Introducción a la metodología
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Colección dirigida y diseñada por
Luis Arenas y Ángeles J. Perona
© JUAN ANTONIO VALOR (ED.), 2002
© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com
ISBN: 978-84-9114-268-3
JUAN ANTONIO VALOR (ED.)
Introducción a la metodología
MÍNIMO TRÁNSITO
A. MACHADO LIBROS
Presentación
1. Génesis del método científico. Ana Rioja. Universidad Complutense de Madrid
2. Los conceptos científicos. Luis Fernández Moreno. Universidad Complutense de Madrid
3. La contrastación empírica en ciencia. Un análisis de la relación teoría-experiencia. Andrés Rivadulla. Universidad Complutense de Madrid
4. Ciencia normal y crisis revolucionarias: introducción a las tesis de T. S. Kuhn. Fernando Broncano. Universidad de Salamanca
5. Las disputationes metaphysicae de Feyerabend. Jesús de Garay. Universidad Europea de Madrid
6. Análisis de los juicios universales. Una propuesta metodológica desde la fenomenología. Juan Antonio Valor Yébenes. Universidad Empresa de Madrid
7. Método hermenéutico y comprensión del mundo histórico (W. Dilthey). José María García Gómez-Heras. Universidad de Salamanca
8. La hermenéutica, entre la defensa y la superación del escepticismo. Ramón Rodríguez. Universidad Complutense de Madrid
9. Crítica metodológica del culturalismo. Jacinto Choza. Universidad de Sevilla
10. Introducción al paradigma de la complejidad. Juan Antonio Gutiérrez (Universidad Europea de Madrid). Juan Miguel Aguado (Universidad Católica de Murcia)
11. Tecnologías de la producción teórica: guía de trayectorias conceptuales para las ciencias sociales. Juan Antonio Gutiérrez. Universidad Europea de Madrid
12. El método psicoanálitico en la investigación social aplicada: consideraciones generales para un caso práctico. José Gutiérrez Brito. UNED
13. Información y documentación: ¿ciencia multidisciplinar? Antonio García Jiménez. Universidad Europea de Madrid
Juan Antonio Valor Yébenes
(Universidad Europea de Madrid)
El predominio de las ciencias como modo de conocer y transformar la naturaleza ha alcanzado en el presente su máxima expresión. Tras los éxitos obtenidos por las ciencias naturales se ha pretendido estudiar, a través del método por ellas empleados, los individuos y las sociedades, conjuntamente con sus modos de comunicación y sus normas. Tal pretensión se levanta sobre dos suposiciones: en primer lugar se supone que la ciencia se caracteriza por su método, y en segundo lugar, que el método de las ciencias de la naturaleza aplicado a cualquier objeto necesariamente ha de revelar toda su realidad.
Y sin embargo, tanto la noción de ciencia como la noción de método quedan por definir. Ciertamente, nos podemos preguntar si la ciencia no es más ancha que su método, y también si el método de las ciencias permite conocer la realidad objetiva. Consiguientemente: ¿cada ciencia sigue un método, o bien la ciencia no es metódica —o no es exclusivamente metódica?; y en el caso de que adoptemos la primera opción: ¿hay tantos métodos como ciencias o la idea supone un único método?
A estas preguntas se ha respondido en la primera mitad del siglo xx afirmando que la ciencia se caracteriza por un único método que, además, puede ser utilizado como criterio de demarcación frente al arte, al mito, la religión o la metafísica. Como corolario de esta afirmación se obtiene que, si del individuo, de la sociedad, de las formas de comunicación, o de las normas, pretendemos obtener un conocimiento más allá del arte o de la metafísica, hemos de asir estos objetos con la herramienta del método científico.
Puestas así las cosas resulta que, con anterioridad al desarrollo efectivo de cualquier investigación que pretenda ser calificada como científica, el investigador ha de llevar a cabo un proceso de aprendizaje del método. Es necesario, por tanto, aclarar en qué consiste y explicitar uno de sus pasos.
El Círculo de Viena, Popper y muchos otros han intentado, a lo largo del siglo xx, dar una visión clara y rigurosa del método. La discusión que estos autores han originado en todas las disciplinas del saber ha llevado a una visión más amplia y más realista del método y a una mejor comprensión de lo que es la idea de la ciencia. Sin embargo, en las últimas dos décadas las conclusiones alcanzadas han sido contrarias a las afirmaciones de comienzos del siglo. El anarquismo epistemológico defiende la ausencia no sólo de un método general, sino incluso la ausencia de cualquier método particular. Por otro lado, la sociología del conocimiento científico ha puesto de relieve que la idea de ciencia que se reconoció en las ciencias de la naturaleza y que sirvió para orientar disciplinas como la sociología, la psicología o el derecho, es una idea que no se corresponde con la actividad científica real. Paradójicamente, la sociología del conocimiento científico propone en la actualidad los métodos sociológicos o antropológicos como métodos efectivamente científicos, e interpreta el método de las ciencias de la naturaleza a la luz de aquellos.
La totalidad de esta discusión metodológica es la que hemos intentado desarrollar con todo rigor a lo largo de los últimos cuatro años en la Universidad Europea de Madrid. Durante este tiempo, y con la ayuda de los investigadores más relevantes, hemos revisado los fundamentos metodológicos de distintas disciplinas, tales como la sociología, la psicología, la economía, la historia, la publicidad, la documentación, la física, etc. Una buena parte de esta discusión queda explícita en los siguientes capítulos.
