C863
A599
Ánjel, Memo, 1954 -, autor
Rambert : un exinspector catalán apurado / Memo Ánjel. Medellín: UPB, 2015.
264 páginas, 14 x 21 cm. (Colección Policías y Bandidos)
ISBN: 978-958-764-281-0
1. Literatura -Colombia - 2. Novela - Colombia - 3. Novela negra - 4. Detectives - Novelas - I. Título -(Serie)
© Memo Ánjel
© Editorial Universidad Pontificia Bolivariana
Vigilada Mineducación
Rambert, un exinspector catalán apurado
ISBN: 978-958-764-281-0
Primera edición, 2015
ISBN: 978-958-764-641-2 (versión epub)
Digitalización, 2019
Gran Canciller UPB y Arzobispo de Medellín: Mons. Ricardo Tobón Restrepo
Rector General: Pbro. Julio Jairo Ceballos Sepúlveda
Vicerrector Académico: Pbro. Jorge Iván Ramírez Aguirre
Editor: Juan Carlos Rodas Montoya
Coordinadora de Producción: Ana Milena Gómez Correa
Diagramación: Geovany Snehider Serna Velásquez
Corrección de estilo: Natalia Uribe Angarita
Fotografía: Ana Cristina Aristizábal Uribe
Dirección editorial:
Editorial Universidad Pontificia Bolivariana, 2019
E-mail: editorial@upb.edu.co
www.upb.edu.co
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A.A. 56006 - Medellín - Colombia
Radicado: 1380-03-08-15
Prohibida la reproducción total o parcial, en cualquier medio o para cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad Pontificia Bolivariana.
Diseño epub:
Hipertexto – Netizen Digital Solutions
1- Estación de Francia, verano del 63
2- El extraño hombre de la calle Velázquez
3- La gata en el aceite
Notas al pie
Sobre el autor
El demonio se muerde la espalda
William Shakespeare. Rey Lear
JOAN RAMBERT ERA UN DESORDEN y en las noches se quedaba dormido encima de los libros que leía, levantándose después con un enorme dolor en el cuello o un hormigueo desesperante en las manos sobre las que había apoyado la cara. Leía y dormía mal, pero sin sueños. Y no tener sueños —le dijo una médica que quiso enamorar sin más resultado que una inyección en la cadera— era levantarse antes de tiempo. Fatal. Alguna vez, al despertar después de una noche oprobiosa, se comparó con los remeros de los trirremes romanos, que según él eran una cloaca de mierda con un cónsul encima. Estaba mal.
Rambert, exinspector de policía, leía cualquier cosa, desde una novela de vaqueros de don Marcial Lafuente Estefanía hasta un tratado histórico filosófico como a Paideia de Werner Jaeger (que él consideraba un tratado de nazismo disfrazado) o algo delirante como la Ética de Spinoza, demostrada según las costumbres de los geómetras, que le quitó el sueño por noches enteras. Sus ojos negros, siempre con aire de cansancio y ensimisme, iban y venían por historias y teorías, lentamente, gustando cada palabra, deteniéndose para reflexionar o pensar en alguna otra cosa que, por azar o deducción, salía de la lectura o se unía con ella sin razón aparente. La Ética de Spinoza lo excitaba y al cabo de leer dos o tres proposiciones con su debida demostración y escolio, se pasaba una mano por la cabeza y corría a mirarse en el espejo. Después de entender esto puedo quedar en el aire, había escrito en su cuaderno de notas, anotando los números de las páginas que había leído y las dudas que le había planteado alguna proposición o lo extraño de la demostración. También había anotado: Amo a Spinoza porque me convierte a una religión que no existe. Pero Rambert solo leía prosa, odiaba la poesía y detrás de cada poeta presentía un traidor. En una de sus notas, había escrito: No se puede confiar en nadie de palabra corta, le sobra tiempo para meditar un crimen. A sus amantes ocasionales les había dicho que leía para desesperar y entrar por los laberintos más escabrosos, donde ratas y dragones pudieran asaltarlo. “Amo el dolor y la incertidumbre”, les decía con aire sobrador y ellas abrían los ojos, asustadas, y miraban que no hubiera nada corto-punzante cerca. Pero siempre les mintió: leía para no perder su lugar en el mundo y quitarse los miedos de encima, que eran bastantes y diversos, como un ejército de mongoles aburridos. Y para que los ingenuos (tantos en la calle y en los edificios cercanos) sospecharan de él, especialmente el conserje del edificio donde vivía, un gallego con mostacho decimonónico y muy dado a pegar la oreja en las puertas ajenas. Y que se retorcía las puntas del bigote cuando les preguntaba a los vecinos de qué diablos podría vivir Rambert, exinspector de policía dado de baja por sospecha de corrupción. Esto último fue lo que se dijo venenosamente en el vecindario, sin importar que Rambert estuviera cerca, como cuando subía por las escaleras con las bolsas de alimentos o al bajar por ellas tratando de abrir una sombrilla. Eran unos miserables esos vecinos. De alguna puerta de ese antro en el que vivía, con sevicia, se silbaba esta pregunta: “¿De qué vives capullo, de alargar la lengua?”. Es indudable que les intereso a los inquilinos, anotó Rambert en su libreta. Luego, escribió la palabra ‘perros’, acotando al lado con letra apretada: animales que Maimónides recomienda mantener atados fuera de las casas. Y soltar solo en caso de que ronden ladrones peligrosos o ejércitos invasores.
