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Editorial Alfabeto
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«La carne es triste…», ya lo escribió Mallarmé, pero si no has leído todos los libros de nuestro catálogo es que todavía no has leído todos los libros…
Primera edición en esta colección:
noviembre de 2019
© Lluís Soler, 2019
© de la presente edición: Alfabeto Editorial, 2019
Alfabeto Editorial S.L.
C/ Téllez, 22 Local C
28007 - Madrid
www.editorialalfabeto.com
ISBN: 978-84-17951-03-0
Ilustración de portada: Alba Ibarz
Diseño de colección y de cubierta: Ariadna Oliver
Diseño de interiores y fotocomposición: Grafime
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
EL ARTE
DE EMOCIONARSE
La servidumbre
de los sentimientos
en la época de lo cool
Para María José,
por estar en todo momento a mi lado.
Para Andreu, Joan Masip y Sergi Bausili,
por ayudarme a mejorar este libro
con sus comentarios y críticas constructivas.
Obligada muchas veces a ocultar los objetos de mi atención a los ojos de los que me rodeaban, probé a guiar los míos según mi voluntad […]. Animada con este primer triunfo, procuré reglar del mismo modo los movimientos de mi semblante. Si tenía algún pesar, procuraba darme el aire de serenidad, y aun de alegría, y he llevado mi celo hasta procurarme dolores voluntarios para estudiar durante ellos la expresión de mi placer. Así he llegado a tomar sobre mi fisionomía este imperio…
CHODERLOS DE LACLOS. Las amistades peligrosas
La gente aprende a odiar y, si pueden aprender a odiar, también pueden aprender a amar.
NELSON MANDELA
¿Quién no ha oído hablar de la inteligencia emocional? ¿Quién no ha utilizado esta expresión en alguna ocasión? Su presencia en libros, artículos, blogs, talleres, programas de televisión, anuncios y en conversaciones de todo tipo es constante. Resulta tan familiar que nos parece que siempre ha existido. Sin embargo, su aparición y uso son bastante recientes: se remonta a los años ochenta del pasado siglo y se popularizó a partir de mediados de los noventa.
El lenguaje es menos inocente y casual de lo que parece: en no pocas ocasiones una nueva expresión actúa de correa de transmisión de una nueva visión, de una nueva forma de enfocar y entender un determinado aspecto de la realidad. Y, al hacerlo, contribuye a cincelarla, a imprimirle un nuevo sesgo.
Es precisamente esto lo que ha sucedido —lo que está sucediendo— con la noción de inteligencia. Hasta hace poco se la asociaba casi exclusivamente con los aspectos racionales, intelectuales y abstractos, que la definían como la capacidad para utilizar la lógica, la argumentación, el cálculo o el razonamiento espacial con el fin de resolver retos y problemas de forma rápida y efectiva.1
En cambio, la noción de inteligencia emocional, popularizada en un primer momento por Daniel Goleman y seguida y difundida por una estela interminable de expertos en multitud de ámbitos, se definiría como la capacidad para gestionar y utilizar convenientemente los impulsos, estados de ánimo, deseos y temores —en definitiva, las emociones, tanto las propias como las ajenas—.
Para estos expertos, la inteligencia emocional sería un factor clave a la hora de cimentar el éxito o el fracaso de una persona. Sería incluso tan relevante o más que las capacidades estrictamente cognitivas. Y, lo que es aún más significativo, Goleman sostiene que el uso correcto y eficaz de las capacidades estrictamente cognitivas depende, en buena parte, de una gestión adecuada de las emociones.
Así pues, y según esta afirmación, la novedad no reside solo en postular la importancia de la inteligencia emocional como factor clave de la inteligencia y el éxito, sino también, y muy especialmente, en sostener que se complementa con el pensamiento, con la inteligencia pura y dura como hasta ahora la conocíamos.
