LOS BORRACHOS
Fotog. M. Moreno
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ANTIGUA CULTURA Y DECADENCIA ESPAÑOLA.
España, desde el tiempo de los Reyes Católicos, hasta que nuestra cultura murió sofocada por el espíritu centralizador de la monarquía absoluta y la intolerancia religiosa, fue con relación al estado general de la época, un pueblo tan civilizado y progresivo como la Inglaterra y la Alemania de ahora. Italia era más artística, Francia más fastuosa, ninguna potencia hubo más ilustrada que España. En tanto que el Aretino, dice despreciativamente, que los pobres son los insectos de los hospitales, Jofre funda en Valencia el primer manicomio que ha existido en el mundo; y Pedro Ponce de León y Juan Bonet, enseñan a leer y escribir a los sordo-mudos: mientras la Sorbona de París, llama a la imprenta arte maldito y manda quemar a Roberto Estienne, por haber puesto números arábigos a los versículos de la Biblia, nuestro cardenal de Burgos, dice que por mucho que escribiera para alabar el arte de impresión de libros no acabaría nunca; y poco después el embajador de España en Roma ruega al rey que no se deje arrebatar el privilegio de la creación de imprentas, y que recabe la independencia y libertad del invento, desde el doble punto de vista de la industria y del derecho: mientras la universidad de Lovaina hace la primera lista de obras prohibidas, dando a los papas la idea funesta del Índice, aquí se exime a los impresores de toda clase de tributos, y las Cortes declaran libre la entrada de libros en España. A mediados del siglo XVI tomó tal vuelo entre nosotros la enseñanza, que en Galicia las Ordenanzas de Mondoñedo castigaban con tres años de destierro a los padres cuyos niños no iban a la escuela; se prohibía que pudieran ser alcaldes los que no sabían leer y escribir; y en Madrid se multaba en dos mil maravedís al hombre cuyos hijos no iban al estudio municipal, con lo que se procuraba secularizar la enseñanza, evitando que la juventud acudiese a las cátedras de los frailes. En la España de aquel tiempo brillaron Alonso de Córdova, cuyas tablas astronómicas se usaban en Italia; Vasco de Piña, que calculó las declinaciones del sol para la isla de Santo Domingo; Luis Vives llamado a Oxford, por el rey de Inglaterra, para que instruyese a su familia; Alonso de Santa Cruz, descubridor del arte de trazar mapas, que hoy lleva el nombre de Wright; Fernán Pérez de la Oliva, que intentó descubrir el telégrafo magnético;[1] Guillén, que inventó la brújula de variación; Diego de Zúñiga, que defendió el sistema copernicano cuando lo rechazaba Europa entera; Juan de Urdaneta, que inquirió la causa de los ciclones; Pedro Núñez, que construyó el micrómetro llamado nonius, apenas perfeccionado en tres siglos; Rivero, que inventó las bombas de metal para achicar el agua de las naves; Jerónimo Muñoz, que calculó las trayectorias de los proyectiles; Juan Pérez de Moya, que vulgarizó el estudio de las matemáticas; Rojas, cuyo astrolabio usaba Galileo; Juan Escribano, que inició la aplicación del vapor como fuerza motriz; Rojete, catalán o gallego, pero de fijo español, que construyó el primer telescopio, llegando a tener doce, entre ellos uno cuya lente convexa media veinticuatro pulgadas de diámetro, por lo cual, Sirturo llama a la construcción de telescopios arte hispano; Martín Cortés, que descubrió el polo magnético antes que Libio Sanuto; Pedro Ciruelo, que redactó el primer tratado de la ciencia del cálculo; doña Oliva Sabuco, que escribió la Filosofía de las pasiones antes que Alibert; el admirable médico Juan Huarte, precursor del moderno positivismo; Andrés Laguna, que creó un jardín botánico en Aranjuez antes que lo hubiera en Montpellier y en París; Fernández de Oviedo y José de Acosta,[2] por quienes Humboldt ha dicho que los españoles fueron los fundadores de la física del globo. Francia e Inglaterra estuvieron un siglo aprendiendo de nuestros marinos el arte de navegar; Holanda y Portugal no hicieron sino seguir nuestras huellas; la gran República de Venecia, única potencia que estaba en condiciones de hacer tanto como nosotros, consideró con estrechez de miras el descubrimiento del Nuevo Mundo: Mare nostrum podían decir todas las naciones latinas contemplando el Mediterráneo: sólo España se atrevió a exclamar contemplando el Océano, ¡Plus Ultra! Nuestra grandeza no fue como vulgarmente se cree exclusivamente militar. En ciencias y artes hubo, a pesar de la Inquisición, hombres eminentes y gozaron algunos tanta libertad, que Francisco de Villalobos, médico de la Reina Católica, pudo decir sin que le viniera perjuicio, frases tan arriscadas como esta: Yo no hablo con teólogos: y si los filósofos se acogen a ellos harán como los malhechores que se acogen a la Iglesia. Puede, en fin, afirmarse, que desde Fernando V e Isabel I, hasta la muerte de FelipeII, no hubo problema científico que no se iniciase o hallara eco en España, ni varón ilustre en materia de ciencias que no estuviese en relación con nuestra patria[3].