El resultado es el libro que ahora presentamos. Creemos que puede ser de utilidad para alumnos de diplomatura o de licenciatura pertenecientes a todas estas disciplinas, así como para los alumnos que cursen programas de doctorado. También nos hemos querido dirigir de manera muy especial a aquellos investigadores que están realizando su tesis doctoral, o bien realizando trabajos de investigación y se ven en la necesidad de revisar algunos aspectos metodológicos con el fin de solucionar o enfocar de una manera rigurosa algunos problemas.
Finalmente, agradezco a los autores el esfuerzo que han realizado para sistematizar las discusiones en unos textos que, por estar dirigidos a un público muy diverso debían prescindir de tecnicismos y facilitar la comprensión del lector.
1
Ana Rioja
(Universidad Complutense de Madrid)
CONSIDERACIONES INTRODUCTORIAS
En términos generales, el término «método» designa un modo ordenado de proceder para alcanzar una determinada meta. Son muchas y muy diversas las metas que el ser humano puede proponerse y, por tanto, existen los más variados métodos. Aquí se trata del método científico planteado en el contexto de las ciencias naturales, lo cual permite delimitar el campo semántico del término. En efecto, no resulta difícil adivinar que, en principio, el asunto consiste en hallar la mejor forma de operar con orden para obtener conocimiento sobre un determinado objeto, la Naturaleza [1]. En este caso, por tanto, el fin sería la producción de conocimiento acerca de los seres animados e inanimados, lo cual lleva a interrogarse sobre el método o camino más adecuado a seguir para alcanzar este objetivo.
Según esto, el título Génesis del método científico alude a una triple cuestión. En primer lugar, plantea el origen histórico de la peculiar manera de proceder que ha permitido alcanzar eso que en la actualidad llamamos conocimiento científico. En segundo lugar y relacionado con lo anterior, se subraya que interesa el método característico, no de cualquier tipo de conocimiento, sino exclusivamente del denominado científico. Y en tercer lugar, implícitamente alude a las ciencias naturales, no a las ciencias humanas, ya que está comúnmente admitido que el método científico se gesta concretamente en el ámbito de la mecánica, esto es, en relación con el estudio del movimiento de los cuerpos, tanto terrestres como celestes.
De hecho, el origen del método científico es el origen de la ciencia natural misma, lo cual nos sitúa a finales del Renacimiento y comienzos del Barroco, o sea, en la segunda mitad del siglo xVI y primera mitad del siglo xVII. Una detallada exposición del proceso de formación de este método remitiría, por tanto, a la historia de la ciencia y, en particular, a la historia de la física, de la astronomía y de la cosmología, con el fin de comprender la evolución sufrida por el pensamiento occidental, desde la Grecia clásica hasta la Europa moderna, con respecto a la forma de interrogar a la Naturaleza y de obtener conocimiento acerca de ella. No es éste, sin embargo, el momento de prolijos análisis. Por esto, parece razonable simplificar el tema y poner nombre propio a la comparación entre dos maneras fundamentales de proceder metódicamente.
La primera de ellas conduce al denominado modo aristotélico de producción de conocimiento acerca del mundo; la segunda al modo galileano, bien entendido que en ningún caso la empresa intelectual es obra de un solo hombre. Aristóteles y Galileo ejemplifican de modo paradigmático dos clases de métodos diferentes: uno, el aristotélico, que podríamos denominar no científico; el otro, el galileano, al que los manuales clásicos suelen considerar el origen del método científico.
En las páginas que siguen, se procederá, en consecuencia, a dar cuenta de ambos modos de explicación y comprensión de los fenómenos naturales. Ello proporcionará la ocasión de evaluar el alcance, las posibilidades y los límites de esa forma de aproximación cognitiva a la Naturaleza que comienza a fraguarse en la modernidad y que a lo largo del siglo xx ha conocido un espectacular desarrollo. Y es que la ciencia natural tendrá partidarios o detractores, pero difícilmente ha de resultar indiferente o carente de interés en una época en la que los seres humanos apenas podrían concebir su propia existencia al margen de las condiciones creadas por ella.
EL MODO ARISTOTÉLICO DE CONTEMPLAR LA NATURALEZA
El peculiar modo aristotélico de abordar el estudio de la Naturaleza no es único en el mundo griego, pero sí desde luego el más relevante, no sólo por la completa y sistemática explicación que ofrece de la mayoría de los fenómenos de movimiento observables a simple vista (movimientos celestes y terrestres), sino muy especialmente por su fuerte implantación posterior en Europa, al menos durante la Baja Edad Media y el Renacimiento (todavía en la segunda mitad del siglo xVII Newton estudió en la universidad la física aristotélico-escolástica). Por ello, la revolución científica que trajo una nueva forma de plantear dicho estudio y que desembocó en la constitución de la «ciencia moderna», se realizó tomando como término de referencia a combatir esa física aristotélico-escolástica heredada de la Antigüedad y parcialmente transformada por el pensamiento medieval.
Para empezar conviene indicar que es característico del planteamiento aristotélico el hecho de atender a los seres que son obra de la naturaleza (seres naturales), por oposición a aquellos que son producto de la mano del hombre (seres artificiales o fabricados). Ello implica trazar una clara línea divisoria entre lo que es «natural», ya sea animado o inanimado, y lo que es «artificial». Al estudioso de la physis (término griego para designar «naturaleza» y del que procede la palabra «física») incumben únicamente los seres naturales, de manera que todo cuanto tiene al hombre como artífice queda fuera de su competencia. Seres naturales son los animales y las plantas, y también la materia de la que están formados todos los cuerpos, bien en la Tierra a partir de la composición de cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego) combinados en diferente proporción, bien en el Cielo constituido por un único elemento, el éter. La física nada tiene que ver, pues, con la construcción de artefactos, aparatos o máquinas, en la medida en que éstos son seres fabricados. Por decirlo brevemente y de manera anacrónica en relación a la época de Aristóteles, el físico ha de procurar una explicación de las causas de los movimientos celestes y terrestres, de los planetas y de las piedras, pero no del modo de funcionamiento de las máquinas [2].
