PATCHWORD
ACANTILADO
BARCELONA 2019
CONTENIDO
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¿Dónde he leído este nombre? ¿Athanasius Pernath? Yo creo, creo que hace mucho, mucho tiempo, en alguna parte, tomé otro sombrero, por confusión, comprobando asombrado que me sentaba tan bien, teniendo, como tengo, una forma de cabeza tan especial.
GUSTAV MEYRINK,
El Golem
POR SI NO LO SABÉIS, LAS HISTORIAS SÓLO EXISTEN CUANDO SON NARRADAS O LEÍDAS. DE MODO QUE AL PRINCIPIO LO QUE SABÉIS DE UNA HISTORIA ES NADA
Os contaré una historia. En realidad es una historia que encierra multitud de historias, aunque en adelante seguiré llamándola la historia. Tiene que ver con un sombrero que a lo largo de su vida adorna o protege distintas cabezas y eso le da que pensar, porque las cabezas que cubre y las historias que éstas viven le obligan a recapacitar sobre el mundo y los seres que lo habitan, y también acerca de los porqués y en toda esa clase de monsergas que a los humanos a menudo os da por considerar cuando el insomnio se enseñorea de vuestras noches, cuando os ponéis sentimentales o nostálgicos, o cuando caéis en la ruina más sórdida, la física y espiritual, no la material. El sombrero al que me refiero pasa por tres, cuatro, cinco y algunos propietarios más, y al final es sacrificado en un ritual desesperado cuyo objeto es que su último dueño pueda recuperar la propia estima. Y ya está. Eso es todo. Ese sombrero soy yo, y esa historia es mi historia. Una historia increíble, aunque ahora, a estas alturas, ya sé que todas las historias son increíbles—aunque tal vez vosotros no sabréis nunca que todas las historias son increíbles—y que de nada sirve que os lo diga, porque seguiréis vuestro camino indiferentes, fieles a vuestras propias creencias, las que sustentan vuestro pasado—quizá debería decir que justifican vuestro pasado—y que habrán de sustentar o justificar vuestro futuro. De todos modos os contaré mi historia, ya que en el fondo también es la vuestra. En ocasiones sucede que alcanzado el final de tus días, ya seas una cosa u otra, humano, robot o simple sombrero, por ejemplo, te decides a hacer balance, y a contar tus logros y tus fiascos, a ti mismo y a esos otros seres de los que formas parte mientras los acompañas por dondequiera que transcurran sus pasos. Será eso que los humanos llamáis destino lo que está detrás de toda confesión, tal vez el vestiros y el estar presente en vuestras conversaciones, el hecho de indagar en vuestros pensamientos más profundos, será eso—digo—lo que hace que me crea en posesión de algo inmaterial pero de suma importancia, tanta, que debo referirlo aquí. Y es que durante estos años—tampoco vayáis a creer que demasiados—me moveré entre vosotros lo suficiente como para que ahora mismo pueda llenar páginas y más páginas con historias que, erróneamente, consideraréis verdadera ficción. Lo lamento, pero no estoy dotado para la ficción. Las personalidades de las que daré cuenta y razón vivirán historias auténticas y también otras—producto de una imaginación desbocada o de la fiebre avasalladora—que no lo serán tanto, mantendrán ruidosas y acaloradas discusiones, se sumergirán en procelosos libros, contemplarán embelesados un sinfín de películas y de series, y también alternarán sueños y pesadillas. En algunos casos, terribles pesadillas. En definitiva, un compendio de ideas y sensaciones, opiniones y emociones que sólo en algunos casos me parecerán originales y que merecerán toda una amalgama de consideraciones. En otros casos, los más, no, nada, simples lugares comunes, tópicos, circunstancias anodinas sobre las que no voy a detenerme ni un segundo. Ni una palabra. Quizá mis ansias de contar se deban a un simple rasgo de vanidad que me hace creer único, porque ninguno de aquellos a quienes cubriré me leerán jamás, ni siquiera tendrán noticia de un sombrero con voz propia, y con eso no quiero decir que pueda moverme libremente, o que vaya a influir en las decisiones de mis propietarios, sino que me refiero a tener una línea original de pensamiento. Algunos y algunas, ya que también cubriré cabezas femeninas, leerán y verán conmigo historias sorprendentes o novedosas, y también conversarán acerca de ellas, aunque en ocasiones sólo lo serán bajo su contaminado punto de vista—y no siempre coincidiré con su opinión, ni siempre os trasladaré su versión de los hechos—, aunque he de confesar que el escritor a quien cobijaré hacia el final de mi relato, un escritor que agota sus escasas fuerzas en negar la depresión que le atenaza, recordará que no hay nada que pueda considerarse nuevo bajo el sol, y que todo se repite una y otra vez, de modo que, por más increíbles que sean, historias originales y sorprendentes podremos encontrar más bien pocas en este mundo. Tendréis que perdonarme, si es que todavía no os habéis convertido en unos escépticos como yo, y es que con el tiempo me iré decepcionando de todo, o de casi todo, que para el caso es lo mismo, hasta el punto de aceptar casi como mío ese tuit que escribirá un día Cristina León parafraseando una famosa sentencia de