A pesar de que todo sitio habitado por Rambert parecía acabado de bombardear, él mismo semejaba estar saliendo de una explosión; la camisa desordenada, el cabello revuelto, los zapatos sucios de polvo, siempre con la chaqueta al hombro y un infaltable cigarrillo de tabaco negro entre los dedos. Al exinspector le atraían las plantas y era capaz de quedarse una mañana entera en el balcón de su piso mirándolas y tratando de clasificarlas con la ayuda de un libro escolar de botánica que él nombraba de botánica sobreviviente porque, como le dijo a su hija mayor, Pilar, los niños le parecían flores y hojas frescas y los maestros, plantas carnívoras con forma de cuervo. Nunca le fue bien en la escuela a Rambert. Y a Pilar (que por tiempos vivía con él cuando la madre se iba con alguno o se escondía para no saber nada de la realidad), le gustaba mirarlo ensimismado frente a las pequeñas macetas, como un chico que busca una araña diminuta, sonriendo solo o cantando en alguno de los extraños dialectos que Rambert utilizaba cuando hablaba por teléfono, esa lengua cargada de palabras facinerosas de puerto que daban una versión del mundo al revés, escondiendo truculencias y acciones viles que había que censurar a las orejas de su hija, pero que la pequeña oía riendo. Era un extraño el expolicía y Pilar lo amaba, como le dijo Saratoga, con curiosidad y asombro, incluso cuando dejaba de afeitarse por días y cogía cara de fantasma recién salido de algún calabozo de la Legión Extranjera. Pilar tenía siete años y creía que su padre era mago, un conejo de cuento, una flor de papel con muchos colores puestos al azar. Así lo explicaba en la escuela. También creía que era un dragón al que no era conveniente enfurecer porque toda furia en Rambert tenía un cariz apocalíptico, y cuando era invadido por las iras, cada espacio se convertía en una tormenta de invierno en pleno mar de los infiernos. Rambert terminaba temblando y asustado cuando lograba recuperarse. Y tremendamente aburrido. En estos casos, Pilar oía música y danzaba. Saratoga le había dicho: los diablos se van cuando alguien baila. Claro que cuando Saratoga estaba presente en las iras y ella bailaba, ningún diablo desaparecía. En el ambiente de Rambert las contradicciones eran permanentes y abundantes.
El día en que comienza esta historia, 14 de julio de 1963, Joan Rambert había celebrado sus 35 años presenciando un crimen. Esas cosas le pasaban a él; las atraía para su mal dormir y sus insomnios cargados de blasfemias, en los que vagaba por el piso como alguien tratando de salir de una cañería y con muchas ganas de pisar ratas. Él mismo se sentía como una rata machacada. También atraía esos delirios, creía, por tanta lectura desordenada, por las notas de su cuaderno en las que abundaban figuras monstruosas y frases de horror, a la par que una serie de apuntes sobre deudas por pagar y cobrar, rodeadas de planos geométricos que indicaban distintas formas del laberinto por el que se perdía cada tanto. Los cuadernos de Rambert, de los que cuando esté de humor daré razón, lo predisponían a estar rondando lo tenebroso y a que le sucediera de repente lo inverosímil. Por eso, a su lado, mientras Rambert caminaba por Pau Clarís y a la altura del Barrio Gótico, un hombre levantino recibió una puñalada entre los riñones. Hubo un grito, una maldición en mal castellano, y no más. Y nadie que corriera evidenciándose. El apuñalado cayó pesadamente sobre la acera rozando en su caída una de las piernas de Rambert, obligando al exinspector de policía a parar en seco para no manchar sus zapatos nuevos, de marca y todavía brillantes (que no le calzaban como un guante, como le habían asegurado), contra la cara del asesinado. Hacía ya muchos días que a los pies de Rambert no caía nadie con semejante estrépito, ni siquiera sus amigos borrachos o algún caballo del puerto (de esos que a falta de heroína se inyectan gasolina, esa mala mezcla de hachís con basura). Y con los ojos tan abiertos por la sorpresa, como si se hubiera ganado la lotería o tragado un anzuelo. De todas maneras, el hombre muerto cayó a sus pies como una canasta llena de patatas y repollos. Tenía cara de pez el hombre muerto y en la oreja izquierda un arete con forma de serpiente mordiéndose la cola. Rambert blasfemó por entre los dientes que mordían el filtro de su cigarrillo a medio consumir y, al igual que todos los transeúntes, miró a los más cercanos buscando al asesino. Pero no había asesino. Fue como si el muerto hubiera brotado del interior de la acera con ese puñal coqueto clavado hasta las guardas en la cintura. Si el muerto hubiera caminado unos metros, muchos habrían pensado que era un muñeco de cuerda, pensó Rambert.
—¡No toquen al muerto!, —chilló un hombre gordo con un bigote de comediante bajo la nariz —¡Nos puede comprometer! —A Rambert le pareció que el gordo chillante era un chaplinillo disfrazado de vendedor de butifarras, mientras a su alrededor la gente reculaba en medio de un aleteo de manos y de muchos ojos curiosos que hacían preguntas desordenadas bajo el sol inclemente de las cuatro de la tarde en ese verano del 63, que fue endiablado en Barcelona.