Con base en esto, si hasta hace poco pensábamos que razón y emociones eran ámbitos estrictamente separados, porque la razón constituía el pilar de la inteligencia, la técnica y el mundo laboral, mientras que las emociones eran la base de nuestra vida privada, ahora comenzamos a entrever que lo aparentemente más racional no está al margen de la influencia de nuestros impulsos.
Estamos, pues, ante un cambio de paradigma que está teniendo, sin duda, un gran impacto en la psicología, pero también en otros ámbitos, desde la informática hasta la filosofía, pasando por el marketing, la geopolítica, la literatura o el cine, y ha preocupado a un buen número de sabios, creadores y pensadores.
A mediados del pasado siglo el informático británico Alan Turing —cuya figura se ha vuelto popular desde que su vida fuera llevada al cine en el biopic Descifrando Enigma (2014), protagonizado por Benedict Cumberbatch— diseñó un test para evaluar la inteligencia de una máquina. El método es el siguiente: un juez se sitúa en una habitación y, en otra contigua, hay una máquina y una persona. A través de un teclado y un monitor, se establece una conversación, un intercambio de preguntas y respuestas. Si el juez no pudiera distinguir entre el humano y la máquina, ello significaría que esta última es inteligente. Turing, adelantándose a su tiempo, ya empezó a ver que la inteligencia no solo tenía que ver con la lógica y la abstracción, sino también con el sentido común, la ironía o la imaginación. Sin embargo, las emociones apenas aparecen en su test.
Cincuenta años después, los directores Stanley Kubrick y, en especial, Steven Spielberg, que desarrolló y llevó al cine el guion escrito por el primero, plantearon en A. I. Inteligencia Artificial un enfoque bien distinto: la empresa Cybertronic Manufacturing fabrica miles de robots capaces de desempeñar con éxito todo tipo de tareas. Sin embargo, no están satisfechos: quieren afrontar un nuevo reto, el más difícil, el más definitivo… y el más humano: diseñar un robot (David) capaz de amar. Y lo consiguen, pero es precisamente esta nueva capacidad la que generará un sinfín de reacciones imprevistas que harán de David un ser mucho más profundo, atormentado y parecido a nosotros de lo que podría lograr cualquier robot con capacidades únicamente cognitivas.
Como se ve, científicos, creadores y público en general cada vez otorgamos mayor relevancia a las emociones en todas las facetas de nuestra psique y de nuestra vida. Sin embargo, también nos embarga la creciente, aunque a menudo vaga, sensación de que ámbitos que creíamos que eran de dominio casi exclusivo de nuestros sentimientos e impulsos más genuinos y espontáneos pueden estar, hoy más que nunca, mediatizados por el cálculo y la estrategia.
Pero no se trata solo de la sospecha de que nuestros gustos y apetencias más personales son objeto de complejas estrategias de marketing capaces de moldearlos como si de piezas mecánicas se tratara, ni tampoco de las crecientes muestras de que, en la era de las redes sociales y la hiperconectividad, nuestra vida se está convirtiendo en una especie de plató de Gran hermano donde todos nuestros movimientos, incluso los más íntimos, son escrutados, vigilados y convertidos en datos, sino también de la incómoda constatación de que nosotros colaboramos en ello cada vez que exponemos nuestra privacidad a los demás e introducimos el cálculo más metódico e incluso las técnicas más sofisticadas en nuestra intimidad.
En la era de las redes sociales ocultar nuestra privacidad bajo un manto de discreción y misterio resulta algo anacrónico. Hoy, por el contrario, trabajamos con denuedo para convertir nuestra vida privada en un activo que realce nuestra «marca personal» con cada nuevo like.
Es un hecho: lejos de reprimir las emociones, de esconderlas bajo la alfombra, hoy se considera de buen tono manifestarlas en público, en la oficina, en las reuniones sociales y hasta en la actividad política. Eso sí, convenientemente gestionadas y comunicadas y, en no pocas ocasiones, descaradamente manipuladas.