Tampoco deberá, en consecuencia, servirse de máquinas simples (como las poleas o las palancas) para mejor analizar los movimientos de los cuerpos en condiciones «forzadas» por el investigador. Se trata de llegar a comprender el comportamiento propio de los seres naturales con independencia de toda intervención humana. De ahí que la física tenga por objeto el análisis de los movimientos «naturales» al margen de toda interferencia externa, pues se trata de llegar a saber qué tipo de acciones son capaces de realizar los cuerpos por sí mismos (los cuerpos pesados tienden siempre a caer sobre el centro del mundo, los ligeros al contrario, etc.). En cambio, cuando son «violentados» o «forzados» a hacer algo a lo que por naturaleza no tienden (una piedra, por ejemplo, no asciende espontáneamente sino que ha de ser lanzada), su tratamiento corresponde a la mecánica. Así, mientras que la ciencia moderna galileana concede el mismo estatuto a la caída de los graves (movimiento natural o espontáneo desde la perspectiva aristotélica) que al desplazamiento de los proyectiles (movimiento violento), en la física aristotélica son claramente asimétricos.
Resumiendo lo hasta aquí dicho, primero, el objeto de la física antigua es el estudio de los seres naturales, no de los artificiales o fabricados, y, segundo, con respecto a ellos se ocupa preferentemente de los tipos de cambio o movimiento que acontecen espontáneamente en función de las diferentes clases de materia de las que están hechos, y no de los movimientos que tienen lugar como consecuencia de la acción de causas externas que impiden el normal desarrollo de sus tendencias naturales. Este planteamiento tiene importantes implicaciones.
En primer lugar, nos da cuenta de una radical distinción entre los seres que son producto de la Naturaleza y los que tienen a los hombres como artífices debido a que aquéllos incorporan un principio intrínseco de cambio de los que estos últimos siempre están desprovistos y que no es otro sino la propia physis o naturaleza de cada ser. La atribución de ese principio intrínseco permite afirmar que el todo es algo más que la suma de partes, en el sentido de que la mera combinación de dichas partes, a la manera de un mecano, no permite explicar el tipo de actividad que los seres naturales son capaces de desarrollar. Se admite pues un principio no material sino formal (lo que quiere decir que no es una parte más añadida a las restantes), a fin de explicar el comportamiento de los cuerpos en la Tierra y en el Cielo. Es este principio formal el que da razón de la existencia de movimientos naturales, esto es, espontáneos o no provocados desde el exterior, ya que, si carecieran de él, ningún cuerpo podría variar de estado por sí mismo sino siempre a consecuencia de la acción de otro sobre él.
Gracias a ese principio de movimiento espontáneo, identificado con la naturaleza de cada cuerpo, los seres naturales son automóviles. Ello facilita una aproximación entre los seres materiales inertes y los seres vivos, en la medida en que en el fondo todos ellos son seres animados o dotados de anima, entendiendo por tal un principio formal de acción que comunica a los seres en los que reside la capacidad de realizar ciertas funciones. Tanto el movimiento local propio de los elementos de los que están compuestos todos los cuerpos, como la capacidad de reproducción de los seres vivos, la posibilidad de experimentar sensaciones por parte de algunos de ellos e, incluso, el pensamiento racional, son funciones que se hallan jerarquizadas, desde la más inferior característica de la materia no viva a la superior exclusiva de los seres racionales, ninguna de las cuales se explica por el menor o mayor número de partes de los organismos correspondientes. En definitiva, estructuras más complejas no indican funciones superiores, al contrario de lo que ocurre en un marco descriptivo de corte mecanicista.
Es por ello que la física aristotélica con frecuencia ha sido calificada como animista u organicista, en la cual el conjunto de lo natural se entiende por analogía con los seres vivos. En todo caso es claramente antimecanicista, de manera que ningún tipo de aproximación puede realizarse entre los seres naturales, vivos o no, y las máquinas o, en general, los seres artificiales. La razón estriba precisamente en lo que constituye el meollo mismo de la diferencia entre unos y otros: jamás los hombres podrán dotar a sus obras de ese principio formal capaz de «animar» a un ser fabricado y permitirle, en consecuencia, realizar ciertas acciones. La prioridad recae, por tanto, sobre lo natural, no sobre los productos de la técnica, que nunca pueden incorporar principio formal alguno.
Lo anterior permite establecer un paralelismo entre la física antigua aristotélica y las posiciones vitalistas en biología, especialmente vigentes durante el siglo xIx, según las cuales la vida no puede explicarse por la mera estructura de los organismos vivos sino que exige un principio vital último e irreductible a la suma de sus partes. O también, entre dicha física y el tipo de psicología propia de quienes conciben la mente como algo más que un epifenómeno del cerebro. En cambio, la física postgalileana, los desarrollos de la biología en este siglo, especialmente en el campo de la biología molecular, o los programas de Inteligencia Artificial Fuerte, que tratan de comprender la «inteligencia encarnada» a partir del funcionamiento de esas sofisticadas máquinas que son los ordenadores, suponen empresas intelectuales de significado por completo antiaristotélico.
