Votos de riqueza
La multitud del consumo y el silencio de la existencia
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TEORÍA Y CRÍTICA
Colección dirigida y diseñada por
Luis Arenas y Ángeles J. Perona
© IGNACIO CASTRO REY, 2007
© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com
ISBN: 978-84-9114-265-2
IGNACIO CASTRO REY
Votos de riqueza
La multitud del consumo y el silencio de la existencia
MÍNIMO TRÁNSITO
A. MACHADO LIBROS
A mis padres
Quiero agradecer la generosa colaboración de Coro Acarreta, Insa Bödecker, Germán Cano, Pedro Ferrández, Mariano Giménez, Mar Martínez-Falero, Jorge Naval, Pablo Perera, Gonzalo Trasvach y Rafael Varela. Sin ellos este libro no sería el mismo.
«Las consecuencias lógicas del individualismo son el crimen y la desdicha. Llama la atención el entusiasmo que nos anima a perdernos; es de lo más curioso... En cualquier caso, mientras insistamos en una visión mecanicista e individualista del mundo, seguiremos muriendo. No me parece sensato empeñarse durante más tiempo en el sufrimiento y en el mal. Hace cinco siglos que la idea del yo domina el mundo; ya es hora de tomar otro camino».
M. Houellebecq
PRÓLOGO
I. APROXIMACIÓN A NUESTRO MODO DE ODIO
II. ENFILAR EL TIEMPO
III. APARTARNOS DE LA MUERTE
IV. EL TERROR COMO GÉNERO
V. DICTANDO ÓRDENES FRESCAS
VI. DISCONTINUIDAD ENVASADA
VII. MARCAS
VIII. APLAZANDO EL DÍA
IX. MATERIALES DE DECONSTRUCCIÓN
X. ESTA VIOLENCIA VERDE
XI. JUVENTUD METEÓRICA
XII. LA EXPLOSIÓN DE LOS CUERPOS
XIII. DIALÉCTICA DEL ÍDOLO
XIV. SEXO, OBSCENIDAD Y PURITANISMO
No deja de ser inquietante el avance de nuestra voluntad normalizadora. La rebelión de las masas, esa repentina «subida del nivel de la historia» que tanto preocupaba a Ortega, ha llevado a esta obediencia masiva, dispersa. Por supuesto, exageramos, pero a veces todo parece apuntar en la dirección de cierto totalitarismo democrático, sonriente, personalizado, en el que converge el ideal de la derecha y la izquierda. ¿La democracia moderna ha sido alguna vez otra cosa que una forma de dictar personalmente, en un tú a tú para el cual las groseras dictaduras de antaño no tenían cintura? Vayamos por partes.
Tanto en su versión «popular» como en la «culta», el consumo es analizado en este ensayo como una forma dinámica del odio, del rechazo. Todas las formas del veloz reemplazo al que cedemos actualmente configuran un modo implacable de la segregación, tanto de cualquier heterogeneidad real como de esa humanidad atrasada que necesitamos mantener a raya, fuera de nuestra impoluta democracia. Los reflejos nerviosos de la estructura consumista prolongan las anteriores formas de la separación intrínsecamente occidental, pero deconstruyendo la sangrienta rigidez de los anteriores sistemas de encierro en una geometría ágilmente variable, múltiple, participativa. Arribamos así a esta flexibilidad cadavérica que impresiona tanto a los recién llegados, dice un autor de nuestro tiempo.
En este libro se critica la cultura del consumo por su monstruosa perfección metafísica, no por sus imperfecciones técnicas. Como escribió Nietzsche: «Yo sólo ataco cosas que triunfan —en ocasiones espero hasta que lo consiguen» [1]—. No es que se le acuse a nuestro orden social de dejar de lado lo indeterminable, de abandonar la ambigüedad de la vida. Por el contrario, dado que cualquier exterioridad es intolerable para un sistema que por fin se pretende inmanente, se diagnostica en el actual capitalismo un intento de acosar la indefinición común por todos los medios, con una pretensión totalizadora sin precedentes.
El mercado dicta el haz de órdenes ideales para un ser humano blindado en el más inflexible solipsismo. Consumir representa el modo de inyectar incesantes conexiones en una humanidad adiestrada en el aislamiento, en la seguridad del pragmatismo económico. El sector servicios, sexo incluido, sirve al atomismo de la vida. Sólo se suman soledades, sólo el aislamiento puede ser promiscuo, multiplicando los contactos. Si desde hace tiempo el medio es el mensaje es porque, en cuanto al sentido global, todo está decidido de antemano, prescrito. El referente indiscutible es el individuo encerrado en su privacidad competitiva, al que sólo queda después estimular en su ocio, poniéndolo en comunicación interactiva.
La sociedad resultante es forzosamente espectacular en cuanto el mensaje está ya dado en ese apuntalamiento del individualismo y, dado que el peligro es la muerte por tedio, se precisan los efectos especiales que reanimen por fuera el esqueleto de la atomización. Tal vez Marx tenía razón al insistir en que nuestra libertad de expresión es solamente la cáscara externa, digamos formal, de una profunda mutilación de la libertad de acción. ¿Por esto la gente casi siempre calla en la cercanía?
Bajo la celebración multiculturalista de la diversidad de estilos de vida permanece lo Uno subyacente, la indiferencia monoteísta del mercado. La anulación radical de la diferencia, de la brecha del antagonismo, sirve como recipiente de la multitud consumista. Todo es discutible menos el espacio mercantil de la discusión, allí donde la libertad de pensamiento vive bajo una sola condición: que no tenga ninguna consecuencia. Ninguna que ponga en cuestión la alianza de transparencia pública y opacidad privada, de escándalo informativo y pragmatismo económico, que constituye la pulpa del presente.
