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Estética después del fin del arte

Ensayos sobre Arthur Danto




Traducciones de

M.ª José Alcaraz, Salvador Rubio Marco y Gerard Vilar

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Arthur C. Danto, Dominique Chateau, Katerina Reed-Tsocha, M.ª José Alcaraz, Michael Lafferty, Félix de Azúa, Vicente Jarque, Lydia Goehr, Gerard Vilar, Francisca Pérez Carreño (ed.), Diarmuid Costello, Jèssica Jaques

Estética después del fin del arte

Ensayos sobre Arthur Danto

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 146


Colección dirigida por

Valeriano Bozal



Filosofía, serie dirigida por

Francisca Pérez Carreño

© Arthur C. Danto, Dominique Chateau, Katerina Reed-Tsocha, M.ª José Alcaraz, Michael Lafferty, Félix de Azúa, Vicente Jarque, Lydia Goehr, Gerard Vilar, Francisca Pérez Carreño, Diarmuid Costello, Jèssica Jaques

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-216-4

Índice

Introducción, Francisca Pérez Carreño

1. Tres Cajas de Brillo: cuestiones de estilo, Arthur C. Danto

2. Arthur Danto: filosofía del arte, filosofía en el arte, Dominique Chateau

3. ¿Era Andy Warhol un genio de la filosofía?, Katerina Reed-Tsocha

4. Los indiscernibles y sus críticos, M.ª José Alcaraz

5. La escala aberrante y el dilema de Eurípides, Michael Lafferty

6. Tres líneas de A. C. Danto. Sobre «Narrative and never- endingness», Félix de Azúa

7. Danto, Adorno, Hegel. El arte como cosa del presente, Vicente Jarque

8. Para los pájaros / Contra los pájaros. Las narrativas de Danto y Adorno (y Cage) sobre el arte moderno, Lydia Goehr

9. Sobre algunas disonancias en la crítica de arte de A. C. Danto, Gerard Vilar

10. Símbolo encarnado: del cuerpo al efecto, Francisca Pérez Carreño

11. Intención e interpretación: aporía en la crítica de Danto a la teoría estética, Diarmuid Costello

12. Reflexión y experiencia artística: el camino hacia la intersubjetividad artística, Jèssica Jaques Pi

Bibliografía

Autores

Introducción

La relación de Arthur Danto con la estética está marcada por un rechazo que ha caracterizado su posición dentro la filosofía del arte de las últimas décadas. Danto ha rechazado la definición estética del arte, lo que es en el fondo un órdago a la estética como disciplina, al menos tal como se plantea desde sus comienzos ilustrados, y se entiende a lo largo de su historia en la Modernidad. En lugar de adoptar una posición ortodoxa dentro de aquella parte de la filosofía cuyo objeto es el arte, para el que se ha habilitado el territorio estético, frente al epistemológico o el ético, Danto considera el arte directamente desde la filosofía, o mejor dicho, desde la metafísica. En lugar de alinearse bien con los partidarios de una concepción del arte como una clase de conocimiento sensible o con los defensores de la autonomía de la experiencia estética entendida como ejercicio del gusto, Danto elude estos planteamientos y se aproxima a los objetos artísticos como a cualesquiera otros, como instancias de los problemas filosóficos básicos: las dualidades ser-aparecer, sentido- naturaleza, mente-cuerpo o acción humana-causalidad natural.

Este aparente descuido de los problemas de la estética moderna ha tenido como consecuencia paradójica un éxito notable de las propuestas de Danto, tanto dentro del ámbito propiamente estético como del historiográfico o el crítico. En cierto sentido parece haber conseguido algo bastante complicado para otro tipo de teorías: asumir sin prejuicios la discusión y la crítica de las obras de arte postvanguardistas, del arte actual. Puesto que respecto a la obra de arte en general, según Danto, no se trata necesariamente ni de la experiencia estética, ni del conocimiento que proporciona, ni tampoco de la originalidad o el valor técnico artístico que manifiesta, sino de qué significa o de cómo se interpreta, el buen crítico ya no es el juez de La norma del gusto humeana , al menos no en lo que se refiere a la delicadeza del gusto. No se trataría tanto de ejercitar esta facultad como de practicar la «crítica inferencial»: investigar sobre las razones de una obra o los motivos de una acción artística y descubrir así su significado y el porqué de esa concreta encarnación del significado.

El éxito de la expresión «el fin del arte» no oculta que detrás de su uso por parte Danto se esconde otra vez ese rechazo de la estética del que hablamos. Además de ser una frase de homenaje a las Lecciones de estética de Hegel, el final al que Danto se refiere es sólo el de una concepción estética del arte y de la historia del arte en la que se encarna, es decir, de una narración cuyo argumento es el desarrollo del concepto estético de arte, o lo que es lo mismo de la historia de la esclavitud o desemancipación filosófica del arte. En este final del arte moderno, y de la concepción estética del arte, se habría liberado, según Danto, a los artistas, a los críticos («me puede gustar todo») y a los filósofos. Al contrario de lo que piensan muchos, nada de esto ha convertido al arte en una actividad insustancial, sin reglas, o sin límites, al contrario, sus reglas y sus límites son los de siempre y los de toda actividad humana, es decir, intencional y cultural.

