frn_fig_001

El decir griego




Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Del mismo autor
en
La balsa de la Medusa:


5. Desconocida raíz común

43. Cálculo y ser. Aproximación a Leibniz

50. De Kant a Hölderlin

78. Hölderlin y la lógica hegeliana

144. El saber de la comedia



en Lingüística y Conocimiento:


26. Lengua y tiempo

31. Lingüística fenomenológica

Felipe Martínez Marzoa

El decir griego

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 157


Colección dirigida por

Valeriano Bozal




© Felipe Martínez Marzoa, 2006

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-226-3

Índice

Prólogo

1. De los límites de la interpretación, I

2. De los límites de la interpretación, II

3. Algunas precisiones

4. El designio «de» Zeus

5. Rea

6. El intercambio

7. Decir el duelo

8. El hístor y otros

9. En torno al diálogo

10. De «algo de algo» al enunciado

11. Gramática

12. Sobre el principio alfabético

Nota bibliográfica

Prólogo

En mi libro El saber de la comedia se esbozaba una comprensión del muy específico carácter, o de la especial consistencia, que en lo referente a la Grecia antigua tiene la cuestión de los «géneros poéticos». A la vista está que lo allí puesto de manifiesto hace de esa cuestión algo muy distinto de «mera» teoría de la «literatura» o «poetología» o «estética». También está a la vista la justificación que allí tenía la abundante presencia de consideraciones sobre aspectos que habitualmente se designan como de «forma» en un sentido restrictivo; allí mismo se ve cuán inadecuada es esa restricción. En todo caso, una vez que el arranque en una determinada dirección se ha expuesto y justificado, es útil esbozar la indicación de que el camino emprendido dista mucho de separar y/o privilegiar aquellos aspectos que ciertamente es preciso reivindicar y estudiar para poder entrar en él. No cabe esperar que el propio autor efectúe, aunque sólo fuese para una parte substancial del material, todos los desarrollos que serían necesarios para documentar en concreto la potencia del modo de proceder, primero porque ni siquiera es ello lo más deseable, pero también porque la vida no es tan larga. Uno no sabe a dónde llegará, y es eso lo que puede hacer útil dejar por de pronto esbozada la orientación de conjunto mediante una selección de alusiones a puntos diversos dentro del posible material a tratar.

Por otra parte, el arranque al que acabo de hacer alusión sitúa la problemática en evidente conexión con cuestiones de estructura lingüística. Sobre la legitimidad de esta conexión no tiene sentido discutir en abstracto, hablando en general de los «campos» en sí mismos, una vez delimitados éstos por costumbre. Sólo habiendo entrado en la cosa se sabe de qué se está hablando. Inevitablemente, pues, aunque sólo en discreta medida, aquí se invitará también a seguir cultivando esa conexión.


Barcelona, enero de 2006

1

De los límites de la interpretación, I

Cualquier occidental culto de hoy (salvo quizá algunos especialmente cultos) cree saber que hay cierto texto hebreo de bastantes siglos antes de la era cristiana cuyas primeras palabras dicen algo así como que en el comienzo dios creó el cielo y la tierra. Incluso ocurre que las referencias a ese presunto significado sirvan para caracterizar a ciertos individuos humanos como «creyentes» o «incrédulos». Con ello, sin embargo, cierta credulidad, probablemente mayor que cualquier otra, se está suponiendo común a creyentes e incrédulos (y es a veces incluso más pronunciada en algunos de estos últimos), a saber, aquella que consiste en dar por bueno que, en efecto, un texto en las coordenadas históricas mencionadas podría decir algo que al menos remotamente se pareciese a eso de que en el comienzo dios creó el cielo y la tierra. Esta que pudiéramos llamar «fe del carbonero hermenéutica» es, en efecto, la más ingenuamente crédula. A través de qué vericuetos el aludido significado (o cualquier cosa que tenga algo que ver con él) llegó a estar asociado con aquel texto o con sus arreglos, es cosa que habría de discutirse en concreto; pero atribuir esa asociación a fecha próxima al origen de la base material del texto (digamos: a cualquier fecha anterior al Helenismo) es una postura a cuyo lado los más absurdos dogmas de fe pueden pasar por tesis ilustradas. Es incluso no otra cosa que la misma insalvabilidad de la distancia que mencionamos lo que puede hacer aparecer nuestra tesis, para el experto, como superflua, pues, se nos dirá, señalamos un «defecto» que no podría arreglarse, por ejemplo mejorando la traducción, ni siquiera en el caso de que ésta sea, en efecto, susceptible de mejoras, con lo cual nos estamos quedando –puede decírsenos– en la mera y muy general constatación de una insalvable distancia. Ahora bien, vale la pena quizá prestar atención a la distancia misma (aunque esto no la salve), en vez de simplemente acomodarnos a su condición de insalvable.