Al mismo tiempo, el marketing más sofisticado y los cálculos más pormenorizados entran de lleno en el ocio, en la búsqueda de la identidad personal o en el cultivo de las relaciones de amistad y de pareja, y es así que los algoritmos analizan, desmenuzan y rigen nuestros deseos, aspiraciones y sentimientos en tanto que los impulsos irrumpen en las esferas antaño reservadas al intelecto, dando lugar a una nueva alianza entre impulsos y cálculo pormenorizado que ya no es una mera cuestión académica que interese a psicólogos y sociólogos. Ahora estamos ante algo que afecta a nuestro éxito o fracaso profesional, a cómo nos relacionamos con los demás e, incluso, a cómo modelamos nuestra personalidad.
Algo, en definitiva, que afecta a todas —absolutamente todas— las facetas de nuestra vida y que nos lleva a preocuparnos por cómo aprender a vendernos para obtener un buen trabajo… pero también para hallar a nuestra pareja ideal o tener más amigos; a preguntarnos qué sensaciones experimentaremos al comprar un nuevo perfume; a calcular qué estrategias debemos seguir para aumentar el número de seguidores de nuestro Instagram o posicionar nuestro blog en un lugar más destacado o a programar la actividad de voluntariado a la que podemos dedicarnos para sentirnos más realizados.
¿Hacia dónde nos conduce y qué repercusiones puede tener este cambio de actitud?
Algunos pensadores, como el escritor Mario Vargas Llosa, sostienen que nos encaminamos hacia un mundo donde el pensamiento y la reflexión son reemplazados por las emociones, por el espectáculo,2 por una apoteosis de imágenes y sonidos que apelan a nuestros instintos para manipularnos.
Otros, como el sociólogo francés Christian Laval y el filósofo Pierre Dardot,3 dos de los principales críticos de la mentalidad neoliberal, afirman más bien lo contrario y concluyen que, en un mundo donde gobierna el capitalismo más descarnado, no tenemos más opción que la de convertirnos en empresarios de nosotros mismos, introducir el análisis de costes y beneficios en todas nuestras relaciones sociales y en todos los ámbitos.
Ambas perspectivas permiten captar aspectos importantes de la relación actual entre emociones y razón. Sin embargo, la realidad es más compleja e, incluso, más paradójica, porque la cada vez mayor presencia de lo espectacular y lo emocional en la publicidad, los medios de comunicación, el trabajo o la actividad política no siempre va en detrimento del uso de nuestras facultades intelectivas: más bien ocurre que procuramos combinarlas para aumentar nuestras opciones de experimentar sensaciones cada vez más intensas en cada vez más esferas, ya sea en el hogar o el despacho, en el centro comercial o en la sesión de yoga.
Además, y al mismo tiempo, hoy utilizamos la fuerza y la vitalidad de nuestros impulsos para aumentar nuestro rendimiento profesional, brindar nuestra mejor imagen ante los demás o triunfar en las redes sociales. Y lo hacemos en muchos casos, por interés, cierto, pero también en otros para aprender a gozar del instante, entender mejor a nuestros seres queridos, intentar ser más felices y conectar con nuestro interior.
Tal y como acabamos de ver, en nuestro quehacer diario, en nuestras relaciones sociales e incluso en nuestro hogar hay una imbricación cada vez más intensa entre espontaneidad y cálculo, entre el afán por vivir emociones intensas y la planificación detallada para optimizarlas en nuestro provecho. Para facilitar esta simbiosis creciente disponemos de nuevas y más poderosas herramientas. ¿Cuáles?
Básicamente las que el mercado —un mercado cada vez más dinámico, omnipresente y competitivo— nos brinda sin cesar.
Antes, cuando la actividad económica giraba alrededor de las fábricas, con su trabajo rutinario y su disciplina implacable, los deseos y los impulsos eran un estorbo; hoy, en cambio, son un auténtico filón, una fuente inagotable de ingresos, una vía para abrir nuevos mercados e, incluso, un talismán para mejorar la productividad, motivar al personal y evitar (o enmascarar) los conflictos laborales.
