El saber de la comedia
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Del mismo autor
en La balsa de la Medusa:
5. Desconocida raíz común
43. Cálculo y ser. Aproximación a Leibniz
50. De Kant a Hölderlin
78. Hölderlin y la lógica hegeliana
en Lingüística y Conocimiento:
26. Lengua y tiempo
31. Lingüística fenomenológica
Felipe Martínez Marzoa
El saber de la comedia
La balsa de la Medusa, 144
Colección dirigida por
Valeriano Bozal
© Felipe Martínez Marzoa
© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com
ISBN: 978-84-9114-214-0
Prólogo
1. Hacia la hermenéutica de los géneros poéticos griegos
2. En torno a aspectos «formales» de la comedia
3. El pólos
4. La cuestión y los dioses
5. El decir débil
6. Prometeo
7. Primer esbozo sobre Esquilo y Eurípides
8. El intercambio relevante
9. Alusión a «El Banquete»
10. Más sobre Agatón
11. Comedia y diálogo
12. Esquilo, Eurípides y el reino de los muertos
13. El cuidado del alma y el aplanamiento del decir
Bibliografía
El presente trabajo surge como nexo entre dos líneas de investigación practicadas por el autor, las cuales, si bien en el fondo responden ambas a un mismo problema, hubieran podido hasta aquí asumirse como relativamente independientes la una de la otra. Había, por una parte, cierta comprensión de Platón en la que es central la cuestión del diálogo mismo como «género» o «forma»1. Y, por lo que al menos a primera vista es otra parte, sucedió que una investigación sobre cuestiones de teoría lingüística2 condujo a, entre otras cosas, una delimitación de la validez de la noción de «(mero) texto» en términos que produjeron cierta continuidad entre lo lingüístico y la cuestión de los «géneros»3, lo cual dio lugar a algún que otro trabajo sobre los géneros en Grecia4 donde aparece una «historia» de géneros en la que adquiere un sentido la secuencia épos- mélos -tragedia. Saltaba ya a la vista que el diálogo de Platón (y con él la constitución de lo que luego será la categoría «filosofía») no tiene su raíz en «filosofía» alguna precedente (bien al contrario, el concepto de ese precedente resulta anacrónicamente de la exigencia de que allí haya algo que corresponda a la posterior categoría), sino precisamente en aquella «historia» de los géneros con la que nos habíamos encontrado desde la presuntamente otra de nuestras líneas de investigación. Pero los mismos contenidos que reclamaban esto hacían también evidente que algo estaba por ver entre lo uno y lo otro, entre, por una parte, épos- mélos -tragedia y, por la otra, el diálogo de Platón. Con el presente libro creo aportar algo a la definición del problema.
Barcelona, septiembre de 2002
Notas al pie
1 Cfr. mi Ser y diálogo. Leer a Platón (Madrid, 1996), en cierta manera ya mi Historia de la filosofía antigua (Madrid, 1995).
2 Cfr. mis Lengua y tiempo (Madrid, 1999) y Lingüística fenomenológica (Madrid, 2001).
3 Expresamente reconocido en, por ejemplo, el capítulo 9 de mi Lingüística fenomenológica.
4 Mi artículo Hacia una hermenéutica de los géneros poéticos griegos (Daimon, Universidad de Murcia, n.º 21, año 2000) aparece ahora, revisado en algunos puntos, como capítulo 1 del presente libro.
