1ra. Edición, Julio 2004
© Isolda P. Kahlo, 2004
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ISBN 978-958-5532-15-1
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EPÍGRAFE
CARTA A ISOLDA
CARTA A FRIDA
I
NIÑEZ Y PRIMEROS RECUERDOS
Las vivencias marcan
Parientes cercanos
La convivencia con el genio
Soledad y compañía
Niños entre dos mundos
De la casita al negocio
Crecer en otro mundo
Frida, ¿sufrida?
«Búrlate de la muerte»
II
LOS ORÍGENES DE FRIDA
Primer fotógrafo oficial de Porfirio Díaz
Presentimientos cumplidos
Un yerno muy especial
III
MI MADRE CRISTINA
“Unos cuantos piquetitos”
Exponiendo la vida
El arte de ser Kahlo
La granja
Otra escuela: El esfuerzo diario
Los cuidados a Frida en sus últimos meses
Entre la incredulidad y la confianza
El árbol, el tronco y sus ramas
Madres no realizadas
Entre la cruz y el mitin
Respetar sin conceder
IV
MI TÍA FRIDA
Amores y hombres
«Por derecho propio»
Enfermedad
Hospital
Gustos y géneros
Accidente y destino
Casas y retratos
V
MI TÍO DIEGO
FRENTE A LA HISTORIA
«No puedo amarlo por lo que no es»
Pintor y político
«El Toro»
(Apodo de Rivera en Europa)
Los animales
Asilados
VI
«LOS FRIDOS EN EL CINCUENTENARIO LUCTUOSO DE LA MAESTRA FRIDA KAHLO»
Ambiente en la Casa Azul
Aclaraciones de Rina Lazo
Conociendo a Frida y a Rivera
Últimos meses
Diego, el apasionado
Frida, el amor
VII
LA PARTIDA
«El secreto mejor guardado»
ARBOL GENEALÓGICO
GALERIA DE FOTOS Y DOCUMENTOS
CRONOLOGÍA
La historia relatada en este libro, es una nueva verdad que se suma a otras historias subjetivas e investigaciones hechas en torno a la figura de Frida Kahlo. Ya se sabe: No hay una sola verdad ni existe un criterio universal para juzgar, con justeza, a un personaje. Sin embargo, una nieta se cansa de ver rodar las lágrimas de su abuela, quien no encuentra en tantos libros publicados, a esa Frida que ella conoció y quiso; a la que vivió a su lado y compartió con ella tantos momentos.
Los recuerdos que Isolda atesoraba, fueron descritos desde su intimidad; no obstante éstos no pueden sustraerse a la permeabilidad del dolor de Frida, ocasionado por su enfermedad y las múltiples operaciones a que se vio expuesta. Esto es un hecho objetivo.
Mi abuela, tuvo la oportunidad de verla reír, cantar, jugar, e inclusive bailó con ella. Compartieron lo que para la joven Isolda era entonces lo más importante: La danza.
Mi abuela caminó por el laberinto que es Frida Kahlo, alumbrada con su propio corazón. Al recuperar emociones y temores infantiles, logró revivir aquella ingenuidad que hace las veces de espejo, ante la persona mayor que es ella.
Que Isolda destapara cajas y roperos fue obra de largo tiempo y paciencia. Con este libro por fin logra dejarnos un testimonio acerca de quién fue esta otra Frida, tan verdadera como todas sus máscaras. Cuenta esta historia una mujer a quien Frida amó; habla quien amó profundamente a su tía, y así, ambas se describen.
Con todo mi amor para ti Abi, Isolda.
Gracias a tu pasado, a tus experiencias y al legado que te dejó Frida, pudiste forjar mi presente y mi futuro.
Tu nieta, Mara De Anda
México, julio de 2004
13 de julio de 2004
Queridísima tía Frida:
Hoy se cumple medio siglo de tu partida. Tú tenías entonces 47 años; yo tengo hoy 75. Pero, extrañamente, te sigo viendo mayor; sigues siendo mi segunda madre, y yo la niña que un día llegó a tu lado de la mano de mi hermano Toño y de mi madre Cristina, tu hermana once meses menor que tú, a vivir contigo y con mi tío Diego en la Casa Azul de Coyoacán.