—Llamen a los guardias civiles, —dijo una mujer de voz pastosa que apretaba, confusa, un paquete contra sus senos enormes. A su derecha, otra mujer más pequeña y de pelo ensortijado, rezaba y se echaba bendiciones de seguido, como si así se quitara de encima los demonios que emanaban del muerto, de ese finado joven y de arete en forma de serpiente mordiéndose la cola, vestido con un traje negro fino y con el pelo pegado al cráneo por alguna gomina perfumada. Por un segundo, a Rambert le pareció que el apuñalado era algún maniquí que había saltado de un escaparate. El exinspector cerró un ojo que empezaba a arderle a consecuencia del humo del cigarrillo que llevaba en los labios y, con el ojo libre, miró al muerto a los pies y notó que no tenía medias. También, que los zapatos debían estrecharle bastante, esto lo dedujo por la sutil hinchazón que rodeaba la parte inferior de los tobillos. “Es un marroquí”, lo olió el exinspector, y se abrió paso por entre la gente que miraba. Le faltaba el aire y le hastiaban los muertos: “Todos parecen pidiendo perdón, debe ser por el susto”, lo tenía claro. Armaba esas ideas como si su cerebro fuera una moviola, insertando o cortando imágenes.
—Joan Rambert, no hay crimen en la ciudad donde tú no estés presente. —La voz le llegó de frente y salía por entre unos dientes blancos y parejos, cuidados con obsesión. Y de inmediato esas palabras, que entraron en las orejas de Rambert como empujadas por un destornillador, se volvieron silbo de basilisco: “Interesante, muy interesante”, la voz golpeaba como un mazazo en la cabeza del exinspector.
Sin saber cómo, quizás por un castigo de Dios, allí, delante de él, estaba Daniel Barrés, el odiado y temido Barrés, detective estrella de la policía catalana, con fama de ser peor que vitriolo sobre hemorroides con aquellos que sufrían su persecución. Olía a flores el maldito y estaba vestido como un artista de cine. Rambert lo quiso evadir, pero Barrés se le interpuso burlón.
—Con prisa como siempre, recordado amigo.
—Tengo afán. ¿Qué pasa, macho?
—No pasa nada, contigo no pasa nada. Hasta la vista, Rambert, ya sabemos dónde te mantienes.
Daniel Barrés soltó una sonrisa acusadora, se pasó la mano anillada por la frente y entró en el tumulto que rodeaba al muerto. Tenía el aspecto de un ángel exterminador vestido a la moda y dejaba a su paso el aroma dulzón de un gigoló bien cuidado, seguramente bañado en leche.
Joan Rambert caminó rápido y con furia. Encontrarse con Barrés le revolvía las tripas y le secaba la boca. No podía evitarlo, era como si el detective estrella le hubiera echado el mal de ojo encima. El exinspector respiró hondo el aire tibio que venía de la zona del puerto y, para borrar a Barrés de la memoria, pensó en la cara de asombro de la muchacha gitana a la que le había regalado un libro de León Uris, Éxodo, en lugar de las monedas que le pedía. Tenía una cara linda la muchacha, pero olía a queso y a ginebra. La pobreza siempre huele a eso, debe ser una maldición, se dijo Rambert.
Camino a la Barceloneta, con la nuca inundada de sudor, Rambert imaginó qué podría estar haciendo la gitana con el libro. Tal vez hojeándolo o quizás ya lo habría botado a una caneca de basura; estaba también en lo posible que lo hubiera cambiado por alguna legumbre, un confite, una naranja o el permiso para propinar una patada. Lo cierto es que a Rambert le importaba un carajo lo que hubiera pasado con Éxodo, a fin de cuentas había regalado el libro porque se le estaban zafando las hojas y era una mierda leer así, sintiendo que el libro se partía como un leproso.
