Saber en condiciones
Epistemología para escépticos y materialistas

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TEORÍA Y CRÍTICA
Colección dirigida y diseñada por
Luis Arenas y Ángeles J. Perona
© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com
ISBN: 978-84-9114-260-7
FERNANDO BRONCANO
Saber en condiciones
Epistemología para escépticos y materialistas

MÍNIMO TRÁNSITO
A. MACHADO LIBROS
Las palabras que fueran enterradas
a veces vuelven cuando su sentido,
como el que anduvo por lejanas tierras,
ya no se reconoce.
(José Ángel Valente)
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
1. ESCEPTICISMO Y FRAGILIDAD
2. LA CONQUISTA DE LA OBJETIVIDAD
3. RACIONALIDAD SALUDABLE
4. LA CAUSA DE LA VERDAD
5. LA REALIDAD Y LA EXPERIENCIA
6. CONOCIMIENTO NATURAL Y TERAPIA NATURALISTA
7. LA PRÁCTICA DEL SABER SEGURO
8. EL CONOCIMIENTO EN LA ESFERA PÚBLICA
EPÍLOGO PARA MATERIALISTAS
«Por astucia, recurso, humildad, amor a lo cierto, deseo de ser claro y poner orden —dice Onetti— dejo el yo y simulo perderme en el nosotros». Y así, en la realidad, discurre el argumento filosófico, que, a diferencia del discurso literario, es siempre un discurso coral, un debate ininterrumpido con otras voces que en ocasiones llegan lejanas desde regiones del tiempo y el espacio en las que quizá seamos extranjeros, pero en donde esas voces son casi siempre voces cercanas, con las que continuamente intercambiamos razones, ejemplos, conjeturas aún inciertas y proyectos conceptuales. Estas voces amigas son las únicas que al final cuentan. Uno se siente agradecido de ellas como se siente agradecido del hecho de pensar y de vivir.
Miguel A. Quintanilla, Bruno Maltrás, Javier Echeverría y León Olivé, con quienes he discutido desde hace años los aspectos sociales y políticos del conocimiento. Francisco Álvarez, Juan Carlos García Bermejo y Jesús Zamora Bonilla, que han influido en mi reflexión sobre los modelos económicos aplicados al conocimiento. Manuel Liz, Toni Gomila, Diego Lawler, Diana Pérez, Sandra Lazzer, Ana Rosa Pérez Ransanz, Oscar Nudler, Eduardo Rabossi y Marcelo Sabatés, con quienes en ocasiones diversas a lo largo de estos años he ido intercambiando puntos de vista sobre el conocimiento y el mundo. Mis compañeros del excitante entorno de la Universidad Carlos III de Madrid, Carlos Thiebaut, Antonio Valdecantos, Antonio Gómez Ramos, Carmen González, Andrea Greppi, que me han dado mucho más de lo que este trabajo puede dejar entrever y a quienes está dedicado especialmente. Apenas aparecen citados; subrayar con justicia los débitos a sus ideas habría hecho ilegible el texto. Nuestros estudiantes de postgrado y asistentes al seminario de Filosofía, Patricia Revuelta, Álvaro Carvajal, Rocío Orsi, Ana Zubieta, David Conte, Clara Ramírez. Tatiana Rincón, Jaime Díez, Javier Hernández, Nuria Rivera, Ana Sol Vázquez, Paloma Atencia y otros que extenderían la lista más allá de lo permisible, que han soportado con un amable estoicismo largas discusiones sin las que mis ideas serían más oscuras. David Teira y Luis Arenas, sin cuyo estímulo este libro no habría llegado a ver la luz. Jesús Vega, de quien tanto aprendo cada día y a quien considero casi coautor del texto. Ernesto Sosa, quien definitivamente me introdujo en los apasionantes laberintos de la epistemología. Y tantos otros rostros amigos que se me aparecen como contertulios en el debate interior y se me pierden en la memoria. Paquita, que con una sabiduría antigua acompañó el tiempo de la escritura. Alicia y Fernando, que con su distante y cariñosa sorna de hijos siempre me han recordado el orden de las cosas. Mi madre, que siempre dice que si se limpia hay que limpiar en condiciones y a quien le he tomado prestado el título. Estas son las voces en las que me pierdo.
En los senderos de la montaña es fácil perderse. Las trazas desaparecen o continúan unos metros más allá de nuestra vista, las desviaciones son confusas y la pista que deberíamos tomar es la que menos garantías nos ofrece. No nos sirven de mucha ayuda los mapas dado que nuestro problema es que nos hemos perdido y no sabemos cuál es nuestra posición en ellos. En esa situación, cualquier información se elevaría al puesto de primera necesidad, incluso de necesidad de supervivencia. Una barda, una confiable indicación de un paisano, la línea eléctrica en la que nunca hubiésemos reparado, se volverían urgentes y bienvenidas referencias para resolver nuestro agobio.
Imaginemos un mundo en el que la necesidad de información correcta fuera constante y exigente, un mundo en el que seres como nosotros buscasen con ahínco pensamientos verdaderos (creencias verdaderas, diremos en adelante, con el objeto de emplear un término ya consagrado en la epistemología contemporánea). En ese mundo, las criaturas que lo habitan tendrían numerosas necesidades, que a veces lograrían satisfacer, incrementando así su probabilidad de supervivencia (como especie, o individuos, tanto da ahora esta diferencia para nuestro argumento). En ese mundo, las criaturas que alcanzasen a desarrollar creencias verdaderas con una frecuencia mayor que otras conseguirían también satisfacer las demás necesidades con mayor probabilidad que aquéllas con una tasa menor de creencias verdaderas. Pues competirían por el logro de creencias verdaderas, a veces engañarían a sus vecinos suministrándoles pistas falsas o dejando rastros confundentes y, por la misma razón, a veces cooperarían con aquellas criaturas que mostrasen una apariencia fiable e intercambiarían informaciones con ellas, desarrollando ciertos lazos informacionales que les llevarían a incrementar su tasa de creencias verdaderas como resultado de la colaboración.
