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POLÍTICAS, ESPACIOS Y PRÁCTICAS DE MEMORIA

POLÍTICAS, ESPACIOS Y PRÁCTICAS DE MEMORIA

 

 

Disputas y tránsitos actuales en Colombia y América Latina

 

 

 

Carlos Salamanca Villamizar y Jefferson Jaramillo Marín

(editores académicos)

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Reservados todos los derechos

© Pontificia Universidad Javeriana

© Carlos Salamanca Villamizar y Jefferson Jaramillo Marín, editores académicos

© Carlos Salamanca Villamizar, Jefferson Jaramillo Marín, Amada Carolina Pérez Benavides, Mario Rufer, Johanna Torres Pedraza, Sebastián Vargas Álvarez, Fernando Escobar Neira, Gabriela González, Óscar Fernando Acevedo Arango, Óscar Guarín Martínez

 

Primera edición: abril de 2019

Bogotá, D. C.

ISBN: 978-958-781-350-0

Hecho en Colombia

Made in Colombia

 

Editorial Pontificia Universidad Javeriana

Carrera 7.a n.° 37-25, oficina 1301

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Bogotá, D. C.

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Diagramación:

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Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J.

Catalogación en la publicación

Salamanca Villamizar, Carlos, autor

Políticas, espacios y prácticas de memoria: disputas y tránsitos actuales en Colombia y América Latina / editores académicos Carlos Salamanca Villamizar y Jefferson Jaramillo Marín; autores Carlos Salamanca Villamizar [y otros nueve]. -- Primera edición. -- Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2019.

ISBN: 978-958-781-350-0

1. Memoria colectiva 2. Memoria - Aspectos sociales 3. Acuerdos de paz 4. Posconflicto 5. Estudios culturales I. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Sociales. Doctorado en ciencias sociales y humanas

CDD 302.12 edición 21

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opgp 28/03/2019

CONTENIDO

 

 

 

 

Prólogo Memorias de un acto fallido

Paolo Vignolo

 

POLÍTICAS: MEMORIA, NACIÓN, DISPOSITIVOS Y NARRATIVAS MUSEOGRÁFICAS

 

Esbozos y trazos

Carlos Salamanca Villamizar y Jefferson Jaramillo Marín

 

Memoria, olvido y nación: algunas reflexiones sobre la configuración de la memoria pública nacional, los procesos de apropiación y sus posibilidades transformadoras en el presente

Amada Carolina Pérez Benavides

 

La cultura como pacificación y como pérdida: sobre algunas disputas por la memoria en México

Mario Rufer

 

Lugares, centros y museos de memoria: boom global y marcos políticos nacionales. Anotaciones desde Colombia (2013-2015)

Jefferson Jaramillo Marín y Johanna Torres Pedraza

 

ESPACIOS: LUGARES, PRÁCTICAS Y NARRATIVAS ESPACIALES

 

Espacialidades de la memoria: lugares para abordar el pasado conflictivo en la Colombia contemporánea

Sebastián Vargas Álvarez

 

Arte urbano y memoria en Bogotá y Medellín: entre los derechos culturales y la ideología del espacio público

Fernando Escobar Neira

 

Espacios, prácticas y narrativas espaciales.La perspectiva espacial y el campo de la memoria en Argentina

Gabriela González y Carlos Salamanca

 

PRÁCTICAS: REVISANDO SUPUESTOS Y CUESTIONANDO LOS MARCOS HABITUALES DE OBSERVACIÓN

 

Las memorias fantasma: el olvido y la negación de lo íntimo en lo éxtimo del vínculo social

Óscar Fernando Acevedo Arango

 

Violencia, imagen y (re)significación

Óscar Guarín Martínez

 

Epílogo

Germán Rey

PRÓLOGO MEMORIAS DE UN ACTO FALLIDO

 

 

Cartagena de Indias, 26 de septiembre de 2016: el Gobierno de Colombia firma el acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), poniendo fin a más de medio siglo de conflicto armado. La ceremonia ha sido estudiada en los más mínimos detalles para que quede en los libros de historia y de paso para empujar la ciudadanía a salir a votar al plebiscito que, la semana siguiente, tiene que blindar la decisión política a través del sufragio popular.

En el sugestivo escenario al aire libre del Palacio de Convenciones, más de dos mil personas invitadas, mil quinientos periodistas, trece jefes de Estado, treinta cancilleres, un rey (de España) y el secretario general de la ONU visten de blanco y agitan panderetas blancas en una coreografía estatal de la reconciliación y el perdón televisada en vivo y directo para una audiencia global. Hasta la bandera de Colombia ha sido modificada por la ocasión con una banda blanca a complementar el amarillo, el azul y el rojo, los colores patrios.

Todo está listo para que sea un día memorable.

Pero la memoria, se sabe, a veces hace malas jugadas. Justo cuando millones de colombianos están escuchando por primera vez en sus vidas la voz del máximo líder de los insurgentes, Rodrigo Londoño (mejor conocido por su nombre de batalla Timochenko), pasa algo inesperado. El estruendo de unos aviones de la Fuerza Aérea Colombiana que surcan el cielo de la ciudad irrumpe en la ceremonia. Los ojos al cielo, el gesto petrificado, la palabra trancada en la garganta: por un instante el cuerpo del dirigente político que está dando el discurso más importante de su vida se trasfigura en el cuerpo del guerrillero curtido en la vida de la selva. En ese instante la zozobra que atraviesa el cuerpo del orador se transmite al cuerpo social de todo un país. Los bombardeos, las fumigaciones, la toma de pueblos, los atentados urbanos —en una palabra, la guerra— perturban los sueños de paz bajo la forma de un quiebre, un síntoma, un siniestro presagio. Este tropiezo en el protocolo no es sino una pequeña fisura en el libreto de la historia oficial. Fisura por donde, sin embargo, se cuelan otras historias, otras memorias, otras temporalidades: la materia viva de este libro.