En esa casa mágica crecí junto a ustedes: mi familia. Allí pasé muchos años de mi vida, desde mi infancia hasta mi matrimonio, años intensos, gozosos, plenos; allí conocí primero el cariño familiar, y a su debido momento el amoroso; allí soñé, reí, lloré, bailé, sentí alborozos, miedos, y viví vaivenes económicos; allí pasé de niña a mujer y allí me enamoré (varias veces)… En fin, allí pasé por todas las etapas de una vida normal. ¡Ay!, querida tía Frida, con toda sinceridad, hoy puedo afirmar ante ti y ante mí misma, que entre ustedes fui feliz, muy feliz.
Y aunque yo creía haber aprendido muchas otras cosas en la Casa Azul, fue tu ejemplo lo que me hizo comprender que a algunas personas puede tocarles la fortuna (o el infortunio) de llegar a ser famosas, más no por eso han de prescindir de su naturaleza humana. Ciertamente la fama es una forma peculiar de olvido que, sin embargo, no se realiza del todo mientras exista alguien que guarde el recuerdo en su memoria. Y en tu caso yo soy esa memoria, esa última memoria; yo soy la única persona que queda sobre esta tierra de cuantas vivieron cerca de ti, bailaron contigo, escucharon tus consejos y regaños, tuvieron sus manos entre las tuyas, atestiguaron tus alegrías y sufrimientos, supieron de tus esperanzas y desengaños, te vieron brillar durante muchos años con luz deslumbrante, y luego, poco a poco, apagarte en un final inapelable que para mí tuvo menos de derrota trepidante, que de sereno pacto de honor con la Pelona, como tú la llamabas.
Entiendo que la historia, esa gran momificadora, te haya embalsamado con vendajes de celebridad, a ti que tanto odiabas los vendajes y las tiesuras en todas sus formas (tanto físicas como mentales, sociales y hasta políticas); entiendo que la historia te haya sepultado bajo montañas de palabras y críticas laudatorias, agudas, analíticas, explicativas, unas exageradas para bien y otras para mal, falseadas, cretinas, torpes y a veces malintencionadas; entiendo que eso haya convertido tu carne en mármol, tu piel en bronce y tus pasiones en tópico narrativo. Supongo que en una persona destacada como tú eso es inevitable. A la larga, todas las celebridades se convierten en estatuas de sal. O en figuras de cera, como la que en un conocido museo de Manhattan (que tantas veces te sirvió de refugio) tiene una plaquita con tu nombre. Y sin embargo, ésa no eres tú, sino la actriz Salma Hayek personificada como tú. Sí, coincido contigo en que Salma es tu nueva gran amiga en la pantalla grande, como antes lo fue muy dignamente Ofelia Medina (con una personificación física todavía más impresionante que la de Salma, por fiel), y coincido, además, en que también ella debe acompañarte por el sendero donde las identidades se modifican de maneras imprevisibles. Pero déjame añadir que tú y yo sabemos que sin duda habrías preferido mil veces el papel maché sobre la cera.
Todas las personas que se convierten en personajes, corren el peligro de cuajarse en el frío como gelatinas, así que ya ni me sorprendo ni me alarmo. A estas alturas de mi vida y de tu fama, ya no estoy muy segura de creer que hay una sola verdad, una única verdad respecto de cualquier cosa humana. Quizá las versiones diversas, dispares y hasta encontradas que contienen los muchos libros que sobre ti se han escrito, sean todas de alguna manera verdades, aunque en su inmensa mayoría no sean sino refritos de refritos de refritos. Quizá hasta las mentiras malévolas que a tu alrededor se han tejido, sobre todo a partir de esa fuente tan dudosa y retorcida que ha sido Raquel Tibol, sean también verdades... a su modo. En fin, ésas no son mis verdades, y en todo caso no me importa. Ya aprendí que no conduce a nada discutir con los rayos de la tempestad, con los aludes, con los terremotos… y las lenguas que son, como fue tu columna vertebral: bífidas.
Yo he consignado en este libro mis verdades sobre ti: las verdades que una mente infantil y luego juvenil integró profundamente dentro de su ser acerca de una mujer que supo amarme siempre como una segunda madre y a veces como la hermana y confidente que nunca tuve, una madre-hermana que vivió apasionada, tumultuosamente, que durante décadas se defendió como pudo de la “Tía de Las Muchachas”, la Flaca, la Pelona, o la muerte, como tú la llamabas, y que después, incidentalmente, y sospecho que a pesar suyo, se volvió famosa.