Aun la última constatación hecha, sin embargo, debe dejarnos algo insatisfechos, pues es un argumento ya clásico en nuestros días el de que la nota de traducibilidad es inseparable del concepto mismo de lo lingüístico y del fenómeno lengua. Si dejamos en pie una intraducibilidad, entonces (se nos dice y veremos que no del todo sin razón) eso a lo que nos estamos refiriendo no es lengua ni es fenómeno alguno perteneciente al ámbito lengua; lo intraducible no es lingüístico. El argumento puede quizá resumirse en que a lo lingüístico es inherente una semántica y que ésta no puede entenderse sino como una referibilidad de las expresiones del sistema a algo que no son expresiones del sistema, a algo, pues, que, dadas las inconsistencias en las que incurriría la noción de un extralingüístico en términos absolutos, difícilmente puede pensarse de otra manera que como expresiones de otra lengua. No rechazaremos este argumento; solamente delimitaremos su alcance; y, en todo caso, de entrada lo aceptamos, al menos metódicamente, para ponernos a ver algunas de sus consecuencias.

A lo que acabamos de llegar es a nada menos que un postulado de intertraducibilidad entre lenguas. Tratemos de formular ese postulado de una manera más sistemática y explícita: postula que entre el conjunto de las secuencias relevantemente distintas unas de otras en la lengua A y el de las secuencias relevantemente distintas unas de otras en la lengua B hay alguna correspondencia biunívoca tal que, dada cualquier relación relevante en uno de los dos conjuntos, hay en el otro una relación relevante tal que la relación en uno de los dos se da entre elementos de él si y sólo si la relación en el otro se da entre aquellos elementos que según la mencionada correspondencia biunívoca les corresponden1. Ahora bien, esto es la definición nominal del fenómeno que expresamos diciendo que entre los dos conjuntos hay un isomorfismo que abarca todas las relaciones relevantes, o, lo que es lo mismo, que los dos conjuntos son realizaciones de una misma estructura. Lo cual, recordando el uso de las nociones «estructura» y «realización de una estructura» en la teoría lingüística, nos lleva por de pronto a pensar que la operación del postulado de intertraducibilidad en nuestro argumento ha convertido lo que en principio había aparecido como dos lenguas en meramente dos hablas de la misma lengua, siendo aquí «lengua» y «habla» los ya clásicos términos langue y parole, introducidos en su día por Saussure. Alguien se sentirá, sin duda, inclinado a objetarnos que el concepto de estructura válido en la lingüística no necesariamente es el mismo que el que, básicamente tomado de la teoría de conjuntos, se ha empleado aquí. Lo cierto, sin embargo, es que solamente no es el mismo en el sentido de que su posible aplicación a la lingüística exige quizá ulteriores complicaciones, más allá de la fórmula básica y abreviada que hemos empleado, pero ello ha de ser sin que se sacrifique la distinción que aquí (y en general en la lingüística) importa, a saber, la que se establece entre la estructura y cualquier «realidad», y ello siempre de modo que la lengua sea precisamente la estructura, por lo cual, bajo una u otra forma, siempre acabaríamos teniendo que habérnoslas con algún argumento del tipo del que acabamos de esquematizar. También es posible que se nos objete que no toda lingüística, o no todo tratamiento de lenguas, se basa en el concepto de estructura; pero lo cierto es que ya el mero reconocimiento de entidades lingüísticas (por ejemplo: fonemas, una secuencia de ellos, la identidad de un mismo fonema en varios puntos de la secuencia, etcetera) sería imposible sin que, de manera más o menos obscura, subyaciese el criterio estructural, pues la identidad de las entidades lingüísticas nunca es definible en términos «físicos» o «reales».

Estamos, pues, en que el postulado de intertraducibilidad, el cual había sido asumido precisamente para hacer justicia al hecho de que lo lingüístico requiere una semántica, por lo tanto una referencia regular de las expresiones del sistema a algo que no son expresiones del sistema, ese mismo postulado, consecuentemente aplicado, lleva a considerar no lenguas diferentes, sino diferentes hablas de una misma lengua, con lo cual reproduce la aporía que pretendía eliminar, pues con él volvemos a estar dentro de una lengua y, por lo tanto, no en una traducibilidad ni en una semántica.

La aporía en la que nos vemos parece, según todo lo dicho, inherente a la noción misma de lengua y de lo lingüístico como una dimensión o ámbito específico, digamos: el ámbito de lo estudiable por la gramática. Por eso quizá tenga interés tomar en consideración que la noción de ese ámbito o secuencia no es algo que siempre haya funcionado, incluso que el viraje hacia esa noción es, por de pronto en la historia que conduce a nosotros, no tan antiguo como quizá alguien tendería a pensar. Con el fin de poder tocar con algún rigor este punto, introduciremos primeramente algunas consideraciones cuya relación con lo que acabamos de decir se percibirá un poco más adelante.

