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La barbarie ordinaria. Music en Dachau




Traducción de

Guillermo López Gallego

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

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Jean Clair

La barbarie ordinaria. Music en Dachau

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 158


Colección dirigida por

Valeriano Bozal




Título original: La barbarie ordinaire. Music à Dachau

© Éditions Gallimard, 2001

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-227-0

Índice

Texto

Entrevista con Zoran Music

Leyendas y créditos

Bibliografía esencial






En memoria de Georges Lambrichs

«Ya tenía el presentimiento de que el mundo había sido innoblemente creado a imagen de los descuartizadores».


Léon Bloy



«Was bleibt, stiften die Dichter1».


Hölderlin



Cuando Music se hallaba en Madrid, en 1935, sus visitas al Prado eran diarias. Allí copiaba al Greco y a Goya. También le llamó la atención una singular obra de Pieter Bruegel. Estaba en la línea del arte austriaco atormentado por lo macabro del que por su nacimiento se consideraba heredero. Los Habsburgo coleccionaron obras del viejo pintor flamenco, Viena poseía un magnífico conjunto de ellas.

En dicha obra se ven, en un paisaje de colinas desnudas y abrasadas, al borde del mar, ejércitos de esqueletos que, mediante unos féretros puestos en pie ante ellos a modo de escudos, rechazan a la multitud de humanos enloquecidos a golpes de pica y hoz. Caen arrollados, y los que los siguen los pisotean. Otros se ven obligados a meterse en una especie de caja oblonga cuya tapa está a punto de cerrarse. A veces llevan la ropa que vestían en su vida anterior, otras les ha sido arrebatada, y entran desnudos en el siniestro edificio. A la izquierda avanza una carreta tirada por un jamelgo. Está llena de huesos, sobre los que descansa una pala. En el centro, un horno deja escapar torbellinos de llamas y penachos de humo negro. En el fondo se alzan ruedas en las que agonizan los desventurados, patíbulos en los que se mecen los ahorcados. Más allá siguen llegando convoyes de humanos flanqueados por ejércitos de esqueletos.

Nueve años más tarde, en Dachau, en 1944, Music sería testigo ocular de lo que había visto en la pintura del Prado. Vería la cámara de gas, los hornos que enrojecían por la noche, las carretas y su carga de cadáveres, «endurecidos como haces de leña», escribirá, los ahorcados en los patíbulos, y los muertos, los muertos por todas partes. El cuadro de Bruegel se llama El triunfo de la Muerte.

La obra de Music se desarrollaría, a partir de aquel presagio de su juventud, como triunfo del arte y su poder sobre las potencias del mal. Pero antes sería necesario olvidar las imágenes insoportables confinadas en lo más profundo de la memoria. Y luego, su retorno lento pero irresistible, veinticinco años más tarde, en sueños, después por su mano, sobre el papel y sobre el lienzo. A partir de 1970, conferirían a la obra de Music su sentido profundo y su grandeza.

«NOSOTROS, SIN PATRIA…»

Music llamó a uno de sus últimos grandes carboncillos sobre lienzo, en 1995, Il Viandante, un autorretrato de perfil alto y agitado. El viandante es en italiano el que pasa, el transeúnte, esa particular figura de quien se pasea, entre el vagabundo y el peregrino. Peregrinus Viator, el que camina sin dejarse detener, cuyo andar regula la viveza del paso y el transcurso del tiempo, una cadencia que es al cuerpo lo que el reloj de arena y la clepsidra son a los elementos. Pero el viandante también es el emigrante, que no tiene límite en el que detener su camino, el Heimatlose, el errante, el apátrida, el sin lugar.

Se comprende que durante mucho tiempo, en los años de la posguerra, el caballo fuese uno de los temas favoritos de Zoran Music, siempre a caballo sobre varias fronteras, varias culturas, varias nacionalidades, siempre inseguro acerca de la lengua que iba a tener que hablar al día siguiente, de la bandera a la que iba a tener que saludar, del himno que iba a tener que cantar. Una situación así, que encarnan los protagonistas de Swift y Voltaire, cuando no lleva a la desesperación, impone la cortesía de la desesperación. De ahí una gracia particular de Music, la hospitalidad silenciosa y sonriente del apátrida.

Pero tal vez haya más en esos caballos que la señal de un vagabundeo. También son la nostalgia de un Oriente perdido hacia el que regresan incansables. Vienen a apretar el hocico contra las puertas de Occidente, con sus grupas o sus flancos, que con tanta precisión evocan los caballitos que esculpían los escitas, que pintaban los chinos. Son parientes de los cuatro caballos de San Marcos. Arrastran consigo el olor de otros desiertos, otras llanuras, otras costumbres. Evocan otros esplendores cuyo brillo nuestro arte no ha vuelto a encontrar después de Bizancio. También otros terrores, que sí hemos sabido reproducir: fosas comunes, montañas de huesos, visiones de espanto que se creían exclusivas de Asia.