Tras tanta grandeza vino la decadencia, siendo todos culpables de ella, la monarquía por absorbente, el clero por fanático, la nobleza por ignorante y el pueblo por holgazán y envilecido. Cuesta gran trabajo creer los desaciertos, torpezas e indignidades en que incurrían todas las clases del Estado, durante los reinados de aquella funesta dinastía que comenzó en una pobre loca y acabó en un desdichado imbécil. Pasó como un sueño, costosa manía de grandezas, la gloria militar de Carlos I: tras los males engendrados por la ambición y el despotismo, vinieron la estéril crueldad de FelipeII por conservar lo adquirido, la devoción relativamente mansa con que FelipeIII imaginaba merecer del cielo lo que no sabía procurar en la tierra, y subió por fin al trono aquel FelipeIV a quien sus cortesanos llamaban Filipo el Grande, pero de quien nadie se acordaría hoy si no le hubiese retratado Velázquez.
El amante de María la comedianta y Margarita la monja, sin ser hombre de mala índole, fue detestable rey: nacido acaso para que en él se mostrase de qué modo ciertas instituciones tuercen y bastardean la condición humana; porque así como las alturas de la Naturaleza causan el vértigo, en las cumbres sociales la tentación triunfa de la voluntad y la lisonja sofoca la virtud.
FelipeIV, fiándolo todo y descansando de todo en sus privados, a la mañana iba de caza, a la tarde ponía rejones, y de noche buscaba en los camarines del Retiro y en las celdas de San Plácido aventuras con que olvidarse de que los tercios morían de hambre en los Países Bajos y Portugal se alzaba independiente.
No quedó por entonces en el país manifestación de actividad que no se debilitara ni sentimiento que no se bastardease. El espíritu religioso inspirador de Los nombres de Cristo y El símbolo de la fe produjo libros como la Ensalada hecha con yerbas del huerto de la Virgen y La buenaventura que dijo un alma en trage de gitana a Cristo. Los estudios relacionados con las ciencias llegaron a mirarse con tal indiferencia que, así como FelipeIII había encomendado a su confesor la presidencia de una junta solicitada por el general Conde de Villalonga para la reforma de la artillería, FelipeIV confió a una reunión de teólogos el proyecto de canalización del Manzanares y el Tajo, los cuales piadosos varones rechazaron la idea diciendo que, «si Dios hubiera querido que ambos ríos fueran navegables, con un solo fiat lo hubiese realizado, y que sería atentatorio a los derechos de la Providencia mejorar lo que ella, por motivos inescrutables, había querido que quedase imperfecto».
La corrupción e inmoralidad del clero en aquellos días fue aún mayor que su ignorancia: las Cartas y los Avisos de Pellicer, de Barrionuevo y de otros curiosos, a quienes se puede considerar como predecesores del noticierismo moderno, hacen mención de multitud de clérigos presos y castigados, no sólo por robos, homicidios y asesinatos, sino por ser actores de pecados nefandos.
Rayaba la credulidad en insensatez: Andrés de Mendoza cuenta en serio que un día «en San Ginés, un fraile descalzo francisco, de grande opinión de santidad, se arrebató en éxtasis, en el cual, desde la mitad de la iglesia, fue hasta el altar por el aire, y en él se estuvo un cuarto de hora mirando el Santísimo Sacramento a vista de gran pueblo, que le hizo pedazos el hábito, a que suplió la piedad y grandeza de la señora duquesa de Nájera».