Desmenuzar, clasificar y reconducir las emociones con los instrumentos y la lógica del capitalismo es, así pues, uno de los imperativos principales de nuestro tiempo.
¿Exageramos? En 1956 Erich Fromm publicó El arte de amar, un libro rico en argumentaciones de índole psicológica, pero también sociológica y filosófica, cuya tesis central es que el amor no es un sentimiento pasajero, sino un compromiso existencial. O, dicho de otro modo, el amor sería el resultado de un largo proceso de aprendizaje que requiere madurez, perseverancia y apertura al otro a la par que respeto por su libertad.
En nuestros días es difícil encontrar reflexiones tan incisivas y completas, pero eso sí, a cambio tenemos apps de encuentros, así como miles de artículos, blogs y talleres que nos animan a gozar del instante, a apasionarnos y, al mismo tiempo, nos brindan sofisticados algoritmos y cuidadosas estrategias, técnicas y recursos sobre cómo hallar la pareja ideal, qué experiencias debemos regalarle para seducirla, a qué restaurante hay que ir para reavivar la llama del deseo o cómo ser más asertivos a la hora de trasladarle nuestros deseos e intereses.
La paradoja está servida: se supone que las emociones conectan con lo más genuino, espontáneo y sincero que hay en nosotros, pero, sin embargo, ahora más que nunca son objeto de una mercantilización sin par, en la cual somos a la vez víctimas y copartícipes, actores que interpretamos un guion que no hemos escrito, pero en cuyo papel y desarrollo jugamos, siendo conscientes de ello o no, un papel clave.
¿Por qué esta simbiosis entre las emociones y el intelecto triunfa justamente ahora? ¿Cómo nos afecta? ¿Cuál es su auténtico significado?
Para intentar dar con las posibles respuestas iniciaremos un viaje a lo largo de cuyo recorrido esperamos hallar pistas, indicios y nuevas perspectivas que nos ayuden a comprender el sentido más profundo de esta tendencia.
Como todo viaje que se precie, contiene una invitación y, también, una sugerencia: mantengamos los sentidos y la mente abiertos, rehuyamos los caminos trillados y exploremos otros menos transitados, avancemos con tesón, pero hagamos, de vez en cuando, un alto en el trayecto para contemplar el paisaje desde una perspectiva más amplia, observándolo con otra mirada, con otra sensibilidad.
Y, puesto que se trata de analizar la compleja dialéctica actual entre emociones y razón, atrevámonos a «pensar el pensamiento», a poner en entredicho lo que aparece como incuestionable, avanzado o irrefrenable. No para refugiarnos en la fantasía o en la nostalgia, sino para captar nuevos aspectos, para imaginar otras vías y ampliar horizontes.
A lo largo de nuestro trayecto pararemos para repostar y adquirir víveres en varios puertos. Uno de ellos servirá para percatarnos de que el origen biológico de las emociones no solo no es incompatible con su incidencia económica, social o cultural, sino que es justamente su plasticidad —su permeabilidad a las circunstancias del entorno, mucho más acentuada en los humanos que en el resto de los mamíferos y primates— y su carácter automático, casi siempre semiconsciente o inconsciente, lo que hace posible que las categorías culturales y las estrategias de marketing entren de lleno en ellas y las moldeen a su antojo, a menudo sin que nos percatemos. Cultura y biología, genes y sociedad, lejos de ser antagónicos, se retroalimentan, y profundizar en su complementariedad es indispensable para entender el papel que las emociones y la razón juegan en nuestra vida.
Otro puerto esencial en nuestro periplo nos conducirá a analizar mejor los rasgos esenciales de nuestro mundo actual. Solo así podremos empezar a entrever la lógica que subyace tras el uso combinado que hoy hacemos de nuestros impulsos y de nuestro intelecto, lo que a su vez nos servirá para arrojar una nueva luz sobre la sociedad de nuestros días. Lo íntimo y lo público, lo personal y lo colectivo, constituyen las dos caras de una misma moneda.