Por todo eso, este libro es de mí para ti, amada Frida, tía, madre y hermana de esa muchacha que fui, pues trata de ti y de mí.
Con el cariño de siempre, tu sobrina
Isolda
o quisiera que, al leer este libro - mis nietos Mara, Diego y Frida- ahora ya con la idea clara de lo bueno y lo malo, y sabiendo evitar lo negativo para su experiencia vital, conozcan de primera voz el sentir y vivir de mi infancia. También pretendo que las demás personas que lo lean sepan quiénes y cómo eran realmente, en la vida cotidiana, Frida Kahlo, su familia cercana y su esposo, el muralista Diego Rivera.
Por eso, abro las puertas de mi memoria aunque esta apertura pueda devolverme algunos recuerdos poco agradables. Pero la vida es un río constante de experiencias, gratas unas, otras ingratas, descubrimientos luminosos unos y otros oscuros, sucesos venturosos o desgraciados, días de sobresaltos y días de aburrimiento mortal.
Al contrario de lo que pudiera pensarse al ver los cuadros de Frida, descritos por algunos como «martirológicos», al leer su correspondencia o su diario que mucho tienen de su legendario espíritu de provocación burlona, Magdalena Carmen Frida Kahlo y Calderón no fue la mujer sufrida (es curioso el juego de palabras: su-Frida) que algunos han llamado «La Dolorosa de Coyoacán», en el sentido de que estuviera todo el tiempo llorando. Frida no solía estar de lágrimas, más bien cantaba y silbaba siempre alegres melodías mexicanas, sones populares, cancioncillas picarescas. Cuando llegaba a llorar de tristeza (porque no pocas veces lo hizo de alegría), lo hacía furiosamente, con gran carácter, directa y abiertamente, cual ella era, y en esos casos lo hizo por alguna decepción amorosa, como cuando se separaba de Diego. También era capaz de llorar si había algún problema de salud en casa, o por falta de dinero. Pero esto sólo cuando la carencia provocaba contratiempos graves a alguna de las personas amadas por ella: su familia, sus amigos o sus alumnos. Bueno, he de aceptar haberla visto llorar alguna vez de dolor, pero eso sí, en la intimidad y sólo al final de sus días, cuando ni las inyecciones de morfina le traían el alivio anhelado. En esas ocasiones me miraba con gran ternura y me prevenía sobre el efecto de las drogas sobre el ser humano. «Mírame», murmuraba, sonriendo tristemente, «esto es lo que las drogas le hacen a una persona. Nunca vayas a probarlas». Y aunque yo entendía que en su caso era el médico y no «el vicio» quien ordenaba la administración de esos fármacos poderosos, de todas formas todavía conservo una viva repulsión respecto a toda clase de adicciones.
La vida con mis tíos no fue la existencia común que suelen disfrutar otros niños, cuyos hogares están integrados por dos personas de pasiones, genios e ingenios normales. El nuestro era el hogar de una pareja de pasiones tormentosas, genio e ingenio múltiples y fuertes. Por ejemplo, en casa nunca nos dijeron « No oigas esto, niña» o «Sal de aquí, niño». Por ello siempre estábamos en contacto directo con todos los acontecimientos allí ocurridos. Algo de sabiduría cotidiana debimos absorber, pues mi hermano y yo aprendimos, como por ósmosis, qué y cómo responder a personas ajenas a la Casa Azul al hacernos preguntas capciosas, o la forma de contestar tranquilamente, en nuestros propios términos infantiles, sin dejarnos sorprender por los eventuales rebuscamientos de los adultos, y sin caer en la tentación de comentar alguna indiscreción sobre algo que debíamos guardar en prudente silencio familiar; situaciones que acontecían y debían permanecer entre las paredes de las tres casas de mis tíos Diego y Frida, centro de reunión y hasta de hogar para personajes importantísimos de la historia de México y del mundo.