Según Danto, el arte es de esa clase de cosas que necesita una teoría para existir, como el ajedrez, los medicamentos o las centrales nucleares. No es una actividad natural, aunque pudiera satisfacer necesidades naturales, sino cultural. De este modo, deberíamos a la teoría estética del arte la existencia del arte moderno, o a la teoría mimética la del arte antiguo, naturalmente con diversas subteorías o matizaciones que dan lugar a los diferentes estilos históricos o períodos. Pero lo que precisamente caracteriza a la filosofía de Danto es la superación de ese esquema, que antes habían asumido las estéticas idealistas y la filosofía de la historia del arte, a saber, la idea de que cada obra de arte es esencialmente la expresión de una época. Al contrario, en la actualidad la única teoría necesaria para el arte es la pura teoría, la filosofía, y eso es lo que hace de Danto el Hegel de nuestra época. Ya no se necesita una estética, esto es, una filosofía ad hoc para el arte, sino una mera filosofía, pues sólo una filosofía correcta podrá correctamente servir a la comprensión del arte. En concreto, una filosofía correcta de la acción, de la percepción, del lenguaje, del conocimiento. Por eso el arte posthistórico es libre, porque se ha liberado de la estética, y ahora sólo ha de obedecer a las leyes de la representación, la expresión, la comunicación, el entretenimiento o, incluso, el ritual humanos. Al contrario de la filosofía moderna, o estética, del arte, la posthistórica, no prescribirá al arte lo que ha de ser; por el contrario, igual que la buena filosofía deja el mundo como está, así, la filosofía del arte ha de dejar el mundo del arte tal y como lo encontró.

A pesar de este rechazo de lo estético, las obras de Arthur Danto han contribuido muy notablemente al éxito de la estética que vivimos desde hace unas décadas, a lo que se ha llamado su «redescubrimiento». No sólo han contribuido a la recuperación de la consideración filosófica del arte y de la historia del arte, sino también de la estética y sus temas, incluso los extra-artísticos, como la estética de la naturaleza o del arte de masas. En parte ello se debe al estilo del autor, alejado de la jerga académica postestructuralista que dominaba el discurso filosófico sobre el arte tanto en Estados Unidos como en Europa. Este cambio de estilo ha favorecido, junto a una actitud abierta y positiva frente al arte postvanguardista, e incluso el arte de masas, el acercamiento de amplios sectores académicos y culturales a la filosofía del arte. El propio Danto ha vuelto a cultivar uno de los temas claves, y abandonado hasta hace unos años, de la estética, la belleza, una vez aclarado que ésta no es condición necesaria ni suficiente para crear una obra de arte.

En el seno de la estética académica la obra de Danto ha promovido una discusión muy fructífera sobre aquellos temas que son objeto de sus críticas y en concreto sobre la definición del arte, la Modernidad, la experiencia, las propiedades estéticas o la interpretación de las obras. Porque, finalmente, rechazar una definición estética del arte no significa abandonar los problemas estéticos: al contrario, significa poder retomarlos sin caer en la naturalización que acechaba a la concepción moderna, a la ingenua identificación de arte y vida, o de gusto e historia.

A esta discusión de lo estético después del fin de la concepción estética del arte está dedicado este libro, cuyo origen fue el Congreso Internacional «Arthur Danto y el Fin del arte», celebrado en Murcia en diciembre de 2003. Sin embargo, no todas las piezas que componen esa compilación fueron presentadas en aquella ocasión. Y las que lo fueron son una mínima parte del material tratado allí. Se han seleccionado las que se centraban en la crítica de la filosofía del arte de Danto y en la recuperación de la estética para el análisis filosófico del arte.

Danto ha contribuido al volumen con un texto que recupera el tema del estilo, capital para la estética moderna: «Tres Cajas de Brillo: cuestiones de estilo». En este ensayo defiende de forma provocativa que la diferencia entre los trabajos de James Harvey, el diseñador de los paquetes de estropajos jabonosos originales, los de Andy Warhol, el artista pop que los copió e introdujo en el mundo del arte, y los de Mike Bidlo, el artista apropiacionista que los volvió a copiar de Warhol, es una diferencia de estilo. Danto avanza en su filosofía del arte para defender no ya que se trate de obras de arte distintas, producto de diferentes acciones y concepciones de la obra, sino que lo son porque están producidas en estilos distintos. La noción de estilo como conjunto de rasgos técnico-formales que caracterizan una obra como de un autor, una época o un lugar, cede paso a la idea de que objetos idénticos perceptivamente pueden ser producto de estilos diferentes.

De una forma u otra el resto de los artículos tiene relación con alguno de los temas que los lectores de Danto reconocerán tratados directamente o sugeridos en este ensayo. Danto siempre ha pensado en el ejemplo más famoso de su estética, las Cajas de Brillo de Warhol, como algo más que una ilustración de su filosofía. Su importancia reside en el hecho de que cuando el arte es capaz de plantear en su seno, con las Cajas de Brillo, el problema de los objetos indiscernibles, se convierte en filosofía. Por eso, las Cajas de Brillo son filosofía y su autor, Andy Warhol, un filósofo. A la primera cuestión, o cómo puede el arte ser filosofía, dedica su ensayo Dominique Chateau, que distingue entre filosofía del arte, es decir, sobre el arte, y filosofía en el arte, dentro de la propia obra. Catherina Reed-Tsocha ponen en cuestión la segunda idea en «¿Era Andy Warhol un genio de la filosofía?». Por su parte, M.ª José Alcaraz analiza en «Los indiscernibles y sus críticos» la centralidad del problema de la indiscernibilidad, esto es, del escepticismo estético, en la obra de Danto: ¿pueden dos objetos indiscernibles ser distintas obras de arte, como dos cuerpos idénticos pertenecer a personas diferentes? Las posiciones en estética reproducen distintas posturas epistemológicas sobre la posibilidad misma de la indiscernibilidad, o distintas concepciones de la percepción.