Por los lados de la estación Francia, donde la calle hervía más, Rambert se secó la frente y entró en el Jardín Moro, un restaurante levantino más visitado por la policía que por los amantes de la comida árabe. Aquel local era una cueva y al fondo, en medio de unas luces inciertas, estaba Sara, la tunecina, acariciándose la nariz. Ella era el objetivo de Rambert antes de que el hombre apuñalado cayera a sus pies. Venía a verla para enterarse, a pedido de un cliente de Tarragona, de una camada de 178 chinos entrada de contrabando, de la que una buena parte no aparecía. Alguien metido en el negocio se había birlado 45 chinos y debían estar en alguna parte. Los chinos se reconocen fácilmente, son chicos, flacos, de pelo lizo, los ojos los delatan, pero en este caso se habían hecho humo y el cliente quería saber quién los tenía escondidos. Había pagado por ellos sus buenas pelas y ahora pagaba otras para dar con los que faltaban. Economía de mercados floreciente y riesgosa. Y Rambert era el hombre, viejo perro con la nariz intacta, para dar con esa camada de orientales robados. De eso vivía el exinspector ahora, de traficar con datos sobre los que no se cuestionaba, aunque en el caso de los chinos le había parecido curioso que alguien se los robara. Un embarque de chinos es más evidente que un camión con putas, y muchos ojos pudieron ver la mercancía. En el mundo de don Francisco Franco se había desarrollado mucho el tercer ojo, en todos los sentidos. Y la tunecina podría ponerlo al tanto de ciertos movimientos sin pedirle nada; de alguna manera lejana y levantina ella lo seguía queriendo aunque ya no dejaba que la tocara. Los días del amor y las encamadas ya no funcionaban bien. Tampoco la nostalgia. Con ella todo era un juego de ojos y un bordado paciente de palabras mediadas por silencios. Luego venía el dato, lento y zalamero, como si algún genio encerrado en una lámpara lo hubiera tenido que negociar en cualquier zoco de Melilla. Sara, la tunecina, sabía que Rambert venía a ella, en los últimos tiempos, con algún interés pecuniario o buscando una información ruin. Y ella lo torturaba, viendo cómo los ojos del hombre danzaban en la cara con barba de varios días. Claro que entre los dos nunca se habían mentido, pero se posaban en ese ritual de miradas y tamborileo de dedos hasta que ella soltaba el dato sin exigir compromisos. Algún día le vendrían con la noticia de que a Rambert le habían cortado el cuello y así todo estaría saldado. También estaba la posibilidad de que fuera Rambert el que llegara al restaurante y se enterara de que a la mujer la habían desorejado. Una mezcla de amor y odio necesarios, eso existía entre los dos. Claro que a la tunecina a veces, sobre todo si llegaba la media noche y él estaba presente, la atacaba el romanticismo y la balanza se inclinaba. Eso desesperaba a Rambert, que después de amar a Sara, sabía que no podría zafarla. “Me pasa por vicioso”, se decía encendiendo un cigarrillo.
El Jardín Moro era estrecho y largo, cargado de luces amarillentas y con las paredes repletas de láminas que mostraban caballeros cruzados raptando mujeres moras. Alguna vez Rambert le dijo a Sara que ella era una raptada. Fue la primera y única vez que vio una lágrima en los ojos de ella. Y un brillo navajero que lo hizo ponerse en guardia.
Contra la pared del final del local, al que se entraba por entre una buena cantidad de hilos sonantes, estaba la mujer de Túnez al lado de la máquina registradora. A Sara, con los ojos cargados de kohl y los pómulos naranja, la boca roja brillosa y residuos de polvo de arroz en el cuello, la rodeaba una multitud de platos de loza y cobre. Detrás estaban los licores, ordenados de mala gana, y un tocadiscos de donde salía una lamentable música cairota que aumentaba el calor y volvía más densos los sopores azulosos que brotaban de la cocina. De lejos, Sara, la tunecina, parecía la dama de Elche. Y, entrecerrando los ojos, era igual a una virgen negra catalana. Era mutante la mujer en ese ambiente cargado de olores a especias y vinagre.
—Hola, hace un calor de tus tierras —saludó Rambert, y la mujer le sonrió encogiéndose de hombros.
—Hace el calor de los pecados que uno tenga —comentó lentamente Sara mientras le pedía a una mujer caribeña, con una suave señal de la mano, que le sirviera un cubata al exinspector.
—No, quiero un café —atajó Rambert.
—Toco madera, el mundo se está acabando —dijo con aire de impresionada la tunecina—. ¿Un café? Eso quiere decir que ya estás podrido, capullo.
—Podrido tu culo, chavala.
—Vamos, hombre, que era una broma. ¿Vale?—. Sara tomó en sus manos, de dedos gordos y uñas rojas y curvas, el enorme collar que pendía de su cuello marcado ya por las primeras arrugas. Rambert la imaginó momia de ultratumba que regresaba a reclamar su pirámide.
—Todos nos envejecemos, capullo, no hay excepciones—. El exinspector se asombró (cada vez que estaba con ella le sucedía lo mismo) con la capacidad que tenía la tunecina para leer los pensamientos ajenos. Callado, buscó un cigarrillo en el bolsillo de la camisa. Los mantenía sueltos, de a dos o tres, buscando así dejar de fumar, pero se hacía trampas. Siempre guardaba un paquete entero en el bolsillo interior de la chaqueta, no fuera y en un momento de tensión tuviera que recurrir a la violencia para hacerse a algo que le diera humo. Cuando palpó el bolsillo, sus dedos se encontraron con algo redondo y fino, como un anillo. Sara lo miraba sin quitarle los ojos de encima y Rambert sonrió forzado, como si le tiraran de las comisuras de los labios con un par de ganchos. Y aunque aún no había visto qué tenía entre los cigarrillos sueltos, un animal frío le caminó a tropezones por la sangre.
—Sácalo, capullo, eso vale más que el dato de los chinos—. La mujer hablaba sin prisa, con la resignación de quien enfrenta días egipcios.
Antes de decir nada, Rambert miró curioso y asombrado el pequeño objeto que tenía en la mano. Y no tuvo ninguna duda: era el arete del hombre muerto a sus pies en Pau Claris, la serpiente que se mordía la cola, brillante toda y con un toque de sangre seca en el extremo donde se tocó con la oreja del moro.
—Alguien la metió en mi bolsillo, quizás el asqueroso de Barrés —balbució nervioso el exinspector, que volvía a sudar como si estuviera caminando bajo el sol infernal de esa tarde. Y le contó la historia a Sara, la tunecina, olvidado de momento de los chinos y el posible lugar que pudieran ocupar en la tierra o en el cielo.