Diógenes: «Cuanto más conozco a la gente, más aprecio le tengo a mi smartphone». Cristina León, la que podría ser la cantante y compositora más destacada de su generación si fuera capaz de vencer su espíritu autodestructivo. Vaya por delante, pues, que mi escepticismo me impide valorar que estas confesiones sean una excepción a la falta universal de originalidad, porque en algún lugar habrá un congénere mío, por humilde que sea su procedencia, que, erigido en testigo de hechos de interés, habrá dejado testimonio—sin que su obra alcance reconocimiento—de sus circunstancias y obsesiones, incluso de sus angustias. Historias protagonizadas por sombreros o en las que los sombreros tengan un papel relevante hay muchas, y habrá más, pues hasta mí han llegado varias: la de aquel perteneciente a un tal ATHANASIUS PERNATH y que sirve de epígrafe de este relato; la de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, un libro de historiales clínicos que describe algunos déficits causados por problemas en los hemisferios izquierdo o derecho del cerebro—deterioro que yo creo generalizado entre toda vuestra especie y no entre unos pocos casos particulares—; la de Tres sombreros de copa de Mihura, un sainete del absurdo con diálogos que se parecen a los de un humorista llamado Gila, a quien más adelante veré en la televisión del salón de mi querida Carolina Meifrén, hundida en el sofá y con el pensamiento a seis horas de distancia; la que se cuenta en Un sombrero de paja de Italia, de Labiche; o en La ruta de los Panamás, obra de Tom Miller a la que le tengo un cierto aprecio porque, aunque sea un libro de viajes, habla de los sombreros Panamá, que viene a ser como hablar de mí, y también del país donde nací, Ecuador, y donde tan poco tiempo pasé, y porque, como dice su autor, se trata de un libro que pretende seguir nuestra pista desde los sótanos del Tercer Mundo hasta los áticos del Primero; y por supuesto que he sabido de otras historias de sombreros, incluida la metáfora de los Seis sombreros para pensar, de Edward de Bono cuya finalidad es la toma de decisiones en grupo, como si la toma de decisiones en solitario no fuese una actividad suficientemente compleja y necesitarais aventuraros a rematarla a coro; la de El carbunclo azul, de Conan Doyle, que se inicia con un sombrero de fieltro ajado y mugriento, gastadísimo por el uso y roto por varias partes, que muy bien podría ser el autor de esa famosa frase que dice «con lo que yo he sido»; o la de El sombrero de tres picos, de Alarcón, que leyó cerca de mí y por precepto escolar Lucía, la hija del profesor Torres, de la que estoy seguro que extraerá algunas enseñanzas que influirán de algún modo en su trayectoria, ya que por lo pronto llegará a la conclusión de que en lo fundamental no habéis cambiado nada, ni en un siglo ni en veinticinco. Bueno, pues a pesar de mi creencia de que habrá habido más casos como el mío, sombreros que os cuenten su propia historia o la de sus propietarios, no me creáis modesto, lo que sucede es que tampoco gano nada con lo contrario, y al fin y al cabo sólo pretendo situaros en el contexto de esta biografía coral y relatar por qué motivo, tal como les sucede a tantos otros, se desencadena en mí la necesidad de contaros unas vivencias que, aunque a veces puedan parecer intrascendentes, quizá, y sólo quizá, sirvan para colmar alguna carencia propia. Un rasgo que no aprenderé del psicoanalista Pérez Cuscó—uno de esos personajes que hacen bueno el dicho de «en casa de herrero, cuchillo de palo», y me entenderéis cuando llegado el momento tenga la oportunidad de relatar la angustia de su mujer y la burbuja aséptica que ésta ha erigido alrededor del hijo—, aunque si de algo estoy convencido es de que en tal caso—la necesidad de colmar alguna carencia propia—no hay mejor terapia que emprender la aventura de la confesión—llamadla narración si queréis—y hacerlo a borbotones, con atropello y desorden si es preciso, porque estoy seguro de que las palabras, y tras ellas las frases, se dispondrán solas hasta encadenar un orden lógico, consecuencia—según vuestra errónea concepción—de cierta pericia en el método. Ése es el motivo, pues, y no otro, de la existencia de este discurso. No insistiré más en ello, de modo que voy a contaros ya esta historia que, sin ser afortunada, a ratos será gratificante, un tanto convulsa, una historia que nunca cambiaría por vuestras vidas monótonas, esas que no destacan, que no brillan, que se parecen las unas a las otras de tal modo que se dirían fabricadas en serie. Mi existencia será más o menos agitada y emocionante según con quien la comparta, pero sobre todo será veraz, y estos que presento son los hechos de los que seré testigo, y éstos son los pensamientos de esos individuos, y ésta es mi opinión sobre esa gran variedad de cabezas que vestiré, muchas más de las que cubrirán buena parte de mis congéneres en trayectorias que, aun siendo finitas, pueden llegar a ser incluso más largas que las de sus propietarios. Visto lo visto, una raza curiosa—dejadme puntualizar—la vuestra, la de los humanos.