Las investigaciones acá reunidas escudriñan las memorias anidadas en lo profundo de nuestro sentir, memorias radicales porque echan raíces en lugares precisos, memorias frágiles y no obstante persistentes, cuyos ritmos desafían calendarios institucionales y efemérides patrias. Como sugiere Rufer (en este volumen), el trabajo político de la memoria no es tanto un trabajo de rememoración, sino de conexión. La imagen televisada del cuerpo del aspirante al Premio Nobel de la Paz Rodrigo Londoño, que vuelve a ser poseído por el fantasma del guerrillero Timochenko, desata conexiones potentes justo por inesperadas.

Entre la multitud congregada en directo frente a las pantallas gigantes de la plaza de Bolívar relampaguean los espectros de la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19 y la retoma a sangre y fuego de los militares en 1985. Al mismo tiempo, entre los miles de excombatientes que están asistiendo al espectáculo mediático desde sus campamentos en los llanos del Yarí, tal vez se vuelva a asomar la congoja de las noches insomnes durante la operación Destructor II, durante la cual el Ejército bombardeó la zona en 19971. Y quizás a los oídos de los habitantes de Bojayá —que acaban de escuchar en vivo el estremecedor alabao cantado por las mujeres de su pueblo— el estruendo quizás evoque la explosión en 2002 de un cilindro bomba con que las FARC, en confrontación con los paramilitares, mataron a 79 civiles que buscaban amparo en una iglesia2.

Cortocircuitos neuronales y también políticos que superponen territorios y trastocan temporalidades, dejando aflorar anacronismos y anatopismos, destiempos y desubiques, suspensiones y disrupciones. La memoria como conexión se burla de la solemnidad de la Historia con la H mayúscula, dejando entrever una plétora de otras historias de h diminutas3. Y nos remite necesariamente a su contraparte: “¿Hay lugar para una memoria de la fractura?”, se pregunta Rufer. Trastocar los estantes de las taxonomías museográficas, descuadernar los manuales de historia, remover las estatuas de sus pedestales: es a través del montaje y desmontaje continuo de las lógicas con que las políticas del patrimonio cultural y de la memoria histórica operan en la esfera pública que pueden brotar otros ciclos y otros paisajes.

El tiempo largo de las luchas indígenas, por ejemplo, que se resisten a unificarse en el tiempo secuencial, homogéneo, cuantificable que marca el compás del capital. O la asombrosa continuidad de un pasado colonial que en muchas regiones de América Latina se niega a pasar, que sigue pasando. Eyal Wiezman la llama la larga duración de una fracción de segundo, según una intuición poética cargada de denuncia política; según el director del grupo Forensic Architecture, la historia de siglos de colonialismo, relaciones patriarcales y discriminaciones raciales suele manifestarse en ese umbral infinitesimal que separa la reacción instintiva animal de la razón humana, como cuando un soldado israelí dispara a un líder beduino4. O cuando unos cazabombarderos kafir irrumpen sobre una multitud de oficiantes de la paz.

Así mismo, al historizar las memorias reintroduciendo la dimensión política de la historia, se rediseñan los paisajes del dolor, los fronteras del miedo, las cartografías de la convivencia, como nos cuenta Vargas (en este volumen). Muchas voces se habían levantado para criticar la decisión de realizar la ceremonia en el centro histórico de Cartagena —uno de los lugares menos afectados por la guerra de todo el territorio nacional—. Lógicas de seguridad y el afán de proyectar una imagen patrimonial-turística del país terminaron privilegiando una memoria urbano-céntrica a uso y consumo de una audiencia de clase media.

De esta manera, se consolida un imaginario paradójico en donde —como subrayan Salamanca y Jaramillo (en este volumen)— el sufrimiento auténtico de la guerra se daría en las montañas, ríos y selvas de las regiones apartadas, mientras que la opinión pública que cuenta estaría en las ciudades. Al respecto, insiste Guarín (en este volumen):

El conflicto siempre aconteció allá lejos, en pequeños e ignotos lugares, escenarios de las peores masacres. Fue, en efecto, una siniestra clase de geografía aprendida y aprehendida con sangre. […] El espectador, en cuanto sujeto que observa, pareciera no involucrarse en lo visto, no participa más que como receptor de lo que se ve.

Víctimas rurales y espectadores urbanos: una dicotomía que produce una doble exclusión, ya que invisibiliza a los millones de personas que tuvieron que desplazarse a los cinturones de miseria (como la otra Cartagena, por fuera de la ciudad amurallada) y al mismo tiempo desconoce la agencia de la población rural en la arena del debate político (Salamanca y Jaramillo, en este volumen). Desde esas grietas en la escenografía de la memoria pública, se alcanza a divisar el engranaje de jerarquías y discriminaciones que gobierna el teatro de la historia.

El “susto de Timochenko” —así lo etiqueta de inmediato la jerga periodística— es archivado como una nota de color, una curiosidad al margen de los grandes acontecimientos nacionales de la jornada. Técnicamente, más que de un susto, se trata de un lapsus; Fehlleistung lo hubiera llamado Freud: acto fallido en donde el inconsciente se manifiesta de repente como expresión consciente, posibilitando el retorno de lo reprimido.

Si se mira bien, toda la ceremonia está constelada de actos fallidos: el mismo Londoño-Timochenko se resbala al subir a la tarima y casi no puede ponerse la paloma de la paz en la solapa; problemas técnicos impiden escuchar al secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon en vivo; el coro de niños se adelanta a la Filarmónica en el Himno a la alegría final. Quizás la misma aparición a destiempo de los aviones de guerra se podría considerar un macroscópico Fehlleistung. Finalmente, Timochencko tiene la presencia de espíritu de reaccionar al impasse, reanudando su discurso con un chiste: “Bueno, esta vez venían a saludar la paz y no a descargar bombas”.