El análisis conceptual de objetos indiscernibles es el modo en que la filosofía moderna plantea el viejo problema platónico del ser y la apariencia. La apariencia había sido el reino del arte desde que Platón identificara la mimesis como el principio que lo regía y, de ese modo, planteara el problema de la posibilidad o imposibilidad de diferenciarlo del ámbito de lo real. El que Danto denomina «dilema de Eurípides» consiste precisamente en que el arte debe, al tiempo que persigue la mimesis del mundo real, distinguirse a sí mismo como no real, o se confundiría con la propia realidad, negando su esencia. Así pues, el naturalismo en arte es, por un lado, producto de la ley mimética que le es inherente, pero, por otro, lo aleja de su propia naturaleza, opuesta a la de lo real. Michael Lafferty, en «La escala aberrante y el dilema de Eurípides» considera que la utilización del tamaño no natural, la escala «aberrante» en el arte naturalista actual es un modo de superar el dilema.

Para Danto, la consumación filosófica del arte en la obra de Warhol es posible porque el arte ha evolucionado históricamente desde que Platón le concediera el estatuto de puerto franco de la sensibilidad, es decir, desde que la filosofía le otorgara autogobierno dentro de las fronteras de la apariencia y lo sensible. De ahí que la historia del arte sea la de su autonomía. Esta autonomía consistió tanto en la liberación de las sujeciones del resto de ocupaciones de la República del saber y, al tiempo, de la emancipación social del artista. En su ensayo, «Tres líneas de Danto», Félix de Azúa adopta de partida la posición hegeliana del fin del arte, la historicidad del concepto moderno de arte asumida por Danto. Su propuesta consiste en considerar que así como el origen premoderno del Arte fue la emancipación a partir de los oficios, la situación tras el fin de la romántica y autorreflexiva historia moderna del Arte bien pudiera ser una vuelta al dominio de diferentes oficios contemporáneos de producción de imágenes, a las diferentes artes.

Vicente Jarque reivindica en su ensayo cierta concepción moderna de la historicidad del arte, señalando la coincidencia de Danto y Adorno respecto al final de una narración del arte autónomo, y analiza el modo (muy diferente) en que para ambos el arte permanece vivo y ligado a la historia. También Lydia Goehr compara las filosofías del arte de Danto y Adorno, que comparten la idea de la autonomía ontológica del arte, respecto a la relación con la belleza y con los intentos en la música de los años sesenta de diluir la frontera entre el arte y la vida.

Los últimos ensayos del libro desarrollan algunos puntos propiamente estéticos del pensamiento de Danto. Gerard Vilar se ocupa en «Sobre algunas disonancias en la crítica de arte de Arthur Danto» de la influencia que sobre su práctica artística ejerce uno de los principios de su filosofía: la exigencia de que la obra de arte consista en una metáfora. La metáfora es uno de los modos en los que Danto considera que el significado, esencial a lo artístico, se encarna en el objeto artístico. Vilar sugiere que en este caso la filosofía del arte vuelve a ocupar un lugar prescriptivo en contra de los propios presupuestos descriptivistas de Danto. Por mi parte, examino el concepto de encarnación del significado y reviso su evolución en la estética de Danto, marcada por una latente concepción expresionista del arte. También Diarmud Costello aboga por una profundización en los aspectos menos cognitivistas de la producción y la interpretación artística, y subraya la materialidad y el proceso creativo como generadores del significado artístico, aspectos especialmente minusvalorados por la crítica dantiana de lo estético. Por último, Jéssica Jaques protesta contra la limitación de la noción de experiencia estética de Kant por parte de Danto. Jaques considera que las nociones de reflexión y sentido común kantianas contribuyen a la explicación de la experiencia artística que Danto persigue.

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Tres Cajas de Brillo: cuestiones de estilo

Arthur C. Danto

Aunque las artes visuales han sido el principal punto de apoyo de la filosofía del arte que he desarrollado en los últimos treinta años, la literatura me proporcionó la intuición de que le hacía falta mi filosofía. Y también fue ella la que me dio la seguridad de que el análisis que llevaba a cabo, aunque profundamente conectado con las artes visuales, tenía aplicación al arte en su sentido más general, pues los problemas que me ocupaban también surgían con la literatura. Naturalmente, hay profundas diferencias filosóficas entre las artes, pero tienen en común fundamentos filosóficos, como demuestra el ejemplo que voy a citar. Me refiero a la canónica narración postmoderna de Jorge Luis Borges, «Pierre Menard, Autor del Quijote».

En ella, Borges sitúa uno junto a otro dos textos completamente congruentes: uno de Cervantes, escrito en el siglo de Shakespeare, y otro del poeta simbolista, Pierre Menard, compuesto a principios del siglo XX. Era importante para Menard que no se considerase que había copiado o se había apropiado de la obra de Cervantes, sino que había producido una creación original –aunque desde luego él estaba del todo familiarizado, como hombre de letras que era, con la obra maestra de Cervantes–. Lo que en particular me interesó era lo que Borges –o, mejor, su Narrador– dice sobre el estilo de los pasajes, del todo indiscernibles, idénticos palabra por palabra. Aquí está el fragmento: «… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir». Después de explicar cómo Menard –pero en absoluto Cervantes– estuvo influenciado por William James, y cómo su lenguaje muestra la influencia de la Teoría Pragmatista de la verdad, Borges escribe, deliciosamente, que:

También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard –extranjero al fin– adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.

Cuando por primera vez me encontré con esta obra, me pareció sorprendente que dos textos literarios pudieran ser indiscernibles y aún poseer estilos radicalmente diferentes. Como mínimo, esto implicaba que no se podía adscribir un estilo a un texto sin saber algo sobre cuándo fue escrito y cuál era la cultura literaria y filosófica de su autor.