En diálogo con una tradición crítica anterior, el concepto de separación sigue siendo central en este ensayo. Pero en la manera actual separarse, como sociedad privilegiada y como individuo, significa mantener un recambio constante de referencias y bienes. El pluralismo es nuestra jaula dorada. Y en ella juega un papel político crucial la comunicación, posibilitando una forma veloz y preventiva del aislamiento, del rechazo de cualquier roce con la tierra. Que nadie se inquiete si aquí hablamos de «tierra». Nos referimos solamente a la existencia que no tiene ninguna esencia que la salve del vértigo de su finitud, de su singularidad sin equivalencia.
Esta singularidad es hasta tal punto el fantasma político del espíritu capitalista que el consumo levanta contra ella un genial esencialismo, un continuum que cubre lúdicamente las vidas, sedando su malestar al minuto y haciendo así inservibles las viejas armas de la crítica. Con el ágil relato informativo de esta época nos protegemos en un espectacular orden deslizante, un saber móvil que nos libra de esa verdad que sólo surge en la crisis del saber. Crisis que transferimos, bajo modalidades terroristas, a los otros. Así podemos seguir juzgando el mundo, mantener una implacable línea divisoria entre nosotros y ellos. Entre el Bien, la blanca y limpia democracia, y el Mal, la cohorte de bárbaros que nos acosan.
Ahora bien, la manida «muerte de Dios» no podemos concluirla en una sacralización de la democracia, al estilo de cierta filosofía aliada al integrismo social triunfante. Bajo la jerga del pluralismo, nuestra sociedad sigue siendo implacable. Tanto en la paz como en la guerra es la misma violencia policial. Vivimos en un campo de batalla ampliado donde la anterior lucha de clases ha sido superada por un cuerpo a cuerpo en el que el capital individual, incluido el sexo, es el arma y el trofeo a conquistar. Este libro es el intento de describir el cotidiano fascismo del aislamiento comunicativo que nosotros hemos puesto en pie con una amalgama de «Marx» (imperativo económico), «Nietzsche» (muerte de cualquier referencia ontológica) y «Freud» (pansexualidad inyectada). La filosofía de la sospecha lo ha deconstruido todo excepto la furia de la socialización, la asociación masiva del aislamiento. Al ayudarnos a descreer de lo real, este supuesto «nihilismo» le ha regalado un combustible inagotable al sistema del recambio sin fin que convierte al prójimo en un extraño, incluso en la primera materia a reciclar.
Vivimos amurallados en el integrismo de la socialización, que es el de la indiferencia. «Es el integrismo de lo vacío, pero justo por ello mucho más feroz» [2]. Como todo el mundo se atiene a las reglas, totalizadas por la comunicación, nunca sabes con quién estás (cuando lo sabes, ya es demasiado tarde). En la democracia occidental la gente ya no es ni siquiera malvada, sino simplemente neutra, silenciosa, reservada. La primera línea de la violencia se halla en esta discreción de la normalización, en el abandono de la singularidad de lo vivido, en la cultura del consenso infinito. Cada vez que se hace hincapié en las formas escénicas de la violencia (crimen organizado, personajes incorrectos, integrismo islámico, sadismo nazi) se están retirando los focos del lugar donde se cumple la coacción diaria, la del desarraigo y su consiguiente asociación espectacular.
Nos consta que la palabra fascismo no es la adecuada, pero ¿cuál emplear para dar cuenta de esta dialéctica fluida entre estruendo lejano y silencio cercano, entre transparencia global y secretismo local? Entre el escándalo y la corrección, el pánico y la seguridad, el odio y la promiscuidad, el paro y las horas extras, el infantilismo y la senilidad. ¿En qué consiste el tiempo muerto de este entre más que en una vacía trascendencia que renueva sin cesar la aversión al sentido de la tierra, a la común vida mortal?
Todo sería perfecto si no fuera por un pequeño detalle. Como antaño, es crucial el papel del miedo. Una sociedad que rehuye la condición mortal se convierte en letal. De ahí nuestra actividad bélica, la dicotomía entre un adentro-climatizado y un afuera- arrasado que constituye el abecé de la cultura actual, del circuito cerrado de la globalización.
La vida es móvil, de acuerdo. Sin embargo, tal como está el mundo de los hombres, cuando todo ha perdido la fórmula para detenerse, lo clave se vuelve a decidir hoy en las paradas, en el coraje para detenerse al borde de nuestro estruendo. Dime cómo te paras y te diré quién eres. Por razones políticas e impolíticas, es urgente encontrar una vía conceptual de acceso a lo incomunicable, a lo desconectado [3]. Esto, al menos, para superar el aislamiento bárbaro que está en la base del sistema de la comunicación total.
Del tiempo regulado al cuerpo sexuado, del bullicio juvenil a la organización del miedo, en cada capítulo de este libro se ha intentado el análisis que solamente un intruso puede hacer. Se ensaya un acceso a tal o cual sector cotidiano, en busca de la existencia que ahí es sistemáticamente excluida, para intentar localizar la coacción implícita a ese orden determinado. Lo cual, naturalmente, pone en segundo plano otros aspectos. Como este método incluye también la pasión por el presente, requiere la oscilación entre el detalle de un análisis «reformista» y la tensión «apocalíptica» de un pensamiento que persigue lo oculto en ese sector supuestamente neutro, apolítico. Y un lado no se da sin el otro. La crítica ha de corroer los perfiles de la reificación actual para al mismo tiempo ser solidaria con su objeto, acompañarlo en su crisis, que es la nuestra.
No hay, no debería haber en este ensayo un «rechazo» frontal, en bloque, que caiga en la uniformidad que se denuncia. Nuestra tentativa implica más bien un compromiso con los meandros del presente, pues reconoce la necesidad ontológica de una costra histórica sin la cual lo que amamos, lo abierto, no sería nada.