1
La expresión «géneros poéticos» tiene de entrada carácter elusivo en varios aspectos. El de más fácil mención es que evitamos hablar de géneros «literarios» por la relativamente sencilla razón de que, si bien todo el decir al que nos referimos se escribe, y ello –con algunos matices– ya en origen1, la escritura, sin embargo, es el modo de guarda y custodia del decir, no el elemento en el que éste básicamente tiene lugar; ello no la convierte en modo alguno en accidental, ni siquiera la hace menos importante, pues ese modo de guarda y custodia tiene que ver con características del decir en cuestión de las que hemos de ocuparnos2; en todo caso, es una relación con la escritura distinta de la que habrá después. Esto queda claro solamente si también ya de entrada explicitamos que por «griego» y «Grecia», en el título de este capítulo y en el uso marcado que hagamos de estas palabras, entenderemos algo que va desde Homero hasta el final de la época clásica, definición provisional en la que la palabra «Homero» significa el peculiar sello poético de la Ilíada, eso que tantas veces se ha relacionado con cosas como cierta pintura «geométrica» sobre vasos, es decir, eso que ocurre emergiendo de una llamada «edad obscura». Por de pronto no llamamos «Grecia» ni «griego» a algo anterior, aunque en algún sentido técnico-lingüístico la lengua sea también el griego, y se entenderá que esta opción terminológica es consecuente con el hecho de que, al menos, no puede haber para eso anterior materiales que nos permitan conectar con las problemáticas que vamos a desarrollar. Por el otro lado, a lo que vendrá después de Aristóteles no le llamaremos Grecia, sino Helenismo; también en esto se reconocerá que la terminología es, al menos, funcional y aclaratoria en relación con las cuestiones y los contenidos que gobiernan este trabajo.
Vayamos más allá en la constatación de las elusiones. La palabra «género», aun dando por entendido que el contexto es el de lo «poético» y aun empleada como mero comodín, suscita malentendidos, porque conecta aparentemente con esos usos habituales de adjetivos como «épico» o «lírico» en los que la operación subyacente es la de meter de alguna manera en el mismo saco a Homero con el Mah-abh-arata y, respectivamente, a Píndaro con los salmos hebreos, procedimiento que no aclara nada ni da lugar a concepto alguno. Aquí no se trata de eso, sino que la noción «géneros» alude a una experiencia ya vieja en los estudios específicamente referidos al corpus griego, en los cuales el estudioso no aporta ninguna definición presuntamente universal de cosas como lo «épico», etcétera, sino que se ve obligado por el material mismo que tiene delante a reconocer como «género» cierto fenómeno muy consistente y preciso, cuya definición abarca de manera coherente distintos planos (o lo que quizá sólo para nosotros son planos distintos), pues empieza por una determinada selección de las variantes de habla, selección que no es un dialecto, sino precisamente un habla de género, sigue por delimitaciones concernientes al ritmo (asunto este sobre el que volveremos más abajo) e incluye también particularidades del modo de secuencia de los contenidos.
Por otra parte, el que para evitar «literario» hayamos dicho «poético» debe dejarnos bastante insatisfechos, pues es razonable la duda de si no hemos evitado un anacronismo relativamente simple introduciendo otro mucho más escurridizo. En vano buscaremos en Grecia una delimitación específica de lo poético, y no deja de ser instructivo el que la palabra de la que finalmente se echa mano, cuando se quiere nombrar eso que nosotros retrospectivamente llamamos para allí mismo el «poeta» y su obra, sea esa que en efecto ha quedado después, a saber, algo tan inespecífico como poieîn, algo así como «hacer» o «producir», llevar a la condición o estado de érgon. Bien entendido que esto no ha de entenderse en principio o básicamente en el sentido de que el poeta «produzca» el poema, esto es, produzca lo que nosotros llamamos la «obra», sino más bien en el de lo que a continuación esbozamos. La operación del poeta tiene más primaria- mente o más radicalmente que otras cierto carácter que, desde nuestra distancia con respecto a lo griego, reconocemos como vinculado al hecho de que cualesquiera nociones griegas con traducciones convencionales del tipo «saber» o «decir» o «pensar» hacen referencia al andar con las cosas y habérselas