Entre los pobladores de ese mundo habita el grupo de los escépticos, personajes que han desarrollado una actitud desconfiada hacia las creencias no justificadas y una mucho más activa y militante actitud de polémica contra quienes pretenden disponer de creencias verdaderas. Han creado ciertas estrategias retóricas para confundir a los dogmáticos, otro grupo que sostiene fuertes convicciones y a veces fuerza a otros a adoptarlas. Los escépticos predican que una fuente importante de angustia es la preocupación por tener creencias verdaderas, que quienes tienen esas pretensiones y quieren desarrollar métodos fiables crean preocupación en los ciudadanos, a los que literalmente hay que curar de esa neurosis que han denominado epistemología, una enfermedad que ha contaminado a los dogmáticos de forma incurable. No sabemos si los escépticos tienden a vivir más que los dogmáticos y a satisfacer sus necesidades mejor o más a menudo. Lo que ellos predican es que no debemos preocuparnos por buscar la verdad, que es una preocupación que nos angustia y no nos ayuda a encontrarla, si es que tal cosa depende de nosotros.
Llamaremos a ese mundo el Estado de Naturaleza. En el Estado de Naturaleza hay todo tipo de pobladores, pero lo que caracteriza nuestro mundo es la necesidad básica de información fiable. En el Estado de Naturaleza hay un desorden epistémico que aturde toda conversación sobre el conocimiento. Todos proclaman la verdad y todos proclaman que los demás están confundidos, todos necesitan tener creencias verdaderas y emplearlas para satisfacer sus necesidades, todos exhiben sus propios métodos y reglas para lograr la verdad: algunos tienen un libro, otros tienen muchos libros, otros hacen cosas y construyen aparatos maravillosos para ver cosas a distancia y encontrar objetos ocultos o muy pequeños, otros meditan calladamente y restringen sus necesidades...
Ya no vivimos en Estado de Naturaleza (¿o sí?). Hemos bajado de las montañas donde ningún sendero es fiable ni el paisaje, siempre diferente, siempre igual, nos ofrece alguna benevolente ayuda. Hemos creado una cierta República de las Ciencias y las Letras que señala los métodos fiables para obtener creencias verdaderas y que afirma poseer un considerable número de aquéllas, una riqueza común que hace superior a esta República a todas las demás conocidas, una nueva polis que satisface las demandas de conocimiento de sus ciudadanos mediante arbitrios fundados en la cooperación social y la división de las tareas. Pero los escépticos siguen entre nosotros y siguen predicando su cura contra la Epistemología, enfermedad que aún hace decir a la gente que tiene creencias verdaderas. No necesitamos una teoría de la verdad, sostiene Rorty, tampoco necesitamos una teoría de la racionalidad: nos basta con una «narrativa de la maduración» [1], una teoría de cómo escapar al estado de infancia en el que nos ha sumido el «realismo» y toda clase de teorías sobre una realidad transcendente, última versión de la teología que acudía a un Dios transcendente más allá de nuestras capacidades de comprensión. Según Rorty, si la democracia, y la República de las Ciencias y las Letras sería uno más de sus componentes, es un estado de madurez es porque hemos dejado atrás todo aquello que vaya contra la idea de nosotros mismos como medida de todas las cosas. A la búsqueda de la Objetividad que movió la Modernidad debe sucederla la llamada a la Solidaridad como estado maduro de la humanidad.
La idea de un Estado de Naturaleza (epistémico) es un recurso filosófico para hacernos pensar las bases de nuestro argumento. No es necesario que haya sido un estadio de nuestra evolución cognitiva. Al situarnos allí descubrimos que nuestra radical fragilidad cognitiva es un componente esencial de nuestra naturaleza humana. Y si no me equivoco, quizá la objetividad se muestre entonces como un componente necesario de nuestra vida social y de nuestra cooperación, sea cognitiva o de cualquier otra clase. Pues la solidaridad puede ser mera solidaridad, relación compasiva basada en asimetrías y paternalismo, mientras que el reconocimiento de los otros como seres genuinamente iguales a nosotros no puede ser concebido sin comprender que ambas partes somos frágiles e incompletas, que en algún momento estamos desnudos ante la necesidad de tener creencias verdaderas. Sólo podemos reconocer a los otros adscribiéndoles una alta tasa de creencias verdaderas similares a las nuestras, sólo aceptando que las diferencias que tengan con nosotros, por profundas que sean, son tan sólo una parte infinitesimal de los acuerdos que compartimos. Y esta misma idea es imposible lograrla sin una noción fuerte de objetividad. La solidaridad no será suficiente sin objetividad: no nos dará derechos de ciudadanía completos.
En esta vida en la polis del conocimiento, en cualquier polis, los escépticos no son enemigos, ni siquiera adversarios: son parte de nuestro equipo, son quienes molestan continuamente recordándonos que los objetivos de la vida no son teóricos sino prácticos. Pero son gente a la que hay que convencer de que equivocan la diana, que no son los epistemólogos los orígenes de los males de la humanidad. Que si nuestros objetivos son prácticos, también lo son el origen de nuestros males, que los enemigos son los malos y que la filosofía, la epistemología, no es una enfermedad, o que en todo caso no es más que un síntoma. En el Estado de Naturaleza, los escépticos deberían estar ahí para recordarnos lo duro que es conocer. No podemos prescindir de ellos, pero debemos educarles para ser escépticos sin ser aburridos y pelmazos. Si yo estuviese en el Estado de Naturaleza tal vez elegiría un escéptico como compañero o compañera de fatigas epistémicas, ma non troppo.
Y luego están los materialistas.