Houellebecq ha expresado este imperativo fatal de estar en el presente con bastante gracia: «No estoy ni a favor ni en contra de ninguna vanguardia, pero me doy cuenta de que me distingo por el simple hecho de que me interesa más el mundo que el lenguaje. Me fascinan los fenómenos inéditos del mundo en el que vivimos, y no entiendo cómo los demás poetas consiguen mantenerse al margen: ¿es que todos viven en el campo? Todo el mundo va al supermercado, lee revistas, tiene un televisor, un contestador automático... No consigo superar este aspecto de las cosas, escapar a esa realidad; soy terriblemente permeable al mundo que me rodea» [4].
La propia naturaleza de este trabajo ha exigido así un fuerte componente empírico, intentando que la abundante bibliografía que ha generado cada campo no ahogue una relación primaria con las cosas. No se puede aceptar la invalidez de este método, si se apela a una supuesta incompetencia técnica o a la imposibilidad de una relación directa con lo real, pues precisamente se quiere pensar desde la indefinición común, rebasando desde el principio el metalenguaje del especialista, incluido el filósofo profesional. Así pues, el grueso de esta crítica se ha construido sobre un hilo básicamente intuitivo. Sobre él se integran después muy diversas referencias, autores que no se sentarían a la misma mesa.
Esto quiere decir que no se encontrará en este libro ninguna «metodología» determinada que se aplique desde fuera a una cierta región de entes. Se trata más bien de un método de proceder que busca ante todo que se exprese la cosa misma desde abajo, desde su temblorosa relación con la heterogeneidad en la que siempre estamos y que siempre negamos.
Ignacio Castro Rey
Madrid, 27 de marzo de 2007
Notas al pie
[1] Friedrich Nietzsche, Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es, Alianza, Madrid, 1978 (3.ª ed.), p. 32.
[2] Jean Baudrillard, El paroxista indiferente, Anagrama, Barcelona, 1998, p. 30.
[3] Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2002, pp. 21-23. También Giorgio Agamben, La comunidad que viene, Pre-Textos, Valencia, 1996.
[4] Michel Houellebecq, El mundo como supermercado, Anagrama, Barcelona, 2005, p. 102.
I
Tomemos un primer índice de nuestra ideología, una pequeña muestra donde realizar una fenomenología en crudo de nuestra intolerancia estructural. De ese integrismo que, según algunos, constituye el cemento de nuestra pluralidad. ¿Qué ha de ser excluido para que se erija nuestra epistéme moderna? Siguiendo el método de Foucault con la locura, indaguemos qué campo interior se fortalece desde el exterior representado por el humo.
Nadie debe preocuparse. No se trata de una investigación histórica que se remonte a la lista de las distintas prohibiciones con las que el poder ha mantenido sus prerrogativas. Tampoco se van a discutir los efectos nocivos del tabaco en el organismo, muy distintos para cada fumador y para cada cuerpo. Lo que se discute es el sentido metapolítico de esta alucinante campaña incriminatoria que está en marcha, que incluye la catalogación de un nuevo tipo de apestados y su concentración en zonas especialmente marcadas. Con el tabaco, en algún sentido el sistema tiene razón. Lo prueba el hecho de que es imposible desentrañar el significado de esta iniciativa intimidatoria sin sacar a la luz todos los fantasmas de nuestro orden de poder. En suma, es imposible hacerlo sin «afrontar un espectáculo inesperado: el striptease de nuestro humanismo» [1].
Por supuesto que, no menos que el automóvil o el trabajo, el tabaco puede estar vinculado a un tipo bastante estúpido de agresión, incluso de suicidio. Pero, qué se le va a hacer, hasta Freud sabía que la libertad es peligrosa, pues incluye en último término la forma de morir. La cuestión es otra. Imagínense que se demuestra científicamente que la televisión produce una nueva especie de cáncer, cosa no descartable a juzgar por el color macilento del televidente medio. Pues bien, ¿podemos en verdad creer que ese descubrimiento pasaría los primeros filtros de la censura? «El tabaco mata». De acuerdo, pero es que la vida mata (¿no odiamos la vida, la vida simple, precisamente porque mata ?). Y además, ¿qué hay de nuestra exhaustiva jornada laboral? ¿Y del uso escénico de la infancia? ¿Y de la contaminación general, empezando por la informativa? ¿Y de la carretera? Por otro lado, ¿desde cuándo la publicidad tiene alguna relación con «la verdad»? ¿Se imaginan el mismo letrero, mata, para toda la basura legalmente enlatada que tragamos en forma de comida? O bien: «La empresa le anuncia que Gran Hermano le convertirá en un perfecto idiota». O bien: «El laboratorio le comunica que este antihistamínico puede hacer de su hijo un alérgico crónico». En fin, sería el fin del negocio tardoindustrial.
También el sexo en demasía (?) hace daño, igual que el exceso de rezos, de informática, de estudio o de deporte. Que cada cual se las componga como pueda en ese equilibrio difícil, siempre inestable. Ahora bien, con la cantidad impresionante de productos nocivos que ingerimos, empezando por la materia nauseabunda de nuestra «seguridad alimentaria», ¿por qué le ha tocado al tabaco estar en el centro de una campaña coactiva sin precedentes? El autor de este libro, que casualmente no fuma, está impresionado por esta repentina preocupación del Estado por la salud de sus súbditos, a los que sin embargo machaca por doquier. Tal vez la cuestión clave se localiza en la única idea fija implícita a este genial encubrimiento de la ideología que es la sociedad tecnológica. La crispada campaña social contra el tabaco nos permitirá localizar el envés de nuestra transparencia, el espectro que recorre los bajos sombríos del consumo. En efecto, a diferencia de los tiempos de Marx, no se trata del comunismo. Sin embargo, nadie garantiza que no afecte a una especie de comunismo de los sentidos.