Frida Kahlo y Diego Rivera nos hicieron, a mí y a mi hermano Toño, dos regalos invaluables para nuestro desarrollo. Primero, nos amaron muchísimo y nos lo hicieron sentir clara y continuamente, tanto con palabras como con hechos. Y segundo, nunca nos ocultaron nada, lo cual fue, en general, muy positivo para nuestra formación. Digo «en general», porque también debo confesar que algunas veces, desde algún indiscreto resquicio de alguna pared del sótano, mi hermano y yo vimos cosas que prefiero no mencionar ahora, las cuales no debieron ser accesibles a niños de nuestra edad, ni lo serían ahora. No obstante, hoy puedo valorar mejor aquel ambiente de libertad y honestidad que no todos los niños han tenido, ambiente que a mi hermano y a mí no nos resultaba extraño porque no conocimos otro.
Ni Frida ni Diego nos hicieron sentir jamás que aquélla no fuera nuestra casa. De hecho, vivíamos como hacían entonces todas las familias mexicanas y como ya casi nadie vive hoy: Juntos con nuestros abuelitos, tíos, tías, y mi mamá Cristina. Al principio la infancia de mi hermano Antonio y la mía transcurrió en lo que era «la casa grande». La parte del jardín donde hoy se encuentra la pirámide, la compró Diego cuando llegó Trotsky a México, porque el revolucionario ruso temía que la azotea del vecino fuera usada como plataforma de ataque contra él y su familia. O sea: nosotros ocupábamos la parte donde ahora hay una tienda y una pequeña cafetería. Mucho después mi tío mandó construir la pequeña pirámide. Imagino que le sirvió para apoyar algunos ídolos precortesianos de piedra. También construyó el Anahuacalli, que años después constituyó su mayor muestra de veneración a nuestras raíces étnicas, obra que además de haber sido un gran dolor de cabeza para él, por el gasto inacabable que implicó, fue objeto de gran satisfacción; con ella cumplía su sueño de legarle un bien al pueblo de México, como más tarde donó a la Nación, las casas-estudio de San Ángel y la Casa Azul de Coyoacán.
Pero no sólo eran Frida y Diego quienes nos daban un lugar propio. Siguiendo su ejemplo, todas las personas que durante mi niñez tuve la fortuna de tratar en ese ambiente, se dirigían a mí y a mi hermano con la deferencia con que se hablan entre sí y con el respeto debido entre adultos. Por eso crecí acostumbrada al trato cotidiano con personajes formidables, en quienes ni mi hermano ni yo éramos capaces de percibir la grandeza atribuida por otras personas. Antonio y yo conocimos de todo, por igual reyes o políticos; sobre todo artistas, muchos artistas. Por ello me acostumbré a tratar con personas desde las más encumbradas hasta las más pobres, y llegué a darme cuenta de la igualdad de todos. Pero lo que mejor aprendí fue el valor incalculable de nuestros indígenas. Ese fenómeno de trivialización de las celebridades les ocurre a niños cuando crecen al lado de ellas; en algún momento es una absoluta bendición. A pesar de todo, esa ceguera no dura demasiado tiempo y puede transformarse, a menudo ocurre así, en la clásica «sombra» que apabulla y aún anula a tantos hijos de personalidades destacadas. En nuestro caso fue beneficioso, gracias a la sencillez y falta de ínfulas de Frida y de Diego, pues para nosotros nunca fueron el muralista famoso ni la pintora polémica, ni los revolucionarios que despertaban pasiones y provocaban escándalos. Eran simplemente la tía Frida y el tío Diego, dos personas iguales a todas las demás.
Al contrario de lo que el lector puede suponer, mi léxico no llegó a ser muy rico; tengo un vocabulario normal, insuficiente para las peculiares memorias que guardo y que hoy quiero narrar. No desarrollé aptitudes oratorias porque todo lo escuchado de aquel grupo de personas lo oía ya perfeccionado, a veces inflado por la consabida tendencia de Diego a la exageración y la fantasía.
Cualquier cosa que se me estropeara entre el cerebro y la idea o imposible para mí contestar, la respondían mis tíos. Si uno de ellos no atendía, estaba el otro alerta, como en el cuadro de «La Venadita», donde Frida se pintó con doble oreja.
El sentido del humor de Frida, siempre presente, se dispersaba por donde iba pasando. Para detectarlo sólo se requería afinar un poco la mirada y recordar que ella era un ser de la tierra, directa y realista hasta la impudicia; de una honradez esencial reflejada hasta en los menores detalles. Diego también era directo y realista, pero a él podría aplicarle muchos otros adjetivos. De hecho, si yo debiera definir a Frida como persona, lo haría con el menor número de palabras: amorosa, valiente, derecha, espontánea y generosa.