En segundo lugar, el énfasis del planteamiento aristotélico en la asimetría entre movimientos naturales o espontáneos y aquéllos que son el resultado de la «violenta» intervención de agentes externos, pone de relieve la importancia que en este marco de pensamiento se concede el estudio de los fenómenos naturales, tal y como éstos se presentan, sin que las condiciones de su manifestación deban ser modificadas ni siquiera con la finalidad de un mejor conocimiento de ellos. Es por esto que Aristóteles, a diferencia de Arquímedes y de lo que Galileo hará con tanto éxito muchos siglos después, jamás se sirve de poleas, planos inclinados o palancas para examinar el comportamiento de los cuerpos.
Así, si se trata de establecer el modo como caen los graves, cabe limitarse a contemplar este fenómeno atentamente sin intervenir en absoluto sobre él, es decir, ateniéndose a sus condiciones reales. O cabría también interponer planos de diferente inclinación, los cuales, si, por un lado, perturban la caída libre del cuerpo, por otro, permiten analizar una variedad mucho mayor de situaciones simplificadas a fin de extraer las conclusiones oportunas. E incluso hay una tercera posibilidad, ampliamente utilizada por Galileo y toda la ciencia posterior, consistente en determinar cómo debería acontecer el fenómeno en cuestión en condiciones ideales (en el vacío, en el caso de la caída de los graves), para a continuación explicar por qué no se observa lo estipulado por la teoría para los casos ideales. Procediendo de este modo, como se sabe, este ilustre italiano halló, en contra de la opinión defendida por Aristóteles, que la aceleración de caída de los graves es proporcional al tiempo empleado, y no al espacio recorrido, o que todos los cuerpos caen con igual aceleración independientemente del peso.
En definitiva y por decirlo en términos modernos, en la física antigua y medieval no hay experimentación alguna. La Naturaleza ha de ser contemplada sin interferir con ella. Queda excluida cualquier forma de manipulación de los fenómenos (lo que normalmente exige la mediación de aparatos), puesto que se rechaza «provocarlos» artificialmente para facilitar su estudio. Hay que dejar que la Naturaleza hable sin ser sometida a interrogación, lo cual supone experiencia sin experimentación. Así, ninguna operación nos describe Aristóteles, en las páginas de su Física, que esté destinada a descubrir, comprobar o demostrar sus principios físicos. Éstos deben obtenerse por inducción, de manera que pueda generalizarse para «todos» los casos, lo observado en «algunos», pero siempre partiendo de datos obtenidos sin intervenir sobre ellos. Mediante inferencias lógicas inductivas se trata de acceder desde enunciados particulares, que describen hechos o fenómenos observados en condiciones reales, a los principios generales. El problema será si por este camino, tan aparentemente «neutral», se logran encontrar los correctos principios rectores de los procesos físicos. La historia posterior no parece haber dado la razón a Aristóteles.
En tercer lugar y relacionado con cuanto acaba de exponerse, hay que decir que la física aristotélica pretende constituirse en un saber contemplativo sin pretensiones prácticas o técnicas. Aun cuando no fue incluida con posterioridad en las artes liberales y, concretamente, en el Quadrivium (integrado por saberes directa o indirectamente relacionados con las propiedades de los números y de las figuras, como la aritmética, la geometría, la astronomía y la música), no cabe duda que se halla más cerca de ellas que de las artes mecánicas, con las que no guarda relación alguna. En efecto, arte mecánica se refiere a la técnica que permite construir y usar artificios mecánicos o máquinas y está ligada al trabajo manual. Es cultivada, no por el hombre libre (como en el caso de las artes liberales; de ahí su nombre), sino por el artesano, con frecuencia reducido en la Antigüedad a la condición de esclavo o, en todo caso, privado del derecho a la plena ciudadanía, lo mismo que los extranjeros o las mujeres.
Ahora bien, ya se trate del antiguo esclavo o del siervo medieval, lo único que aquí interesa subrayar es que los cultivadores de las artes mecánicas, los «técnicos» o «ingenieros», esto es, los que construían y empleaban ingenios mecánicos, desarrollaban su labor sin base teórica alguna. Se trataba, pues, de una técnica sin ciencia, que no tenía como meta la contemplación desinteresada de cuanto nos rodea, sino, muy al contrario, su transformación y manipulación a fin de obtener un rendimiento práctico indispensable para la vida y la satisfacción de las necesidades humanas. La física aristotélica, en cambio, se presenta como ese saber desinteresado que pretende desentrañar la finalidad presente en todas las operaciones de la Naturaleza, pero de la que ningún beneficio material es posible lograr. Por decirlo de modo gráfico, ni las grandes obras de ingeniería civil de los romanos, ni las imponentes catedrales medievales se construyeron teniendo como soporte teórico la física de Aristóteles.
Con anterioridad a la Edad Moderna, por tanto, tenemos ciencia sin técnica (en el sentido griego del término «ciencia») o técnica sin ciencia, situación ésta que tanto criticó el filósofo Francis Bacon en la transición del siglo xVI al xVII. No hay un ideal práctico del saber referido a la contribución al bienestar de los hombres. Nada más lejos del lema «saber es poder», que tan famoso se hizo a partir del siglo xVII. En este sentido, no ha habido física que se haya propuesto la preservación del orden natural con tanta firmeza como la aristotélica y, por tanto, que pudiera satisfacer mejor los ideales de los más exigentes ecologistas, si bien pagando por ello el precio de renunciar a toda forma de técnica o de tecnología.