Occidente comienza donde se detiene su marcha, en los confines de la interminable llanura húngara.


Cuando nació Zoran Music, a principios del siglo XX, Europa seguía siendo, en palabras de Stefan Zweig, die Welt der Sicherheit, el mundo de la seguridad. El medio culto que describe Zweig viene a ser el mismo de Music, más modesto pero acomodado, una familia de vinateros y maestros de escuela, en Gorizia, la antigua Görz, en las colinas del Collio, en la frontera de Italia y la antigua Yugoslavia. Allí se hablaba esloveno e italiano; el alemán se utilizaba en los documentos administrativos; el francés, entre la burguesía; a menudo se oían palabras en ruso, en croata, o en esas lenguas que los Balcanes multiplican. En aquel cambio de siglo, la ópera, universal por su música, políglota por sus libretos, «obra de arte total», fue quizá el producto más refinado de la cultura cosmopolita y optimista de la Europa central. Y al que dos años, entre las guerras balcánicas, el naufragio en 1912 del Titanic, y el inicio de la Gran Guerra, pusieron fin.

A la tierna edad en la que los recuerdos se imprimen profundamente en la memoria, Music fue testigo de aquel hundimiento. Nacido en los confines del Imperio, donde las lenguas, como los brazos de un río, se mezclan y confunden, fue zarandeado, como Charlot a la pata coja en Charlot emigrante, de una frontera a otra. Con mayor peligro, se vio conminado a adherirse a las ideologías de la época. Así, tras haber sido insistentemente invitado, a causa de su porte y su altura, a alistarse en las SS, pagó su negativa con la deportación a Dachau. Anus mundi2, decían de aquel lugar sus dueños; donde lenguas y nacionalidades por fin caían en la nada, a la vez que el pelo, la ropa y los otros signos distintivos que hacen un hombre del ser humano.

Sin embargo, nada, ni sus lecturas, ni sus amigos, ni sus curiosidades, ni, en fin, sus negativas, contrarrestó jamás la libertad espiritual del viandante que era, y que quería ignorar, aun arriesgando la vida, el letal artificio de las fronteras y sus prisiones.

Así fue como a los cuarenta años, nel mezzo del camin, Music tuvo que elegir carrera por segunda vez. Se marchó de Italia y de Venecia, su segunda patria, y fue a vivir a Francia. La leyenda aún vivaz de la École de France, la influencia de su amigo Massimo Campligli, el ejemplo de tantos escritores que, de Alberto Savinio a Pieyre de Mandiargues, habían optado por una doble adhesión a ambos lados de los Alpes, la atención de André Chasel y Marcel Arland, también la de Jean Bourret, crítico olvidado, todo lo había empujado a la capital francesa. En la propia Venecia, la Bienal, en aquel decenio de la posguerra, mostraba una inesperada francofilia que la llevaba a homenajear cada dos años a todas las glorias artísticas de París, mientras Nueva York había decidido que Francia ya no existía.


Pero en aquel viaje había un malentendido. Durante largo tiempo alteró la imagen que tanto en Italia como en Francia se tenía de Music y de su pintura. Se quiso ver en él a un paisajista abstracto, tan pronto un representante italiano de la Escuela de París como un bizantino perdido en las brumas del norte, el discreto autor de una música mínima, delicada y singular, en la cacofonía de la abstracción de Saint-Germain-des-Prés.

Sin duda Music era italiano, pero sin que ello signifique gran cosa en un país que no hace caso de lo general, y se deleita tan sólo en el lugar y el instante presentes. Abstracto, por otra parte, nunca había sido. Para aquel heredero de las Secesiones de Europa central, la modernidad parisina, hábil en la manipulación de las formas, frente a él, tan respetuoso con ellas, pródiga en colores abigarrados, frente a él, fiel a los ocres y a las tierras, seguía siendo profundamente extranjera.


En fin, si la guerra no hubiese trastocado todo, es probable que aquel esloveno hubiese probado suerte en Munich, al otro lado del Brenner. En Zagreb, su maestro, Babic, discípulo de Stuck, hizo que le gustaran Georg Grosz y Otto Dix, en quienes se inspiraron directamente sus primeros grabados. A los veinte años, descubrió a Klimt y Schiele en Viena. Poco después, la larga estancia en Madrid no hizo más que confirmar su afinidad por un arte que, en sus deformaciones, se aferraba a una singular morfología del cuerpo humano que no tiene equivalentes en Italia o en Francia. Pero aquel arte, como se ha dicho, también lo marcó para lo macabro y la muerte, una atracción hecha de horror y de fascinación. De ahí extrajo una enseñanza suficientemente poderosa como para prepararlo para lo que lo aguardaba.