Mis más remotas imágenes de la infancia se remontan al tiempo en que mis padres aún estaban casados. Mi padre, Antonio Pinedo, era guapísimo y como a toda buena hija, mi madre me parecía la más bonita de las cuatro hermanas Kahlo. Y tal vez lo era, si bien, yo me declaro incapaz de hacer esa clase de juicios por cuanto existen muchas fotografías y pinturas de la época, tanto de mi madre como de mis tías, que permitirán al lector darse una idea de lo que aquí afirmo. Una pintura que puedo señalar como ejemplo, es un cuadro de mi tía Frida de 1929, año en que nací. Se titula « El camión»; al parecer de muchos críticos «de un sabor deliciosamente primitivo». El cuadro muestra, entre otros personajes, a una muchacha de unos 18 años muy parecida a mi madre (en ese año mi mamá ya tenía 21). Y entre las pinturas de Diego yo mencionaría su mural « El mundo de hoy y de mañana», en el cual aparecen mi mamá Cristina y mi tía Frida.
El segundo apellido de mi padre era Chambon (hay que decirlo sin recargar demasiado el acento aunque su origen sea francés, pues se puede prestar para burla), pero él no era ni torpe, ni tosco, las implicaciones en nuestro idioma de «chambón». Siempre estuvo rodeado de mujeres guapas y, con frecuencia, bebido. Por algo, muy pronto se divorció mi madre de él. Mi abuela paterna y sus familiares descendían de un importante textilero dentro del ramo de la seda, al parecer llegado a México junto con el emperador Maximiliano. Mi padre y sus hermanos eran dueños de « Pinedo Deportes», comercio ubicado en el centro de la Ciudad de México.
Un fuerte sentimiento de mortificación, de escrúpulo, de timidez, no sé, de todo junto, hizo que yo jamás buscara a mi padre después de haberse ido de casa. Por otro lado, mi mamá no me dejaba salir a verlo cuando pasaba a saludarnos, a veces montado en su caballo, sólo le hacía una seña con la mano desde el balcón de la sala. De las pocas veces que estuve cerca de él recuerdo el olor a alcohol dejado en mí con su beso de despedida. En cambio, mi hermano Toño sí fue a verlo en múltiples ocasiones. Hoy lamento no haber tenido, a pesar de todo, un deseo más firme de mantener cercano contacto con él.
Mis padres se conocieron en una feria del pueblo de Coyoacán. Mi mamá había sido elegida reina de la belleza y mi papá, siendo charro, paseaba en su caballo cuando vio a mamá y quedó prendado de ella. A partir de entonces la cortejó sin tregua hasta lograr la aceptación de ser su novia. Al fin se casaron y vivieron en Churubusco, donde nací. Su separación se debió a la afición de mi padre por la bebida y por las mujeres, cosa que mi mamá nunca pudo tolerar. Hubo una reconciliación, gracias a la cual nació mi hermano, pero en 1930, una infidelidad de mi padre y su hábito de bebedor, rompió el endeble equilibrio de la pareja. Esa segunda separación fue la causa de nuestra llegada a la Casa Azul en la calle de Londres, Coyoacán, ahora Museo Frida Kahlo. Para mi madre aquello era volver a su hogar, pues allí había pasado casi toda su infancia y juventud.
Hasta donde recuerdo, mi madre nunca se quejó de los hechos desagradables provocados por su separación de mi padre. Siempre guardó en secreto todo lo padecido a su lado, pues era una persona bondadosa y comprensiva, dispuesta a expresarse bien de quienes la rodeaban.
Por supuesto, a mí sí me causó gran impacto el divorcio de mis padres, aunque apenas tenía dos años de edad. Como mencioné, durante la reconciliación que duró alrededor de un año, nació mi único hermano, Antonio Pinedo Kahlo, quien ya de adulto fue un reconocido fotógrafo, al igual que mi abuelo Guillermo Kahlo (este libro muestra una fotografía hecha por Toño a nuestra tía Frida).
Por razones obvias no tengo muy claro dónde viví con mi familia antes de cumplir los cuatro años. Pero recuerdo que a partir de los cinco ya estaba instalada en la parte de atrás de la Casa Azul, «la casa grande», como le decíamos nosotros.