En cuarto y último lugar, la renovada voluntad aristotélica de atenerse a los datos sensibles tal como éstos se presentan a la observación, sin alteración o modificación alguna, no sólo lleva a rechazar la manipulación manual y mecánica de los seres naturales, sino también a negar su consideración teórica más o menos idealizada en el contexto de una disciplina formal como es la matemática. En toda la tradición aristotélico-escolástica física y matemática son disciplinas con escasas relaciones entre sí, pues mientras una se ocupa de la cantidad en abstracto, la otra tiene como tarea la descripción y explicación de objetos con propiedades, no sólo cuantitativas sino también cualitativas. Por otro lado, en tanto que el matemático hace abstracción de todo movimiento, el físico se ha de ocupar prioritariamente del tipo de movimiento o de cambio que es propio de los seres naturales, el cual no debe ser reducido a relaciones espacio-temporales medibles. Y es que la Naturaleza no es prioritariamente algo mensurable.
Esto quiere decir que nos hallamos ante una física cualitativa cuyo objetivo no es establecer leyes, sino conocer los fines que obran en el mundo natural y que básicamente se reducen a uno sólo: si los animales tienden a preservar la vida del individuo y de la especie, a lo que propende el conjunto de los seres naturales es a mantener el orden existente en el cosmos. Frente a la noción de caos, el término cosmos nos habla de un mundo ordenado, lo cual en Aristóteles remite a una finalidad intrínseca a la Naturaleza misma en virtud de la cual, aun cuando la presencia de mutación y cambio sea signo de imperfección (sólo lo inmutable es perfecto), la capacidad inmanente a los seres naturales de dirigirse por sí mismos a los lugares que le son propios en función de sus elementos constituyentes, garantiza la permanente restitución del orden constantemente perdido y vuelto a hallar. Así, por poner un ejemplo, los piedras no caen porque algo, o bien las empuje como sucede en la física cartesiana, o bien las atraiga según defiende Newton, sino porque por sí mismas tienden a situarse en su lugar, esto es, en la región más próxima al centro del mundo. Es, pues, asimismo una física teleológica, de la que en la actualidad conservamos únicamente el nombre, no habiendo permanecido nada de su contenido.
Aristóteles se presenta así como el iniciador de una larga tradición que llega hasta el siglo xVII, en la que la Naturaleza es considerada de modo especulativo o teórico, sin intención pragmática alguna y, también, sin ser requerida mediante experimentos a responder a nuestras preguntas. En este sentido, puede hablarse de una Naturaleza contemplada, y no interrogada, como característica del modo aristotélico de aproximarse cognitivamente a ella.
EL MODO GALILEANO DE INTERROGAR A LA NATURALEZA
A mediados del siglo xVI se publicó la famosa obra de Copérnico, De Revolutionibus Orbium Coelestium (1543), en la que se proponía una radical modificación de la astronomía consistente en sustituir la concepción geocéntrica del mundo, imperante hasta entonces, por otra heliocéntrica. La Tierra abandonaba así no sólo su posición central sino también el estado de reposo del que sus habitantes habían creído disfrutar durante tantos siglos. Ello originó lo que posteriormente se denominaría la «revolución copernicana», que constituye, a su vez, uno de los elementos desencadenantes de la «revolución científica» que tuvo lugar en las primeras décadas del siglo xVII y que incluye a Galileo entre sus grandes nombres propios.
No es posible analizar aquí en qué medida las importantes transformaciones producidas en astronomía obligaron a un radical replanteamiento de las tesis físicas y cosmológicas aristotélico-escolásticas, que habían sido formuladas para un mundo geocéntrico y aplicables exclusivamente a él. El hecho es que, según la afortunada expresión de I. B. Cohen, era necesario construir «la física de una Tierra móvil», ya que «no cabe dudar que el cambio desde el concepto de una Tierra estacionaria a una Tierra en movimiento implicó necesariamente el nacimiento de una nueva física» (Cohen, 1989: 24). Esa nueva física no es otra que la física inercial, en la que categorías fundamentales de Aristóteles, tales como «movimiento natural», «movimiento violento», «lugar natural», «reposo natural», «pesantez», «ligereza», etc., desaparecerán para siempre, siendo sustituidas por otras sobre las que se sustentará una nueva teoría general de los movimientos y, en consecuencia, también de la materia, del espacio y del tiempo. Nos hallamos en los umbrales de la llamada ciencia moderna.
Pero todo este cambio conceptual implicó asimismo un cambio metodológico, o si se quiere, una nueva manera de abordar el estudio de la Naturaleza. Limitándonos a lo que aquí interesa, lo cierto es que bastaría con negar todas y cada una de las características propias del modo aristotélico de hacer física para dar cuenta del modo galileano. Veámoslo.
En primer lugar, hay que decir que Galileo parte de una posición radicalmente opuesta a la de Aristóteles y, en cambio, muy próxima a la de Arquímedes, en lo referente al papel que las máquinas simples pueden jugar en el estudio del movimiento. Ya no se tratará de examinar los movimientos de los cuerpos sin provocar la menor modificación de sus condiciones «naturales», sino que, muy al contrario, se hará todo el uso posible de tales máquinas simples o aparatos como planos inclinados, péndulos, compases geométricos, imanes o termoscopios, etc. Ello explica la pronta disposición que Galileo tuvo para construir un telescopio con el que observar los cielos nada más conocer la noticia de su invención en Holanda, así como el enorme recelo que los escolásticos mostraron ante el nuevo artilugio.
En el fondo hallamos una nueva actitud, que caracterizará a numerosos autores del siglo xVII (y a Descartes de forma muy especial), ante los seres artificiales o fabricados y su relación con los seres naturales. Lejos de la rígida frontera establecida por Aristóteles, la aproximación entre unos y otros será cada vez mayor, debido a varios factores. Por un lado, los seres naturales dejan de ser entendidos en función de un principio intrínseco de actividad espontánea, a lo cual contribuyen notablemente las nuevas ideas inerciales. Ello supone que la materia «bruta e inanimada» pasa a ser incapaz de iniciar o finalizar un determinado estado por sí misma, resultando que toda variación de estado ha de atribuirse a la intervención de fuerzas externas.