Normalmente, pensaríamos, un experto literario debe ser capaz de identificar el estilo de un texto inmediatamente –saber que fue escrito, digamos, por John Milton y no por John Lennon. El logrado ejemplo de Borges argumenta en contra de esto e implica que la adscripción estilística es una tarea más compleja de lo que parece. El estilo parece como un tipo de coloración –un término que el lógico Gotlob Frege usaba en conexión con la dimensión poética del lenguaje– aunque, a menudo imaginamos que expresa la personalidad de la escritora, como el sonido de su voz. Hubo en el siglo diecisiete una competición matemática en la que los participantes eran anónimos, pero uno de los jueces supo inmediatamente que uno de ellos era Isaac Newton, ya que revelaba lo que él consideraba el estilo inconfundible de Newton. Pero esto es bastante usual. En la competición anónima para la construcción de la Opera de París en la Bastilla, que tuvo lugar hace unos pocos años, los jueces estaban convencidos de que una de las propuestas era del arquitecto americano Richard Meier; por supuesto, el proyecto fue elegido, satisfechos los jueces de que un arquitecto tan a la moda hubiera participado en el concours. La propuesta era, en realidad, de alguien que usaba el conocido y fácil de identificar estilo de Meier. A menudo adquirimos ventajas adaptativas a través del camuflaje, igual que los animales en la naturaleza. Desde luego, el participante ganador podía muy bien haber tenido un estilo que fuera bastante genuino y que simplemente se pareciera al de Meier –en cuyo caso, mirando a un tercer edificio, podríamos hacer una atribución disyuntiva, diciendo que o bien es un Meier, o bien de quienquiera que fuera el arquitecto de la Opera de París.

Este es el tipo de ejemplo que quiero discutir en esta charla, tomando prestado el ejemplo de mi reciente libro, La Madonna del futuro, sobre cómo tres obras de arte indiscernibles, de tres artistas diferentes, poseen, como los dos textos de Borges, estilos que contrastan «vívidamente». Mi ejemplo no es ficticio. El hecho de que sea una creación artística puede parecer un argumento contra la narración de Borges –que sólo podría pasar en un relato ficticio–. Pero mi ejemplo es parte de la historia reciente del arte. Los lectores de mi obra están familiarizados con lo mucho que significa para mí la obra de Andy Warhol, Caja de Brillo, de 1964, desde el momento en el que la vi, cuando escribí mi primer ensayo de filosofía del arte, «The Art World». Esta obra de Warhol es sólo uno de los tres paquetes de Brillo que quiero examinar en esta charla. Y quiero señalar, en particular, las diferencias de estilo de estas tres obras (podría haber muchas otras), sobre todo para poner de relieve la parte de atribución implicada al juzgar el estilo de cualquier producto humano, sea literatura, arte, matemáticas o arquitectura –de todo lo que derive su coloración del carácter del que lo hizo, así como de la época en la que fue hecho.

Mi pregunta inmediata fue, cuando vi por primera vez los paquetes de Warhol en 1964, en virtud de qué eran arte, cuando sus contrapartidas utilitarias –los contenedores en los que los productos eran transportados desde las fábricas a los supermercados– no tenían derecho alguno a proclamarse arte. El hecho de que las cajas de Warhol estuvieran en una galería fue considerado por algunos como una respuesta. Pero era, como mucho, una respuesta insatisfactoria, dado que claramente era una petición de principio, como lo es, según mi punto de vista, cualquier respuesta institucionalista a la pregunta «¿Qué es el arte?». Es un tanto irónico que «The Art World» llegara a ser considerado el origen de lo que se ha llamado la Teoría Institucional del Arte. Para empezar, los paquetes eran parte de un movimiento, el arte pop, que emergió, históricamente, del expresionismo abstracto, en el sentido de que sus primeros ejemplares –los Ensamblajes de Rauschenberg y las obras de Jasper Johns– aceptaban la mayoría de las actitudes hacia la pintura goteante que caracterizaba a la pintura neoyorquina, pero incorporaban temas vernáculos, como banderas y dianas, en el caso de Johns, neumáticos de automóviles y botellas de coca-cola en el caso de Rauschenberg, y burdos facsímiles de zapatos y ropa interior en el inventario de la obra de Claes Oldenburg, Store, de 1962. Las primeras obras pop de Warhol –sus apropiaciones de los paneles de tiras cómicas, por ejemplo– pertenecían a un complejo de elementos vernáculos y expresionistas, e incluso los paquetes de Brillo, inspeccionados cuidadosamente, tenían algún resto de goteado, aunque no tuviera mucho que ver con su identidad. Era como si, con estos paquetes, el arte se hubiera liberado de la necesidad de celebrar el carácter físico de la pintura. El movimiento pop se caracterizaba por un diálogo entre artistas –un tipo de Kunstwollen– más que por una serie de declaraciones realizadas por una entidad autoritaria llamada el Mundo del Arte sobre si este o aquel objeto era una obra de arte. Cuando en «The Art World» propuse que ver la Caja de Brillo de Warhol como una obra de arte significaba que el espectador tenía que saber algo sobre la historia del arte reciente, me refería a esta historia en particular. Era como si, por fin, los paquetes se hubieran abierto paso a través de la cubierta protectora de la pintura de goteo, como un fénix de un huevo (si es que el fénix puede estar sujeto al mismo desarrollo ornitológico que aves más inferiores). La estética del expresionismo abstracto era esencialmente la estética del pigmento y era como si el arte tuviese que liberarse de esa estética para alcanzar un estado en el que la estética en general no jugara papel alguno. Fue justamente a través de su insignificancia que los paquetes de Warhol proponían la cuestión ontológica «Qué es el arte» en su forma más pura, pues se parecían a objetos del Lebenswelt que no habían sido en absoluto concebidos como arte.


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Brillo Box, 1964.