Cuando en el curso de un diálogo de Platón uno de los personajes reclama de otro el asentimiento o el disenso con respecto a lo que él, el preguntante, ha dicho, es muy frecuente cierta situación en la que nuestras traducciones no pueden evitar una distorsión sin la cual simplemente no podría haber traducción; dicen, en efecto, algo del tipo de «¿Digo algo acertado?», y tenemos que aceptarlo así, aunque sabemos perfectamente que el texto griego no dice eso, sino meramente «¿Digo algo?» (légo ti;). Este uso es, por otra parte, especialmente consistente, pues, para la declaración que constituiría respuesta negativa a la mencionada pregunta, no se emplea «Lo que dices no es cierto» o cosa parecida, sino sencillamente «No dices nada» (oudèn légeis). Formulemos, pues, provisionalmente este fenómeno con un término de la gramática escolar: el «objeto directo» del verbo «decir» no es un «dicho» que pudiese concertar o no con la cosa, sino que es la cosa misma. Para insistir en que no se trata de un fenómeno aislado, y de paso precisar algunos conceptos, añadamos lo siguiente: a lo largo de la historia de la Grecia arcaica y clásica se va seleccionando una palabra para designar aquel decir que precisamente en su condición de decir es señalado o excelente, y esa selección recae sobre una palabra de uso muy frecuente, a saber, la que significa ni más ni menos que «hacer» en el sentido de «producir», poieîn, y ello precisamente de manera que el «objeto directo» (lo «hecho» o «producido») no es aquello que nosotros llamamos «la obra» (el «poema» o algo así), sino que es la cosa; de nuevo aquí se plantean a nuestra actividad traductora problemas insolubles, y recurrimos, por ejemplo, a decir que el «poeta» «poetiza» esto o aquello (este o aquel contenido o cosa), porque nuestro discurso (moderno) sólo acepta referir el «producir» a la «obra», esto es, al «poema»; pero lo que el griego dice del poietés es que él poieî la cosa, «produce» la cosa. Y, por otra parte, lo que de manera general en griego se menciona con poieîn no es modo alguno particular de actividad que, por ejemplo, fuese, en contraposición a otros, específicamente «productivo», sino que es el entero factum de que uno siempre ya se las ha con las cosas, aunque este factum no es tomado aquí de cualquier manera, sino precisamente en atención a que él es a la vez la presencia de todo presente, el ser (ser lo que cada uno es) de todo aquello que es, en el sentido en que el zapato es zapato sólo en cuanto que uno camina seguro, mientras que, en cambio, el zapato resulta tematizado solamente cuando, por una u otra razón, uno ha dejado de poder caminar seguro. No hay en todo esto referencia a trato alguno específicamente «productivo» con las cosas ni siquiera en el sentido de que, por ejemplo, en el caso del zapato estuviese especialmente implicado el que hace zapatos; por el contrario, es el que los porta quien propiamente «entiende de» zapatos, mientras que quien hace zapatos entiende de cuero y de instrumentos de cortar, y por eso se llama skytotómos (el que corta el cuero); y así es también en la exégesis «filosófica» todavía en Platón, e incluso la fijación aristotélica de la tékhne mantiene para ésta el carácter de conocimiento, por lo tanto de presencia (eîdos) de la cosa en su determinación propia, si bien es cierto que en Aristóteles hay ya una problemática específica del producir.

Acabamos, pues, de asomarnos a una situación en la que, primero, el «decir» (légein) tiene como «objeto directo» la cosa, y eso mismo ocurre, segundo, con el poieîn del poietés, de manera que el poietés poieî (es decir: produce) no «poema» alguno, sino las cosas, y, tercero, el poietés no es sino el dicente (légon) señalado o excelente, esto es, aquel que mejor dice, y todo ello de manera que poieîn no es sino aquello –a saber, el que uno siempre ya se las ha con las cosas– en lo cual cada cosa es lo que ella es. Todo esto junto apunta a que el decir del que aquí se trata no es esfera alguna determinada, por ejemplo la de lo lingüístico en el sentido de lo estudiable por la gramática, las palabras, frases y oraciones; el decir (légein) es, por el contrario, aquella articulación en la cual el que esto sea esto es lo mismo que el que aquello sea aquello, aquella articulación, pues, que tiene lugar cuando un zapato es precisamente un zapato, a saber, en cuanto que uno siempre ya se las ha con las cosas. De hecho, ninguna de las «obras» de la «poesía» griega hasta el final de la época clásica es en sí misma un texto en el sentido de una secuencia de palabras, frases y oraciones; ninguno de los «autores» pertenecientes a ese tramo es alguien que «componga» un texto. Cuando un griego llama lógos a una tragedia o comedia, o a una oda de Píndaro, no se refiere a que allí haya una secuencia de palabras y oraciones; a lo que en ese caso es llamado lógos pertenecen inseparablemente una melodía, un ritmo, gestos, movimientos. A ningún griego hasta el final de la época clásica, tampoco, pues, a Platón ni a Aristóteles, podría ocurrírsele prever que quizá alguna vez alguien compondría un texto para que otro le pusiese la melodía y el ritmo, quizá incluso un tercero añadiese los movimientos del coro, etcetera. Estos aspectos, sólo para nosotros separables unos de otros, pertenecen inseparablemente unos a otros en la unidad del lógos; tal unidad es de inmediato la obvia unidad del habérselas siempre ya con las cosas; pero una diversidad de aspectos y momentos que nosotros (observadores modernos) separamos, como por ejemplo melodía, ritmo, gesto, movimiento, surgirá a partir de la problemática de un légein que ha de ser señalado o excelente precisamente como légein, de un légein que, siendo el de quien mejor légei