También podemos tomar un atajo que, aunque puede parecer un tanto extraño, nos servirá de brújula para el resto del trayecto, porque, ¿cuántas veces nos hemos volcado tanto en cómo lograr algo —diseñar una nueva campaña de marketing, convertirnos en un eficaz influencer o cambiar de trabajo— que hemos olvidado para qué lo queremos realmente? ¿Y cuántas veces hemos visto que, una vez conseguido, esto se convierte en medio para otro fin, como conseguir que nuestro producto interese a más consumidores, lograr que nuestro éxito como influencer nos permita ser contratados por una marca famosa, mejorar nuestro currículum… y así en un ciclo sin fin? Pues bien, esta sucesión de medios, este uso de la razón no para discernir lo que queremos realmente o lo que es correcto, sino cómo lograr algo concreto, es lo que se llama «razón instrumental», y es esta modalidad de razón la que ha dominado el pensamiento y la acción desde los siglos XVII-XVIII hasta las décadas finales del pasado siglo.
Por supuesto, entender la modalidad de razón predominante en este periodo nos servirá para poner en perspectiva el alcance actual de la nueva alianza entre razón y emociones. Pero también nos interesa por un motivo que va mucho más allá de la erudición o la contextualización: cómo hasta hace poco el avance imparable de esta modalidad concreta de razón nos ha conducido hacia un mundo «desencantado», un mundo sin lugar para la magia, lo sobrenatural, la religión, la metafísica o la mera especulación filosófica, donde ya no habría fines ni valores transcendentes ni apenas espacio para la espontaneidad o la libertad en su sentido más genuino.
Es decir, que lo que comúnmente denominamos «modernidad» nos ha llevado a vivir en una especie de «jaula de hierro» en cuyo interior nos sentimos seguros, confortables y prósperos a cambio, eso sí, de no poder —mejor dicho, de no querer— salir de su recinto. O, dicho de otro modo: a base de ceder, a menudo voluntariamente, el control de nuestros actos, vidas y pensamientos a burócratas y especialistas de todo tipo, hemos perdido de alguna manera nuestra libertad.
Y tal vez algo más. Es posible que la destrucción sistemática del medio ambiente, el exterminio de pueblos enteros, las fake news o la (a menudo voluntaria) cesión de nuestros datos personales y nuestra intimidad en las redes sociales tengan mucho que ver con la razón instrumental, convertida en eje rector de nuestra visión del mundo, de los demás e incluso de nosotros mismos. ¿Y si la promesa de mayor progreso y prosperidad sirviera para abrir de par en par las puertas a la barbarie disfrazada de progreso y a la irreflexión vestida con los ropajes del big data y la inteligencia artificial? ¿Y si nuestra razón instrumental fuera, en el fondo, profundamente irracional?
Con este atajo, que abarcará los dos primeros capítulos, estaremos mejor equipados para continuar con el trayecto. En especial, para procurar responder al interrogante central del viaje: ahora que impulsos, deseos, emociones y sentimientos están entrando, de la mano del último grito en tecnología y de los algoritmos más perfeccionados, en el mundo laboral, en las universidades, en los laboratorios, en las redes sociales y en la actividad política, ¿nos encaminamos hacia un mundo donde el sentido que queremos dar a nuestra existencia individual y colectiva entra de lleno en nuestros proyectos y en la manera en que gestionamos nuestras emociones? ¿Sabremos (y querremos) utilizar el potencial combinado de la razón y las emociones para reflexionar sobre medios, pero también, y sobre todo, sobre fines, e integrar ambos en la vida afectiva e impulsiva? O, por el contrario, ¿estamos convirtiendo los pliegues más recónditos de nuestro ser en mercancía, en mero objeto de control y fuente potencial de beneficios?