De hecho, las dos salas principales de la Stable Gallery estaban repletas de montones de distintos embalajes de diferentes productos: cereales Kellogg’s, mitades de melocotón Delmonte, ketchup Heinz, sopa de tomate Campbell y quizás otras. Aquellos paquetes, pese a que fueron escasamente comentados entonces, juegan, como veremos, un importante papel filosófico en la comprensión de la Caja de Brillo. Mientras tanto, proporcionaron a la galería un aire de almacén de supermercado; y de hecho algunas de las fotografías tomadas entonces muestran a Warhol entre las cajas, con un aspecto bastante logrado de chico repartidor adolescente, de pálidos rasgos inexpresivos, como una máscara de adusta ausencia. La alusión a los almacenes es sugerida por el hecho de que las cajas estaban apiladas, una sobre la otra, en diferentes espacios de la galería, con las inferiores apoyadas directamente sobre el suelo. Los paquetes estaban dispuestos como si no fueran obras de arte en absoluto, contrastando con el modo en que aparecen en numerosas fotografías de instalaciones, dispuestos de uno en uno sobre un pedestal, como en el Instituto de Arte Contemporáneo de Philadelphia, o en filas sobre la pared en el Instituto de Arte Contemporáneo en Boston, ambas al año siguiente. Desde entonces, pensé que las cuestiones que estaba proponiendo podrían haberse planteado aun con más fuerza con cualquiera otro de los paquetes que Warhol mostró, pero de hecho tomé como ejemplo los mismos paquetes que rodean a Warhol en 1964 en una fotografía realizada por Fred MacDarrah: Caja de Brillo. El hecho de que Caja de Brillo fuera inmediatamente la estrella de la exposición ha de explicarse, creo, por el logrado diseño de ese paquete en particular; lo cual significa que las diferencias estéticas tenían relevancia incluso por lo que respecta a estos objetos inverosímiles. El paquete de Brillo era insignificante en relación con el furor estético del paradigma del cuadro expresionista abstracto, pero en relación con las cajas en las que conocidas marcas de sopa o de ketchup estaban empaquetadas, eran algo chocante. Como se verá, esto tiene una explicación natural. La caja de Brillo fue diseñada por James Harvey, un prometedor artista del Expresionismo Abstracto que había sido calificado por el New York Times en 1961 como «el más dotado joven talento que calentará los motores de la action-painting por un tiempo».


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A. Warhol en la Stable Gallery. Fotografía: Fred McDarrah.


No quiero sugerir con esto que los diseñadores de otras cajas tuvieran menos talento, pero creo que está bastante claro que sus diseños pertenecen a un momento de la historia del arte diferente de aquel al que pertenecen los paquetes de Brillo, que, al contrario que los otros, parecía contemporáneo en 1964. Kellogg’s, por ejemplo, usa el tipo de letra despreocupada que un doctor puede emplear al escribir una receta, e implica gráficamente la idea de salud y bienestar que proporciona consumir cereales en el desayuno en Battle Creek, Michigan, donde estaba situada la fábrica de Kellogg’s. Los productos Campbell también usan una letra que imita la escritura manual, del estilo uniforme de caligrafía impartido a través del Método Palmer a los alumnos en las pequeñas escuelas a lo largo del continente americano: connota el almuerzo del colegio. Delmonte usa letras góticas en un escudo. Pero la escritura de Brillo era contemporánea a propósito, de manera que el visitante habitual de los institutos de arte contemporáneo podría haber pensado que estaba viendo una obra de diseño contemporáneo. Así que, en un sentido, el paquete de Brillo de Harvey, al contrario que los otros, es casi exactamente contemporáneo de la Caja de Brillo de Warhol.


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Cajas de Brillo y Ketchup en la Stable Gallery. Fotografía: Billy Name/Factory Foto.


Más aún, el diseño del paquete, como veremos, debe ser explicado teniendo en cuenta la historia del arte, ya que usaba ciertos estilos artísticos que no existieron hasta finales de los cincuenta. Los otros podrían haber existido, al menos como diseños, a principios de siglo. No obstante, el paquete de Warhol no podría haber existido en aquellos años no porque su diseño no fuera posible como el de su modelo, sino porque no había lugar en el concepto de arte en 1900 para que un objeto como la Caja de Brillo fuera aceptado como una obra de arte. Así, en un sentido, las dos cajas, a pesar de sus similitudes formales, pertenecen a dos historias bastante diferentes. Su diferencia, de hecho, va más allá que eso, y quizá podamos pedir prestada una distinción de Hegel para mostrar en qué sentido es cierto. Las cajas de Brillo del supermercado pertenecen a lo que Hegel llamó el Espíritu Objetivo. El espíritu objetivo se compone precisamente de las prácticas sistemáticas mediante las que una sociedad se organiza en un momento dado. La Caja de Brillo de Warhol pertenece, por el contrario, al Espíritu Absoluto. El Espíritu Absoluto también tiene una historia. Es la historia de las ideas. Y la idea de arte, aunque comenzara a abrirse a comienzos del siglo veinte para dar cabida a obras radicalmente diferentes de lo que se había realizado hasta entonces, no era lo suficientemente amplia como para incluir algo como la Caja de Brillo. Había muchas razones por las que, incluso en 1964, era difícil aceptarla como arte. Esto también, puede sugerirse, es una petición de principio sobre cómo hemos de distinguir qué pertenece al Espíritu Objetivo y qué al Espíritu Absoluto. Pero trataré de afrontar esto conforme mi argumento avanza.

La cuestión principal que hizo de las Caja de Brillo algo tan excitante para mí fue, en cualquier caso, por qué eran obras de arte, cuando los paquetes de Brillo a los que se parecían tantísimo eran simples paquetes de estropajos de la marca Brillo. Esto sólo podía ser contestado proponiendo la definición de arte que Caja de Brillo hizo urgente –una definición que, desde luego, no puede concernir simplemente a la obra de Warhol, sino que debe tener aplicación de manera universal a las obras de arte de todo género y procedencia cultural–. La importancia de la Caja de Brillo reside en el hecho de que ella misma puso de manifiesto que la definición de arte iba a tener que ser bastante más abstracta de lo que nadie había imaginado anteriormente. En los años cincuenta, filósofos bastante influidos por Wittgenstein mantenían que no necesitábamos una definición de arte. La mera existencia de la Caja de Brillo demostró que estaban equivocados. ¿Cómo podía ser la Caja de Brillo de Warhol una obra de arte y los paquetes de Brillo, no, a pesar del extremo aire de familia que había entre ellos?