Sin embargo, el psicoanálisis nos ha enseñado a leer en resbalones, lapsus y chistes el malestar de una sociedad. En ese sentido, la anécdota de un acto fallido se vuelve sinécdoque, la parte por el todo: toda la ceremonia es, stricto sensu, un acto fallido. Un acto que pretende imponerse como emblemático y se vuelve sintomático. El emblema de la paz deja entrever los síntomas de la guerra.

Ya conocemos los desenlaces de esta historia: la inesperada victoria por estrecho margen del no al plebiscito, las marchas multitudinarias en respaldo de los acuerdos, las asambleas espontáneas en las calles para debatir una vía de salida, el Nobel de la Paz al presidente Santos (y no a Londoño-Timochenko), una segunda firma definitiva —esta vez convocada en sordina en un teatro de Bogotá— para ratificar los acuerdos levemente ajustados, los graves incumplimientos en la implementación de lo pactado, hasta la debacle política del recién fundado partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC) y la victoria de una derecha hostil a los acuerdos de paz…

Al volver a ver las imágenes del acto fallido de la ceremonia de Cartagena en el documental La negociación, que Margarita Martínez acaba de estrenar con un inesperado éxito de público, nos asalta una melancolía por los festejos populares del acuerdo de paz que nunca se dieron, por el duelo inacabado de un conflicto armado que sigue vigente. Dos años después, el acontecimiento reaparece bajo la figura ambigua del presagio.

Acevedo reivindica en este volumen la importancia de los signos de la afección y la afectividad, como pueden ser los presagios, los presentimientos o las premoniciones, a los que denomina memorias-fantasma: “memorias invisibilizadas, ignoradas y negadas, a las que miramos pero no las vemos, las oímos pero no las reconocemos”. Cuando la esfera íntima-interior y la esfera pública-exterior entran en colisión, y emociones como el presentimiento no encuentran su lugar, se genera un extrañamiento del sujeto: el pasado silenciado por los mecanismos hegemónicos de producción de la historia reaparece bajo la forma de lo fantasmal.

Museos, memoriales, billetes, murales, archivos, efemérides: las investigaciones que siguen un examen riguroso de esas tecnologías de gubernamentalidad en América Latina permiten formular un abanico de preguntas de gran potencial heurístico. “¿Qué es lo que ocurre y qué podría suceder cuando se lleva a cabo un proceso de inclusión en la memoria pública nacional de aquellos que han sido excluidos?”, se pregunta Pérez (en este volumen). E insisten Salamanca y Jaramillo (en este volumen): “¿Son posibles, en términos concretos, narrativas de lo común que emancipen el potencial de las sociedades e impulsen las acciones de transformación?”.

De los pliegues de otros pasados posibles se desprenden destellos de verdad que abren horizontes de posibilidad. Claro está, siempre y cuando se logre descifrar y trastocar los potentes dispositivos de los regímenes de historicidad hoy hegemónicos: el patrimonio cultural y la memoria histórica. En México, Argentina y Colombia muchas prácticas culturales y de memorias de organizaciones de base se han visto envueltas en las retóricas oficiales de la patrimonialización, el deber de la memoria y el “paradigma del nunca más” (González y Salamanca, en este volumen). De esta manera, las políticas estatales logran imponer una orientación oficial a los procesos históricos.

Como afirma Rufer (en este volumen) para el caso mexicano,

la nación puede ser multicultural, pero no multihistórica. El pasado podrá ser un país extraño, pero debe permanecer bajo control. Se puede aceptar que haya muchas culturas mientras no pongan en peligro una historia única, amparada silenciosamente en el espacio de referencia nacional.

“A cada quien su memoria”, parece ser el lema de los Estados multiculturales contemporáneos, pero en el marco de una única teleología de la historia.

La paradoja de muchas luchas sociales es que, por defender culturas y experiencias heterogéneas, terminan avalando la narrativa homogeneizadora de un pasado exhibido como patrimonio fundacional de cada república y cotizado en la bolsa de valores del capitalismo cognitivo. O, para volver a la imagen de los invitados de Cartagena: bienvenida sea una representación colorida de una sociedad pluriétnica y multicultural, siempre y cuando todos vengan rigurosamente de traje blanco, según la etiqueta del gran espectáculo de gala de la pacificación nacional.

La ducha helada del plebiscito, en el que una estrecha mayoría de los votantes votó en contra de los acuerdos de paz, mostró —duele admitirlo— qué tan frágil era la supuesta hegemonía cultural del posconflicto. Como escribe Vargas (en este volumen), es importante subrayar el carácter ficcional de ese “pos”, ya que apostarle a la construcción de un país en paz y con igualdad social no significa “acogernos acríticamente a las prédicas del ‘posconflicto’, entendido como un dogma, o un credo.”

Ese dogma, ese credo, necesita aportar mártires y reliquias al altar de la memoria de Estado, para objetivar la pérdida y, a través de rituales laicos de veneración, volverla patrimonio. En el caso de la ceremonia de Cartagena, la reliquia —fabricada ad hoc para entrar en un museo en recuerdo del histórico acontecimiento— es el bolígrafo de la firma, fabricado reciclando balas del conflicto. Sin embargo, se pregunta Rufer (en este volumen):

¿Qué lugar le queda a la memoria como desobediencia? Quizás insistir en recordar la pérdida. Allí parece articularse una resistencia como experiencia heterogénea del tiempo. […] El reclamo por exigir como inolvidable al tiempo de la pérdida […] es el acto de sacudir la lógica de la reliquia, profanarla evitando la metonimia, la cosificación y la objetivación.