La trama de la realidad está hecha de causas y de azares. En el principio y en el fin hay causas físicas que constituyen todo lo que hay cualquiera que sea su naturaleza: dos objetos que fueran idénticos en su estructura física serían idénticos en todas las demás propiedades, dos procesos que tuvieran la misma historia causal serían idénticos en todas sus trayectorias. Lo real se despliega en una jerarquía plural de propiedades que descansan todas en diferencias físicas: todo lo que es real crea una diferencia física en el universo. Y sin embargo esta trama es el ámbito de la libertad, de los compromisos y de las «causas» que conmueven el ánimo y empujan la historia. La razón, la mente y la cultura son efectos y a veces son causas, pero, en tanto que son, son también, y sobre todo, realidades físicas. Éste es el lugar radical del pensamiento filosófico, el origen de todos los enigmas que han hecho de esta forma de pensamiento una aventura trágica que en ocasiones pierde su lucidez embrujada por los «giros» que efectúa su larga marcha: el sujeto, la historia, la forma, el lenguaje, la práctica...
Los materialistas nos dicen lo que hay: nos recuerdan que esta vida es la única que tenemos, nos recuerdan que somos un efecto y que cualquier respuesta debe partir de lo que hay.
¿Cómo es posible que un trozo de realidad haya sido capaz de conocimiento, de formar un mapa de la realidad que es, él mismo, un trozo de realidad que se describe a sí misma? La respuesta filosófica a esta inquietante pregunta última es variada y cada variedad filosófica elige una forma de extrañamiento de la realidad, morfotipos de realidad que dan origen a filosofías del sujeto, del mundo objetivo de las ideas, de la conciencia, de la cultura, o de la mera desesperación ante la pregunta. Mientras no cambien los dioses, mientras la respuesta a la pregunta suponga que el «conocimiento» es otra cosa, una forma distinta de realidad, la pregunta no tendrá más respuesta que otras preguntas aún más difíciles: para qué conocer otra cosa que no sea su propia realidad, ¿por qué la conciencia necesita conocer otra cosa que no sean sus propios contenidos? Preguntas que han originado la gran tradición metafísica, la filosofía con letras mayúsculas, la gran narrativa de la que han abominado las nuevas formas de academicismo dominante posmoderno, que se refugia en la historia para concluir que hay muchas historias y que no hay nada que contar, pues cada narración, con letras minúsculas, inaugura la historia de nuevo.
Los materialistas están para incordiar. Son los pepito grillo de la historia del pensamiento. O al menos lo son en la misma escala que los escépticos. Están ahí recordándonos que todas las realidades que nos inventemos corren de nuestra propia cuenta; que, mientras sigamos pensando que esas realidades (conciencias, yoes, conceptos) son algo más que ordenamiento de causas, carga sobre nosotros la prueba de explicar qué son. Por eso se vuelven tan molestos. Nos hacen daño donde más duele, en las cosas de las que nos sentimos más orgullosos, de las que creemos que son nuestra verdadera naturaleza.
Los materialistas desconfían de la filosofía y de la epistemología por razones diferentes a los escépticos. Sostienen que la filosofía es un cuento narrado por seres fantasiosos que postulan lo que necesitan y no quieren pagar el precio de quemarse las pestañas en el laboratorio. Los materialistas suelen indicarnos la ciencia como una de las formas de conseguir respuestas, pero no deben ser confundidos con los científicos. Hay científicos materialistas y otros que no lo son. Los materialistas también incordian a los científicos. Y, a veces, como Newton con los materialistas cartesianos, los científicos reaccionan de manera más airada que los propios filósofos.
En el Estado de Naturaleza es conveniente hacerse acompañar de un materialista, lo mismo que de un escéptico. Pero tampoco hay que dejarle ir más allá de lo debido: no se pueden contestar a la vez todas sus preguntas, no se puede uno distraer con sus sermones sobre las causas. También tiende a ser pedante y aburrido con el tiempo.
Para ambos, para escépticos y materialistas, está escrito esta introducción a la epistemología. Parte de una idea simple: en epistemología hay dos preguntas que están en el corazón del proyecto. Las respuestas son como la piedra de arriba que desencadena la avalancha en la pedrera de nuestra montaña de preguntas. El primer problema es el de cómo es posible el conocimiento. El segundo problema es cómo es posible el conocimiento en un mundo cerrado por la causalidad física.
Notas al pie
[1] Rorty, R. (2000) «Universality and Truth», en R. Brandom (ed.) Rorty and Its Critics, Oxford, Blackwell, p. 24.
CAPÍTULO 1
«No se puede ser pirrónico ni académico sin ahogar la naturaleza, y no se puede ser dogmático sin renunciar a la razón.»
Pascal, Pensamientos
1. LA ACTITUD ESCÉPTICA Y EL SUSTRATO NATURAL
Los escépticos consideran de una forma u otra a la filosofía como una enfermedad, unos con la angustia del paciente, otros con la distancia e ironía del médico, otros, como Hume, con una profundidad de autoanálisis que todavía nos confunde:
Me siento asustado y confundido por la desamparada soledad en que me encuentro con mi filosofía; me figuro ser algún extraño monstruo salvaje que, incapaz de mezclarse con los demás y unirse a la sociedad, ha sido expulsado de todo contacto con los hombres, y dejado en absoluto abandono y desconsuelo. De buena gana correría hacia la multitud en busca de refugio y calor, pero no puedo atreverme a mezclarme entre los hombres teniendo tanta deformidad.
Después de haber realizado el más preciso y exacto de mis razonamientos, soy incapaz de dar razón alguna por la que debiera asentir a dicho razonamiento: lo único que siento es una intensa inclinación a considerar intensamente los objetos desde la perspectiva en que se me muestran.