A lo largo de la historia de la especulación filosófica sobre el arte, se asumió tácitamente que las obras de arte tenían una sólida identidad antecedente y que cualquiera podía distinguirlas de las meras cosas con la misma facilidad con que se distingue una cosa de otra –con la misma facilidad, por usar los ejemplos duchampianos, con la que se diferencia una pala para quitar nieve de un urinario–. Al menos en los círculos filosóficos, el problema de diferenciar una pala quitanieves, ella misma una obra de arte, de una que no lo era, nunca surgió. La teoría implícita del significado suponía que el significado de la expresión «obra de arte» se aprendía por ostensión, y después por generalización inductiva, del mismo modo que aprendemos a usar la expresión «pala quitanieves». La inducción se derrumba irreparablemente, sin embargo, cuando los objetos que no pertenecen a la clase tienen el mismo aspecto que los que pertenecen a la clase –algo que nunca habría sucedido al aprender el significado de, por ejemplo, «camello», «margarita» o «gato»–. Esto bastaría en sí mismo para mostrar que el concepto de arte tiene una lógica significativamente diferente a la lógica de los otros conceptos. Que los wittgensteinianos pudieran continuar tratándolo como si se tratara del mismo tipo de concepto muestra cuan revolucionaria fue la contribución de Warhol. No creó simplemente una obra de arte nueva. Transformó el concepto de arte para que su caja fuera aceptada –y en el proceso desveló algo de la inesperada lógica del concepto.

A comienzos del movimiento modernista, digamos a mediados del siglo XIX, surgieron algunos problemas en los límites del concepto, inicialmente, quizás, con las fotografías, que eran sin duda alguna imágenes, pero producidas sin la intervención de la mano del artista. Era parte del proyecto de Duchamp como artista eliminar el aspecto manual, artesano –la «mano del artista»–, de la definición de arte, y encontrar modos de hacer arte sin manufactura, como los ready-mades, colgando hilos sobre trozos de papel, o pegando trozos de soldadura en el Gran Vidrio. La fotografía aún era infravalorada en los tiempos de Stieglitz y la simpatía inicial de Duchamp –que le llevó incluso a fotografiar la Fuente después de ser rechazada por el jurado para la Exposición de la Sociedad de Artistas Independientes en 1917– se basaba en el aprecio de su carácter subversivo. Stieglitz veía a Duchamp –correctamente– como el enemigo de sus enemigos, aquel que estaba haciendo posible que la fotografía fuera un arte. Probablemente no captó el hecho de que Duchamp ensanchó tanto la entrada a la categoría de arte para la fotografía que mucho de lo que Stieglitz hubiera desaprobado como arte accedió igualmente. La fotografía es un buen ejemplo de cómo el sistema de las artes, sobre el que mi fallecido colega Paul Oskar Kristeller escribió de manera tan penetrante, se modifica bajo diversas presiones. La tesis de Kristeller es que «el sistema moderno del arte» ha evolucionado históricamente y que la inclusión de nuevos géneros –como el cine, por ejemplo– es una cuestión de negociación conceptual. El nuevo problema, propuesto por Duchamp y de manera dramática por Warhol, no es determinar cómo el cine puede ser considerado parte de la extensión de «obra de arte», sino más bien determinar cómo, dado un par de objetos prácticamente indiscernibles, uno de ellos puede ser una obra de arte y el otro no; esta es una cuestión ontológica y, de hecho, un asunto para el análisis filosófico, más que una renegociación de los límites. El problema podría haber surgido en cualquier época, supongo, pero estuvo históricamente prohibido por el hecho de que alguien que hubiera preguntado, digamos en 1512, por qué una escoba ordinaria no podía ser una obra de arte habría sido considerado como un loco. Explicar por qué no estaba loco en 1915 –o 1964– requería presentar la historia relevante del cambio conceptual, articulando las estructuras lógicas de ese concepto; este resultó ser más complejo de lo que nadie hubiera imaginado, cuando se daba por hecho que las obras de arte constituían un clase de cosas relativamente homogénea, cuyos miembros podían ser señalados con facilidad de manera inmediata. La pregunta «¿Qué es el arte?» ya no podía seguir entendiéndose como la pregunta «¿Cuáles son las obras de arte?» –para la que se había asumido desde siempre que sabíamos la respuesta, sino más bien «¿Cuáles son los rasgos esenciales del arte?»–. Resultó que ya no podíamos enseñar el significado de la expresión a través de ejemplos; no podíamos porque, para cada obra seleccionada, podía imaginarse un objeto exactamente como ella pero que no fuera una obra de arte. Lo que situaba mi libro, La transfiguración del lugar común, al margen de la tradición filosófica, era su reconocimiento de que la distinción entre arte y meros objetos no podía seguir dándose por sentada.

