
LA BIBLIA
VEGANA


© 2019, Redbook Ediciones, S.L., Barcelona
Diseño de cubierta: Regina Richling
Diseño de interior: Marta Ruescas
ISBN: 978-84-9917-577-5
Producción del ebook: booqlab.com
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Cuando termines de leer esta página, los humanos habrán dado muerte a 300.000 animales. Cada año, los seres humanos matan 57 mil millones de animales para producir comida. Y eso sin contar los peces y el resto de animales acuáticos comestibles, cuya cifra se estima en un billón. Es una gran cantidad de sufrimiento y muerte.
Muchas personas empiezan a sospechar que el proceso de criar y matar animales es bastante brutal. Y, ya que disponemos de datos suficientes que demuestran lo innecesario de seguir comiéndolos (y que es más saludable no comerlos) bastantes más empiezan a decidirse: algo hay que hacer al respecto.
Las propuestas veganas son una buena respuesta a esta inquietud. Entre estas propuestas, la primera es dejar de comer animales. Una dieta vegana se compone en su totalidad de ingredientes de origen vegetal y excluye todos los productos de procedencia animal; es decir en ella no se consume:
• carne, pescado ni productos de origen animal
• productos lácteos (leche, queso o yogures elaborados con leche animal)
• huevos
• miel
No existe una forma ideal de empezar a ser vegano; a no ser que se haya nacido en el seno de una familia vegana o vegetariana, cada persona encuentra su propio camino y el mejor modo de afianzar el nuevo estilo de vida.
Una opción consiste, una vez tomada la decisión, en adoptar desde el principio una dieta basada por completo en alimentos de origen vegetal. Otra posibilidad es irse acostumbrando de manera gradual a una alimentación vegana y empezar por realizar una comida al día a base de ingredientes de origen vegetal, o no consumir productos de procedencia animal un día a la semana.
Sea cual sea la opción elegida, la vida te resultará más fácil y más sabrosa si dispones de los ingredientes adecuados.
Elegir una dieta vegana no significa que, por el hecho de dejar de comer carne, pescado, huevos y lácteos ya está todo hecho y te estás alimentando de forma correcta. Las patatas fritas y los dulces pueden ser veganos, pero, por supuesto, una dieta basada en comida basura no es nutritiva. Sin embargo, una dieta vegana bien planificada podrá contener todos los elementos que requiere una alimentación sana.
Consumiremos alimentos ricos en fibra y bajos en calorías, como las frutas, verduras, cereales y legumbres, combinados en proporciones adecuadas con otros ingredientes con un alto contenido en grasas (saludables), como determinados aceites, nueces, aguacates y frutos secos. Come abundantes frutas y verduras de vivos colores, prácticamente todas son ricas en antioxidantes. Asegúrate también de que consumes alimentos ricos en almidón (patatas, arroz, cereales, pan…) y legumbres, tanto frescas como secas.
Además, para cuando dejes de comer productos de origen animal, ya sabrás cómo obtener los nutrientes necesarios sin ellos. Las personas veganas prestarán atención a los aportes de calcio, hierro y vitamina B12. En caso de embarazo, lactancia, o en determinadas etapas del crecimiento infantil, conviene contar con el asesoramiento de nutricionistas o terapeutas especializados.
Verás como muchas de nuestras costumbres alimentarias se fundamentan en hábitos a los que resulta tan fácil renunciar como lo fue acostumbrarse a ellos. Puede que al principio te suponga cierto esfuerzo prescindir de la carne, del pescado y de otros productos de origen animal, pero lo más probable es que, por poco que estudies la alimentación basada en ingredientes vegetales terminarás disfrutando de una dieta más variada que nunca.
Se dice que «si los mataderos tuvieran paredes de cristal, todos seríamos vegetarianos». Pero no sólo eso: el acceso a través de internet de cada vez más personas a documentales sobre lo que está ocurriendo ahora mismo con los animales propicia este gran cambio. Sea en las universidades o sea en la política, se trate de filósofos o de celebridades, o bien de seres humanos anónimos, somos cada vez más las personas que decimos ¡basta!, sabiendo que el mundo será mejor si somos capaces de cambiar.
Si puedes resistirlo, mira alguno de estos films. Comprenderás enseguida por qué existen estudios que prevén, para dentro de muy pocos años (2040), que más del 60% de la carne destinada a la alimentación será libre de muertes.
Estos son algunos de los documentales más poderosos e inspiradores que han visto la luz en las dos últimas décadas y que siguen transformando la vida de los animales.
• Earthlings (2005). Este documental es un auténtico «vegan maker». Tal vez sea el documental más convincente que se ha producido hasta ahora sobre el sufrimiento de los animales utilizados por la industria de la alimentación, la vestimenta, como compañía, el entretenimiento y la investigación científica. La expresiva narración del actor Joaquin Phoenix, junto a la música de Moby, hacen de este galardonado documental una obra muy clara y potente. Podéis encontrar una versión subtitulada en español.