El México que a mí me tocó vivir no era este México moderno. Las callejuelas de Coyoacán estaban lejos de convertirse en las amplias avenidas asfaltadas de ahora. Durante la temporada de lluvias, cuando la tierra se convertía en lodo y los agujeros en trampas mortales, mi hermano y yo íbamos a la escuela primaria montados en un burro, lo cual nos parecía muy divertido. Nuestros primeros años transcurrieron en una escuela pública que aún existe en la esquina de la calle Centenario, donde comienza el zócalo de Coyoacán: la «Protasio Tagle». Cuando paso cerca de allí, me veo de niña, siempre defendiendo a mi hermano menor porque él era un poco gordito y le hacían burla o se lo sonaban. Peor aún, le echaban en cara que se «creía mucho» por ser sobrino de Diego Rivera. Esa fue la razón por la cual aprendí a darme golpes con los niños, aunque a algunos les llevaba más de dos años. Me causa risa ver que todavía tengo marcados los nudillos de la mano derecha y fuertes los músculos de ese brazo.
Pero no aprendí sola a defenderme. No, tuve muy buena escuela con los hombres que custodiaban a León Trotsky, quien en enero de 1937 llegó como refugiado a casa de mis tíos. Ellos me advirtieron que debía aprender a responder las agresiones y me entrenaron para hacerlo.
De hecho, debo aceptar que nunca fui una niña pacífica. Tuve que cambiarme varias veces de escuela por mal comportamiento, pues no soportaba escuchar algún mal comentario sobre Diego, Frida o mi país. A quien fuera, y sin importar su edad, me le iba a los golpes. Por eso pasé primero por la academia Maddox, luego por el colegio Madrid, y después por el Instituto Helen. Alguien me preguntó alguna vez si mi mamá no podía ponerme en orden, controlar mi conducta combativa. Pues sí, sí habría podido si hubiera querido, pero donde gobernaban aquellos dos gigantescos capitanes que eran mis tíos, mal podía chistar «tierra» el marinero. Cuando llegamos a la Casa Azul, mi hermano y yo estábamos muy pequeños, y mis tíos se desvivían por atendernos. Una de nuestras necesidades era defendernos de los ataques de nuestros compañeros.
Un día, a tal grado las cosas se salieron de control, que mi tío tuvo que ir a la escuela para evitarme la expulsión. Una niña de origen extranjero me preguntó cómo era que los «pinches» mexicanos podían comer las cochinadas de nuestra cocina tradicional. Yo le contesté que me acompañara al baño y allí le iba a responder. Una vez en el baño, muy enojada y gritándole insultos sobre su madre, le metí la cabeza en el excusado. Estaba a punto de ahogarla cuando una maestra oyó nuestros gritos y entró a detenerme; me llevó a la Dirección resoplando de coraje, y el director decidió expulsarme por agresiva y violenta. No sé cómo se enteró mi tío, pero al salir de la escuela - yo estudiaba en el Colegio Madrid- él llegaba hecho una furia. Fue aquello muy impresionante, pues Diego era enorme y, por si fuera poco, siempre cargaba pistola al cinto. A los maestros y empleados de la escuela que salieron a recibirlo les gritó «¡Bola de lambiscones!» Luego me preguntó por lo ocurrido, y al enterarse se enfrentó al director con estas palabras: «A ver señor Rebaque, corra usted a mi sobrina, córrala para que vea lo que yo le hago». El director cambió rápidamente de opinión: «No, señor Rivera, usted perdone... no sabía que esta niña era su...». Y sin dejarlo terminar, mi tío lo interrumpió: «Quiero saber el nombre de la escuincla que insultó a nuestro pueblo. Ya me hizo usted venir personalmente y me voy a llevar a Isolda...». El señor director, muy nervioso, agregó: «No, no tiene usted que llevarse a nadie; permítame un momento, «ahoritita» llamo a uno de los maestros...». Y al fin terminó la camorra.
Claro, yo había hecho lo considerado justo por mí, según había oído y vivido en la Casa Azul; de manera que, en mis ocasionales arrebatos de furia porque tocaban a mi patria, recibía mucha comprensión de parte de mis tíos; de mi tía, especialmente.