—Nadie lo puso ahí, él te siguió. Cuando se muere el dueño, el arete escoge a otro y se va con él. Esa es la virtud de ese arete—. Sara la tunecina, introdujo su mano en el pecho.
—Tómate un coñac, capullo, te aclarará la cabeza—. A la mujer le brillaron los ojos como dos antorchas de callejón, sirviendo el licor sin mirarlo. Y ahí, en esos ojos brillantes, Rambert vio reflejada la clientela del local. Todos eran inmigrantes con cara de desespero, salvo un par de putas que estaban jugando al dominó en una mesa cercana a la puerta. Estaban allí como dos lechuzas sofocadas, despreciando a los ratones que pasaban por su lado haciéndoles propuestas: “Espera hasta que se haga fresco, coño, con este agobio no nos levanta de aquí ni la policía”. Y en esos ojos orientales también se vio él sin afeitar, las ojeras ampliadas, los incisivos mordiéndole el labio inferior. Entonces pensó que podía ir al water y botar el arete por el sanitario, total, él no estaba para caminar con nada que le alterara el genio y lo asustara.
—No lo vayas a hacer —repuntó la tunecina lectora de pensamientos—. No es bueno que te vaya mal a ti que te mantienes en el filo de la navaja, capullo—. El exinspector recordó con mala memoria la novela de Somerset Maugham y se pasó la lengua por encima de los dientes, limpiándose algo inexistente. Tomó la copa de coñac, notó que estaba mal lavada, y se bebió el trago de un solo golpe. El coñac le bajó por la garganta como una piedra sin pulir, Rambert en estado de alerta, no fuera y alguno de los clientes del Jardín Moro querría clavarle un estilete entre los omoplatos. Lo intuyó por el olor a hachís que se regaba por el local, haciéndole juego a la música insoportable que salía de la espalda de la tunecina.
—Nunca te gustó mi música, por eso nunca lograste entenderme, capullo.
Con los años y el oficio, Rambert se había vuelto supersticioso. Cogió el arete, lo envolvió con cuidado en el papel metálico de una cajetilla de cigarrillos, lo rozó con la madera del mostrador y se fue sin despedirse, como si algún efrit lo estuviera empujando hacia la calle, cosa posible en ese sitio donde la música y el hachís, el olor a canela y el vinagre invertían la realidad. El arete envuelto lo llevaba en la relojera del pantalón. Y lo sentía vivo. Y los chinos a la mierda. Ya le diría a su cliente que los habían convertido en atún peruano.
Iba dando pasos largos el exinspector, regresando en dirección al sitio donde había caído el muerto. Pero no llegó hasta el lugar sino que torció a la derecha, internándose en el Barrio Chino. Iba a contárselo todo a Pepe Saratoga, un marino de vieja data que se había convertido en socio suyo por azar. Por complicidad, eso era lo cierto. Fue cosa de un dinero dejado en un basural por unos pillos, mientras despistaban a los policías. Y Rambert y Saratoga, que lo habían visto todo, se repartieron el botín antes de que regresaran los que lo habían robado. Eran tiempos de necesidad para el exinspector y el marino. Y ese robo a los ladrones los hizo entrometerse uno en la vida del otro, para que ninguno de los dos soltara palabra. Rambert sabía de muchas cosas atroces y era mejor cuidarse, así los tiempos fueran secos y olvidadizos.
Pepe Saratoga tenía un piso en el Barrio Chino, en una calle de poca luz y mucho abandono, repleta de animales mal-pensantes, había reflexionado alguna vez Joan Rambert mientras caminaba mirando a los lados, seguido de todas partes por miradas sediciosas, y evidenciando la ropa tendida que colgaba de los balcones y las ventanas, de alambres en el interior de patios oscuros y de sillas desbaratadas. Era ropa criminal que colgaba siempre de la misma manera, recibiendo la luz a medias, cargando en los hilos los colores inciertos del barrio y de las gentes, casi todos facinerosos, borrachines, traficantes y abandonados. Nada bueno para vivir ese barrio, pero Saratoga tenía su piso ahí, pudiendo pasarla más decente. Rambert no se explicó nunca a qué se debía que su socio viviera en ese lugar, quizás era una penitencia que el marino cumplía, tal vez eran recuerdos ruines que lo obligaban a convivir con sus pecados viejos. Para el exinspector, Saratoga representaba los tiempos turbios, la luz mortecina que levantaba a los Dráculas, un doctor Frankenstein que le daba vida a los seres más horrendos. Saratoga era su lado malo y a él recurría cuando algo imposible de descifrar le estaba atenazando el cuello.
Cuando tocó a la puerta del marino, tirando de una campana que daba unos golpes duros y oxidados, al exinspector le pareció ver otra vez a la gitana a la que le había regalado el libro deshojado. Incluso llegó a creer que lo llevaba en la mano, pero no alcanzó a detallar más porque la mirada de ella (o de eso que veía) lo obligó a voltear la cara sucia de tanta barba de días, sudorosa, que podría verse como una piedra mal tallada a la luz amarillenta de la calle. Rara la sensación de voltear la cara sintiendo un golpe proveniente de unos ojos. Cuando Rambert intentó volver a mirar a quien lo miraba, la puerta se abrió y delante de su nariz, como una aparición dieciochezca, estaba el viejo marino envuelto en un albornoz de seda verde por donde, estampados, parecían vagar dos dragones amenazantes. Saratoga le indicó que entrara y Rambert siguió la dirección que le mostraba el dedo flaco de uñas duras, de escarbador de ladrillos, que parecía brotar de la mano apergaminada. Esa mano temblaba igual que la voz del dueño. Y mirándola bien, podría ser una mano hecha por algún tallador refugiado en cualquiera de los burdeles de Estambul, de esos que hacen ingenios para estimular pasiones desaforadas, fabuló Rambert. No dejaba de pensar sucio, aún asustado.