Pero por fortuna sucede que, aunque la razón sea incapaz de disipar estas nubes, la naturaleza misma me basta para este propósito, y me cura de esa melancolía y de este delirio filosófico, bien relajando mi concentración mental o bien por medio de alguna distracción: una impresión vivaz de mis sentidos, por ejemplo, que me hace olvidar todas estas quimeras. Yo como, juego una partida de chaquete, charlo y soy feliz con mis amigos; y cuando retorno a estas especulaciones después de tres o cuatro horas de esparcimiento, me parecen tan frías, forzadas y ridículas que no me siento con ganas de profundizar más en ellas [1].
El yo como humeano, frente al yo pienso cartesiano, es la marca de fábrica del escepticismo moderno y contemporáneo; escepticismo «pirrónico», inteligente, que no sigue la senda salvaje del escepticismo postsocrático del «sólo sé que no sé nada», y acepta un lecho rocoso de prácticas, hábitos, instituciones e incluso creencias en las que toda persona está instalada y de la que no quiere salir, ni desea tampoco justificar más allá de un punto «natural».
Es difícil atrapar al escepticismo en pecado de sistematización. Si el escepticismo se distingue por algo es por mostrarse como un estilo, o quizá una actitud, más que como una teoría. El escepticismo es el tono que se adopta ante la amenaza de una tesis que se quiere imponer mediante el recurso de añadir a su significado una cierta valoración epistémica. Como las pastas que nos ofrece la vecina del pueblo añadiendo a su dudosa textura el argumento de «¡cómelas que son de casa!», como si no nos temiéramos que a lo peor es verdad, así el dogmático insiste «¡tienes que aceptar estas tesis, son verdaderas!». Y precisamente ese temor a la sospechosa vacuidad del adjetivo epistémico con el que se nos llama a aceptar una tesis es el que dispara la alarma del escéptico, que inmediatamente acude al reservorio de estrategias para socavar la pretendida autoridad del adjetivo. Es cierto que emplea algunos recursos o tropos [2], que aplica generalizadamente a las tesis filosóficas o científicas, pero sería inútil buscar una «teoría» escéptica como resultado final de estas maniobras. El escepticismo es una filosofía transitiva: «escepticismo acerca de... F»; no busca convencernos de su propia verdad, sino que, a modo de combate de judo filosófico, deja actuar a la propia fuerza (argumentativa) del oponente para hacerle caer; así que acude sin rubor a cualesquiera recursos ajenos sean necesarios para el fin de confundir al dogmático o al racionalista.
Esta actitud de soliviantar al dogmático es una actitud práctica, cuyo éxito se mide en resultados prácticos, no en inferencias conceptuales. El objetivo práctico tradicional del escéptico es la epojé, la suspensión del juicio, que significa llevar a la mente a un estado tal en el que, aun si la creencia tal o cual sigue surtiendo efectos prácticos, ello no impide que no sea separada de cualquier reflexión epistémica y dejada a su albur. El escéptico no dirá que abandones tus creencias religiosas, sino que no te obsesiones por su verdad. Deja que actúen, aun si fueran falsas; suspende cualquier juicio de verdad o racionalidad y deja a la naturaleza, a tu propia naturaleza, seguir su curso. El escepticismo se presenta como una terapia de la creencia (no por casualidad los primeros escépticos eran médicos) que lleva el alma a la ataraxia, a la ausencia de sufrimiento a causa de los escrúpulos epistémicos. En su forma más habitual, el escepticismo es la cura para la enfermedad de la filosofía.
El enfrentar la naturaleza a las dudas raras del filósofo conecta al escepticismo con el naturalismo, algo que los escépticos modernos notaron en sus varias tradiciones desde Montaigne a Hume. La naturaleza se ofrece como terapia a las dudas antinaturales [3]. El epistemólogo, el que se preocupa por los fundamentos de las creencias, se desvía del curso natural del pensamiento, trata el pensamiento más allá de sus límites naturales y por ello produce sufrimiento: la metafísica es como una botella en la que se encierra la mente, que se estrella una y otra vez contra las paredes de cristal de las antinomias, generadas artificialmente por los embrujos del lenguaje. La misión del escéptico no será otra que la de enseñar a la mosca a salir de la botella. Así que la consistencia de la actitud escéptica no hay que buscarla, reclama, en su discurso, sino en los resultados de su intervención práctica en el alma atormentada del metafísico. Cualquier estrategia meramente argumentativa, dirigida a mostrar que el escepticismo se autosocava o que el escepticismo es una actitud imposible, o similares movidas que el pronto filosófico pone sobre el tapete, están condenadas al fracaso antes de nacer. Porque un plan no puede criticarse como un argumento; hay que buscar las vueltas, si las hubiese, en la propia configuración práctica del plan.
Mas, para quien no es escéptico y, por el contrario, tiene ciertas tendencias hacia las tesis fuertes (dogmas, si se quiere) el escepticismo es desesperantemente difícil de enfrentar cuando se ofrece como adversario de alguna tesis o norma que sostenemos sin rubor, y acerca de la cual estamos dispuestos a aducir razones justificatorias de conocimiento u obligación. Pues debemos esperar al escéptico en las mismas encrucijadas de nuestra argumentación. Un escéptico entrenado observará con cuidado nuestras razones para hacerlas caer en las redes que ellas mismas tejen. Es como si el escéptico estuviese provisto de un sensor de «color epistémico», de modo que cuando nuestro razonamiento («natural» hasta ese instante) se tiñe de importe epistémico, de valor, dispara una alarma que hace que nuestros argumentos se vuelvan contra sí mismos enredándose en una inútil batalla por la autofundamentación: «¡justifícate todo lo que quieras, pero no se te ocurra decir que estás justificado, porque tus propias palabras se volverán contra ti!», parece decirnos el escéptico.