El tabaco ha pasado a ser crecientemente intolerable sólo en nuestra atmósfera de transparencia total. Ha concentrado, en medio del culto a la alta definición, nuestra intolerancia radical hacia la indefinición esencial de la existencia. La exposición obligatoria de las vidas en toda clase de pantallas ruidosas, y su reverso dialéctico, el blindaje silencioso de la privacidad (qué sería del mito de la comunicación, aun de la informática, sin esta doble coerción legal), explica que el tradicional humo del tabaco interrumpa la visión panóptica, la inmanencia de nuestros espacios traslúcidos. Las exhalaciones del cigarro representan un insoportable resto analógico en un mundo correcto, que no ha dejado de ser correcto incluso con el terrorismo como envés del sistema. El humo simboliza un cadáver, un resto del mundo de la dualidad, del exterior natural: la relación del hombre con las plantas, con las emanaciones del sector primario y secundario, subsistiendo en nuestra sociedad de infinitos interiores. Este resto de opaca trascendencia representa un vaho no simbolizable de lo real que, en una planicie social que quiere ser fluida, tan plural como la vida misma, ha de ser eliminado. El humo es el signo de un material no digitalizado, no reciclable. Cuando el reciclado, desde los seres humanos hasta los residuos industriales, es la única ideología de una sociedad endogámica. Hablamos del consenso infinito que liquida todo resto de singularidad, no descomponible por la informatización total.
La materia prima de nuestra industria terciaria, en última instancia, es la nueva humanidad numerada, la plasticidad misma de lo social. De la oficina al automóvil, del apartamento al McDonnald’s, de la televisión al ordenador, vivimos en una sociedad de infinitos interiores que intenta no mantener ninguna relación directa con la exterioridad, cosa que dejamos para los parias inmigrantes. Al menos en los centros de trabajo, ahora es preciso salir afuera para fumar. Justamente, el problema del tabaco es la prohibición social del afuera, de la exterioridad que siempre humea. Esta sociedad prefiere el mal humor al humo, necesita ciudadanos todo el día cabreados, drogodependientes, sociodependientes, que es lo que se persigue para mantener el negocio del ocio. El fumador tenía el peligro de poder estar a gusto consigo mismo, consumiendo su propia sustancia sin depender de las redes. ¡Fuera con ellos! La aldea global es una sociedad de sucesivos nichos, un continuum de cobertura técnica. Por tanto, en este capitalismo terciario también las enfermedades deben ser otras, sofisticadas, ondulatorias, profundamente especulativas. Frente al posible tórax ennegrecido, que recuerda demasiado a la resistencia de la conciencia en el mundo industrial, el cerebro blanqueado propio del bienestar digital. La muerte, claro está, se colará por otro lado, en las nuevas enfermedades silenciosas, pero se trata precisamente de que el sujeto desaparezca de manera correcta.
Antes el fantasma era el sexo, fuente problemática de experimentación, interruptor del recogimiento higiénico. Ahora ha de serlo el tabaco, mientras el sexo obligatorio realimenta el autismo interactivo de todo el mundo. Lo importante es localizar en cada caso una figura del mal, que se sepa dónde está la metáfora de la exterioridad, de una existencia que ha de quedar fuera. Localizar su contradicción principal, como decíamos antes. Pronto será el alcohol o la obesidad, nos aseguran.
Primero el fumador es un modelo industrial del individuo- chimenea, a imagen de la fábrica. Después, el ritmo postindustrial (cigarrillos rápidos, impregnados con amoníaco y alquitrán para que no se apaguen) fabricará fumadores compulsivos, con una dependencia química en los pulmones saturados. Aún hoy en día el precio y la calidad de los cigarrillos con filtro, excepto alguna marca rara (¡ah, los deliciosos American spirit !), no guarda ninguna proporción con el tabaco que se vende suelto. Pero el ritmo del tabaco que hay que «liar», sea en cigarrillos o en pipa, es otro, demasiado lento. En esos casos, lo que se dice el consumo, rápido e indiferenciado, es prácticamente imposible. De modo que esas modalidades se dejan para los caprichos de la elite intelectual, mientras el cigarro puro (Cuba en el punto de mira) queda directamente para las bodas. En un ambiente climatizado, en esta vida urbana milimetrada, la contaminación del tabaco es intolerable frente al modelo de contaminación electrónica, la producida por la velocidad de las informaciones, por la televisión, los ordenadores y, en general, la contaminación bacteriana que sufrimos por lo social.
De manera que, debido a una sensibilidad refractaria a la heterogeneidad de lo externo, el coste médico del hábito de fumar está contabilizado hasta el céntimo de euro. Ahora bien, como en el caso del alcohol, en la cuestión del tabaco no está en juego un mero cálculo de lo que cuesta a las arcas de la seguridad social el vicio de fumar, aunque sea sin duda un factor importante. Los detectores generalizados de humo, la histeria contemporánea en torno al cigarrillo, en una cultura donde se producen al año, solamente en carretera, una cantidad monstruosa de muertes violentas (20% más o menos), es resultado del modelo de muerte que destina el capitalismo para sus miembros. Hay que morir como Dios manda, como exige la religión mayoritaria de la época: de estrés, de infarto o metástasis cancerígena, de sobredosis de trabajo, practicando deportes de riesgo o en la carretera. En otras palabras, es preciso morir a causa de la velocidad, no de la lentitud propia de la vida, del alcohol o el humo, mucho menos de la melancolía que produce el pensamiento.
Nada, en suma, de muerte natural. Mejor una eutanasia que, con la velocidad química que inyecta en el cuerpo, está a las puertas como una oferta más para mantener la moralina incuestionable del control social. Así pues, estamos en una vieja historia. El mismo Estado-mercado que nos ha envenenado, nos castiga ahora por estar enganchados. Es lo que decía con cierta gracia un empresario hace dos años, hablando con entusiasmo de la «guerra» de Irak: es necesario crear un problema para poder crear una solución al problema. De esta manera, el círculo del poder social sigue hasta el infinito. Esta es la religión que, como sabía Lacan, al final siempre triunfa.