con las cosas (el «saber» es siempre la destreza o pericia, el «decir» es la articulación que tiene lugar en el andar-con y habérselas-con, el «pensar» es el proyecto), lo cual es lo mismo que el que, recíprocamente, el andar-con y habérselas-con sea «poder» sólo en el sentido de können y en ningún modo en el de Macht, esto es, sea reconocimiento de la cosa en su ser propio, de modo que, por poner un ejemplo de «operación», propiamente sólo corta aquel cuyo cortar es saber por dónde de suyo hay que cortar, no aquel que corta «por cualquier parte» o «por donde quiere». Lo cual equivale a situar el conocer y reconocer en aquel mismo andar-con y habérselas-con en el que la cosa tiene lugar como aquello que ella es, que es aquel en el que ella a la vez no es, por cuanto el «es» significa a la vez la tematización y en ésta precisamente se rompe aquel ser propio de la cosa. El conocer y reconocer tiene así el carácter de «cumplir» y «llevar a cabo», a la vez que el cumplir y llevar a cabo es no otra cosa que el reconocer y dejar ser; se cumple y lleva a cabo aquello que ya de suyo es. Que para el griego eso que nosotros llamamos retrospectivamente la «poesía» sea no otra cosa que algo así como la excelencia en este «operar» está dicho ya por la primera designación que alguno de los «poetas» da a la propia condición de tal; al poeta, Píndaro le llama simplemente el sophós, es decir, el perito, experto o diestro; no es un adjetivo para declarar la excelencia de una u otra pericia; es la pericia a secas. No es que Píndaro o algún otro sostuviesen la tesis según la cual el poeta fuese el verdadero «sabio», el verdadero «experto», etcétera; es, más bien, que nuestra categoría «poeta» no funciona para el ámbito al que nos estamos refiriendo y que, en cambio, hay algo así como el problema de una pericia que no sería adjetivación de la referencia a un particular territorio de cosas. Tampoco es la pericia en algún operar determinado, que sería por ejemplo el «decir». O, para ser más exactos, es la pericia en el decir, pero sólo en cuanto que éste no es algún operar particular, sino aquello que, sea lo que fuere lo que se esté haciendo, se está siempre ya haciendo, en todo caso articulación en el andar-con y habérselas-con. En nada menos que eso se pretende una pericia o excelencia. De hecho es «decir», légein, el verbo que más frecuentemente se emplea para significar aquello que el «poeta» (o quien ejecuta puntualmente sus instrucciones) hace y hace bien. Tal «decir», sin embargo, no es lo que nosotros llamamos un «texto». Píndaro no compone un texto, sino que pone a un conjunto de personas a efectuar determinados gestos, movimientos, palabras (con su melodía y su ritmo); nadie de aquel mundo podría entender la idea de una situación en la que, por ejemplo, uno compusiese las palabras, otro pusiese la «música», otro la «coreografía», etcétera; todo eso está incluido en lo que se considera como «las palabras», y la excelencia o pericia del decir incluye el cuidado de todo eso como una operación única e indivisible. En este aspecto, el cambio que se produce a través de la recepción y transmisión helenísticas es tan drástico que de hecho comporta no sólo la segregación de esos aspectos, sino incluso la desaparición física de todo lo que no es el «texto» o las «palabras» (ahora en sentido restrictivo). A todo lo que viene después (incluidos, desde luego, nosotros mismos) la poesía griega (arcaica y clásica) ha llegado como mero texto; de lo demás se saben algunas cosas, pero no se tiene (o al menos no en medida significativa) la secuencia correspon- diente a texto alguno, y ello de manera definitivamente irremediable. Una vez admitido que tenemos que valernos de lo que nos ha llegado, constatamos que, de todos modos, esas palabras o ese texto son ciertamente mucho más que lo que, por ejemplo, tendríamos de una ópera si sólo tuviésemos el libreto (que sería como no tener nada); ese mayor valor que, incluso reducidas a «meras» palabras, tienen las palabras responde a que allí esa unidad de los para nosotros diferentes aspectos es efectiva básicamente, como tal unidad no tiene que ser buscada, sino que se exige ella misma como mera consecuencia de la pericia o excelencia del decir; no significa, pues, que sean más importantes las meras palabras y correlativamente menos importante lo «otro»; más bien tiene que ver con la inseparabilidad misma y, por tanto, también