En no pocas ocasiones mi hermano y yo estábamos jugando en el patio o en nuestra casita del árbol cuando los grandes decían: «Vámonos al sótano, rápido, porque va a haber balazos» o porque se temía un atentado. Yo no entendía bien lo que era un atentado, sólo sabía que había que correr de inmediato al sótano. Entonces buscaba a mi hermano y desaparecíamos los dos. Los sótanos de la Casa Azul estaban muy limpios porque mi tía Adriana Kahlo Calderón, los mantenía en orden y aseados, aunque se tratara de sótanos. Todas las mujeres Kahlo hemos sido muy limpias, pero a Adriana se le pasaba la mano, pues hasta trapeaba para limpiar las azoteas.
Hablando de la época de atentados, recuerdo a León Trotsky como un señor precioso, sumamente disciplinado, sencillo y cariñoso. Con los niños era un amor. Yo lo colmaba de besos y no se molestaba. Me gustaba mucho su barba. Sus ojos eran de un azul penetrante. Lo veía a uno y parecía que lo desnudaba; traspasaba las almas. A mí me quiso mucho. Entonces no me cohibía ante él, como ahora al tratar de rescatar esas escenas con el fin de que no muera conmigo su recuerdo.
Reconozco mi falta de conocimientos para fijar en su exacta dimensión la imagen de este revolucionario ruso, con quien tuve la suerte de convivir. Además de sensible era guapo, pero sobre todo inteligente (nunca he tolerado a la gente estúpida, y en cambio he apreciado mucho a quienes son inteligentes). Las primeras palabras en español las aprendió de mí a través de una canción que decía más o menos: «Tengo dos ojitos que saben mirar, una naricita para respirar, una boquita que sabe contar y unas manitas para aplaudir». Imaginan, ¡el líder de la Cuarta Internacional cantando eso! Pues lo hizo, y de muy buen agrado. Gracias a su inigualable capacidad intelectual, a los dos meses de haber llegado a México ya hablaba español. Su esposa Natalia carecía de esa habilidad, o quizá no tuvo interés en aprender nuestro idioma. Ella era feíta, delgadita, pero una fina señora, siempre a la sombra de León. Quiso conservar su imagen exótica de rusa y nunca se integró a nuestro grupo. Se mantenía aparte, como respetando la presencia y el lugar de su marido. Y por el hecho de apartarse aprendió poco de nuestra lengua y cultura. Tal vez esto suene exagerado, pero así lo sentí entonces y así lo siento ahora: León Trotsky era el otro lado de la luna.
De ese personaje de la historia rusa y mexicana conservo recuerdos muy vívidos. Me enamoré platónicamente de él, yo de siete u ocho años y el señor Trotsky de unos 58. No importa. ¿Cómo no enamorarse de León Trotsky si tenía ojos de sabio? Al menos eso es lo que yo alcanzaba a conjeturar. Todo le inquietaba: leía cualquier libro interesante que cayera en sus manos, y no lo soltaba hasta terminarlo.
Y ya entrados en gastos sobre los Trotsky, quiero confesar algo nunca dicho por mí públicamente: fui novia del nieto de León Trotsky, Sieva dicho en ruso, o Esteban traducido al español. Yo estaba entonces en la flor de la edad, tendría unos diecinueve o veinte años, todas mis ilusiones apuntaban al ideal del amor. Conservo su retrato con mucha nostalgia y algo de tristeza. No sé si trasladé íntegro al nieto el cariño que le tuve al abuelo. ¡Quién puede saberlo! Sin embargo, aquél fue un amor que no estaba destinado a durar mucho porque de la cercanía que tuvieron los Trotsky con mis tíos pasaron al alejamiento, aunque el cariño de la familia hacia aquel muchacho nunca cesó. La verdad, sentí temor de seguir adelante con mis planes, pues me decía: «Un día sucede algo violento fuera de mi control, y cómo quedo yo, o a dónde voy a dar». Estaba muy apegada a mi madre, y por nada en el mundo iba a abandonarla. Acaso sólo fue un pretexto para terminar mi relación con Sieva. Nunca podré definirlo, lo cual significa haber hecho bien en tomar la decisión de que, con los Trotsky, ¡mejor nada!