«Si pudiera hacer que todas las personas del mundo viesen un documental, haría que viesen Earthlings». (Peter Singer, filósofo y autor de «Liberación Animal»)
• The Game Changers (2018). Está cambiando la forma en que las personas ven el consumo de carne. Un simple documental que desmonta el mito en torno al consumo de proteínas animales con los testimonios de atletas de alto rendimiento que atribuyen su éxito a una dieta basada en proteínas vegetales. Arnold Schwarzenegger, Carl Lewis, Sco Jurek, Morgan Mitchell y Patrik Baboumian dan fe de todo ello, junto con abundantes estudios científicos y la opinión de expertos. Fue dirigido por el ganador del Oscar Louie Psihoyos (The Cove) y producida, entre otros, por el aclamado director y también ambientalista vegano James Cameron (Titanic).


• The Ghosts in our Machine (2013). La reportera gráfica y activista Jo-Anne McArthur es nuestros ojos en este documental que narra las historias de los animales que viven, mueren y son rescatados de la maquinaria económica global. Se trata de una obra sobrecogedoramente hermosa que habla de una verdad incómoda en la voz tranquila y sensata de McArthur, una mujer que ha dedicado su vida a defender a los seres más indefensos.
«Una obra maestra. Debería ser vista por todo el mundo.» (James Cromwell, actor).
• Cowspiracy (2014). Netflix, el gigante del streaming, lanzó este impresionante documental que explora las consecuencias de la ganadería industrial en el medioambiente como nadie antes había hecho. Desde entonces, la película ha provocado cambios de comportamiento entre los millennials, a veces etiquetados como grupo apático y poco comprometido.
«Cowspiracy» está producido por Leonardo DiCaprio para su versión en la plataforma. Con honestidad y datos rigurosos, el film deja al descubierto el devastador impacto que las grandes industrias alimentarias tienen sobre el planeta.
La percepción social sobre los animales y sobre la alimentación vegana ha cambiado muchísimo en tan sólo una década, pero todavía es tema de animados debates, en comidas, reuniones o encuentros de amigos. Hace ya bastante tiempo que la ciencia desmontó los argumentos relacionados con la vitalidad y dependencia del organismo humano de las proteínas de origen animal; sin embargo, las personas omnívoras consideran que han de seguir justificando su comportamiento, en general basado en la inercia, las costumbres o la tradición. Así que, como este argumento ya no funciona, han de buscar otros argumentos.
En este intento han encontrado diversos pretextos para seguir con los antiguos hábitos. Tantos como para escribir un libro entero: eso hicieron los animalistas Gary L. Francione y Anna Charlton («Come con conciencia») para desmontar las excusas más habituales. Veamos una de las más sencillas de responder: «¿Eres vegano? Pues las plantas también sufren».
La escena: estamos en una cena. Nos ocupamos de nuestros asuntos comiendo nuestra comida vegana. Alguien se acerca y nos pregunta por qué no estamos comiendo la carne y los productos lácteos que los demás están comiendo. Nos preguntan si es por una cuestión de salud. Decimos: «No, es por una cuestión de ética». Y entonces, escuchamos casi inmediatamente: «Pero, ¿y las plantas?» Este «pero» con frecuencia hace referencia a la comida de origen vegetal en particular que por casualidad estamos comiendo, por ejemplo: «Pero, ¿y ese brócoli que estás comiendo? ¿No sintió dolor cuando lo cocinaban?»
Junto con el clásico «Pero Hitler era vegetariano», este «Pero» es uno de los más más fáciles de responder. Porque nadie cree realmente que las plantas son iguales a los animales. Si alguien se comiera tu tomate y tu perro, nadie consideraría que ambos actos son similares. Seamos claros aquí: no hay ninguna evidencia científica de que las plantas piensen o exhiban cualquier tipo de actividad mental como para que podamos decir que las plantas tienen intereses. No hay ninguna evidencia científica de que las plantas tengan algún tipo de mente que prefiera, o desee, o quiera nada. No hay ninguna evidencia científica de que dejar caer brócoli en agua hirviendo sea similar en alguna manera relevante a matar a una vaca, o un cerdo, o un pollo, o a dejar caer una langosta viva en agua hirviendo.
Nadie mantiene realmente que las plantas puedan experimentar dolor (ni siquiera un dolor equivalente al de los animales). Personas con rango universitario señalan casos en los cuales las plantas reaccionan ante estímulos. Nadie duda que lo hagan. Están vivas. Llevan a cabo varias actividades, algunas de las cuales son muy complejas, a nivel celular. Pero no llevan a cabo nada a nivel cognitivo o consciente porque carecen de consciencia y cognición completamente. Las plantas reaccionan; no responden.