Tecnología punta, alta precisión, imagen definida, lenguaje correcto, guerra justa. Por todas partes, el integrismo ideológico que no deja resto, ni siquiera de ideología. Lo sobrante (el fumador, la juventud violenta, el delincuente, las naciones rebeldes), una vez castigado, será reciclado. Mientras el Estado obtiene sustanciosos beneficios fiscales de los fumadores que van quedando, y de la exportación del mismo veneno industrial a los países no desarrollados, el tabaco será crecientemente prohibido entre nosotros porque el humo que se eleva es signo de lo no económico del tiempo, de una comunión casi agraria con el tiempo muerto. El hombre que fuma, que se enciende y apaga con el tabaco, de alguna manera se equipara al resto de la materia terrena, de la humanidad exterior. Y nosotros, salvo el caso de los jóvenes y la población de las barriadas inmigrantes (los mismos que pueden morir como ratas en los barrios de Nueva Orleans), hemos elegido el modelo de una vida transparente que nos aleja del pasado y de todo lo elemental. Que nos aleja también de una relación dual con la naturaleza que aún tolerábamos en otras fases de la modernidad.
Sólo está permitido fumar comunicación, paquetes de mensajes integrados a la velocidad de la luz. Antes de pararse, la información ya se ha volatilizado. Y el humo es lento. Los blancos demócratas, que inhalen y exhalen información. La gente chocolate y los inmigrantes, que fumen lo que quieran. Total, nunca serán cristalinos.
Como el alcohol, el tabaco provoca repulsión en el aire climatizado de una sociedad de interiores, que ha perdido la relación con la exterioridad, incluso con la naturaleza que se rozaba a través del esfuerzo físico y el sudor. La criminalización del tabaco proviene del cara a cara obligatorio (el metro, el ascensor, la oficina, el restaurante) con un prójimo que quiere estar aislado y, al mismo tiempo, siempre conectado en una proximidad autista. Conectado a cualquier lejanía, pero hipersensible a los efluvios del otro. El fumador apesta: lo que antes se decía de los negros.
Añadamos a esto una cuestión sutil, la tácita prohibición de la parada que, a través de la velocidad de recambio consumista, imponen nuestros medios de formación de masas. El problema, dentro de una sociedad carnívora que vive de la enfermedad de sus miembros, no es la salud de los ciudadanos, sino la parada que el tabaco facilita, esa detención improductiva que posibilita una comunidad puntual. Pensemos, en el mundo moderno, hasta qué punto el cigarrillo estaba ligado a la paz de un tiempo muerto, a un alto en la cadena de producción, a una forma de confraternizar incluso con el enemigo. El pitillo entre los presos y entre los obreros, la conversación, las preguntas sobre la familia, la ojeada al entorno. El último pitillo del condenado a muerte: el recuerdo de una vida entera, la despedida de los padres, la oración, la contrición. Con la ceniza del cigarro es como si muriera el tiempo entero y ahora es precisamente eso, rozar un término, lo que está prohibido por la cultura de la infinitud obligatoria.
Pero también, quizá, se teme que al hombre le puedan asaltar ideas que no están en los medios, que brotan de los recovecos de la existencia, no de la sociedad. ¿Los meandros del humo están prohibidos porque lo están también los meandros de la vida misma, detenerse en sus esquinas? Es posible, pues las luces postmodernas deben circundar la tierra. Está prohibido atender al demonio del reposo, habitar un tiempo muerto donde podría colarse algo, donde podría invadirnos alguna idea no codificada. ¿Qué es la cultura del entretenimiento más que un dispositivo masivo para evitar eso, para invadir el ocio? [2] ¿No estará el pánico al paro relacionado también con el miedo a la desconexión social, a no poder emplear el tiempo de la existencia, a no poseer la cobertura de la interactividad pública?
El humear de una parada, en medio de las prisas diarias, como un pliegue opaco del tiempo, es símbolo además de la distancia que puede dar lugar al pensamiento, y esto resucita todos los demonios de nuestro integrismo tecnológico. A la vez, decíamos, el cigarro es un resto del viejo mundo, un signo de la autosuficiencia de la persona singular, del Dasein que consume su propia sustancia. Mientras esperas sentado en el atardecer de una escalera a que llegue la hora de la cita, la ceniza del cigarrillo se confunde con la ceniza del tiempo que muere. La persona que fuma, aspira en un fondo sombrío y comulga con el espíritu de la materia. Es el emblema de la finitud, de una humanidad que humea, como si no estuviera del todo aquí, como si viniera de otro lado y fuera hacia otro lado. Pero todo esto está hoy prohibido. Para empezar, el humo recuerda excesivamente al virus de la duda (como dice la cinta infantil Los increíbles: «No podemos permitirnos el lujo de la duda»). Y todo esto es demasiado para la inmanencia de nuestro capitalismo especulativo, para el aligeramiento vital que pretende. Se diga lo que se diga, está mal visto un individuo que no se socializa, que no interactúa constantemente, que se guarda una segunda existencia. Y el tabaco recuerda a eso. Hasta Internet se ha inventado para que la privacidad, incluso la más escabrosa, se conecte clandestinamente a la red mundial. Lo mundial como efecto de la privacidad expandida. Por tanto, una vez más, nada de restos opacos. ¿No estamos en esto?
Es cierto que el orden terciario es curvo, comparado con la linealidad de la modernidad clásica. Pero se trata de una red de curvas diseñadas, a fin de cuentas, una trama de rectas complejas (el misil inteligente, la matemática fractal, la lógica difusa, la maraña informática) que en absoluto cuestiona la cultura platónica en la que nos movemos. La de las vidas trazadas como una trayectoria, guiadas por una cabeza buscadora que excluye de raíz entregarse al sentido de la tierra (Nietzsche), a la lógica de la finitud, a la esencia de la existencia. Y en esta cuestión, bajo las líneas geoestratégicas de las distintas potencias nacionales, sigue consistiendo la naturaleza del actual choque cultural. En el 11 de septiembre neoyorquino, de hecho, sigue chocando la recta despiadada de las Torres con la curva despiadada del humo y la bola de fuego. Y en Madrid y Londres se repite la historia, la línea del ferrocarril rota por la curvatura terrorífica de las explosiones.