De modo que el escepticismo aparece porque detecta una tensión inadvertida entre la pretensión epistemológica y lo que califica de discurrir natural de las razones. Es una tensión parecida a la que suscita el discurso ético: no puede el teórico de la ética convencernos a la vez de que los valores son «naturales» y a la vez obligatorios, pues si fueran tan naturales y cotidianos, ¿para qué tener normas morales que obligan y prohíben?, ¿de dónde tanta conducta hipócrita? El epistemólogo quiere repicar y estar en misa: promueve la bondad de nuestras prácticas cognitivas y propugna fuertes normas de método; ¿para qué el método si nuestras prácticas cotidianas son aceptables?
Nada hemos dicho acerca de qué entiende nuestro escéptico por «naturaleza» en este enredo retórico contra la epistemología. Nada hay que decir tampoco. La noción de naturaleza parece ser en esta historia relativa al punto de vista del fiscal; cada cual sostiene que lo «natural» es lo aceptable para sus prácticas cotidianas, y por ello se siente agredido ante las pretensiones normativas de un extraño que viene a perturbar el discurrir diario sosteniendo que lo que hasta ahora hemos considerado real y verdadero no es más que apariencia y engaño. Pues hay aquí un sutil juego en el que naturaleza se define por un conjunto de oposiciones a otro algo, que en general se caracteriza como «cultura», «convención» «norma», etc., de manera que el escéptico se presenta como adalid de la naturaleza frente a las corrupciones de lo novedoso cultural. Porque, cuando se insiste en el carácter cultural o «construido», por usar el término de moda, lo que se quiere decir es que la tal cosa «construida» no nos gusta [4]. Cuando Simone de Beauvoir promueve la idea de que la «mujer» es una construcción social, quiere decir que los rasgos que suelen caracterizar a las mujeres son tan rechazables como históricos y contingentes. Cuando Feyerabend sostiene que la ciencia es un constructo, quiere decir que no le gustan los rasgos que impone la ciencia a otras formas culturales. No hay en estas oposiciones aún mucha fuerza ontológica, pues la propia distinción entre naturaleza y cultura [5] es la primera en caer si se trae a colación en la controversia.
La tensión entre epistemología y naturaleza, que cataliza el malestar escéptico es, en realidad, parte de otra oposición más profunda y constitutiva del proyecto cultural que se inicia en Grecia: es la oposición entre la realidad y la apariencia. Se acusará al epistemólogo de que cuando inserta normas en las prácticas de creencia cotidianas está efectuando la misma operación iniciada por los primeros filósofos que desvelaron el carácter ficticio de la realidad: «nada se mueve, nada cambia» o, por el contrario «nada permanece, todo se mueve, nunca nos bañamos en el mismo río»... Sobre todo el atomismo, que escandalizó a las gentes de buen vivir al sostener que ningún cuerpo es real, que sólo los átomos lo son pero no podemos verlo: la realidad está más allá de nuestras capacidades de ver.
Robert Fogelin nos da esta imagen del nuevo filósofo pirrónico:
He imaginado al escéptico pirrónico yendo por el mundo con la afirmación de que conocemos ciertas cosas y a veces afirmando que estamos seguros, incluso absolutamente en lo cierto, de ellas. Los escépticos pirrónicos participan libremente en las prácticas epistémicas, extrayendo todas las distinciones prácticas que están incorporadas en ellas. Estas prácticas a veces son falibles; a veces esta falibilidad no importa, ya que el precio de equivocarse no es alto […] Imaginado de este modo, el escéptico es más bien como el escéptico moderado de Hume (al que impropiamente contrastó con el escéptico pirrónico): cauto, agradable y cuerdo.
Los escépticos pirrónicos han tomado históricamente al filósofo como el objeto de su ataque escéptico. El filósofo es entendido aquí como alguien que, o bien 1) pretende reemplazar nuestros modos falibles comunes de pensar sobre el mundo por nuevos modos que los transcienden, o bien 2) acepta esos modos comunes de pensamiento, pero pretende cimentarlos en modos que los transcienden [6].
El filósofo pretende la revisión o la fundamentación de los modos «naturales» de conocer, y para ello «transciende» la cotidianidad y se sitúa en la verdadera realidad, más allá de la apariencia. Richard Rorty, en este mismo espíritu pirrónico considera que la epistemología tuvo un origen histórico y (ya) ha tenido un final histórico:
Pienso ahora que la emergencia de la epistemología como filosofía primera tendría que ser vista como una respuesta a la pregunta: ¿cómo podemos guardar el pathos de distancia, nuestro sentido de algo no humano hacia lo que tendemos pero nunca alcanzamos, incluso después de que ya tenemos una buena idea de cómo funcionan las cosas? La idea de representaciones mentales y del velo de las ideas ayudó a llenar la necesidad de un abismo que tenía que cruzarse —una necesidad que los paganos llenaron con el sentido de desamparo ante las fuerzas elementales, y los cristianos con el sentido del pecado […]
¿Qué le ocurriría a la filosofía como disciplina académica si la epistemología se derrumbase? Yo pienso que ya se ha derrumbado [7].
Michael Williams, a quien está respondiendo Rorty en esta cita [8], cree que aún hay cuatro áreas o cuatro problemas filosóficos que permanecen más allá del obituario rortiano: el primero es el problema analítico de qué es el conocimiento y si es distinguible el conocimiento de la mera opinión; el segundo es el problema de la demarcación, el de si podemos determinar qué cosas constituyen conocimiento; el tercero es el problema del método, el de cómo se alcanza el conocimiento; el cuarto el problema del escepticismo. Pero Rorty lleva su sarcasmo escéptico al propio problema del escepticismo:
«Epistemología» es ya el nombre de un casillero más que el de un área de investigación. Se puede colocar cualquier cosa dicha acerca del conocimiento por cualquiera que haya sido llamado alguna vez «filósofo» en uno de los cuatro casilleros en los que Williams ha dividido el casillero más amplio: Carneades y Gettier, Locke y Platón, Lehrer y San Agustín, Quine y Cavell. Como conjunto de casilleros, el de Williams está bien, pero ningún conjunto desordenado como éste es de mucha ayuda cuando se intenta construir una narrativa dramática del cambio cultural.