¿Girará una planta hacia el sol? Seguro. ¿Lo hará aun si al girar en esa dirección, a la planta la cortaran? Seguro. ¿Algún animal se comportaría de esta manera? No. Los animales responden; las plantas reaccionan.
Una campana reaccionará si transmites electricidad a través del cable al cual está unida. ¿Significa eso que la campana está respondiendo? No. ¿Significa eso que la campana es consciente o sintiente? No, por supuesto que no.
Las campanas reaccionan; las plantas reaccionan. Ninguna de las dos es consciente; ninguna de las dos es sintiente; ninguna de las dos responde a nada. No son del tipo de cosas que pueden responder; son sólo del tipo de cosas que pueden reaccionar.
Una señal reveladora obvia es que cuando aquellos que defienden “la ética de las plantas” son confrontados con el hecho indiscutible de que las plantas no son sintientes, empiezan a afirmar que aunque las plantas no son sintientes, sí son –utilizando una expresión utilizada en un debate auspiciado por la Prensa de la Universidad de Columbia– capaces de «intencionalidad no consciente.»
«Intencionalidad no consciente.» ¿Qué rayos significa eso? ¿Cómo puede uno tener la intención de hacer algo de una manera no consciente? ¿Acaso no es la consciencia necesaria para la intención? Podríamos decir que las partículas cargadas eléctricamente que viajan a través del cable tienen la intención no consciente de hacer sonar la campana. Esto sería absurdo pero no más absurdo que decir que una Venus atrapamoscas tiene la intención no consciente de cerrar sus “mandíbulas” alrededor de una mosca.
Los defensores de “la ética de las plantas” a menudo argumentan que simplemente no podemos decir si las plantas son sintientes. Puede que sean sintientes en una manera que nosotros aún no podemos reconocer. Simplemente no lo sabemos. Por ejemplo, aunque Chamovitz, un investigador, reconoce que las plantas no pueden pensar, él agrega: “¡Pero tal vez ahí es dónde aún sigo limitado por mi propia forma de pensar!” Hay tres simples respuestas aquí.
1) En primer lugar, podrías decir lo mismo de cualquier cosa. Podrías, por ejemplo, afirmar que en realidad no podemos saber si una brizna particular de césped es Einstein reencarnado. Bien puede que sea Einstein; sólo que no contamos aún con las herramientas para reconocer que sí lo es. Hacer afirmaciones absurdas y decir que puede que no sean absurdas porque es posible que puedan no ser absurdas es un esfuerzo absurdo.
2) En segundo lugar, a menos que quieras ignorar el principio de la evolución, tendrías que explicar por qué las plantas desarrollarían una característica que sería completamente inútil para ellas. Si las plantas pudieran sentir dolor, no hay nada que ellas pudieran hacer al respecto excepto sufrir ese dolor. Las plantas no pueden huir.
3) En tercer lugar, incluso si, contrario a todo lo que sabemos, las plantas fueran sintientes, de todas maneras matamos más plantas cuando comemos animales que cuando consumimos esas plantas directamente. Así que, cuando alguien que está comiendo un bistec te pregunta acerca de las plantas que estás comiendo, le puedes recordar a él o a ella que la vaca de la cual tomaron el bistec fue una vez un mamífero sintiente que tenía un sistema nervioso muy similar al nuestro y que era incuestionablemente sintiente. Para producir 400 gramos de bistec, se necesitaron unos 8 kilos de proteína vegetal. Así que tenemos un mamífero sintiente que murió, junto con 8 kilos de plantas supuestamente sintientes.

Así que, aun si las plantas fueran sintientes, la persona comiendo el bistec y la persona comiendo directamente los alimentos de origen vegetal están involucradas en actos diferentes; y la acción de la primera persona es mucho peor. Pero entonces, si la persona comiendo el bistec realmente tuviera una preocupación moral por las plantas, o por el sufrimiento de seres sintientes en general, estaría consumiendo plantas directamente.
En todo caso, el hecho de que alguien esté ofreciendo un «pero», aunque sea absurdo como este, puede que sea buen un indicio de que esa persona se siente irritada y preocupada acerca de comer productos animales.
Se cree que las plantas nos «escuchan», si les hablamos. Que valoran ciertas músicas. Pero no tienen ojos.

Las plantas no tienen sistema nervioso central, ni nada similar a un cerebro. Cuando nos pinchamos un dedo con una espina, esa información es comunicada por el sistema nervioso al cerebro, donde se genera la sensación de dolor. Por ello, sólo los seres con un sistema nervioso central pueden sufrir o sentir placer, tal como lo entendemos nosotros. Una planta no posee nada similar. Una planta se ufana para sobrevivir y se prepara para recibir los rayos solares… pero no posee una «percepción mental» de su vida. Es poco realista creer que una planta «sintiera dolor» sin poder huir. Las cosas transcurren en otro plano de percepción.