Lo que queda grabado en el imaginario colectivo finalmente no es el bolígrafo hecho de balas —que nadie recuerda—, sino el video inmediatamente viral (con su corolario sacrílego de memes y parodias) del orador que pierde el hilo del discurso a causa del fragor de un avión de guerra. Esa pérdida evoca otras pérdidas: la pérdida de confianza en el Estado y las fuerzas armadas, la pérdida de millones de proyectos de vida aniquilados por la violencia, la pérdida del control estatal sobre amplias regiones del país, la pérdida de la experiencia de una vida civil sin el fantasma de la agresión militar, la pérdida de una firma borrada por sufragio popular y de acuerdos que aún no se han cumplido…

Son esas pérdidas, esos estruendosos silencios, esos agujeros negros de la memoria los que hacen del 26 de septiembre un día inolvidable.

La profanación de la reliquia juega un papel parecido a otras profanaciones, a las que se refieren los autores de este volumen: la cabeza extraviada de Pancho Villa que vagabundea entre Coahuila y Yale (Rufer); el marco sin imagen expuesto en el Museo Nacional de Colombia para dar un lugar a Pedro Romero, prócer mulato de la Independencia hasta entonces olvidado (Pérez); los murales de Medellín y Bogotá, cuyo estatus oscila entre el marketing territorial y el vandalismo, entre el “ciudadanismo” y la autogestión (Escobar); los centros de detención y tortura que en diferentes países del continente se convierten en lugares de memoria (Jaramillo y Torres); los “siluetazos”, las bicicletas pintadas y los escraches como formas de producir presencia desde la ausencia masiva de las personas desaparecidas en las ciudades argentinas (González y Salamanca; Vargas).

Guarín (en este volumen) retoma la cuestión de la profanación del espacio sacro de una memoria institucionalizada, pero devuelve la mirada hacia nosotros, los espectadores pasivos del ritual. Si tanto la paz como la violencia se vuelven un espectáculo que observamos desde una prudente distancia, el lugar que terminamos ocupando es “un lugar que no alivia, que no remedia, que no genera”. Solo rompiendo el régimen de la representación que convierte la imagen en cliché y el cliché en simulacro, podemos esperar sacudirnos de esa condición de impotencia.

Cómodamente sentados en nuestro lugar común, nos preparamos a ver el espectáculo del comandante guerrillero que se expone frente a las cámaras. En el ritual laico embebido de pathos religioso, el victimario que pide perdón a todas las víctimas es él mismo una víctima que estrecha la mano a sus victimarios.

Terrorista, subversivo, héroe, insurgente… Cada quien lo mira desde el cliché de su postura ideológica. Hasta cuando la interrupción involuntaria del acto protocolario nos devuelve, inesperadas, otras imágenes: un montañero que se mueve torpe en los eventos mundanos, un pecador asustado por su propia sombra, un anciano con cierto sentido de la ironía… Nos puede simpatizar o “caer gordo”, pero nos afecta. Nos espejamos en una humanidad común. Quizás es ahí, en ese vacilar que suspende la solemnidad del acto, que el guerrero de la selva por un momento se asoma de verdad a la vida civil.

Hoy en día, cuando finalmente se está poniendo en marcha —entre disputas y reveses— el aparataje tecnopolítico de la justicia transicional que derivó de los acuerdos entre el Gobierno y las FARC, cabe preguntarnos a qué tipo de memorias queremos apelar para construir una verdad histórica distinta a la verdad revelada de alguna autoridad superior, que solo admite la veneración o la profanación.

Una verdad construida colectivamente, relacional, abierta, pública, necesariamente provisional5: esta parece ser la apuesta de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, que hace pocos días comenzó oficialmente sus tres años de trabajo.

En la ceremonia, los protagonistas ya no fueron políticos y guerreros, sino personas que de víctimas se volvieron agentes de transformación social. El nuevo presidente de la República, Iván Duque, inexplicablemente no atendió la invitación, ni envió a su comisionado de paz o a su consejero para el posconflicto, ni tampoco a uno de sus ministros. Ojalá que ese desplante político-diplomático no sea el síntoma de un desdén de Estado, el presagio de otro acto fallido.

 

PAOLO VIGNOLO

Director del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Colombia

Notas

1 Alfredo Molano Bravo. 2016, 3 de septiembre. Yarí, la historia de una zona histórica. El Espectador. Recuperado el 6 de noviembre de 2018, de https://colombia2020.elespectador.com/territorio/yari-la-historia-de-una-zona-historica 

 

2 Sánchez Gonzalo. 2010. Prólogo. Bojayá: la guerra sin límites. En Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) y Grupo de Memoria Histórica (ed.), Bojayá: la guerra sin límites. Informe del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, p. 13. Bogotá: Taurus. Recuperado el 6 de noviembre de 2018 de http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/descargas/informes2010/informe_bojaya.pdf 

 

3 Michel-Rolph Trouillot. 1995. , pp. 1-4. Boston: Beacon Press.

 

4 Forensic Architecture. 2018. Killing in Umm Al-Hiran [video]. Recuperado el 6 de noviembre de 2018 de https://www.forensicarchitecture.org/case_categories/spatial-media/page/2/ 

 

5 Antonio Lafuente. (2018). La verdad entre todos. Recuperado el 9 de enero de 2019, de https://www.academia.edu/38117879/La_verdad_entre_todos

POLÍTICAS: MEMORIA, NACIÓN, DISPOSITIVOS Y NARRATIVAS MUSEOGRÁFICAS

ESBOZOS Y TRAZOS

Carlos Salamanca Villamizar*

Jefferson Jaramillo Marín**

 

* Doctor en Antropología Social y Etnología (Ehess), investigador adjunto del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), Argentina; director del Programa Espacios, Políticas y Sociedades del Centro de Estudios Interdisciplinarios, Universidad Nacional de Rosario (CEI-UNR). Correo electrónico: salamanca.carlos@gmail.com