España se cubrió de conventos. En Madrid, por ejemplo, donde los Reyes Católicos, de cuya piedad no se puede dudar, habían creado sólo tres, y Carlos I no más de cinco, FelipeII fundó diecisiete, FelipeIII catorce y FelipeIV otros tantos. Lo que sucedía en las comunidades de mujeres no se puede referir limpiamente. Proceso hubo a consecuencia del cual se descubrió que las pobres reclusas llamaban al Espíritu Santo El Quemón, porque al arrodillarse ante el confesionario se les encendía la sangre.
El pueblo, vejado, explotado, oprimido, sin poder creer ni esperar en nadie, se envilecía en la holganza favorecida por la sopa boba, formulando luego su indignación y su escepticismo en refranes que decían: en larga generación hay un fraile y un ladrón; nunca vide cosa menos que de frailes y obispos buenos; a la puerta de hombre rezador no pongas tu trigo al sol; reniega de sermón que acaba en daca; parece tonto y pide para las ánimas; fíate en la Virgen y no corras.
El Rey, para ocultar sus pecados, hacía que profesasen muchos de sus hijos bastardos, y los caballeros ricos se arruinaban por cómicas ingertas en cortesanas, como la María Beson, «que vino de Francia tan cargada de escudos como de enfermedades», o la Antonia Infante, que usaba en la cama sábanas de tafetán negro.
Y a tal nación, tal corte. Madrid, consumido de pobreza, por cualquier pretexto ardía en fiestas. En Palacio, tan pronto se gastaban millones para recibir a un príncipe extranjero, como un bufón había de prestar dos reales para comprar confites a la reina; los soldados, sin paga, se acuchillaban en las calles, mientras llegaban las nuevas de que el francés o el flamenco nos habían derrotado en los campos y el inglés nos había pirateado en los mares.
FelipeIV se divertía en las solemnidades de la Iglesia, en las ceremonias de Palacio, en los aposentos del teatro, en los bosquecillos del Retiro; el vulgo alto y baja gozaba comentando aventuras de grandes y pequeños, y el clero a todos les absolvía de todo con tal de que no sufriesen merma sus rentas ni ataque su jurisdicción.
De entre aquel envilecimiento general únicamente solía alzarse de cuando en cuando la protesta de algún espíritu valiente, magistrado, predicador o literato que condenaba tanta vergüenza: por ejemplo, la voz honrada y atrevida del obispo de Granada, don Garcerán Albanel, que osó denunciar a FelipeIV los abusos del Conde-Duque y la pluma del gran Quevedo.—«¿Podrá uno—dice éste—ser monarca y tenerlo todo sin quitárselo a muchos? ¿Podrá ser superior y soberano y subordinarse a consejo? ¿Podrá ser todopoderoso y no vengar su enojo, no llenar su codicia y no satisfacer su lujuria?»
Mucho debió de menguar el amor a la monarquía por entonces, pues en pocos años se descubrieron y castigaron temerosas conspiraciones fraguadas por poderosos y nobles. Don Carlos Padilla y el Marqués de la Vega de la Sagra mueren en el patíbulo por intentar rebelarse contra el Rey; el Duque de Híjar, acusado de querer alzarse con Aragón, sufre tormento; del gran Duque de Osuna se sospecha que soñó con el trono de Nápoles, dando ocasión a que Villamediana dijese:
También Nápoles dirá
que Osuna la saqueó:
así lo creyera yo
si el Duque fuera un bajá;
que no porque rico está
usurpó bienes ajenos:
antes, por respetos buenos,
fue tan humilde, que el Rey,
le dio oficio de Virrey
y aspiró a dos letras menos.
El Marqués de Ayamonte expiró en un cadalso, demostrada su intervención en aquella trama urdida para hacer a Andalucía república independiente, y por la cual se dijo:
Justamente se quería
el de Medina-Sidonia
alzar con algunas tierras,
pues que han de perderse todas.