con el hecho de que el conocimiento estructural de la situación lingüística a la que pertenecen los textos en cuestión permite desde las palabras llegar a establecer ciertas estructuras pertenecientes a aquello que ha desaparecido; ahora bien, esto mismo no hace sino agravar nuestra conciencia de la radical importancia de lo perdido, pues por algo hemos hablado sólo de conocimiento estructural y de establecer ciertas estructuras, donde el concepto «estructura» se contrapone al de realización material (o física o sensible) de esa misma estructura; se trata de estructuras que nosotros no realizamos, de fenómenos lingüísticos en los que la lengua opera con magnitudes que nosotros, como oyentes de un decir, sencillamente no oímos, porque nuestro mundo está lingüísticamente configurado de otra manera. Concretando un poco: a partir del mero texto, y valiéndose de datos estructurales sobre la situación lingüística, inferir ciertas estructuras, concretamente el ritmo, del decir en cuestión, eso es lo que, bien entendido, hace el análisis «métrico»; y el carácter puramente estructural, no intuitivo ni sensorialmente perceptible, de toda la operación tiene que ver con el hecho de que el ritmo en griego (arcaico y clásico) se basa en elementos de la lengua de los cuales nosotros sólo podemos tener una percepción teórica, nunca presencia sensible. Pues bien, las entidades lingüísticas en las que se basa el ritmo son, obviamente, las mismas para todos los géneros griegos, pero los principios constructivos de acuerdo con los cuales se construye el edificio rítmico son diferentes según el género; no sólo es diferente el ritmo mismo (que puede ser diferente incluso dentro de un mismo género), sino también, para cada género, los principios constructivos generales. Esta constatación nos permite una mayor aproximación a la cuestión de qué es un género, una vez que hemos admitido que el cuidado del ritmo no es sino un aspecto (separado por nosotros, pero no distinto allí mismo) de eso que hemos caracterizado en general como la pericia o excelencia del decir mismo. En efecto, la pretensión de una pericia en nada menos que el decir, con todo lo que hemos indicado acerca de cómo hay que entender aquí la noción «decir», necesariamente ha de tener un desarrollo conflictivo, y los «géneros», con su propia historia, con la dinámica que parece conducir de manera compleja de unos a otros, quizá no sean sino el despliegue de ese conflicto.
Se trata, pues, en el fondo, de en qué puede consistir eso de una excelencia o pericia que lo sería de y en el decir mismo. Pregunta que es sinónima de la siguiente: si, como hemos dicho, en el «saber» o pericia o excelencia del que sabe llevar zapatos (saber que, ciertamente, incluye que el zapato pase inadvertido) se «cumple» o se «lleva a cabo» el zapato como tal, el ser-zapato del zapato, entonces ¿qué cosa se «cumple» o «lleva a cabo» y de qué manera en esa problemática destreza o excelencia o pericia de la que en particular estábamos hablando?, ¿qué acontece en aquel «decir» que es excelente precisamente en su carácter de decir? El preguntar en estos términos tiene, por otra parte, antecedentes en la propia Grecia. Aristóteles, en efecto, cuando pretende formular el «qué es» de la tragedia (esto es, de por de pronto uno de los géneros), pretende ni más ni menos que decir qué es lo que la tragedia peraínei, «lleva a cabo» o «cumple»3; la secular recepción de este citadísimo texto ocurre dentro de un modo de asumir la problemática de la «obra de arte» que exige que lo que ésta «produzca» sea algo «en la mente», y de ahí el que ese «lleva a cabo» comporte que su complemento directo, la kátharsis4, sea interpretado (sin que ni siquiera se haga de ello cuestión) como un proceso en la mente; esto no está en el texto; lo que sí está es que la kátharsis, la «purgación», tiene que ver con ciertos pathémata5, y entonces, de nuevo sin ni siquiera reconocer problema alguno, se entiende esta última palabra como designativa de estados de ánimo o cosa parecida, cuando la palabra en sí misma significa simplemente lo que a algo o alguien le acontece, ocurre o pasa, por tanto situaciones o estados de cosas en general; y, en cuanto a la mediación de «lástima y miedo», que se establece en las mismas líneas de texto, es sabido que los términos de ese tipo, en versión griega, nunca significan de manera unívoca algo «subjetivo» o «de la mente».