Cuando menciono la época de los atentados, no me refiero a algo menor sólo porque en esa época no se disparaba con las poderosas armas modernas. Tengo bien grabado que, de ocurrir un hecho violento, el sitio más vulnerable eran las recámaras. Por eso, cuando llegaron los Trotsky, mi tía mandó tapiar las ventanas con ladrillos. Un muro sí resistiría disparos de ametralladoras, de aquellas ametralladoras. En caso de riesgo, Frida siempre decía: «¡Que se salven los niños, nosotros a ver qué hacemos!»
Eran otros tiempos. Mi tía Frida guardaba el mismo respeto cuando hablaba Diego, que Natalia cuando hablaba León. Hermoso ver que el señor de la pareja prevalecía, y la señora le daba apoyo. De Frida y Trotsky se dicen muchas cosas, pero yo mal haría en hablar de lo que no me consta.
Cuando Frida tenía un problema fuerte con Diego acudía a mi madre. Ella trataba de averiguar lo sucedido. Y si no encontraba una respuesta satisfactoria, o las cosas se ponían al rojo vivo, le advertía a Frida: «Si siguen peleando así, yo me voy de esta casa». Y por no dejarla ir, ambos se calmaban. Había respeto, mucho respeto en el trato.
Volviendo a mi hermano Antonio, reconozco que él y yo teníamos caracteres totalmente diferentes. Él era calmado, mientras que yo me considero una persona muy ansiosa, lo cual debo a la forma de ser de mi padre. Seguramente lo heredé de él. Mis problemas nerviosos comenzaron desde pequeña; siempre temí perder a mi hermano Toño o a mi madre, a quien recuerdo como una mujer sumamente valerosa.
Además de las discusiones políticas que constantemente se daban en casa, aquel ambiente bohemio y convulsionado no fue nada sencillo para mi hermano y para mí, en virtud de las amenazas sufridas por mi tío Diego debido a sus alardes artísticos, sus exabruptos personales, su militancia y sus ideas políticas. Era difícil para unos muchachitos como nosotros haber encontrado un ambiente más extraño para desarrollarse. Sin embargo, acabó siendo un ambiente formativo para nosotros, pues si al regreso de la escuela por alguna causa entrábamos adonde mis tíos estaban reunidos con Trotsky y otras personas, sabíamos que no debíamos interrumpir, y ellos seguían hablando de sus cosas. Era una norma elemental de respeto, no una regla explícita de conducta.
El día que al fin ocurrió el primer atentado en la Casa Azul, me asusté mucho. Corrí al sótano e hice hoyos en las tablas del piso para ver y oír por una rendija lo que estaba ocurriendo arriba. Con tantos sustos y sobresaltos, mi hermano y yo nos volvimos cautelosos, nos acostumbramos a que en casa siempre estaba sucediendo algo importante, a veces de peligro, y aprendimos a responder a la altura de las circunstancias...
En fin, tengo muchos recuerdos guardados, algunos de ellos terribles. Aunque pasé por el fuego y nunca me quemé, hay vivencias que hoy por hoy no deseo comentar, y mucho menos en estas memorias, que deben versar más sobre mi tía Frida y no sobre mí.
Con quien también compartí muchos momentos fue con mi tía Adriana Kahlo Calderón, pues cuando mi madre salía me dejaba en casa de mi tía. A mi hermano lo dejaba en casa de mi tía Matilde Kahlo Calderón, la mayor de las hermanas. Ellas nos cuidaban y de ellas aprendimos costumbres que contrastaban con las aprendidas en nuestra otra «escuela»: buenos modales, y detalles importantes acerca de cómo debíamos vestir y comportarnos ante las visitas. Mis tías eran muy católicas y muy graciosas. Trataban de aconsejarnos lo mejor que podían, pero el contraste entre lo oído en una casa y lo oído en la otra no dejaba de causarnos asombro. Por ejemplo, me decían: «No te lleves con los pintores porque no son católicos; te vas a volver atea y eso no te conviene». Esa idea la tenían porque los pintores eran ayudantes de mi tío, que era comunista furibundo y se burlaba de todo.
Por cortas temporadas viví con mi tía Matilde Kahlo de Hernández. Ella estaba casada con un señor español dueño de un negocio llamado « Casimires de México». Mi tía Frida la había ayudado a huir con ese novio que luego fue su esposo. Me cuentan que mi abuelita se enojó mucho cuando lo supo, y se negaba a verla. En cambio, mi abuelito Guillermo la buscó hasta encontrarla, también gracias a mi tía Frida.