Por último, en Cataluña, las familias más ilustres, poniéndose de parte del pueblo, se vuelven contra la Corona; y en Portugal, el Duque de Braganza, obedeciendo a las instigaciones de su mujer que le decía: «más quiero ser reina una hora que duquesa toda la vida», se hace soberano con el nombre de Juan IV. Cuáles no serían los errores del monarca, cuando Cánovas del Castillo, en sus Estadios del reinado de FelipeIV, dice: «Ningún punto de la historia de España parece tan averiguado como que únicamente la ociosidad, la ignorancia, el afán de goces de Felipe IV, juntamente con la ineptitud y tiranía de Olivares, su principal Ministro, fueron las causas del levantamiento de Portugal en 1640.»
Muertas las Cortes, sofocada la independencia municipal desde Carlos I, absorbida la vitalidad de las villas y ciudades por el espíritu centralizador de los privados, y menospreciado el trabajo por la engañosa abundancia del oro que venía de América, nuestro poderío se desmoronó hasta quedar convertido en escombros lo que fue soberbio monumento. De aquellas tres palabras que simbolizaron la antigua grandeza española, Dios no era comprendido, el Rey estaba endiosado y la Patria estaba moribunda.
Mas a modo de consuelo para tanta vergüenza, como en resarcimiento de reinos arrebatados y humillaciones sufridas, quedaron en nuestra historia intelectual dos manifestaciones gloriosas del genio español: la riqueza extraordinaria de la producción literaria y el florecimiento de la pintura. Lope y Cervantes, Velázquez y Murillo, recuperaron para la Patria en los dominios de la belleza aquella estimación y supremacía que perdimos en lo político y material por la ineptitud y bajeza de los altos poderes del Estado.
RÁPIDA RECORDACIÓN DE NUESTRA PINTURA HASTA FINES DEL SIGLO XVI.
El examen de lo que fue en España la pintura hasta fines del siglo XVI no cabe aquí, ni aun hecho someramente; porque es materia que sólo para recopilar y ordenar lo que se ha escrito exigiría muchas páginas. Basta a nuestro propósito decir que según iban los reyes ganando tierras en la reconquista, a medida que magnates, nobles, abades y prelados se enriquecían, despertaba en ellos el amor del lujo, una de cuyas primeras consecuencias es el desarrollo y florecimiento de las artes: y claro está que entonces, como siempre, lo que unos hicieron por vanidad y ostentación, otros lo harían por buen gusto y delicadeza de sentimientos.
Gracias a escrituras, privilegios, donaciones, contratos y otros papeles que los investigadores laboriosos han encontrado en los archivos, se sabe que en plena Edad Media hubo aquí artistas notables cuyas obras se han perdido; abundan las referencias, o descripciones de lo que hicieron, y aun en algunos casos constan las cantidades que se les dieron en pago: pero la verdad es que desde don Lázaro Díaz del Valle y Cean Bermúdez hasta hoy, cuantos escritores han tratado de poner en claro los orígenes de nuestra pintura no han hecho, porque no podían hacer otra cosa, más que barajar unos cientos de nombres y repetir las mismas noticias. Muchas son las que permiten asegurar que hubo por aquellos tiempos artistas habilísimos aunque se ignora dónde aprendieron, cómo empezaron a formarse, y en qué diversas tendencias o ideales se inspiraban. Lo único indudable es que en los siglos XIII y XIV monarcas, municipios y cabildos les empleaban a su servicio remunerándoles espléndidamente; prueba de que gustaban sus obras. Hasta en los más vulgares compendios de la historia del arte se cuenta que Julián Pérez trabajó para Alfonso el Sabio, y Rodrigo Esteban para Sancho IV; que Raymundo Torrent y Miguel Fort pintaron en Zaragoza a la manera italiana y que Juan Cesiles ajustó con una iglesia de Reus un retablo en más de trescientos florines.
Desde los comienzos del siglo XV aparecen ya artistas de cuyas obras se tiene más conocimiento, y algunas se conservan, aunque sea dificilísimo precisar el nombre de sus autores. Se sabe también que los reyes se complacían en atraer a sus cortes a excelentes pintores extranjeros: don Juan I de Castilla protege a Gerardo Starnina, florentino; don Juan II a Dello; en 1428 viene Juan Van-Eyck; Jorge Inglés trabaja para el Marqués de Santillana, y cuantos autores han estudiado tan interesante materia, hablan de Juan de Borgoña, y citan como envuelta en dudas la misteriosa figura de un Juan Flamenco cuya personalidad nadie ha logrado poner en claro, pues al paso que unos pretenden ver en él al mayor de los Van-Eyck, quieren otros que sea Memling. Muy apreciada debía de estar aquí la buena pintura cuando el papa Martín V mandó a don Juan II como gran obsequio un pequeño tríptico de Rogerio Van der Weyden.