** Profesor titular del Departamento de Sociología y director del Doctorado en Ciencias Sociales y Humanas de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá. Colabora con el Centro de Estudios Sociales y Culturales de la Memoria (Cesycme) y es líder del grupo de investigación Política Social y Desarrollo (categoría A1 en Colciencias). Correo electrónico: jefferson.jaramillo@javeriana.edu.co

 

Esbozos

ANTECEDENTES Y CROQUIS DE UN CAMPO SOCIOPOLÍTICO CONVOCANTE

En el marco de una serie de conversatorios realizados por invitación del profesor Germán Rey en abril de 2015, en el Centro Ático de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, con un grupo de colegas provenientes de campos del conocimiento como la historia, la sociología, la antropología, la psicología, la arquitectura y los estudios culturales, nos propusimos pensar puntos de contacto y de proyección entre la investigación sobre las memorias y las prácticas comunicativas. Como resultado de esos encuentros, el abanico de temáticas se pluralizó y posibilita plantear hoy bajo este formato de libro, en la Colección Tejidos del programa de Doctorado en Ciencias Sociales y Humanas, una serie de discusiones acerca de las imbricaciones y tensiones entre las políticas, los espacios y las prácticas de memoria en Colombia y América Latina, desde perspectivas inter y transdisciplinarias.

La estructura del libro fue armada a partir de los ejes de discusión que generaron esas conversaciones, reuniendo las contribuciones de colegas que participaron del espacio, pero también de otros autores invitados por los editores a participar del proyecto. Con esta invitación, se dio apertura a otros tópicos menos abordados en los conversatorios pero de importancia creciente, como la dimensión espacial. A su vez, hizo posible incorporar algunas contribuciones que, al referirse a otros países distintos a Colombia, nos permitieron pensar en problemáticas de alcance regional.

El libro se inserta en una arena de exploraciones en torno a las memorias, en creciente expansión a nivel latinoamericano e iberoamericano desde hace ya varias décadas. Algunas preguntas transversales al libro, pero también a los tránsitos y a las coyunturas nacionales y latinoamericanas en las que se inserta este, las dejamos por ahora enunciadas e invitamos al lector a seguir estas y otras posibles aproximaciones a ellas en cada uno de los textos: ¿Cuál es el lugar de las sociedades en el ámbito de las políticas, los espacios y las prácticas de memoria? ¿Hasta dónde las políticas públicas condicionan o habilitan unas memorias y no otras? ¿Pueden las sociedades simplemente delegar en el Estado y sus instituciones la responsabilidad de las políticas acerca del pasado reciente? ¿Es posible revertir las desigualdades estructurales en las maneras en que los distintos actores acceden o no a la esfera pública comunicativa? ¿Cómo habilitar un espacio público abierto, democrático y plural? ¿Cómo garantizar a comunidades de víctimas, sobrevivientes, vencidos, en situaciones tradicionales de desigualdad, el ingreso a esa esfera pública? ¿Cómo pensar el vínculo entre pasados, presentes y futuros? ¿Qué tan claro es que las lecturas que hacemos del pasado reciente están siempre posicionadas?

A modo de introducción, esbozaremos algunos ejes que recogen posturas entrecruzadas de los coordinadores del texto, expresadas en diversos espacios y ampliadas a propósito del encuentro en Ático en 20151. Posteriormente presentamos un breve panorama de los trazos de las discusiones planteadas en cada una de las tres partes del libro.

 

EL GIRO HACIA LAS NARRATIVAS DE LO ACONTECIDO: RESONANCIAS Y PREGUNTAS

Tradicionalmente orientados al estudio de las causas, lógicas y formas de la violencia, los estudios sobre las sociedades en situaciones de conflicto y en condiciones de transición política se han volcado recientemente a la comprensión de las estéticas, las significaciones y las narrativas de lo acontecido. De la mano de nuevos paradigmas en las ciencias sociales y humanas, las miradas se han deslizado desde lecturas teleológicas y casuísticas, con explicaciones canónicas sobre la paz y la guerra, hacia la complejidad de las experiencias de quienes ejercen y de quienes son afectados por múltiples violencias, así como de las relaciones entre ellos. Los sujetos y sus memorias han adquirido, en ese contexto, un papel protagónico como consecuencia de la significativa resonancia social de sus relatos en diversas escalas. Esto ha permitido también la emergencia de preguntas por las interseccionalidades en los ejercicios de las violencias, por las formas específicas en que las violencias afectan los proyectos biográficos y organizativos, y las maneras en que marcan cuerpos y espacios, dejan huellas y se territorializan. En ese campo de preocupaciones, muchas investigaciones, incluyendo las de este libro, se orientan a pensar cómo y con qué fines e intereses las sociedades se relacionan y recuerdan lo acontecido.

La multitud heterogénea de sujetos, movimientos y organizaciones, con distintas prácticas comunicativas, lugares de enunciación diversos, diferentes niveles de acceso a las audiencias, y envueltos en relaciones desiguales de poder y de privilegio, sitúan en el espacio público sus memorias diversas, heterogéneas, múltiples. Los Estados, por su parte, se han visto confrontados con su responsabilidad de reconocer como prioritaria en la esfera pública la búsqueda de la verdad, de modo que las distintas voces sobre lo acontecido sean integradas en el conjunto de las narrativas.

En la arena pública, desde luego, entran en conflicto el carácter restrictivo y excluyente de la historia oficial, la centralidad de algunos de sus relatos y las verdades, menos visibles, de las narrativas emergentes. Paralelamente, como síntoma de la complejidad y de la plasticidad del campo de la memoria, emergen también los relatos justificatorios movilizados por los perpetradores de violencias, sus cómplices y sus aliados. Estos recurren también a la memoria para insertar en la agenda de discusiones ideas como el heroísmo, la necesidad del deber mayor, la responsabilidad de la amenaza al orden, con el fin de reivindicar un lugar de legitimidad en la pluralidad, lograr la exculpación y la justificación, y postular ideas como aquella de que la responsabilidad mayor por lo sucedido le compete a la sociedad en su conjunto.