Hubo una vez, argumentaría yo, que habría sido más fácil ver un orden fijo de prioridad entre los cuatro problemas de Williams: el problema de la demarcación llegó primero. Si no hubiésemos sentido la necesidad de decir cosas como «esta parte de nuestra cultura (la teología, la física, la moralidad, el arte, lo que sea) está más cerca de la fuerza no humana con la que necesitamos contactar», nunca habría empezado la demarcación. Si no lo hubiésemos hecho dudo que hubiésemos empezado a hablar sobre los otros tres problemas de la lista de William, excepto, quizás, del escepticismo en su forma específicamente pirrónica.
Ciertamente habríamos hablado de la diferencia entre conocimiento y opinión, pero habría sido una cuestión práctica más que teórica: una discusión acerca de la cantidad de confianza que se puede depositar en los puntos de vista de la gente. No se habría enlazado esta discusión con la cuestión de nuestra relación con la Realidad. Sin el pathos de distancia, el mismo pathos que se invoca en la distinción Apariencia-Realidad, dudo que tuviéramos tantos libros sobre la naturaleza del conocimiento o sobre el método correcto de buscar el conocimiento.
[…] Concluiré usando otra pinza para atrapar la pregunta de «¿dónde estaríamos si la epistemología se derrumbase?» […] Esta pinza es el debate realismo o antirrealismo. Este debate es una versión comercial del debate decimonónico entre quienes no deseaban abandonar la religión y quienes pensaban que ahora que conocemos cómo funcionan las cosas podemos olvidarnos de Dios.
Hoy día, el papel que ejercieron una vez los defensores de las creencias religiosas lo ejercen los defensores del realismo. Son gente que defiende lo que llaman «sentido común adecuado» contra la innovación radical. Piensan que conocen la respuesta al problema de la demarcación: las ciencias naturales están en contacto con la Naturaleza Intrínseca de la Realidad como quizá ninguna otra parte de la cultura lo está. Desde su punto de vista, quienes no aceptan esta respuesta están socavando la civilización tal como la conocemos [9].
El escepticismo parece haber sido despertado en todas las épocas por un instinto muy diferente al pathos de distancia del que habla Rorty; al escéptico le mueve un sentido de la pertenencia a un territorio cultural del que no se quiere ser expulsado; reacciona ante la sospecha de una distinción entre apariencia y realidad; es un filósofo que sospecha de la sospecha: la realidad está exactamente allí donde uno vive, no más allá; la naturaleza es todo y sólo lo que uno alcanza a ver. No es, pues, casual que el escepticismo se despierte en momentos de cambio radical, en periodos de revoluciones culturales o científicas. Los escépticos reaccionan contra el viejo orden sostenido por la autoridad o contra el nuevo orden que promete una novedad incomprensible.
Es ilustrativo observar cómo filósofos que constituyen el paradigma del escepticismo —el caso al que me voy a referir es Berkeley— cuando cambia el contexto, se presentan como todo lo contrario, como filósofos antiescépticos. Berkeley había escrito su Ensayo de una nueva teoría de la visión para demostrar que la dicotomía lockeana entre cualidades primarias y secundarias era errónea. La tesis de la dicotomía era esencial en la aparición de la nueva ciencia física: sostenía que el mundo de cualidades cotidianas, los colores, olores, sabores, etc., es irreal, es una producción de nuestra mente ante las interacciones causales con el mundo (que ocurren únicamente en forma de interacciones mecánicas, particularmente choques entre las partículas exteriores y nuestros sensores). Nuestros sentidos, por el contrario, sí están preparados para captar propiedades que son intrínsecas y objetivas de los cuerpos exteriores, en particular las propiedades geométricas de los cuerpos: distancia, tamaño, extensión, figura. Tal dicotomía conllevaba sin duda una división entre las apariencias fenoménicas del mundo y la realidad causal-geométrica. Se trataba de un paso necesario para defender más adelante los nuevos modelos geométricos y mecánicos de los sistemas físicos, y sobre todo de defender su prioridad epistémica respecto a las visiones cotidianas de los fenómenos. Rorty, entre otros, cree que esta unión de metafísica transcendente (causa/fenómeno) y de demarcación cognitiva (realidad/apariencia) está en el origen del propio proyecto de la epistemología. De modo que Berkeley acertó al considerar esta cuestión como el núcleo central contra el que debía dirigir sus argumentos escépticos. El Ensayo era, pues, un ejercicio en parte escéptico, en parte de una nueva ciencia cognitiva de la visión, contra la tesis de que podemos percibir directamente la distancia. Para Berkeley, la noción de distancia era, como para Simone de Beauvoir la noción de mujer, una construcción social de la costumbre. Aún sigue siendo necesario releer el Ensayo para pensar con cuidado muchas ideas contemporáneas en Filosofía de la Mente [10]. Ahora bien, éste es nuestro punto, Berkeley no ejerció de escéptico a tiempo completo. Por el contrario, tenía muy claro que en otros dominios tenía que oponerse con fiereza a otros escépticos. En su Alcifrón o el filósofo minucioso. En siete diálogos que contienen una apología de la Religión cristiana contra los llamados Librepensadores nos describe a un adversario escéptico, el filósofo Alcifrón, librepensador, trasunto particularmente de Anthony Collins (1676-1729), autor de A discourse of Free-Thinking y amigo de Locke. En su controversia, Alcifrón es presentado en el ejercicio retórico del tropo de la diversidad cultural, que ya empleó Jenófanes:
ALCIFRÓN.— Creedme, los sacerdotes de todas las religiones son iguales: dondequiera que haya clérigos, habrá intriga clerical; y dondequiera que haya intriga clerical habrá un espíritu de persecución que el clero nunca deja de ejercer con su máxima fuerza contra los que se resignan a ser engalados y esposados por sus reverendos guías. Estos grandes maestros de pedantería y de monsergas han inventado diversos sistemas, que son todos igualmente verdaderos y de la misma importancia para el mundo. Las sectas contendientes son todas igualmente amantes de lo suyo e igualmente inclinadas a descargar su furia contra todos los que disienten de ellas. Puesto que la crueldad y la ambición son los vicios preferidos de todos los curas y eclesiásticos del mundo entero, ellos se esfuerzan en todos los países por alcanzar una superioridad sobre el resto de los hombres […] Para comprender realmente la cuestión, imagináos un monstruo o un espectro formado de superstición y entusiasmo, producto común de la intriga del gobierno y del clero haciendo resonar unas cadenas en una mano y blandiendo, con la otra, una espada flameante sobre la tierra, amenazando con destruir a todos los que se atrevan a seguir el dictamen de la razón y del sentido común [11].