Lo más interesante para nosotros es que junto a estos nombres extranjeros comienzan luego a sonar apellidos españoles como Juan de Segovia, Gumiel, Zamora, Gallegos, Aponte, Berruguete, lo cual demuestra que simultáneamente a la producción de los venidos de tierra extraña, comenzaban a desarrollarse y brillar las facultades de los que aquí les tomaron por maestros. Las causas que promovieron y facilitaron esta enseñanza fueron de diversa índole: en primer lugar, con relación a época más remota, la venida y permanencia larga de aquellas cuadrillas de artistas, artífices y obreros que construyeron las catedrales, debió de influir mucho en nuestra cultura: y luego las relaciones frecuentes y comunicación diplomática de nuestros reyes con los soberanos extranjeros contribuirían también, por el cambio de regalos, a que la gente rica se fuese aficionando a la pintura que ya en Flandes y en Italia era principal ornato de templos y palacios. Ello es de suerte que el siglo XV nos ha legado gran número de tablas pintadas por diferentes artistas que forman lo que vulgarmente se llama antigua escuela de Castilla, creada por la doble y coetánea imitación de lo que aquí hacían o nos enviaban los flamencos e italianos.
Determinar claramente la parte de ideas y hasta de procedimientos que a cada una de esas maestrías corresponde, sería punto menos que imposible. Es también aventurado asegurar, como han pretendido algunos críticos y aficionados, que en Cataluña y Aragón imperase sólo la influencia flamenca, y en Castilla y Andalucía la italiana: aquélla se inició antes, mas luego la acción de ambas fue casi simultánea, por lo cual en las obras de algunos pintores españoles de entonces se observa que buscaban, por ejemplo, al mismo tiempo el carácter y personalidad de las figuras a semejanza de las escuelas de Colonia y de Brujas, y la impresión de color al modo de las escuelas de Siena y de Florencia.
Esta fase de la pintura nacional, primera que se puede estudiar con algún fundamento, corresponde en su más alto grado de desarrollo al reinado de los Reyes Católicos, bajo cuyo gobierno, según el Cura de los Palacios, se vio España más triunfante y más sublimada, poderosa, temida y honrada que nunca fue[4].
Menéndez Pelayo, a quien es tan grato como forzoso consultar en todo lo que se refiere a la historia de la cultura española, sintetiza en estas palabras la significación de los artistas de aquel período.
«Al lado de la enérgica vitalidad que en aquel fin de siglo mostraba la escultura, produciendo obras que antes ni después han sido igualadas en nuestro suelo, parecen pobre cosa los primeros conatos de la pintura, oscilante entre los ejemplos del arte germánico y los del italiano, y más floreciente en la corona de Aragón que en la de Castilla, como lo prueba la famosa Virgen de los Conselleres, de Luis Dalmau, memorable ensayo de imitación del primitivo naturalismo flamenco. Pero fuera de esta y alguna otra excepción muy señalada, las tablas que nos quedan del siglo XV, interesantísimas para el estudio del arqueólogo, y no bien clasificadas aún, dicen poco al puro sentimiento estético, y los nombres de sus obscuros autores Fernando Gallegos, Juan Sánchez de Castro, Juan Núñez, Antonio del Rincón, Pedro de Aponte, no despiertan eco ninguno de gloria. Sin embargo, el progreso de unos a otros es evidente: ya Alejo Fernández rompe la rigidez hierática y realiza un notable progreso en la técnica. Y por otra parte, la pintura mural y decorativa tiene alta representación en las obras de Juan de Borgoña. El arte pictórico español, propiamente dicho, el único que tiene caracteres propios y refleja el alma naturalista de la raza, no ha nacido aún: tardará todavía un siglo en nacer, un siglo de tímida y sabia imitación italiana que cubre y disimula el volcán próximo a estallar»[5]. Ciertamente las obras a que se refieren estas observaciones atinadísimas, dicen poco al puro sentimiento estético, porque están basadas en la imitación, y sus autores, aunque más o menos hábiles, carecieron de espíritu propio: mas en cambio, se puede afirmar que por su misma simplicidad y candor satisfacían perfectamente al fervor religioso que las inspiraba. Las composiciones de estas pinturas no eran verdaderos cuadros hechos sólo para ornato y gala permanente de habitaciones, sino pequeños oratorios portátiles, dípticos o trípticos, tablas encharneladas, como se les nombra en el lenguaje de la época, y estaban todas fundadas en asuntos devotos. Los reyes, capitanes y grandes señores las llevaban a las guerras, y en sus viajes sufriendo las consiguientes vicisitudes: lo que hoy estaba en un campamento, mañana se veía en un castillo, y de la ignorancia o cultura del vencedor dependería siempre su suerte. Este linaje de pinturas debió de generalizarse extraordinariamente.