Frente a esta complejidad y las acciones del Estado, las ONG, la cooperación internacional y los diferentes sectores de la sociedad, la memoria ha tendido a devenir no solo un campo de poder sino una tecnología reconstructiva, es decir, un conjunto de dispositivos reglados, con normas y procedimientos cuya finalidad es recuperar el sentido de lo sucedido. De hecho, los Estados, las organizaciones sociales y los movimientos de víctimas, organizaciones y familiares se han valido de ella para generar un enorme y cuantioso archivo público del dolor (Castillejo, 2009), materializado y vehiculizado en un grupo, diverso y plural, de artefactos públicos narrativos que operan en múltiples registros y apelan a diferentes audiencias: informes de memoria, multimedias, plataformas interactivas que hablan de diversas tipologías de narrativas, fechas y semanas conmemorativas, exposiciones y museos en donde se funden y confunden prácticas artísticas y discursivas, procesos pedagógicos, cajas de herramientas y rutas metodológicas para la gestión del recuerdo, la democratización de los relatos, la inteligibilidad y la cuantificación del daño.

Este gran archivo público del dolor ha informado con detalle sobre diversos aspectos y dimensiones del horror, al mismo tiempo que, en escalas e intensidades inéditas, abre y socializa las dimensiones nacionales, regionales y locales de las violencias; sus costos sociales, culturales y políticos; y los daños que han representado para comunidades, organizaciones, grupos y personas. Este archivo, por supuesto, es “multigenérico”, por los diversos relatos y formas de ensamble (de testimonios orales y escritos, documentos jurídicos, cartas, relatos, producción literaria, material de prensa, audiovisual y radial, largometrajes, material histórico y fotografías documentales).

La intensidad de los debates del presente no debe ocultar que estos archivos públicos del dolor tienen sendos antecedentes en diferentes países de América Latina y que su inventario en imágenes y páginas es tan inagotable como su objetivo. Además, de este participan distintos actores, con agendas e intereses no necesariamente comunes: académicos, medios de comunicación, fuerzas armadas, organizaciones delictivas, empresarios, políticos, colectivos de defensores/as de derechos humanos, comunidades, universidades y exiliados.

Frente a la idea de la memoria como campo, tecnología reconstructiva y archivo del dolor, surge la pregunta por la memoria como práctica sensible a la escucha, como movilizadora e integradora de la experiencia de las afectaciones individuales, grupales y comunitarias. La emergencia creciente en diferentes países latinoamericanos de formas y estrategias específicas de construir, tejer y organizar los relatos de las violencias ha posibilitado la reflexividad sobre los diversos posicionamientos metodológicos, políticos y éticos frente a ella. En ese sentido, han aparecido cada vez con más frecuencia preguntas por la investigación dignificante, la acción sin daño, las éticas y políticas del cuidado, la caracterización de las afectaciones con enfoque de derechos y las memorias con enfoque diferencial y transformador. En un litigio, con no pocas dificultades semánticas por si lo que se hace es memoria colectiva, memoria histórica, memoria social o memoria viva, una de las preguntas centrales sigue siendo ¿qué tan plural, riguroso y colaborativo es el ejercicio de la memoria?

El terreno está en tensión, y se muestra escurridizo también porque los consensos y acuerdos de diversos grados de amplitud en torno a la posibilidad del fin de la confrontación y del enfrentamiento armado coexisten con varios tipos de agentes que impulsan las condiciones para la continuidad de la impunidad a través de un sinnúmero de mecanismos políticos, jurídicos, económicos, e incluso armados. Naturalmente no se trata de dos dimensiones separadas ni estáticas, sino más bien de su intensa interrelación de la que provienen razones complementarias de complejidad. Además, la intensidad y amplitud de los debates que las alimentan dependen de las distintas velocidades y temporalidades que imponen aquellos órdenes instaurados mediante la misma violencia. Aunque con diferentes grados, es como si en nuestros países la guerra y las violencias, al igual que sus memorias, parecieran conjugarse siempre en tiempo presente.

En ese dinamismo tensionante, los Estados adquieren un lugar estructural al posicionar unas memorias y unos sujetos y no otros. Por ejemplo, al volcar la batería oficial hacia la conmemoración de lugares y fechas, pero también al enunciar y legitimar ciertos informes y ciertas mediaciones, están mostrando que tienen el poder constituyente e instituyente de nombrar el pasado y el presente, no solamente por los recursos de que disponen sino por la naturaleza que adquieren sus acciones.

Sin embargo, como se mostrará en este libro, son múltiples las mediaciones de las memorias, que implican objetos, representaciones, performances, narrativas, arquitecturas y gramáticas diversas. Mediaciones de la memoria, en torno y por medio de las cuales se pueden comprender las interfases entre la experiencia de lo vivido y el posicionamiento público de ello.

Las políticas de las memorias han sido vinculadas con las políticas de la igualdad y la diferencia en distintos espacios y momentos, tanto por sujetos individuales como por movimientos políticos y organizaciones sociales. La importancia de esta articulación entre las violencias y las diversas formas de la inequidad reside en que permite interrogarnos con respecto a los vínculos entre violencia e invisibilidad, entre masacres y miseria, entre dispositivos represivos e injusticias históricas. Esta articulación nos exige una definición más minuciosa de la violencia, de sus causas y de sus efectos, y también de las políticas en torno a la memoria, la verdad y la justicia.