Con la hostilidad hacia el tabaco se trata también de demostrar que la Ley se cumple, incluso a rajatabla, a bajo coste... y sobre la espalda de gente más o menos demonizada. Por ejemplo, en los Institutos de Enseñanza Secundaria española las aulas están repletas de estudiantes, el presupuesto para profesores y libros es ridículo. Ahora bien, está prohibido tajantemente fumar en los baños, recreos, patios, y esto se cumple casi al dedillo. En algún Tercer Mundo la ley ha de cumplirse ejemplarmente para así mantener su espejismo y que la ley pueda ser absolutamente flexible en la primera línea.
Por encima de todo, una moraleja: no podemos vivir sin judíos, sin una estirpe de hombres a la que marcar como sustancializadora del mal del atraso, de las raíces opacas. En suma, sin una clase de gente a la que marcar, concentrar, reeducar, ayudar a reciclar. Como en el caso de los servios, o los musulmanes, el ideal es presionarlos, cercarlos, hasta que se rindan y pidan ayuda. Y recordemos que también los nazis numeraban a los judíos para «ayudarles», incluso con la colaboración de las propias víctimas, a dejar de ser lo que eran (Arbeit macht frei!). De acuerdo, se gaseaba a los que ya no eran útiles, mientras sin embargo aquí el reciclaje es infinito: hasta el enfermo terminal, el asesino masivo, el deprimido profundo, el cadáver, son útiles. En un caso como en otro, la propaganda previa, gigantesca, es clave para que la batalla tenga éxito. Una batalla fácil, demagógica, ganada de antemano, hay que decirlo. Igual que las guerras justas a las que últimamente estamos acostumbrados. Con ellas nuestra sociedad tiene la oportunidad de blanquear su malestar, aliviar un poco su presión interna, haciendo pasar al acto la violencia que está latente por todas partes.
Veamos. Si los nazis no han ganado la guerra, ¿por qué todo el mundo quiere ser rubio ? Hasta la gente morena, por su brillo niquelado, parece rubia. Pues bien, en este ambiente de fascismo de balneario, cargado de pantallas azules y virtualidades ario-digitales, es donde la opacidad del humo resulta repugnante, groseramente analógica del espectro de una existencia atrasada. ¡Incluso en Galicia, en agosto de 2006, mientras el humo de los incendios impedía respirar a la gente! Al parecer, ahora el tabaco representa algo que asociamos a las curvas de la tierra, a las curvas del afecto, al misterio de una comunidad que no interactúa, que no se conecta. En este punto, comparada con la relativa tolerancia de la modernidad clásica, el dinámico racismo de la postmodernidad «débil», alérgica hacia todo lo que huela a subdesarrollo comunitario, es infinitamente más eficaz, más ágil, más compacto. Esta nueva violencia consensuada expresa la histérica aversión de esta sociedad digital al vacío, a la imposibilidad (Lacan) que está en el centro de lo real. Así, la multiplicidad consumista, con variantes incluso «étnicas», rellena constantemente el uno de la indiferencia, que es el auténtico motor de la información, del nihilismo del mercado. Como decía Nietzsche: Ningún pastor, un solo rebaño. ¡Qué premonición, cuánto tiempo llevamos en la misma ortodoxia!
Llevamos también mucho tiempo en esta idea fanática: la existencia no existe. Al menos en España, la filosofía ha hecho lo que ha podido para apoyar este dogma del capitalismo. Éste es en todo caso el pensamiento único que sostiene continuamente las espectaculares ondas de la moda (incluida la omnipresencia de las pantallas, cuya función es «demostrar» la existencia). Por si fuera poco, junto a las curvas de la tierra, el humo tal vez recuerda demasiado a la caligrafía un poco terrorífica de las culturas exteriores. Las volutas del tabaco sugieren demasiadas emanaciones orientales. ¿No es el tabaco un poco fundamentalista, no recuerda demasiado a la medina de Marruecos, de Siria? De ahí que una especialista, con preclara intuición, pueda decir sin empacho: hay que erradicar el tabaco como el terrorismo. Todos contra el tabaco: que nadie humee, como si estuviera descontento, como si no estuviera del todo aquí, en esta pulsación instantánea de la actualidad social. ¿Como si fuera un «intelectual»? Un pensador del siglo XX hablaba constantemente del punto de fuga, de fugarse minoritariamente de cualquier mayoría instituida (incluida la de las mujeres). Pues bien, la cuestión es que la fuga es inconcebible en una sociedad al fin plural, cuyos espacios de encierro se confunden con los mismos exteriores. Este es el fin de la historia.
Por lo demás, esta furiosa campaña en curso (es un escándalo la cara que le han puesto a los fumadores «culpables» en los carteles del metro madrileño) obedece a lo que podíamos llamar el toque de queda postmoderno. ¿Qué sería del negocio mundial de la comunicación sin el actual arresto domiciliario del ciudadano, arresto para el cual vienen de perlas los constantes miedos inducidos que son eje de la información? ¿Qué sería de la interactividad sin esa previa interpasividad inyectada? Se trata de que el individuo se encapsule, se insularice en la cáscara de su privacidad. Sin ir más lejos, ¿qué es lo que el irónico demócrata Rorty le echa en cara al trágico Foucault sino que extienda al plano público las tortuosas ideas de su privacidad? Éste es el punto: la intocable separación (curiosa palabra) de lo público y lo privado. Sobre este pivote, de infinita violencia simbólica, convergen izquierda y derecha, como en el eje mismo de su alternancia.
Se trata únicamente de mantener la voluntad de separación, la ilusión de discriminación. «Cada desarrollo de la sociedad mercantilista exige la destrucción de cierta forma de inmediatez, la separación lucrativa en una relación con aquello que estaba unido» [3]. La cuestión clave es elevarnos, uno a uno, como ahora manda un poder capilar, por encima de la repugnante inmediatez, también del común de las naciones aún ligadas a la tierra, al atraso del sector primario. En vez del humo, groseramente significativo de la inmediatez terrena, la «nieve» de las pantallas, la «nube» de los ansiolíticos. La religión de la transparencia total sólo tolera una opacidad adelgazada, flotante, zappeable.