En las cámaras y tarbeas de los palacios, alcázares y casas que Isabel I tenía en Aranjuez, Granada, Sevilla, Toledo, Toro, Tordesillas, Segovia y Medina del Campo, hubo, según consta del inventario formado a su muerte, al pie de cuatrocientos sesenta cuadros, casi todos de devoción; y doña Juana la Loca dejó treinta y seis, sobre los que heredó de su madre. La prueba de que no sólo los monarcas poseían obras de esta índole, está en que muchas de ellas les eran regaladas, y sus autores debían de ser bien pagados cuando se sabe que Fernando V mandó dar a Michel Flamenco, pintor que fue de la reina nuestra señora que haya santa gloria, la suma de 116.666 maravedises, por todo el tiempo que había servido a la reina desde principios del año 1492 hasta que S. A. finó[6].
Carlos I llegó a tener más de seiscientos cuadros: conocido su poder, fácil es colegir los tesoros que acumularía en los palacios de los Países Bajos, de Italia y de España; sólo su tía doña Margarita de Austria, le legó más de cien pinturas: ni Francisco I de Francia, ni Enrique VIII de Inglaterra, llegaron a poseer riqueza parecida. Mas este tesoro ya no se componía exclusivamente de obras religiosas. El Renacimiento estaba en su apogeo; las auras paganas despertando el amor a la Naturaleza habían ingerido al arte savia nueva, y a los artistas creyentes que representaron con placido y sincero misticismo los relatos de los evangelistas, habían sucedido otros que, inspirándose en los cantos de los poetas gentiles, ponían su genio al servicio del sensualismo clásico, fingiendo en sus obras, con maravillosa potencia imaginativa, fábulas eróticas, hazañas de héroes, pasiones de dioses, desnudeces de mujeres, pero estos pintores, al poner el entendimiento y la mano en la tragedia del Calvario ni aun con la grandiosidad de la composición y la pompa del color, lograban suplir aquella honda y sincera emoción que agitó el alma de los fundadores de las escuelas primitivas. El Renacimiento fundado en el estudio de la antigüedad, fue revolución provechosísima al arte, porque le enseñó a amar la belleza sin cuidarse de su origen: pero haciendo que prevaleciese la fantasía sobre la piedad, le robó en general y en particular a la pintura ese algo misterioso e ingenuo independiente de toda condición externa que seduce y cautiva aun a los adoradores de la forma.
La pintura que durante más de dos siglos había tenido su exclusivo asiento en las iglesias, se enseñoreó también de los alcázares, varió de índole y hasta cuando decoró templos, los adornó como si fueran palacios.
No lo permite la extensión de este modesto trabajo, pero conviene fijarse en la acogida que aquí tuvieron las obras del Renacimiento para observar luego cómo varió su carácter y se modificaron sus tendencias.
Carlos I debió de ser gran admirador de sus creaciones, aun de aquellas donde más resplandecía la libre sensualidad del paganismo, pues si bien es cierto que al retirarse a Yuste llevó consigo gran número de cuadros de devoción, años atrás, según refiere Jusepe Martínez, había mandado pintar a Ticiano, además de un retrato, unos cuadros de unas poesías, que a no ser tan humanas, las tuviera por divinas, ¡lastima grande para nuestra religión!