En aquella cultura danubiana –y que en realidad no se encontraba más que en España–, en aquel espacio cultural que, coincidiendo con las fronteras del Sacro Imperio, se extendía de Madrid a Viena y Trieste, y del que Venecia había formado parte durante tres generaciones, un sentimiento barroco de la carne se oponía a la ascesis de la abstracción conceptual del luteranismo del norte, al igual que se oponía al racionalismo analítico de los franceses y a la elegancia de la maniera italiana.

ECCE HOMO

Los desnudos de Music, ni heroicos ni eróticos, más que desnudos, serán antes bien, por tanto, cuerpos al desnudo. Figuras solitarias de filósofos o estilitas, avatares de la Vanitas barroca, son más mortificaciones que glorificaciones. Móviles, estáticos, sarmentosos, flacos, porque obedecen al orden del espíritu, y no a los desórdenes del deseo, esos torsos estrechos de costillas marcadas, esos miembros alargados que ya no respetan las reglas de un nomos, esos ligamentos finos, a punto de romperse como ramas, esas manos de dedos larguísimos que revolotean convocan una teoría de efigies similares. Music, ciudadano de la Kakania de Musil, es heredero de los pintores del cuerpo que, del Greco a Schiele, de Klimt a Boeckl, de Goya a Kokoschka, han desplegado una danza macabra de efigies de torsos estirados y miembros alargados y enjutos, pero que, sin embargo, no asustan. Esa carne precaria, cuya supervivencia no garantiza ninguna ley de construcción, cuya perfección o perpetuación no garantiza ninguna regla de armonía, la captan siempre como en el umbral del rigor mortis.


Contemplando esas manos largas y finas, de dedos doblados por una contractura que, lejos de ser un manierismo que obedece a un código inmutable, más bien parece responder a una oscura señal del cuerpo, he pensado a menudo en ese puente hecho de palmas, en esas manos pontífices que lanzan sobre el vacío un gesto de afecto y salvación, que se ve en el doble retrato de Kokoschka de Erica y Hans Tietze Conrat. En Music, la fórmula parece dictada por una necesidad interior, un movimiento interno, surgido del fondo del ser, un desmoronamiento, un alud, una ruptura en el corazón o la mente, y que se traduciría, en la superficie de la carne, en una alteración, una erosión, una fragmentación o una fibrilación de los rasgos y las superficies, de manera que el dibujo del cuerpo nunca aparece en reposo. No sólo los rasgos, sino el galvanismo, la contractura que los crispa o los afloja, la vibración interior que, en el lugar en el que figuran sobre el lienzo o el papel despojados de toda eternidad o descansando de ella, según las leyes de una armonía o una simetría rígidas, sustenta en ellos una inquietud que los fragmenta, los divide, los hojea, desplaza sus cimientos sin cesar.


También se piensa en Kokoschka, y de manera inesperada en el perfil de Los muchachos soñadores, ante los desnudos de ancianos de Music que han conservado la delgadez, la gracia y el contoneo de la infancia. Parecen decirnos que el enigma del nacimiento y de la juventud no es menor que el de la decrepitud y la muerte.

Antes que Kokoschka, Klimt, en La medicina, había sabido dibujar cuerpos de ancianos, con la espalda encorvada, el cuello doblado, la carne hundida de un naturalismo implacable. Egon Schiele los recordaría a su vez en sus anatomías convulsas, crispadas, los últimos avatares de una verdad psicológica del cuerpo que Maulbertsch, en el Barroco, fue el primero en captar en Austria. Music, en muchos aspectos, fue su heredero.


Pero, más allá del expresionismo vienés y antes que éste, otros ejemplos de la pintura clásica podían enseñar a Music esa inquietud del cuerpo, tan alejada de la certidumbre italiana de la bellezza, alejada igualmente de la razón francesa que, después de Poussin, construye el cuerpo como se miden los elementos arquitectónicos.

El ejemplo veneciano, a su llegada tras la guerra a la ciudad de los Dogos, había podido confirmar a Music, en su momento, en el sentimiento mittel -europeo de un cuerpo perecedero.

