sumario. Y aceptó la propuesta sin hacerse ascos. A Rambert le pareció que unos días por el trópico le quitarían años de encima y le broncearían esa piel de beata que ya iba criando pecas. Esto (el bronceado) le aumentaría el prontuario ante los ojos de Daniel Barrés, el temido detective estrella de la policía catalana que mantenía en cintura al exinspector. Lo odiaría más al saber que Rambert se había tomado unas vacaciones de millonario, que había logrado primero lo que en Barrés seguía siendo un sueño, como le contara al exinspector una amiga de cuota del policía estrella.

—Me prometió llevarme por esos mares, pero es un chulo vergonzante –se quejó riéndose la mujeruca–. Habla y habla, pero la billetera no le crece, chulín.

—Ya lo llevarás tú –le había dicho Rambert, riéndose.

—Lo llevará tu madre, capullo.

La mujeruca ya estaba en decadencia y mucho sol le acabaría de torcer la cara, pensó Rambert, y unos pasos más adelante, mientras los dos iban por una acera de Pau Claris, se olvidó del asunto. Saratoga2 le había dicho:

—Hay gente que nunca saldrá de la alcantarilla en la que vive. Esa gente daña la memoria si la guardas más de un minuto en ella.

Rambert practicaba estas palabras. Soltó a la mujer a la altura del barrio gótico. La vio cojear un poco, señal de que le había servido de amortiguador a Daniel Barrés.3 El detective estrella de la policía catalana era un desesperado.

En la conversación con Faráz, el falso egipcio le agregó al exinspector:

—Scarpetta se mueve en sociedad y sospecharía de uno de nosotros, no de un europeo como usted.

Esas últimas razones sonaron como una sierra eléctrica puesta en funcionamiento. La mentira lo mordió. Lo de europeo era una mierda, los españoles seguían siendo africanos.

—Soy catalán –le dijo a Faráz.

—Es mejor ser europeo, nadie sabe quién es un catalán –contestó el falso egipcio encendiendo un cigarrillo.

—¡Joder con ustedes los palestinos!

—No soy palestino, soy egipcio.

—A menos que sea una momia, nadie reconoce a uno de sus tierras.

—Sea de donde quiera, entonces.

A Faráz las ojeras se le pusieron más negras.

Y Rambert partió el pago en dos, cincuenta mil pelas por adelantado, libre de los tiquetes de barco y de los costos de hotel. Faráz, conocedor de caras, entendió que al exinspector lo cagaban los aviones. No estaba diseñado el hombre para asuntos de copiar el vuelo de los pájaros. Le entregó un papel, una dirección y subrayó un nombre: Rangel.

—Va a estar como un rey –sonrió Faráz. Sara la Tunecina hizo un mohín.

El hombre achinado bebía la cerveza lentamente y dejaba que sus labios saposos se untaran con la espuma. Y Rambert lo miraba esculcándolo. El Reina de Cuba era el cabaré que debió buscar una vez hubo llegado a estas tierras, para entrar en contacto con la gente para la que haría el trabajo. Debía preguntar por un tal Rangel, que manejaba un monóculo de lente azul, ese fue el cuadro que le pintó el contratante, como de alemán de película. Y solo hablaría con él, sin mencionar nada más. Faráz no aparecía en el asunto, simplemente manejaba los hilos.

—¡Amarga, buena y fresca! –dijo el hombre con cara de chino. Y prosiguió–: No fue acertada la idea de salir a caminar por ahí, señor Rambert, primero debió ponerse en contacto con nosotros.

La cara achinada se regaba y contraía como un molusco recién pescado, hundido en agua hirviendo. —No puede llegar despreciándonos, caballero, eso no está en la jugada. De aquí en adelante usted cumple con el contrato o de lo contrario lo freímos, perdone la expresión.

Y se amplió la sonrisa acerada y espumada del hombre, dándole un aspecto de enfermo epiléptico acabado de salir de un ataque.

Para sus adentros, Rambert admitió que no había sido buena la idea de darse un día libre antes de hablar con la troupe del Reina de Cuba. Seguramente lo habían espiado desde el momento en que se bajó del barco: —Stacionament prohíbit –masculló el exinspector mientras por sus orejas entraba un merecumbé que comenzó a tararear el hombre del mostrador, ya pegado a la mujer que jugaba dominó. Ella se había levantado aduciendo un supuesto descosido en los hilvanes del vestido, cosa que el otro aprovechó para ponerle las manos, descaradamente, encima de las rodillas. La mujer reía mientras el otro le apretaba las piernas cantándole el merecumbé en las orejas.

—Somos gente de honor –siguió quejándose el chino–, trabajadores, comprometidos…

Pero esa cantinela ya estaba molestando a Rambert, que cerraba los ojos como un gato al que le llega el fresco de la tarde, sin soltarle la cara al otro, evidenciándole que esa palabrería no era más que papel higiénico. Y algo entendió el achinado, porque abrió la boca y dejó ver los feroces incisivos de acero. Pero el gesto se le quedó en la mitad, congelado, igual que cuando un rollo de película se detiene y se quema. Había comenzado una pelotera en el bar y en el aire retumbaba un merengue, ¡ay mamá!

—¡Esa hembra es mía, cuadro! ¡Y no se toca! –dijo un negro que se hacía acompañar por otros dos, enormes y cuadrados, como neveras. El que atendía el bar, que era el cuestionado, soltó una sonrisa lateral y sus ojos rojizos relumbraron como el choque de dos piedras.

—Yo toco lo que quiero, ¡nené! –dijo el ojirrojo acomodándose bien la cachucha y dándole una nalgada a la mujer que ya no jugaba dominó.

—Cabrón –largó el otro en un rugido y soltó un puñetazo que el hombre del bar esquivó con estilo.

—Boxing –se dijo Rambert–, ¡qué coñazo!- Y vio ripostar al agredido con un jab de izquierda que le sacó el aire al negro, lanzándolo por encima de las dos neveras que le hacían coro. En esas, salieron navajas de todas partes, todas de filo reluciente, todas pidiendo cuero. El exinspector nunca había visto tanto chuzo junto y por su cabeza pasó La rendición de Breda de Velázquez. Pero en ese bar había más hierros que en el cuadro. Y unas ganas de matar que cuajaban el aire tibio. Los dos hombres nevera fueron los primeros en blandir los puñales, con movimientos torpes pero demoledores. El ambiente roncaba de tanto zumbido puñalero.

—Joder, que nos matan –bramó el exinspector, pegándose al cero contra el mostrador, la espalda bien cuidada porque estaba limpio. El achinado le cubrió el resto, moviendo en zigzag una navaja de afeitar.