Y, ya más adelante, muestra cuál es el camino del escepticismo religioso:
Habiendo además observado, con una visión más amplia de las cosas, que cristianos, judíos y mahometanos tienen cada uno diferentes sistemas de fe, uniéndolos sólo la creencia en un único Dios, llegué a ser deísta. Finalmente, examinando todas las demás naciones que forman el Globo, y encontrando que no concuerdan en ningún punto de fe, sino que difieren unas de otras tanto como las sectas anteriormente mencionadas, incluso en la noción de Dios, en la que hay tan gran diversidad como en las formas de culto, he llegado a ser ateo. […] Por eso el ateísmo, pesadilla de mujeres y de imbéciles, es la verdadera culminación y perfección del librepensamiento [12].
La descripción del librepensador como un comecuras irritado y panfletario está bien alejado de la imagen tranquila que nos proponía Fogelin, aunque tal retrato le conviene a Berkeley, pues debe enfrentarse ahora a su propia medicina y poner las cartas a su favor. Lo importante es que nos muestra a un Berkeley que es escéptico ante la nueva ciencia y la filosofía que le rodea, pero teme aún más el escepticismo que estos filósofos llevarán al terreno del dogma religioso.
2. VIEJOS Y NUEVOS ESCÉPTICOS
De esta forma llegamos a un punto esencial: el escepticismo es una actitud, no una doctrina. Se adopta un tono escéptico, o quizá, con más propiedad, se embarca uno en una práctica discursiva con una actitud escéptica como resultado de un malestar cultural y con la finalidad de confundir a quien se considera responsable de ese malestar, y en particular a sus pretensiones de superioridad o asimetría basadas en una realidad transcendente. Las modalidades de escepticismo coincidirán, pues, históricamente con las fuentes de malestar cultural.
2.1. La tolerancia religiosa
En primer lugar el escepticismo religioso, el escepticismo como reacción ante las inútiles guerras religiosas que han constituido nuestra historia cultural. Pues desde el siglo VIII la historia gira hacia un estado de guerra religiosa permanente: las cruzadas, la «Reconquista», la conquista de América, la Guerra de los Treinta Años, la guerra contra los turcos... La experiencia moderna es una experiencia de intolerancia religiosa. El principal descubrimiento moderno es que las ideas y las creencias pueden ser dañinas. Es un descubrimiento que separa la cultura moderna de la cultura clásica, una cultura politeísta y plural en lo filosófico, que sólo exigía el reconocimiento al poder político. Así, Tertuliano exigía en el siglo III la separación de la religión y el estado: «Tanto por la ley humana como por la natural cada uno es libre de adorar a quien quiera. La religión de un individuo no perjudica o beneficia a nadie más que a él. Es contrario a la naturaleza de la religión imponerla a la fuerza» [13]. No es esta ya la situación en las culturas constituidas a partir de religiones con una arquitectura filosófica y teológica compleja. El misionero que acompaña al soldado exige al indio examen de conciencia, dolor de los pecados, decir los pecados al confesor... y cumplir la penitencia. Hay un patrón epistemológico y teológico detrás de cada una de estas fases. Se pide al indio una nueva experiencia en la relación consigo mismo y con las expectativas del otro que no está capacitado siquiera para comprender: decir al confesor todas esas cosas que se hacen pero de las que no se habla, por pudor o educación; recordar, decirse a sí mismo todo lo que ha hecho, recordar también que algunas cosas, según le dice el confesor, son pecado; y, lo que es más difícil, sentir dolor por haberlas hecho. Si se equivoca será amonestado; o, peor aun, si para complacer al confesor le dice lo que quiere oír y su mentira es descubierta, será cruelmente castigado por lo que el confesor considera el mayor de los pecados, pero que él no entiende cuál es. La experiencia de la intolerancia es la experiencia que producen religiones conformadas por teologías que contienen sofisticadas concepciones filosóficas de la conciencia humana y de su dinámica.
Hay un malestar causado por la percepción del daño que la intolerancia religiosa genera, pero lo que importa a nuestro derrotero es el escepticismo epistémico que genera no la religión, sino la teología [14]. La incapacidad de la sola razón para acceder al conocimiento religioso es el origen de la controversia. Pues la religión cristiana hace razonable la creencia, pero sólo con el auxilio de la gracia [15], generando así una radical asimetría o desigualdad entre el creyente y aquel que cuenta con las solas fuerzas de la razón, «prostituta del diablo», como la califica Lutero, subrayando aun más si cabe la tensión entre las exigencia de justificación teológica y de incapacidad racional de comprensión. Mas la conciencia de esta tensión no impidió, sino que parece haber contribuido a exarcerbar el odio vesánico al disidente, al hereje o sectario. Será el propio Lutero quien llame a los señores de la guerra a combatir a los anabaptistas y quien perseguirá al pastor revolucionario Thomas Münzer [16]. Fue en este contexto de intolerancia donde Sebastián Castelión, horrorizado por la muerte sufrida por el renacentista aragonés y cosmopolita Miguel Servet a manos de Calvino en 1553, publica al año siguiente De haereticis an sint persequendi contra la lógica que lleva a la persecución del otro por sus ideas. Recoge allí las ideas del escéptico Sebastián Frank, quien resume en unas pocas bellas palabras la actitud escéptica ante la religión:
Conocemos parcialmente. Sócrates tenía razón, sólo sabemos que no sabemos. Podemos ser tan herejes como nuestros enemigos […] Mi corazón no es ajeno a nadie. Mis hermanos están entre los turcos, los papistas, los judíos y todos los pueblos. No porque sean turcos, papistas o sectarios o porque sigan siéndolo; por la noche se les llamará a la viña y recibirán el mismo salario que nosotros [17].