El Renacimiento se había complacido en las representaciones de desnudos masculinos. La iconografía arcaizante ofrecía la ocasión de contemplar jóvenes, púberes o atléticos, en el resplandor o la fuerza de su adolescencia o su madurez. Tan inhumanos en su perfección que, sometidos al suplicio, los gloriosos miembros parecían no haber perdido su integridad. El dolor no era más que el paroxismo de su belleza. San Sebastián atado al poste se expone a la mirada de un Dios pagano, observador enamorado de las formas. Y las flechas, más que herirlo, son las agujas de una lámina de anatomía que descubren con complacencia los músculos y las vísceras. Señalan ligamentos y músculos con la misma suavidad y la misma precisión, también con la misma indiscreción que el dedo de un profesor que, ante su auditorio, sigue el perfil de un tríceps.

Hasta entonces, las representaciones de ancianos eran excepcionales. Bellini, en La embriaguez de Noé, nos ofrece un raro ejemplo, pero por ello tanto más conmovedor, eco del capitel esculpido del Palacio ducal que representa el mismo asunto. Una infinita ternura impregna ese cuerpo abandonado a la mirada irónica de los niños, donde su retrato de una anciana, bautizado Col Tempo por la tradición, permanecía implacable. Quizá fuera la primera vez –al menos después del pseudo- Séneca moribundo del Louvre, de la época helenística– que se osaba representar la realidad de un cuerpo decrépito, en que la precisión anatómica de la mirada se une a la conmiseración del corazón.

Hay que esperar a la Reforma y a la Contrarreforma, al nuevo sentimiento de la piedad suscitada por la práctica de los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, para pasar de la representación del héroe juvenil y glorioso a la representación del anciano abandonado a su desnudez postrera. Las grandes figuras de los mártires, so piadoso pretexto de su suplicio, nos llevan a una meditación sobre el cuerpo envejecido y sufriente al que las fuerzas abandonan. San Jerónimo en el desierto, San Andrés y San Antonio en manos de los verdugos, San Bartolomé destripado: otros tantos desnudos desvelados a la mirada, como Noé a los ojos de las niñas.


Más que desnudos, desvestidos, más que abatidos, deshechos, por tanto, los admirables desnudos cuya tradición retomará Music. Nada se disimula, ni las arrugas de los brazos, ni los vientres hinchados, las carnes blandas, los miembros flacos, las llagas, las heridas, las desproporciones, la falta de armonía de un cuerpo en su declive, que se recoge, se contrae ante el reuma o se infla de humores. Y ahí están las herramientas del martirio, la cruz, el potro, las poleas, los aparejos y las cuerdas, como groseras prefiguraciones de lo que serán en nuestro días los instrumentos de contención, prótesis u ortopedia que se utilizan para enderezar, alargar, reconfortar un organismo que se hunde, se disloca, se deshace y poco a poco pierde la conciencia de su esquema corporal.

Porque en última instancia siempre se trata de hacer hablar al cuerpo, de interrogarlo, llevarlo al límite para que confiese. Ahora bien, el que sale del pozo para decir la verdad es un cuerpo desnudo, juvenil y glorioso, como si, a ojos de cierta estética nacida a orillas del Mediterráneo, la Belleza siempre se hubiese asimilado a la Verdad. Esa estética del corazón de Europa hace otra pregunta. ¿Qué quiere decir un cuerpo envejecido, sufriente, agonizante, sujeto a la edad? Ultima verba. ¿Qué pregunta sufre en la noche del dolor?

La figura de Cristo señala de forma bastante notable el paso del hombre de gloria al hombre de dolores, de una academia juvenil a una anatomía maltratada. Encarna las etapas biológicas del hombre como hijo del Hombre, del niño vigoroso y sexuado que su madre presenta al adolescente radiante, y luego al adulto que será comparada con el Apolo clásico, y, finalmente, al cuerpo deshecho y dislocado, prematuramente envejecido, del moribundo descendido de la cruz. Del desnudo elástico que lleva la madre al desnudo rígido, crispado, que apoya en su regazo, se ilustra una secuencia en una serie de escenas terriblemente concretas. El propio destino del hombre, de la infancia a la senectud.

Y a menudo el hombre envejecido adopta la misma postura en la obra de Music, el mismo pliegue de la pelvis, el mismo brazo derecho que cuelga y toca la tierra, Pietà laicizada.


Por cierto, uno de los modelos que más estimó y contempló, la Pietà de Tiziano, se encuentra muy cerca de su taller de Dorsoduro, en la galería de la Academia, su última obra, pintada para la capilla de Cristo de los Frari. Tiziano esperaba que a cambio le dieran sepultura en ella, y quería perpetuar en su obra «l’antica devozione del Crocefisso3».