FelipeII, que cuando escribía al mismo Ticiano le llamaba amado nuestro, le encargaba para sus palacios cuadros como los de Antiope, Venus y Adonis, y Diana y Calixto, de lo cual se infiere que no era mojigato en materia de arte; y FelipeIII y FelipeIV, siguieron reuniendo obras análogas en Madrid y el Pardo.
Durante este largo período, que abarca todo el siglo XVI, domina ya en España el gusto italiano en lo referente a los elementos de expresión que animan la obra pictórica: los más ilustres holandeses, Antonio Moro por ejemplo, sólo son buscados y seguidos como retratistas. En Valencia, pintan Juan de Juanes y Ribalta; en Andalucía, Luis de Vargas, Alejo Fernández y el divino Morales. Tomamos de Italia, la escrupulosidad en el estudio de los miembros del cuerpo, la manera de concebir y disponer el cuadro, el manejo de la luz, los contrastes y armonías del color, hasta los estilos y procedimientos de la ejecución, pero la tendencia del Renacimiento a que el arte fuese, ante todo, realización de belleza, ya nacida de los ideales de la mente, ya contemplada en las obras de la Naturaleza, el criterio amplio y libre hasta la audacia que florentinos, romanos y venecianos desplegaron en sus frescos y sus lienzos, halló pocos prosélitos en España.
Los monarcas, a quienes la Iglesia no entorpecía sus gustos personales por pecaminosos que fuesen, seguían adornando los palacios y casas de recreo con profanidades y mitologías: algunos grandes señores, hacían lo propio, según se desprende de lo que refieren varios escritores de aquel tiempo[7]; mas para la mayoría de la nación, el arte fue un mero auxiliar del sentimiento religioso.
Inútil es que haya quien se obstine en negarlo alegando que además de cuadros devotos, también se pintaban muchos de otros asuntos. Para persuadirse de lo infundado de esta afirmación, basta considerar que entre los miles de lienzos del siglo XVII, que se conservan en España, son poquísimos los que representan episodios históricos o escenas de costumbres, y en cambio es incalculable el número de los inspirados en el Viejo o el Nuevo Testamento, y en las vidas de los santos: hasta los floreros se solían disponer de modo que sirvieran de marco a alguna imagen sagrada: retratos se hicieron en abundancia, pues siempre sobra lo que radica en la vanidad humana, y no escasean los bodegones, porque muchos artistas tomaban este género por vía de estudio: de lo que apenas hay rastro, es de la pintura que pudiéramos decir doméstica y familiar. Conocemos la vida de aquel siglo, por los viajes de los extranjeros, que solían exagerar o mentir; por los documentos de los archivos, que hablan con seca y desabrida elocuencia; por el teatro, en que la imaginación es señora; por la novela picaresca, que sólo resucita tipos de una clase social; por los escritores, que siempre con sentido especialmente devoto, se complacían en censurar las costumbres, describiéndolas de paso; pero los pinceles tercos en esquivar toda representación de cosa vulgar y profana, nos dejaron poquísimos datos referentes a la manera de vivir, los trabajos, oficios, diversiones, casas, habitaciones, muebles y ropas de aquellos caballeros y soldados, clérigos y estudiantes, mercaderes y mendigos, damas y aventureras, cómicas y beatas, dueñas y criadas, cuyo abigarrado conjunto conocemos sólo moralmente, gracias a Cervantes y Quevedo, Tirso y Lope, Zabaleta y Salas Barbadillo, porque los pintores limitados a la representación convencional de lo sagrado despreciaban lo profano.
Indudablemente sentían amor intenso a la belleza real, lo que se prueba observando cómo daban a las figuras santas tal aspecto de verdad, que lo que perdían en alteza, lo ganaban en verosimilitud, mas no era posible que nada de lo que les rodeaba a diario les pareciese objeto digno de emplear en ello su observación y sus pinceles, cuando la voz de la Iglesia, tan temida y respetada entonces, les decía que la vida terrena y transitoria, es cosa baja y despreciable en comparación de la celestial eterna. Tal es, en mi humilde entender, la causa, de que la pintura española de aquella época no sirva, como sirve la de los países del Norte, para completar el estadio de la Patria, reflejando las costumbres que es un modo de reflejar el alma de la nacionalidad.