El piso que habitaba Pepe Saratoga era una extensión de él: paredes arrugadas, mucho polvo, los rincones cuñados por revistas y periódicos del ABC, algunas lámparas con las pantallas torcidas, tres cartas de marear pegadas al envés de la puerta principal y una biblioteca donde botellas y libros se peleaban un lugar. También se veían dos sillas mecedoras sobre pequeñas alfombras que recordaban paisajes de Irán, sitios soñados y nunca conocidos por Saratoga. Siempre quiso ir allí, como dijo, pero las deudas por pagar no se lo habían permitido.
—Ya comí lo que había en la despensa, Rambert, y no tengo café. Si te apetece un Anís del Mono…—. Los ojos del marino, que parecían dos aceitunas negras en aceite, se desviaron hacia un gato que maullaba sobre el alfeizar de la ventana mientras hablaba con el exinspector.
—Un anís, macho, con una copa grande me basto—, dijo Rambert, y fue a sentarse a una de las sillas mecedoras. Supuso que los chinos podrían estar embalados en cajas en algún sótano cercano. El gato dio un salto corto y siguió a Saratoga, que fue hasta la biblioteca, y de allí trajo una botella donde apenas si quedaba algo. El exinspector bebió directo, sin hacer muecas. La imagen de los chinos apretados como jamones desapareció.
—Creo que me metieron el diablo en la casa, Pepe— y le mostró el arete que lo tenía con la superstición en alta. Al terminar de contar la historia, el marino se quitó la gorra negra de navegante griego, gorra eterna, según él, que lo había acompañado por todos los mares y todas las hembras, y pasó sus dedos flacos y torcidos por el cabello gris pastoso. Parpadeó y los párpados se abrieron y se cerraron como la boca de un sapo.
—No creo en el diablo, Rambert, pero sí es extraño el rollo que estás contando. Yo de ti buscaría un joyero que examinara el trasto ese. Y que probara el arete en algún ácido para ver si el oro hierve. Si no pasa nada, que la Virgen nos acompañe—. Había una especie de blasfemia en esas últimas palabras. Saratoga encogió la boca y los dientes aparecieron ratonudos por entre los labios partidos por la fiebre y la vejez. Fue hasta la ventana y la abrió, y buscó que entrara alguna brisa fresca. El gato maulló molesto. Pero solo entró una vaharada de calor que revolvió en la habitación los malos espíritus que Rambert pudiera haber traído consigo. O que ya vivían ahí, posesión nefasta, con Saratoga. Sin decir nada, el marino se puso frente al exinspector y con la mirada le pidió que se largara. Las hemorroides lo tenían pasando por la peor parte del purgatorio.
Parece que es una egipcia bastante misteriosa, mejor dicho, bastante equívoca
Leopoldo Lugones. El vaso de alabastro
DOS NOCHES COMPLETAS pasó Rambert mirando el arete del apuñalado. Dos noches en las que alucinó toda clase de teorías acariciándose la barba de ya casi una semana, que le picaba enloquecida. Se le notaban los ojos pegajosos tras los anteojos y una respiración terrible de tanto fumar. Y un desespero creciente como una inundación cuando miraba la habitación completamente revuelta y plagada de un aire viciado a humo que, unido al calor, le llenaba la boca de las blasfemias más asquerosas. Increíble y hasta peligroso que imaginara tanto en contra de la religión. Si Dios existía, debía estar podrido, se repitió varias veces. Hablaba solo el hombre, dibujando cada detalle del arete y buscando datos en los libros. Maldecía cuando un texto se perdía delante de sus narices. Y, mientras volteaba lo que tenía sobre la mesa, buscando el libro perdido, gritaba cubriéndose la boca para que Pilar no lo oyera, aunque la niña había visto ya lo que hacía su padre e incluso estaba enterada del asunto de los chinos perdidos, acotando que estaba en lo posible que los hubieran botado al mar o se los hubieran robado en la misma China. Le gustó mucho pronunciar Shangai. Pero en la ofuscación, Rambert le paró pocas bolas. Y no era raro que viera a su padre así, convertido en una guerra, sobre todo cuando la imagen de la madre fugitiva rondaba la casa. Imagen que llegaba con el verano y la pobreza, porque por esos días, cuando todos se iban de vacaciones, la cartera de Rambert enflaquecía al punto de la anorexia económica. Vivían de los ahorros de las estaciones frías. Y de asuntos furtivos como el de los chinos, que posiblemente se iría al traste si Rambert seguía empecinado en lo del arete.
—Voy a casa de los vecinos, dejo café en la cocina —dijo la niña. El café que preparaba, de ese instantáneo, no sabía mal. Y no era peor que el que se bebía en casa de Saratoga, en el que a veces flotaban patas de cucaracha.