 

MEMORIA, PRÁCTICAS COMUNICATIVAS Y POLÍTICAS DE LA DIFERENCIA

El campo de la memoria sobre la violencia en el pasado reciente en América Latina se vio marcado durante los años ochenta y buena parte de los noventa por la preponderancia de ciertas identidades políticas más urbanas, de clases medias y masculinas, como consecuencia de la importancia adquirida por estos procesos sociales en los países del Cono Sur. Esta tendencia se vería reformulada progresivamente con el giro multicultural de la década de los noventa que reconstituyó el orden constitucional en la mayoría de los países latinoamericanos, la emergencia de las identidades —principalmente étnicas— como lugar de enunciación política y el despliegue de las políticas del reconocimiento.

A su vez, dicha tendencia a pensar las memorias frente a un colectivo más o menos homogéneo, masculino y urbano ha venido siendo revertida desde otros países como Colombia o Guatemala, en donde las características mismas de la violencia exigían una aproximación que diera cuenta de sus especificidades en determinadas regiones o frente a poblaciones específicas. De esta forma, en los últimos años se ha producido el surgimiento de un número creciente de narrativas acerca de violencias antiguas y recientes contra indígenas, afrodescendientes, lesbianas, gais, transexuales, integrantes de comunidades religiosas, militantes de partidos políticos y periodistas, entre otros. De esta manera, hoy contamos con múltiples experiencias para propiciar espacios de discusión y reflexión en torno a las perspectivas diferenciadas en las políticas de memoria, verdad y justicia.

Desde las ciencias sociales y desde diferentes disciplinas, se analizan las formas particulares en que la violencia se ha efectuado o ha sido vivida por grupos específicos de personas. En las asambleas, mesas de diálogo y comisiones políticas, los espacios de participación se establecen también en función de estas identidades culturales y políticas. Indígenas, afros, campesinos y mujeres exigen derechos en tanto indígenas, afros, campesinos y mujeres. Las políticas diferenciadas se reflejan, incluso, en la definición de las políticas de memoria, justicia y reparación.

Sin embargo, los vínculos entre las políticas de la identidad y las políticas de la memoria son extremadamente complejos. Una mirada atenta a las trayectorias de los sujetos cuya “identidad” parece tan fácilmente discernible da cuenta de sujetos más móviles, dinámicos, contradictorios y paradójicos, que se escapan a las redes de las certidumbres político-jurídicas de gobierno. Las políticas de las identidades ponen el acento y la sensibilidad en algunos aspectos mientras que otros quedan menos explorados. De esta forma, categorías como “comunidad”, “pueblo” o incluso “sociedad” requieren ser problematizadas permanentemente en todas las escalas. A la tensión entre estas zonas de penumbras y de sobreexposición se refiere Georges Didi-Huberman (2014) en Pueblos expuestos, pueblos figurantes, al hablar de la sobrexposición y del espectáculo como dos maneras complementarias de invisibilización, dos formas contemporáneas de ceguera frente a un sujeto/objeto invisibilizado por los extremos. Didi-Huberman nos recuerda que Walter Benjamin y Joseph Goebbels usaron contemporáneamente el mismo vocablo pueblo, a pesar de que se referían a dos ensamblajes de naturaleza distinta y de que se encontraban situados en dos polos opuestos. Esta evidencia invita a reconocer que los marcos dominantes de la representación son organizados por dispositivos histórico-políticos que requieren ser transgredidos, removidos y desafiados permanentemente, al igual que las imágenes y la representación, las categorías sociales y aquellos a quienes nombran.

En su entrecruzamiento con las políticas de la memoria, la verdad y la justicia, emergen categorías rígidas, muchas veces abstractas y ahistóricas, que no dan cuenta del dinamismo de los fenómenos sociales. Creemos necesario, entonces, discutir sobre esa otra cara del despliegue de las políticas de la diferencia y sus relaciones con el campo de la memoria: esa dimensión constituida tanto por aquellas áreas no exploradas y que quedan excluidas y sin problematizar como por las categorías fijas, definitivas y estáticas incapaces de dar cuenta de las complejidades, los dinamismos y las contradicciones del campo.

Teniendo en cuenta la importancia de la dimensión comunicativa en esta problemática, una de las preguntas que queremos plantear es acerca de la posibilidad de pensar narrativas, mediaciones y prácticas comunicativas de la memoria y de la justicia que aborden los diversos ensamblajes de lo social, den cuenta de otras complejidades de la violencia, de la memoria y de la política, y permitan interpelar los análisis con otras preguntas sobre lo común.

Por los efectos de miradas estáticas frente a las identidades en su relación con las violencias, las políticas y las reivindicaciones en torno a la memoria, la verdad y la justicia se enfrentan a varias paradojas. Permítasenos una digresión para ilustrar esto con un ejemplo derivado de la experiencia colombiana. Las políticas de la memoria están llamadas a responder a la evidencia de que la violencia prioritariamente se llevó a cabo en las regiones, en algunos casos reconfigurando incluso sus características socioterritoriales. En este sentido, se ha elaborado una importante cantidad de informes, estudios e investigaciones que, para dar cuenta de esa especificidad, han ahondado en las características locales y regionales. Pero, al mismo tiempo, esas investigaciones evidencian su limitación si reconocemos que, como consecuencia directa de la violencia ejercida, la mayoría de la población que ha sido víctima de violencia masiva ha tenido como destino la periferia de las ciudades. Las prácticas comunicativas se enfrentan de este modo a un desfase espaciotemporal sobre el que se construye un paisaje a velocidades disímiles que dan lugar a sendas paradojas. Mientras que una parte importante de los posibles destinatarios “rurales” de aquellas mediaciones de memoria también se encuentra en las ciudades, una parte considerable de las audiencias urbanas es más proclive a reconocer la autenticidad del sufrimiento en los habitantes de las montañas, las selvas y los ríos, que en las caras y cuerpos de los recién llegados que se asoman en los cerros o en las esquinas de la ciudad. Territorialidad, autenticidad y moral se mezclan en los espacios cotidianos haciendo que muchas veces las víctimas, cuando se ven dislocadas de sus lugares de origen, queden relegadas a las zonas de lo excluido, de lo falso o de lo moralmente condenable. Así, las políticas de la memoria se ven definidas en función de lecturas interpretativas de la geografía social nacional. Al mismo tiempo que se asumen como necesarias unas políticas de la memoria no urbano-céntricas y centradas en las víctimas en las regiones, se asume como prioritario comunicar el conflicto a las clases medias urbanas, informadas, con acceso a medios de comunicación, que tienen incidencia y que forman opinión.