La derecha civilizada y la izquierda clonada, las dos fluyendo hacia el centro. Un centro infinito, por cierto, como una inalcanzable pista de patinaje, tan única como plural. Entre las dos caras de la alternancia, se trata de tener encerrado al individuo en su atomismo, atado a su atomización (ya lo hemos dicho: en más de un sentido esta época sigue siendo nuclear). La política del entretenimiento, la combinación de miedo apocalíptico y espectáculo orgiástico no tiene otro fin. Ésta es la triunfante comunicación global, la veloz interactividad de átomos aislados. Y el tabaco estorba porque contamina al prójimo, comunica directamente con él, hiriendo el dogma de la mediación global.
Ni que decir tiene que un profundo pesimismo sobre la vida es la base de nuestra euforia técnica, de la socialización a ultranza que promueve. Vivimos en una ampliación global del campo de batalla: de la lucha de clases al sexo, individuo contra individuo. El Estado- mercado sólo es el árbitro de esta actualización hobbesiana de la guerra de todos contra todos (y de cada uno contra sí mismo). Lo cual explica que el prójimo deba atrincherarse en su mutismo, en una reserva inescrutable, en esa inmediatez flotante que brota de la renuncia a la singularidad en nombre del consenso. Frente a esta ideología sin ideas, el tabaco recuerda demasiado a la sombra de una comunicación directa, a una invitación a entrar en el rostro a rostro.
Y esto es lo prohibido, manchar al otro con las emanaciones directas de la existencia, sin pasar por la red medial de homologación. Igual que las chicas musulmanas que llevan el velo a la sombra de la sagrada República: que se metan su religión, como el humo, donde les quepa. Nada de «signos ostentatorios» que atenten contra la sacrosanta distinción de lo público y lo privado, esto es, contra el imperio público cuyo vicio secreto es lo privado, cuyo motor son las privacidades hegemónicas. Mercado y Estado sepultan en lo privado todo lo sobrante de la transparencia, un Tercer Mundo de opacidad que pronto alimentará el escándalo de lo público. Los nuevos vicios privados que resulten de esta coacción seguirán alimentando las virtudes públicas, el morbo del espectáculo, el circuito semiclandestino de la diversión. Nosotros, como intelectuales, profesores o periodistas, apenas sabemos nada de esto. Pero que le pregunten al consumidor clandestino que se esconde debajo. Que le pregunten a algunos psicoanalistas y psicólogos, también a algunos policías, acerca de cómo la violencia toma actualmente derroteros intrincados, extremadamente aberrantes, jurídicamente indescriptibles.
En fin, no se debe mostrar aquello que no es mercancía; cada hombre y mujer debe enseñar sólo lo que está en venta. Y el humo se lo lleva el viento, es un despilfarro que no circula, como el tiempo muerto que no se emplea en nada. El humo es insignia de una fracción de tiempo no empleado en una religión de pleno empleo del tiempo. ¿Es otra cosa la cultura del entretenimiento? ¿Es otra cosa la complejidad constantemente renovada de la informática, con el enredo durante horas y horas en problemas idiotas que ningún especialista entiende? De paso, otra sospecha: ¿la basura que circula en la Red es otra cosa que una versión suave del regreso de lo reprimido, del viejo humo de la existencia expulsado de la vida común por el filtro implacable de las nuevas tecnologías de la distancia? Al poner la distancia por doquier, la cercanía queda inerme, al albur de toda clase de regresos. Regresos para los que ya no tendríamos instrumentos, aquella tecnología punta de la vida desnuda que formaba parte del «atraso» de la existencia.
Tenemos que estar aislados y mutilados para poder ser multiconectados, para que nos pueda contaminar hasta la médula el dispositivo mundial de la información, del Estado-mercado dirigido por la nueva elite de especialistas. No quisiéramos exagerar más de lo imprescindible, pero igual que el que va a ser electrocutado en Texas necesita antes ser curado de la gripe, de otra manera parece que no es ejecutado del todo, ¿pasará lo mismo con el consumidor, que antes de ser ultracontaminado (penetrado por publicidad, información, sedantes y estimulantes) necesita ser librado de sus pequeños vicios? Atendamos a la posibilidad de este detalle. La vida de cualquiera puede ser taladrada por toda clase de ofensivas. La contamina la estupidez televisiva, el estrés general, el tráfico, el ritmo laboral, los miedos inducidos regularmente... Ahora bien, yo, que soy fumador, no puedo contaminarle directamente. Conclusión: la existencia no puede contaminar a la existencia. Ésta tiene que ser únicamente polucionada por las instituciones, por los grandes monopolios, por la autoridad competente. No me digan que esta posibilidad no tiene gracia y que no nos trae además a la cabeza los más entrañables recuerdos. De ser cierta, sólo sería una expresión más de esta transferencia perversa de la existencia a lo social, de este imperialismo insólito de lo histórico, que caracteriza al actual «fin de la historia» occidental. El parloteo sin fin de la información, sin ahorrarse ninguna zafiedad, expresaría la potencia de una Historia capaz de penetrar bacterianamente en la vida. Un historia biopolítica, celosa de cualquier poder que le discuta su correcto totalitarismo.