—No quieras salir volando por encima de los techos.
—No volaré—, se rio Pilar. En la tarde regresó, miró la tele, leyó y comió. De ninguna de estas acciones se dio cuenta Rambert. Tampoco, que ella había entrado por la escalera de incendios, como le estaba prohibido.
Rambert examinaba por sí mismo el arete, no por miedo a que otro se diera cuenta de que tenía algo interesante entre manos, sino para evitarse pagar unas pelas. Esto de la avaricia obligada en primera instancia (a veces tenía más papeles que billetes) no lo era todo, porque había otras razones además de abrir la cartera. Rambert era un obsesivo autodidacta y sólo cedía a la búsqueda de una opinión distinta a la suya cuando ya estaba realmente vencido. Y antes de reconocerlo y salir a buscar a otro para que entendiera lo que él no había sido capaz, en esas dos noches intentó encontrar la solución al enigma. Así que probó con ácidos que derretían metales, pero la serpiente que se mordía la cola no se deshizo; usó aguas regias mezcladas a fin de que le mostraran alguna reacción en el arete, pero tampoco pasó nada, ni siquiera se opacó. Miró detalladamente el arete con una lupa de laboratorio fotográfico y creyó calcular la ley del oro, suponiendo que el brillo rojizo lo daba una aleación mínima de cobre. Hasta ese momento el arete era y no era de este mundo. Entonces Rambert volvió al principio, a las suposiciones ilógicas, al deslumbre y la derrota. En esas dos noches de cigarrillos que se consumieron solos a un lado del cenicero creando la posibilidad de un incendio entre tantos papeles escritos y libros abiertos, Rambert se golpeó la cabeza con el puño, se asfixió buscando claridad en las nebulosas de su mente, oyó toda clase de pitidos y hasta creyó irse de sí mismo cuando intentó unos minutos de meditación. Fue como si una energía de colores se apoderara de su cuerpo y lo entrara en el cosmos a la velocidad de un cometa. —Deben ser las neuronas que se destruyen—, pensó asustado Rambert y se paró del sillón a buscar el aire fresco de la madrugada. Luego volvió al escritorio revuelto y continuó leyendo un libro sobre símbolos. Para esa lectura utilizó una lupa grande y rectangular, pues ya las letras de tamaño convencional saltaban a sus ojos. Y ahí encontró que la serpiente que se mordía la cola tenía tres interpretaciones. Una: era la letra sámej, que en el alefato hebreo tenía un valor de 60. Dos: en el tarot esta letra identificaba a la carta número 15, que representaba al diablo de la lujuria, conocido como Asmodeus, que encadenaba y pudría a los pecadores. Una corriente fría le corrió por la nuca y los vellos de los brazos. Las clases de religión que había tomado cuando chico lo habían marcado bastante. Pero de acuerdo con los tarotistas serios, la carta era positiva, aunque significaba la desmesura. Una tercera interpretación hablaba de la serpiente que se mordía la cola como una graficación del infinito y, a la vez, del círculo que se cierra, algo así como un espacio que se amplía y se contrae al mismo tiempo. ¿El corazón del universo? Rambert se pasó la mano por la barba y sonrió, pero fue más una mueca cargada de cansancio. Haciendo un ejercicio simple de cabalá, el de la guematría, la serpiente que se mordía la cola se convirtió en el número 6 (60=6+0=6. 15=1+5=6). Y este 6 indicaba la letra hebráica vav, cuyo símbolo primitivo era el anzuelo. Quizás ahí habría una clave: ¡Barrés!, que quería que Rambert mordiera una carnada para involucrarlo en algo que demostrara que el exinspector sí había sido un corrupto, lo que lo pondría en condición de pajarito curioso enjaulado. Pensó en Pilar y se le secó la boca. ¿Pero cómo? Intentó de nuevo otra sonrisa: la respuesta que se estaba dando nada tenía que ver con el arete y obedecía más a los miedos inconscientes (a un complejo de inferioridad) que Barrés le había ido sembrando con sus burlas y apariciones imprevistas. Ver o saber del detective perfumado alteraba a Rambert y lo ponía de un humor podrido. Para escapar de la respuesta que se estaba dando, pensó en lo que en ese momento estaría haciendo Sara, la tunecina, pero no le llegaron imágenes de la mujer ni del local invadido de levantinos que regentaba. Lo que sí le pareció ver fue a los chinos, esta vez encerrados en botellas. Al fin, una sensación de cabeza rellena de algodón acabó invadiendo a Rambert, que al cabo de un cigarrillo se quedó dormido sobre el escritorio, los zapatos tirados sobre el piso y la cara completamente gris. Y así, como en un cuadro que representara una batalla perdida, lo encontraron el sol y Pilar. Con cuidado para no ir a despertarlo, la niña entró en el desorden de su padre y comenzó a ordenar las cosas. Al terminar, le pasó a Rambert un poco de lavanda sobre las sienes y le puso una nota al lado de la nariz: “Te quiero mucho, papá”. Esos apuntes infantiles los guardaba el exinspector en la cartera. Tenía una educación sentimental burguesa y del siglo XIX. A Saratoga le había dicho que eran notas para un cuento de niños que pensaba escribir. El marino recibió esa explicación con un eructo.