En La transfiguración pretendía explicar por qué esto no era posible y llegaba a la formulación provisional de parte de la definición de arte. Argumentaba, en primer lugar, que las obras de arte son siempre sobre algo. Y que, de hecho, tienen contenido o significado; en segundo lugar, decía que para que algo fuera una obra de arte tenía que «encarnar» su significado. Esto no bastaba, pero tenía la impresión de que si no podía sostener estas dos condiciones, estaría perdido con respecto al tipo de definición de arte que resultaría sin ellas. Esto me lleva a un problema que aún no he anticipado: mi definición, hasta donde alcanza, encaja con las cajas Brillo diseñadas por James Harvey tanto como con la Caja de Brillo de Warhol. Las cajas de Brillo ordinarias en los almacenes de los supermercados son sobre algo –sobre Brillo – y encarnan el significado que desean transmitir a través de su diseño. Dado que yo buscaba una definición que distinguiera obras de arte de meras cosas, aunque algo fue apuntado, no parece que lograra mi propósito, puesto que la definición, aunque es adecuada para la caja de Warhol, es igualmente válida para las cajas ordinarias que ansiaba distinguir de aquella. Así que o bien tenía que buscar una tercera condición, para trazar un límite entre la Caja de Brillo de Warhol y los paquetes de Brillo de James Harvey, o bien admitir que la última, en tanto que satisfacía mi definición, tenía tanto derecho como la caja de Warhol a ser considerada arte. Este argumento fue presentado contra mi teoría como una crítica amistosa por el filósofo Noël Carroll, y sus comentarios me han hecho ver con claridad que cualquier renuencia que pudiera tener en contra de dar la bienvenida al panteón del arte a las cajas de Harvey tenía que ver con una insidiosa distinción entre arte elevado y arte comercial, por más cómico que pueda parecer a cualquiera, menos a mí, concebir las cajas de Warhol como arte elevado en 1964 cuando fueron hechas y expuestas por primera vez. Sin duda, ha de haber una distinción pero puede que no sea tan transcendentalmente profunda como se suponía entonces, cuando un cierto prejuicio contra la comercialización formaba parte de la campaña de los intelectuales para distinguirse de la cultura de masas. Ya que había un sentido en el que Warhol celebraba la cultura de masas, no es difícil ver por qué era complicado para aquellos intelectuales aceptarlo como el gran artista que era.

Así que trataré de afrontar la objeción tratando el arte comercial como arte. Lo cual se consigue a un cierto precio. El precio es que ya no puedo proponer como ejemplo de «mera cosa» los paquetes de embalaje. El problema que surge es el de qué paradigma de meros objetos usar, aunque no trataré ahora de encontrar un sustituto. Simplemente diré que algo es un objeto real cuando carece de una o de ambas condiciones para ser una obra de arte y prestaré atención a cómo hemos de distinguir entre nuestras dos cajas de Brillo.

La respuesta aparecerá en el momento en el que reconozcamos que las dos condiciones –ser sobre algo y encarnar su significado– resultan ser lo que consideraré como dos momentos en el ejercicio de la crítica de arte. Puede que hacer crítica de arte consista en algo más además de identificar aquello sobre lo que una obra de arte es y cómo encarna su contenido, pero lo que pueda haber más allá de esto no es de mi interés por ahora. Ser una obra de arte implica la existencia de una interpretación crítica, que relaciona el significado de una obra con el modo en el que está encarnado en el objeto físico que es su vehículo. Y en este punto es importante señalar que la crítica artística de las dos cajas de Brillo diferirá profundamente, incluso si se parecen una a la otra tanto como he venido diciendo. Si de hecho difieren en apariencia, esa diferencia, argumentaré, no forma parte de la crítica artística mediante la que estas cajas han de ser diferenciadas. Las diferencias en la crítica de arte explican las diferencias entre las dos obras de arte. En «The Art World» invocaba el conocimiento de la teoría y de la historia del arte para alcanzar este objetivo y, aunque esto sigue siendo verdad, ahora creo que podemos hablar de ambas en términos de la ayuda que proporcionan para mostrar cuan diferentes son las dos críticas y, por lo tanto, en qué sentido difieren estas dos obras de arte en sí mismas.

O estas tres obras, si ampliamos nuestro grupo para incluir la Caja de Brillo del artista apropiacionista, Mike Bidlo, quien, en una exposición en la galería Bruno Bishofsburger en Zurich, instaló, del mismo modo en que fueron expuestas en el Museo de Arte de Pasadena en 1968, ochenta y cinco cajas de Brillo, que Bidlo había fabricado. La exposición se tituló Not Andy Warhol, pero las cajas de Bidlo se parecían tanto a las cajas de Warhol como las de Warhol a las de Harvey.

Montemos, pues, la exposición que suelo imaginar cuando discuto sobre estos temas –la caja de Warhol, la caja No-Warhol, y la caja «real» de Brillo hecha famosa por Warhol pero no de Warhol, aunque tampoco No-Warhol–. Pido al lector que me conceda la relativa indiscernibilidad de estas cajas, en el sentido de que las diferencias entre los objetos no penetran, como mostraré, las diferencias entre las obras de arte mismas, dado que podría imaginarse con facilidad que pertenecen a un grupo u otro en lugar de al que de hecho pertenecen. Si miras a la caja de Warhol, verás cierto goteo donde se extendió la pintura, que pone de relieve cierta indiferencia respecto a los límites bien definidos. Pero la caja de Warhol podría ser nítida y la de Bidlo con goteos. O ambas podrían ser nítidas y la caja de Brillo real con gotas –o al menos alguna de ella, que perteneciera a una remesa defectuosa–. Apliquemos ahora las estructuras de la crítica de arte a las tres e imaginemos que son exactamente iguales, y que no puede apelarse a ninguna propiedad visual para discriminar los dos ejemplos de arte elevado del ejemplo de arte comercial, o, para el caso, para discriminar entre la apropiación y la obra apropiada.