A su vez, esta manera de entender la materia facilita su manipulación mecánica, de modo que dicha manipulación ya no será vista como una forma de «violencia» que impida la culminación de las tendencias naturales de los cuerpos. Una vez desaparecidas tales tendencias y, en general, todo tipo de planteamiento teleológico, ningún obstáculo teórico se erige en contra de la capacidad humana de maniobrar sobre los objetos con ayuda de instrumentos o aparatos. De ello se obtiene una doble ventaja: una mejor comprensión del comportamiento de dichos objetos y un mayor rendimiento práctico o técnico.
Por otro lado, con el transcurso de los siglos, las antiguas máquinas, siempre necesitadas de la acción del artesano que se sirve de ellas, fueron cediendo el paso a los modernos mecanismos que funcionan parcialmente por sí solos, como es el caso de los relojes mecánicos, que no precisan de la acción constante del relojero. Ellos se convertirán en el nuevo término de referencia de los seres naturales, en el sentido de que ahora será el funcionamiento mecánico de estos seres artificiales o fabricados el que permitirá desentrañar el modo de operar de aquéllos. Así, frente a la aproximación aristotélica de los seres inanimados a los animados en la medida en que, en el fondo, todo está dotado de forma o de «anima», diversos autores del siglo xVII apostarán por la idea de una Naturaleza «desalmada» o privada de alma (esta última pasará a ser considerada patrimonio exclusivo de los seres racionales), depurada de connotaciones antropomórficas, que más se asemeja a un mecanismo de relojería que a un «Gran Animal» (metáfora ésta muy empleada durante el Renacimiento).
Todo ello da cuenta de la gradual sustitución del antiguo paradigma animista por otro de características mecanicistas, según el cual la Naturaleza es entendida por analogía con una máquina. La prioridad corresponde ahora, por tanto, al ser artificial. La física animista u organicista ha de ser reemplazada por una física mecanicista que, en general, se presenta asociada a otros elementos igualmente antiaristotélicos: la consideración matemática del objeto físico, la posibilidad de experimentación sobre dicho objeto y la estrecha relación con la técnica en el marco de una concepción del saber que tiende a estrechar lazos con el tipo de tradición que representan las artes mecánicas.
La verdad es que subsumir cuanto acaba de indicarse dentro de un epígrafe referido al modo galileano de conocimiento, puede inducir erróneamente a atribuir al propio Galileo todo lo hasta aquí dicho. Si hubiera que elegir algunos nombres propios como especialmente significativos, sería preferible hablar del modo cartesiano para ejemplificar la mencionada transición del animisno al mecanicismo, y del modo baconiano en lo relativo a la reivindicación de las artes mecánicas y del ideal práctico del saber. Interprétese, por tanto, el título de este epígrafe de un modo laxo que más pretende dar cuenta del espíritu de una época que reflejar las aportaciones concretas de un determinado autor. De todas maneras, sí resulta pertinente referirse al sabio de Pisa cuando se trata de aludir al papel jugado por la matemática y la experimentación en la nueva manera de hacer ciencia.
Ya se mencionó anteriormente la forma arquimediana de proceder propia de Galileo, lo que quiere decir que no comparte el punto de vista aristotélico según el cual, todo tipo de intervención manual o mediante aparatos dificulta la espontánea manifestación de los seres naturales. Así, por ejemplo, en relación al tema de la caída de los graves, opta por estudiarlo interponiendo planos de diferente inclinación desde el caso en que dicha inclinación es máxima (plano vertical) hasta aquél en el que se reduce a cero (plano horizontal). De esta manera considera la gravedad, no en sí misma como Aristóteles, sino en tanto que modificada por máquinas simples, lo cual permite extraer importantes conclusiones acerca de la relación entre la oblicuidad del plano y la velocidad de caída. En efecto, dado que se trataba de determinar la proporcionalidad de caída libre de un cuerpo y dado, asimismo, que las medidas de tiempo no eran en exceso precisas, representaba una clara ventaja disminuir la velocidad haciendo que el cuerpo descendiera por planos cada vez menos inclinados.
En general, toda hipótesis explicativa ha de ser contrastada empíricamente, para lo cual no basta la simple observación de lo que la Naturaleza hace espontáneamente, sino que es necesario realizar experiencias provocadas, esto es, experimentos. Más aún, si se rechaza llevar a cabo operaciones destinadas a descubrir o comprobar ciertos fenómenos, se corre el serio riesgo, no ya de obtener una información limitada, sino de que esta información sea lisa y llanamente falsa. Así, Aristóteles mostró una acrítica confianza en la experiencia que proporcionan los sentidos, lo cual le condujo al error, entre otros, de considerar que la aceleración de caída es proporcional al peso.
No basta con contemplar la Naturaleza como meros espectadores silenciosos que se limitan a tomar nota de cuanto ocurre a su alrededor, sino que es preciso formularle preguntas, someterla a interrogación. Ello implica la formulación de hipótesis previas, no inducidas de la experiencia, de las cuales se deducen proposiciones que deberán estar formuladas de modo tal que sean empíricamente contrastables. A su vez, esa contrastación exigirá diseñar los correspondientes experimentos capaces de asegurar que los hechos responden afirmativa o negativamente a las preguntas formuladas; sólo entonces las hipótesis iniciales quedarán incorporadas al conjunto de la teoría o serán rechazadas. Tenemos así el método hipotético-deductivo, con respecto al cual todavía debe añadirse a lo ya dicho algo de la mayor importancia.