Un pitazo largo proveniente de la calle y un dolor infernal de cabeza despertaron al exinspector, quien salió totalmente confuso del sueño laberíntico que todavía le colgaba de los párpados. En ese sueño, Rambert era y no era, lograba la solución al problema y la olvidaba, tenía la dirección correcta y acababa en una boca-calle que se le venía encima. Sacudió la cabeza y el cerebro, esa fue la sensación que tuvo, se le apretó a un costado del cráneo dejando un vacío hirviente en la parte libre, que debía oler terrible. Fue algo tenebroso que le amargó la lengua y le puso a zumbar los oídos. Dramático, Rambert alcanzó a pensar: —No me puedo morir todavía—, y se levantó, aferrándose bien al escritorio para no caer, pero ni así pudo evitar los apretones violentos que le torcían la masa encefálica. Era un muerto de morgue saliendo del refrigerador, eso pudo notar en un espejo que tenía en frente.
Después de un par de aspirinas y de un ardor asqueroso en la boca del estómago, de veinte minutos con los ojos cerrados y de cien pensamientos que no pudo hilar (entre ellos que Pilar podría haber desaparecido, pero eso no era cierto porque la escuchó jugar con sus amiguitos), que le dolían igual porque eran como agujas calientes que le atravesaban la frente, el exinspector se bebió un café, tomó un baño y salió a la calle mal afeitado debido al uso desmesurado de las mismas cuchillas. No vio a Pilar por ninguna parte y se sintió molesto. Le molestaba todo, desde las medias hasta los botones de la camisa. Caminó a paso flojo, buscando ansiosamente una sombra. El sol brillaba de manera loca y Barcelona se cubría de un azul intenso que repartía rayos enceguecedores por entre los edificios y los árboles. Y en esa entrada o salida de los infiernos, Rambert se dirigió hacia el taller de los hermanos Abdala, orfebres islámicos famosos por la calidad de sus trabajos y el misterio en que vivían. Nadie los había visto nunca en la calle, solo detrás del pesado mostrador de madera siempre polvoriento y con las vitrinas repletas de artefactos y herramientas sin uso conocido.
Los hermanos Abdala eran oscuros y malicientos, clásicos hijos de Hefestos, anotó alguna vez Rambert en su libreta. Y del infierno, como decía el dueño del bar que lindaba con el taller de los musulmanes y desde donde un hombre asiático miró con atención al exinspector. Tenía la cara cuadrada, los ojos muy oblicuos y movía una paja entre los dientes amarillos. Lucía unas manos chicas y bien cuidadas, de alguien que se deleita torturando. El asiático miró el reloj y movió la punta de un zapato negro y brillante. Si la situación se hubiera dado en Shangai, Rambert lo habría tomado por un agente de seguros con oficina en Hong Kong o por un agente secreto al servicio de los ingleses. En la maldita Guerra Fría los espías se criaban como pollos. Pero el exinspector no lo vio. No estaba para ver a nadie, cosa que no debe pasar. Saratoga le había explicado: “Siempre hay que mirar y llevar un inventario. Si no, ¿cómo te ganas la vida? Vivimos de lo que vemos, ahí está el salario”. Increíble que Saratoga, que lo despreciaba todo, tuviera en cuenta estas frases.
Farid, el mayor de los Abdala, lucía una piel cetrina y unos ojos muy hundidos. Cuando miraba de frente tenía un parecido a Pepe Saratoga, pero más fúnebre. Omar, el hermano menor, se reía alargando los chillidos. A Rambert le parecía, otra vez su imaginación infame, una rata del desierto convertida en hombre. Omar era gris dorado y seguramente escondía la cola entre los pantalones. Y podría morder de manera terrible, envenenando la carne, como lo pudieron suponer dos monjas que regularmente pasaban por el local para hacer valorar baratijas o figuras con presuntos recubrimientos en oro. Hay que ver cómo se engaña a la gente buena e inocente. Llegaba mal Omar a los clientes, pero también de manera hipnótica, porque todos los que entraban al taller se sentían irremediablemente atraídos por esa cara penumbrosa, “que váyase a saber qué brutalidades guarda en la memoria”, decía casi a gritos el dueño del bar lindante, odiando a los Abdala con una pasión desmesurada y demencial. A la clientela del bar, mientras servía una caña de cerveza o un café, el dueño le preguntaba por qué la policía no había sacado a esa mala gente del vecindario. Y hablaba el hombre, hablaba hasta que los clientes comenzaban a escaparse para no seguir asistiendo a esa locura del odio agrandado cada día con obsesión. Sin embargo, ese odio inveterado y doloroso, de apestado, que mantenía vivo el dueño del bar vecino, era el que había afamado al taller de los Abdala. Y a sus orfebrerías, que eran increíbles y maravillosas, verdaderas réplicas de los sietes cielos de Aláh y de todas las visiones del Profeta. Con relación al dueño del bar, Saratoga había dicho: “Lo debe haber enloquecido el coño de alguna mora. Si no sabes tirar con ellas, te llega algo peor que una peste”. Rambert no dijo nada: ya conocía a Sara, la tunecina.
A ese taller llegó Joan Rambert antes del mediodía, luego de mirar a tres muchachos que, acompañados de sus guitarras, cantaban peligrosamente en catalán, lengua que todos hablaban pero que estaba prohibida en la calle.