Comencemos comentando lo que hace del diseño de James Harvey de la caja de Brillo original un diseño tan bueno. En primer lugar, su caja de Brillo no es un contenedor de estropajos Brillo sin más: es una celebración visual de Brillo. Esto se puede comprobar fijándonos en el modo en el que el estropajo Brillo se empaqueta hoy día, en envoltorios normales de color marrón oscuro como la literatura pornográfica: la diferencia entre el contenedor de 1964 y el contenedor actual expresa de una manera harto elocuente la diferencia entre 1964 y el presente. La caja de 1964 está decorada con ondeantes zonas de rojo separadas por una de blanco, que fluye entre ellas y alrededor de la caja como un río. La palabra «BRILLO» está impresa sobre el río de blanco en letras llamativas - las consonantes en azul, las vocales –I y O– en rojo. Rojo, blanco y azul son los colores del patriotismo, y la onda es propiedad del agua y de las banderas. Así se conecta la limpieza con el deber, y se transforma el lateral de la caja en una bandera de la higiene patriótica. El río blanco muestra metafóricamente la suciedad recién limpiada, dejando solamente pureza a su paso. La palabra aporta un entusiasmo que se hace patente en las otras, distribuidas en los lemas publicitarios sobre las superficies de la caja, del mismo modo que los lemas revolucionarios o de protesta aparecen insolentemente en las pancartas y los carteles de los huelguistas. Los estropajos son GIGANTES. El producto es NUEVO. ABRILLANTA EL ALUMINIO EN SEGUNDOS. El paquete transmite éxtasis y, a su manera, es una obra maestra de retórica visual, realizada para persuadir a comprar y consumir. Y ese maravilloso río de pureza tiene un origen histórico en la abstracción hard-edged de Ellsworth Kelly y Leon Polk Smith. Como he sugerido anteriormente, el diseño exalta su propia contemporaneidad y la de sus consumidores, que pertenecen al presente de la misma manera que los miembros de la llamada Generación Pepsi eran felicitados por su actualidad.

Sin embargo, los factores que contribuyen a la calidad del diseño apenas contribuyen a hacer que la Caja de Brillo de Warhol sea buen arte. Es importante recordar que todos los aspectos filosóficos que la Caja de Brillo nos ayuda a ver podrían haber sido mostrados a través de cualquiera de los otros paquetes más vulgares expuestos en la Stable Gallery en aquella exposición. No podemos permitir que lo que hace tan lograda la caja de Harvey penetre la crítica artística de la caja de Warhol. En realidad la evaluación artística de la Caja de Brillo no puede diferir significativamente de la evaluación artística de cualquier otro de los paquetes que Warhol hizo o pudo haber hecho en lugar de esta. Filosóficamente hablando, las diferencias de diseño entre las diferentes cajas son irrelevantes. Warhol no estaba bajo la influencia de la abstracción hard-edge: él reprodujo las formas de un artista sólo porque estaban allí, como estaba el logotipo de la Union of Orthodox Rabbis, la certificación de que esa caja de Brillo era permitida por la religión judía. Era esencial que reprodujera los efectos de lo que llevara a Harvey a hacer lo que había hecho, sin que las mismas causas explicaran por qué tales efectos estaban allí, en su Caja de Brillo de 1964. Así pues, ¿dónde aparece la crítica artística? Aparece porque el arte comercial era, a través de su cotidianidad, aquello sobre lo que esta obra trataba. Warhol tenía una visión del mundo cotidiano como estéticamente bello, y admiraba enormemente las cosas que Harvey y sus héroes del expresionismo abstracto habrían ignorado o condenado. Adoraba las superficies de la vida cotidiana, el aspecto nutritivo y lo predecible de los alimentos enlatados, la poética de lo cotidiano. Sin embargo, con respecto a su cotidianeidad no había nada que escoger entre los diferentes paquetes fabricados para la exposición. Su trabajo muestra un giro filosófico: del rechazo de la sociedad industrial –que habría sido la actitud de William Morris y los prerrafaelitas– a su asimilación; lo que se podía esperar de alguien nacido en la pobreza y enamorado del calor de una cocina en la que se usaban todos los productos nuevos. Así que los paquetes son tan filosóficos como los papeles de William Morris, destinados más a transformar la vida cotidiana que a celebrarla, y, en el caso de Morris, a redimirla de su fealdad convirtiéndola en un tipo de belleza medievalizada. Las cajas de Warhol eran una reacción al expresionismo abstracto, pero lo eran fundamentalmente para honrar lo que el expresionismo abstracto despreciaba. Todo esto forma parte de la crítica artística de la Caja de Brillo, pero hay aún mucho más. Las dos piezas de crítica artística son disyuntivas: no hay solapamiento alguno entre la explicación de Harvey y la de Warhol. La retórica de Warhol no tiene relación inmediata con la de las cajas Brillo.

Y esto también es verdadero de la obra de Bidlo. Si Caja de Brillo de Warhol puede ser considerada como la obra emblemática de los sesenta, la obra de Bidlo puede ser la obra emblemática de los ochenta. Fue realizada en 1991, cuando Bidlo disfrutaba de una beca como residente en Fullerton, donde fabricó, como si reactualizara la «Factory», unas ochenta cajas, entre otras apropiaciones de Warhol. Por más indiscernible que sea la caja de Bidlo de la de Warhol, su caja no podría haber sido realizada en 1964. Podría, en tanto que objeto, desde luego, pero no como la obra de arte que es. La razón es que presupone el apropiacionismo, surgido en los ochenta como un modo de afrontar un percibido fin del arte. Los contemporáneos de Warhol eran Lichtenstein, Oldenberg, y Rosenquist. Los de Bidlo eran Sherrie Levine, Elaine Sturtevant, y Richard Pettibone, quienes se dedicaron también, no por casualidad, a apropiarse de obras de Marcel Duchamp.

Bidlo no se apropió, por las razones que fuera, de ninguna otra caja de Warhol. Por contra, se apropió de obras de Picasso, Leger y Morandi, y actualmente fabrica urinarios, ya que la generación completa de urinarios como el que Marcel Duchamp empleó para su conocida Fountain Caja de Brillo Kellogg’s Según Walker EvansSegún Sherrie Levine.