En primer lugar, todas nuestras afirmaciones acerca de la Naturaleza, ya se trate de hipótesis o de teoremas, deben poderse traducir al lenguaje de los números y de las figuras, esto es, al de las matemáticas, pues, según la conocida frase de Galileo, éste es el lenguaje de la propia Naturaleza. Ello significa que la llave para acceder al conocimiento de la realidad física ahora pasa por el establecimiento de las objetivas relaciones de carácter cuantitativo que es posible establecer entre los fenómenos, y no por la aprehensión de cualidades, tendencias o fines, resultado de una consideración antropomórfica de aquélla. Al físico interesará, por tanto, formular leyes, en vez de investigar supuestas causas ocultas. Así, en el caso de la caída de los graves, se tratará de saber, tal como afirma Galileo, no cuál es la tendencia que mueve a los cuerpos pesados a caer, sino más bien cuál es la ley conforme a la cual caen. El resultado es la ley de caída de los graves, ajena por completo a todo tipo de consideraciones teleológicas. En definitiva, los experimentos aportan información sobre conclusiones que han sido deducidas matemáticamente de las hipótesis.
Es claro que la matematización de la experiencia preconizada por Galileo no ha hecho sino afianzarse a lo largo de los siglos, abarcando regiones cada vez más amplias de fenómenos empíricos (movimiento, calor, electricidad, magnetismo, etc.). Ello ha dado lugar a la constitución de las diferentes ramas de la física (dinámica, termodinámica, electromagnetismo, etc.), hasta el punto de ser hoy inconcebible esta disciplina al margen de la matemática. Permanece, sin embargo, sin respuesta unánime la pregunta acerca de las condiciones de posibilidad de una física-matemática, por decirlo en términos kantianos. Es decir, sigue constituyendo un problema filosófico de gran alcance establecer la razón por la que una ciencia formal como es la matemática tiene, no obstante, aplicación a los fenómenos naturales con los cuales no es evidente que tenga vínculo alguno. El hecho de que los mencionados fenómenos se sometan a las prescripciones de la matemática constituye, en el siglo xx, una idea tan familiar como difícil de fundamentar.
Dejemos así insinuada esta cuestión, cuyo tratamiento desborda los límites de estas páginas, para pasar a analizar otro tema característico del método galileano. Las hipótesis no necesariamente han de construirse atendiendo a las condiciones reales en las que se desarrollan los hechos, sino que también cabe un modo de proceder, con frecuencia mucho más fecundo, que consiste en establecer ciertas condiciones ideales, definidas a partir de la simplificación de aquéllas. Como resultado se describen los llamados experimentos mentales, que tan relevante papel han jugado a lo largo de los tres últimos siglos (muy especialmente en teoría de la relatividad y en mecánica cuántica). Dichos experimentos mentales se conciben tomando como punto de partida experiencias reales de las que se abstraen aspectos o circunstancias físicas que más suponen un obstáculo que una aportación al objetivo de formular los principios o leyes físicas que rigen el proceso de que se trate. La historia de la ciencia pone de manifiesto, en efecto, que ésta es la manera como, en general, se han formulado las leyes más generales y, por tanto, mas fundamentales, de la física.
Limitándonos al caso galileano, tanto la ley de caída de los graves como la ley de inercia han sido establecidas siguiendo este procedimiento. Así, la primera de ellas se plantea en el vacío. Esto supone que para determinar cuál es la aceleración de caída y si es la misma para todos los cuerpos (con independencia del peso) conviene no tomar en consideración la resistencia del aire, o lo que es lo mismo, interesa situar el fenómeno en un medio sin resistencia, a pesar de que ésas no sean las condiciones empíricas reales. Según se ha comentado ya, Aristóteles jamás procedió de tal forma, pues pareciera que un sano empirismo aconsejaría no omitir aspectos de la manifestación empírica de lo real. Pero, al no simplificar dichos aspectos, tampoco logró advertir que la aceleración de caída es proporcional al tiempo y no al espacio o que aceleración y peso son variables independientes. Galileo formula, en consecuencia, una ley denominada precisamente ley de caída libre, en la que las diferencias halladas entre la caída ideal y la real se atribuyen a la mencionada resistencia del aire.
Pero sin duda el caso más paradigmático es el de la ley de inercia (no formulada como tal ley por Galileo sino por Descartes primero y por Newton después). En condiciones reales, ningún cuerpo se mueve en línea recta y con velocidad uniforme hasta el infinito sino que, muy al contrario, todo movimiento rectilíneo tiene principio y final, es decir, comienza y acaba. Esto es pues lo que Aristóteles eleva a la categoría de principio: el movimiento de los cuerpos terrestres (que son los que se desplazan en línea recta; los celestes obviamente no) es siempre finito, pues para que permanecieran en movimiento constante sería necesario la acción constante de un motor. Tal cosa, sin embargo, no se observa; luego cabe considerar fundado el mencionado principio.