Las mediaciones producidas en torno a la memoria y la justicia están atravesadas por las tensiones preexistentes en los procesos desiguales de conformación territorial del Estado-nación. El desarrollo desigual entre las regiones y la capital con respecto a la producción cultural de las narrativas fundacionales de la nación y la memoria está obviamente ligado al desarrollo del capitalismo. Es con estos antecedentes y con ese marco que distintas regiones y distintos sectores de población son interpelados bajo las figuras de la alteridad y de la subalternidad. Si los discursos de la diferencia permitieron matizar parte de este acceso desigual a los mecanismos de representación, dos décadas de experiencias han evidenciado que, bajo el tamiz del multiculturalismo, se enmascaran el exotismo y otras formas de racismo, mientras que la capital y su población aparecen como una esfera relativamente desvinculada de la violencia de las regiones.

Desde un punto de vista regional, en los últimos años se han producido disrupciones y dislocaciones en el campo de la memoria, en particular en Colombia, en donde se han desarrollado una serie de tecnologías de gubernamentalidad que en su conjunto se sostienen en el andamiaje tecnopolítico del posconflicto (Jaramillo, Parrado y Torres, 2017). Tal andamiaje está revestido de un lenguaje sofisticado sobre la tramitación de los conflictos, que debe mucho de su protagonismo a los aportes realizados por las ciencias políticas y la retórica internacional, los cuales han permeado la investigación académica, las políticas y las agendas públicas. El lenguaje de la transiciones, de la justicia transicional, de los rediseños institucionales posacuerdo, de los mecanismos de refrendación y validación o de las jurisdicciones especiales se proyecta y dispersa en diferentes esferas de la vida social.

La conexión entre tecnologías de comunicación e información, boom global de la memoria, y políticas de la diferencia ha conllevado un desarrollo acelerado del mecanismo documentalista y reconstructivo que, por momentos, transforma la memoria en un enorme inventario tipológico de casos, hechos, patrones, daños, impactos y efectos de la guerra; hace de ella un ejercicio “anatómico de la guerra” hecho con metodologías profesionales, sistemáticas y ordenadas.

Sin embargo, reconocer el valor reconstructivo de la memoria en función de la verdad, la justicia y la no repetición no debería implicar la sobrevaloración de la memoria como reconstrucción del pasado por sobre la memoria como posibilidad de imaginación social y cultural del porvenir compartido de nuestras sociedades.

La uniformización del propósito documental por sobre la dimensión política de la memoria acarrea los peligros de la asepsia metodológica (en términos de la preservación de unos cánones sobre cómo, para qué y con quiénes hacer los ejercicios de memoria). En el caso colombiano, precisamente se ha cuestionado que la asepsia y la despolitización del método y de la técnica memorística pueden terminar extendiéndose con facilidad a las escenas y los sujetos, y a la emergencia de unas experticias que clasifican, archivan, museifican espectacularizan e incluso exotizan a las víctimas y sus experiencias.

La primacía de la mirada de los diseños macroinstitucionales del denominado posconflicto y la matriz colonial presente en los regímenes de verdad y los órdenes de discursividad de los mecanismos de justicia transicional que se implementan en las sociedades latinoamericanas han estado moldeando las prácticas de la memoria. Y ello no solo se evidencia en los procesos de cualificación de estrategias y metodologías, sino más profundamente en el deber gubernamental que tiende a regular y administrar las condiciones del recuerdo y las formas de reparación para las comunidades de víctimas. Empero, más allá de este deber estatal, emerge la dimensión territorial de la memoria como una variable importante al habilitar un vasto capital social comunitario que la construye y la promueve desde los tejidos locales y regionales. Tejidos constituidos por las formas, prácticas, recursos, imaginarios, escenarios, iniciativas y normatividades sociales con las que cuentan las comunidades.

La gran paradoja aquí es que, del mismo modo en que la institucionalización oficial de la memoria acarrea por principio el énfasis y la visibilidad de unas memorias, unas narrativas y unos sujetos, la institucionalización comunitaria, local y regional de los relatos puede contribuir a erosionar la dimensión emancipatoria de las prácticas de memoria. Esto ocurre porque, cuando se buscan el pretendido consenso y la unificación de las memorias, sigue imponiéndose con mayor fuerza el efecto disgregante de las narrativas particulares de distintos sectores (empresarios, instituciones estatales, organizaciones sociales, comunidades, colectivos de defensores/as de derechos humanos, exiliados, refugiados, sobrevivientes, vencidos, etc.) que proclaman para sí mismos las verdades y justicias de sus propios sufrimientos, tan disímiles entre sí. En este sentido, siguen estando abiertas preguntas del tipo: ¿Cómo aspirar a un deber de memoria que al mismo tiempo no restrinja los horizontes de las historias segmentadas? ¿Son posibles, en términos concretos, narrativas de lo común que emancipen el potencial de las sociedades e impulsen las acciones de transformación? ¿Son posibles campos de la memoria profunda y sensiblemente ciudadanos, intergeneracionales e interculturales?

 

Trazos

Este libro ha surgido en un contexto político marcado por un profundo proceso de transformación en las democracias latinoamericanas en el que podemos incluir procesos aparentemente disímiles, como la derrota del sí en el plebiscito sobre los acuerdos de paz en Colombia en 2016; la derrota electoral de varios de los llamados gobiernos progresistas