Transferencia perversa, decíamos. Acabar con las viejas formas de comunidad, desarraigar al sujeto de su humus personal, caracterial, familiar, sexual, nacional, cultural. Buscar un individuo de cristal, sin sombra, que pueda ser rápidamente reterritorializado en las nuevas ofertas de identificación colectiva. Para lo cual, dicho sea de paso, son geniales las provocadoras minorías alternativas. Socializar escandalizando: genial. Vivimos rodeados de una continua trasferencia de lo natal en favor de lo social, que se hipertrofia. Por contra, el humo recuerda siempre lo que de arraigo (género, carácter, familia, nación) hay en el individuo. Se fuma desde los propios pulmones, con el pecho, con el cuerpo entero: en cierto modo, consumiendo la propia sustancia. El cigarrillo que termina es un símbolo demasiado obvio de la finitud, de las vidas que se encienden y se apagan, que se consumen lentamente. Fuera con eso, pues vivimos en una exultante cultura de la infinitud. Hasta el simple tirar el cigarrillo, apagarlo, se enfrenta con nuestra cultura del recambio perpetuo, de la conexión perpetua.
En este aspecto, el tabaco ha logrado concentrar todo el odio que genera nuestra impotente relación con la violencia intrínseca al reposo de existir. Detrás de Deleuze, Badiou y Bourdieu ya han demostrado que es preciso desterritorializar, erradicar todo lo que huela a comunidad primaria, para reterritorializar al sujeto en las identidades reconocibles. El referente indiscutible de toda la ideología postmoderna es el individuo digitalizado, integrado en el autismo hacia la cercanía, aislado de la tierra y de toda comunidad primaria... que el tabaco fomenta. A cambio, se permitirán comunidades más o menos vergonzantes de fumadores, como de drogotas, pero concentrados en zonas infectas y arrepentidos de su condición, mendigando su dosis para subsistir. Se tolera al fumador que se reconoce como un enfermo, que se declara una víctima necesitada de ayuda. También lo recordaba en algún lugar Žižek, cuando decía que necesitamos víctimas, víctimas por todas partes. Curiosamente, ésta es también la imagen del musulmán bueno, acoplado al modelo humanitario de la víctima. En cualquier caso, los Estados están facilitando antidepresivos y ansiolíticos en lugar del tabaco, drogas conectadas a la Red, a diferencia del humo, y que facilitan el encefalograma plano, no tener, lo que se dice, ningún pensamiento propio.
Hasta la dulce Irlanda está entrando en esta vía de laminación. Quieren ser modernos, incluso postmodernos, rompiendo de una vez con el virus amorfo del tiempo. Y ahora España, donde también queremos ser homologables, fluir en la información, en una informática y estadística tan deconstructivas como reconstructivas. Nada, pues, de puntos de opacidad. Pronto estaremos a favor de la depilación total: fuera el vello de las zonas activas, todo lo que recuerde al hombre primitivo. Debemos parecernos a edificios traslúcidos. Cada ciudadano, un destello, un punto de luz en la pantalla total. No hace falta mucha maldad para ligar esta ideología a la que late en las tecnologías sin sombra, sin duda, sin incertidumbre. En otras palabras, a la precisión puritana de lo digital, sin sombra del original, sin penumbra entre el original y la copia, entre una pieza y otra del fotograma. En las tecnologías de moda (al final, todo es cuestión de moda) la sombra debe estar resuelta en la alta definición de un complejo integrado. ¿De un fascismo integrado? En cualquier caso, el humo es indefinido, es incluso un signo de la indefinición.
Aparte de que esta ideología continúe trabajando a favor de la guerra, contra el humus de la tierra, ¿es imaginable algún creador, sea Zambrano, Sylvia Plath, Berger o Houellebecq, que comparta esta enfermiza noción de la salud? Solamente en el heterofóbico clima tardomoderno se puede llevar adelante una campaña integral de criminalización del fumador, con su consiguiente esterilización en zonas especiales. Como si el sistema hubiera leído a un Nietzsche de pacotilla, decreta una guerra sin cuartel al prójimo analógico, que siempre apesta, mientras se dan mil facilidades al limpio lejano virtual, que solamente nos acribilla electrónicamente, en serie. Aunque nuestro querido periódico progresista se declarase en su día «en contra» de esta campaña de criminalización, atendamos a cómo presentaba la batalla, mucho antes de esta última solución final que acaba de decretar el Estado español: «liberar de humo los espacios de convivencia públicos, incluidos los centros de trabajo, haciendo recular a los fumadores a zonas específicas donde cultivar su vicio (...) garantizar el derecho a la salud pública de la población e impedir que terceras personas no fumadoras sean intoxicadas contra su voluntad por quienes asumen el riesgo individual, en el ejercicio de su libertad, de intoxicarse placenteramente con el humo de su cigarrillo (...) se trata de impedir, por ley, que el fumador haga fumar a su prójimo (...) que las administraciones pongan a su disposición programas de deshabituación gratuitos (...) la financiación de estos programas de desintoxicación» [4]. Esto es asombroso. Ahora resulta que somos libres de elegir, que el ciudadano no es violado por la cultura del consumo, por la información, por la escuela obligatoria, por el Ministerio de Hacienda. La publicidad nos pide permiso, igual que la empresa privada y el Estado. Y es en este marco de pluralismo radical, pulsante, interactivo, donde resulta insufrible la coacción arcaica que ejercen los fumadores. Sólo nos puede contaminar la aldea global, nunca el hombre de carne y hueso.
Dentro del imperio mundial de un mercado salvaje al cual los Estados «dejan hacer», de vez en cuando es estupendo que el Estado pueda aparecer otra vez como patriarcal en una campaña fácil. Mejor aún, para compensar el entorno feroz, como matriarcal, preocupándose por nuestra salud, no permitiendo que nos lesionemos ni que el prójimo nos haga daño. Un Estado que se puede presentar así, casi como un «canguro», no puede ser malo, tiene derecho a tener razón incluso cuando más podríamos dudar de él. Deliciosos tiempos postmodernos donde el sujeto mismo es puenteado por un Ello del mercado que se casa día a día con el Superyó del Estado. Es por este camino que se llega, como se ha dicho en algún sitio, al estado espectacular integrado: así el canalla, así su batalla. Los canallas globales bombardean países exangües. Los canallas medios operan con crímenes selectivos. Los pequeños canallas locales persiguen a los fumadores, a las chicas con velo, a los personajes incorrectos.