Al aplicar el planteamiento aristotélico al caso de una hipotética Tierra móvil, resultaría que, o bien todos los graves y proyectiles participan de ese movimiento mientras ascienden y descienden por el aire, lo que supone que se desplazan horizontalmente hacia el este sin que nada los empuje, o bien el movimiento de la Tierra debería afectar de manera perceptible a cuanto viaja con ella, de modo que, por ejemplo, tendría que observarse cómo los graves caen transversal y no perpendicularmente al suelo (puesto que mientras lo hacen, la Tierra está girando). Ahora bien, dado que tal cosa no se observa, esto es, puesto que los vemos caer verticalmente, quiere decirse que la Tierra no se mueve. De lo contrario, habría de admitirse ese desplazamiento horizontal de todos los cuerpos hacia el este, pero sin poder identificar el correspondiente motor que los impulsa en esa dirección. Éste fue el tipo de razonamiento sistemáticamente opuesto por los aristotélico-escolásticos a los partidarios del movimiento terrestre, y justo es reconocer que resulta convincente en tanto no se modifique la teoría del movimiento que lo sustenta. Tal modificación pasa por analizar el fenómeno del movimiento en condiciones no reales, según hizo Galileo.
Consideremos el caso de un plano horizontal, tan pulido como un espejo, sobre el que si sitúa una bola perfectamente esférica, de materia durísima. Al carecer de inclinación, la bola ni acelerará (descenso por un plano inclinado) ni desacelerará (ascenso por dicho plano), de modo que si parte del reposo, permanecerá en ese estado indefinidamente. La cuestión es cuál será su comportamiento en el caso de que su estado inicial sea de movimiento. Según el planteamiento aristotélico, así continuará durante un cierto tiempo hasta finalmente detenerse y, en efecto, esto es lo que observaremos en cuantas experiencias reales llevemos a cabo.
Galileo, sin embargo, pide que «hagáis abstracción del aire, con la resistencia que ofrecería al estar a la intemperie, y de todos los demás obstáculos accidentales que se os puedan ocurrir», tal cual sería el rozamiento del plano, por pulimentado que esté (Galilei, 1994: 129). Es decir, se trata de estudiar el desplazamiento de un móvil en un plano horizontal y, por tanto, en una dirección del movimiento que no es la de la gravedad (siempre perpendicular al suelo), abstracción hecha de toda circunstancia externa distinta de la mencionada, de modo que no se toma en cuenta el rozamiento del plano o la resistencia del aire. En tales condiciones, puede afirmarse que el móvil avanzará indefinidamente o, como el propio Galileo dice literalmente, el movimiento será «sin fin, esto es, perpetuo» (Galilei, 1994: 130).
Enunciado lo anterior en forma de ley o principio (cosa que este autor no hace), se diría que todo cuerpo permanece en su estado de reposo o de movimiento (uniforme y rectilíneo) en tanto el contacto con los demás, según formulación cartesiana (Descartes, 1991: 107), o bien en tanto que una fuerza impresa, según formulación newtoniana (Newton, 1987: 135), no le obligue a modificarlo. Dicho de otro modo, en ausencia de impedimentos externos, todo cuerpo se comporta inercialmente, lo que significa que puede mantenerse en movimiento sin necesidad de motor alguno. Si de hecho no observamos movimientos hasta el infinito se debe a que, en condiciones reales, siempre están presentes tales impedimentos que hacen imposible su continuación indefinida. Así, mientras en Aristóteles un movimiento constante exige un motor constante, en el nuevo planteamiento una velocidad constante supone que no opera causa alguna (lo que exigirá una causa o fuerza constante es la aceleración constante).
A partir de estas premisas antiaristotélicas, es posible extraer importantes consecuencias susceptibles de ser sometidas a corroboración experimental. En concreto, este planteamiento transformará radicalmente tanto el antiguo análisis del movimiento de proyectiles (concebido ahora a partir de la composición vectorial de una trayectoria vertical acelerada y de otra horizontal inercial), como la teoría de los movimientos celestes, en la medida en que, al serles asimismo aplicables la ley de inercia, habrá de investigarse qué factores externos son los responsables de que no se desplacen con movimiento uniforme y en línea recta, abandonando sus órbitas. También será preciso interrogarse por las causas extrínsecas responsables de la caída acelerada y, por tanto, no inercial de los cuerpos. Según es bien conocido, la teoría newtoniana de la gravitación universal señalará a la fuerza de gravitación como la causa común del movimiento no inercial de los cuerpos, ya sean terrestres o celestes. Ello quiere decir que sólo podría observarse un movimiento inercial en condiciones ideales tales que, primero, existiera en el mundo un sólo cuerpo y, segundo, se trasladara en el espacio vacío, pues sólo entonces se cumpliría la doble condición relativa a la carencia de toda fuerza atractiva (ligada a la sola presencia de una segunda masa en cualquier punto del espacio) y a la completa ausencia de resistencia.
La ley de inercia constituye, por tanto, un ejemplo paradigmático de enunciado formulado en condiciones no reales, por lo que jamás hubiera sido introducido por la física antigua. En cambio, en la modernidad se convierte en el pilar de la nueva teoría de los movimientos que precisa un mundo del cual forma parte una Tierra móvil. Y es que, en efecto, en lo relativo al problema que históricamente está en el origen de la necesidad de transformar la mencionada física antigua (el movimiento de la Tierra), lo cierto es que el planteamiento inercial permite explicar sin mayor dificultad cómo se mueven los cuerpos en un sistema a su vez móvil, dado que, sin necesidad de motor, todo cuerpo compartirá el movimiento del propio sistema aún sin estar en contacto con él. En consecuencia, todo se moverá de la misma manera en un sistema en reposo que en un sistema en movimiento (inercial), de forma que, desde dentro del sistema, nada es posible decidir acerca de su estado. Contrariamente a los escolásticos, hay que afirmar que, para nosotros sus habitantes, el movimiento de la Tierra es indecidible [3]. Principio de inercia y principio de relatividad comenzarán a recorrer conjuntamente un camino que se inicia en Galileo y conducirá hasta Einstein.
Resumiendo todo lo dicho, hemos opuesto el modo galileano de proceder al viejo modo aristotélico