La actitud escéptica hacia la religión está unida al nacimiento de la idea de tolerancia. Desde el Elogio de la locura de Erasmo y la Apología de Raimond Sebond de Montaigne a la Carta a Cristina de Lorena de Galileo [18] hay una actitud epistémica hacia las insalvables limitaciones de la religión y una compasiva mirada hacia la fe creyente [19]. El escepticismo hacia el teólogo no impide la fe, pero lleva a una tolerante actitud hacia todas las religiones e intolerante con las pretensiones justificacionistas de la teología. Incluso, de Maimónides a Lutero, pasando por la mística española, el escepticismo puede convertirse en un momento del fideísmo religioso. Porque, como argumentaremos más abajo, la actitud escéptica es parte de la tradición crítica occidental, pero contiene también un elemento nihilista de descalificación de las capacidades humanas racionales y la balanza de su haber se desequilibra por una desconfianza radical en las capacidades humanas. Para un creyente nada puede ser más humillante que el saber su creencia fruto de la incapacidad de razonar, para un no creyente, el escepticismo respecto a las capacidades humanas no es más que un argumento que refuerza su agnosticismo. Como también argumentaremos más abajo, el escepticismo solamente existe y se reproduce en la medida en que la tasa de escépticos es limitada: la refutación definitiva del escepticismo sería su triunfo, el que todos se volvieran escépticos.
2.2. El escepticismo en la revolución científica
La segunda forma de escepticismo es el escepticismo filosófico y científico, el escepticismo frente a las pretensiones de la racionalidad de alcanzar una representación objetiva de la realidad. El escepticismo filosófico y científico es un componente especular del escepticismo religioso y se entrelaza en la historia con aquél siguiendo la sinuosa senda de las crisis que constituyen la historia de nuestra cultura.
Si el interés por el escepticismo desde la perspectiva de la religión hay que datarlo con respecto a la rebelión de Lutero y su criterio de la libre lectura de la Escritura contra la autoridad del Papa y la tradición, el escepticismo con respecto a la ciencia tiene también su momento original en la crisis inducida en 1543 por la publicación del De revolutionibus orbium coelestiarum de Copérnico. También aquí hubo un ataque brutal a la experiencia cotidiana y una dicotomía entre apariencias y realidad que convirtieron a las estrategias escépticas en las armas con las que los partidarios de ambas filosofías de la naturaleza se enfrentaron. Los copernicanos necesitaban socavar las filosofías de la percepción que apoyaban las críticas al imperceptible movimiento de la Tierra; los anticopernicanos necesitaban minar las «hipótesis matemáticas» fundantes de una cosmovisión que negaba toda la experiencia cotidiana. Frente a la división entre sustancia y accidentes que sostenía la reflexión natural aristotélica, los copernicanos opusieron la dicotomía entre cualidades primarias y cualidades secundarias. Para los copernicanos, la experiencia cotidiana era en buena parte experiencia de cualidades secundarias: colores, texturas, tamaños y procesos de cambio aparente; cualidades que se producen en la mente como respuesta a la interacción mecánica, objetiva y primaria con el mundo externo.
Las estrategias escépticas fueron más productivas del lado de los partidarios de la nueva forma de aproximarse a la Naturaleza mediante modelos matemáticos e intervenciones técnicas experimentales en los procesos naturales. La filosofía mecánica que sustituyó al aristotelismo tuvo en general mejores recursos que los oponentes, quienes, a pesar de sus esfuerzos, no lograron detener el impulso cultural de la nueva ciencia. El triunfo de Newton, al mostrar matemáticamente que era posible una aproximación racional al problema de la estabilidad del sistema solar [20], y que su modelo matemático era ilimitadamente más predictivo que cualquiera otro anterior, limitó el alcance de los argumentos escépticos contra la nueva ciencia, pero inauguró una nueva senda cultural: el escepticismo filosófico y la epistemología como forma de responder a su desafío; más allá, se inauguró el proyecto de la investigación pura que constituye la tradición filosófica moderna, el llevar la filosofía a la investigación de la «geometría de las ideas», de las relaciones inferenciales entre contenidos puros sin atender a sus relaciones causales con el mundo.
Frente al tópico de que la ciencia habría ido arañando contenidos a un inmenso continente filosófico preexistente, se ha postulado la inteligente interpretación de que la ciencia y la filosofía centrada en la epistemología aparecen juntas, y si se separan no es sino como resultado de un proceso de especialización cultural que ocurre también dentro de la propia ciencia. La idea está presente en el mejor Foucault de Las palabras y las cosas, pero fue popularizada en los últimos setenta por dos libros de muy diverso cariz, el Descartes, de Bernard Williams y La filosofía y el espejo de la naturaleza de Richard Rorty, dos textos contradictorios hasta un punto que sin embargo han conformado la autoconcepción más reciente acerca del lugar de la filosofía en la historia. El escepticismo filosófico, como objeto de investigación desapasionada y académica, constituye un elemento central para entender la fundación de la nueva filosofía moderna:
La duda sobre la posibilidad de conocimiento será una duda escéptica y, considerado como una respuesta a ella, el Método de la Duda asume la forma de un escepticismo anticipativo21