Y las piedras, ¿tienen vida? Bastaría con observar cómo una piedra es capaz de ordenar sus moléculas si la Naturaleza la somete durante siglos a una gran presión, a un gran «sufrimiento»: hasta convertirse en diamante. ¿Cómo no van a tener vida las piedras? Por supuesto.
Ahora bien, ¿es la misma vida que la que tiene una vaca?
Bueno, a los que comen carne animal las piedras no parecen interesarles mucho: los veganos no las comemos.
Los veganos hemos de responder a innumerables preguntas como éstas, pero a menudo las preguntas no son sinceras: a veces tienen trampa. Para la mayoría, el decir «las plantas también sufren» es una forma rápida de justificar su consumo de carne, de evitar la mala conciencia de no pensar demasiado en serio sobre el tema.
El mayor enemigo de la verdad es el respeto irreflexivo a la autoridad.
ALBERT EINSTEIN
Es una tarde soleada y el zoológico infantil situado frente al supermercado local ha atraído a más gente de lo habitual. Tanto niños como padres se aprietan contra la valla de madera, algunos inclinados por encima con los brazos extendidos. Saco una de las zanahorias que he traído para la ocasión y se la ofrezco a un lechón, con la esperanza de atraerle y poder acariciarlo. Por algún motivo, siempre siento la necesidad de conectar físicamente con los animales. El deseo de tocarlos y acariciarlos es casi instintivo.
Y no soy la única. Observo a los niños, con los ojos bien abiertos y que gritan de placer cuando uno de los lechones acepta sus regalos y consiguen acariciarle la mejilla o la cabeza. Veo a los adultos reír con afecto cuando el animalito engulle la comida sin pensar y haciendo caso omiso de las manos infantiles que lo rodean. Me fijo en la atención que recibe una vaca solitaria, a la que llaman desde todas partes.
Cuando, sin motivo aparente, escoge mi manojo de hierbas, siento que me embarga la ternura. Le acaricio la nariz aterciopelada, mientras los niños se acercan para tocarle la cabeza y el cuello.
Las gallinas también despiertan interés y alegría. Los niños se ponen en cuclillas para pasar migas de pan a través de las aberturas de la valla, sonriendo de oreja a oreja cuando las aves picotean el suelo y, de vez en cuando, se detienen y miran a la multitud inclinando la cabeza. Como es de esperar, los espectadores comentan lo adorables que son los polluelos, cubiertos de pelusa, que pían y saltan sin objetivo aparente.
Es algo digno de ver. Los niños ríen y aplauden, las madres y los padres sonríen y todo el mundo está decidido a tocar y a ser tocado por los cerdos, las vacas y las gallinas.
Sin embargo, estas personas que sienten el impulso incontenible de entrar en contacto con los animales y que, de niños, quizás habrán dormido abrazados a sus cerdos u ovejas de peluche, esas mismas personas pronto se irán del supermercado con las bolsas cargadas de ternera, jamón y pollo.
Esas personas, que sin duda se lanzarían al socorro de cualquiera de los animales del corral si le vieran sufrir, por algún motivo no se indignan por el hecho de que miles de millones de ellos sufran innecesariamente cada año en los confines de una industria que no debe responder de sus acciones.
Para ser capaces de consumir la carne de las mismas especies que hemos estado acariciando hace tan solo unos minutos, debemos creer tan plenamente en la justicia de comer animales que ni somos conscientes de lo que hacemos. Para ello, nos enseñan a aceptar una serie de mitos que mantienen vivo el sistema carnista y a pasar por alto las incongruencias de lo que nos contamos a nosotros mismos. Las ideologías violentas dependen de presentar la ficción como la verdad y de desalentar cualquier tipo de pensamiento crítico que amenace con hacer evidente esta realidad.
Todo lo que concierne a la carne está rodeado de mitología, pero todos los mitos se relacionan, de un modo u otro, con lo que Melanie Joy denomina las tres «N » de la justificación: comer carne es normal, natural y necesario.
Estas tres «N» se han invocado para justificar todo tipo de sistemas de explotación, desde la esclavitud al holocausto nazi. Cuando la ideología está en auge, estos mitos apenas se cuestionan. Sin embargo, cuando al fin se derrumba el sistema, se reconoce lo absurdo de las tres «N»… (encontraréis abundante información en su libro; ver bibliografía).
La mayoría cree que comer carne es natural, porque el ser humano caza y consume animales desde hace miles de años. Y, ciertamente, la carne ha formado parte de nuestra dieta omnívora durante, al menos, dos millones de años aunque, durante la mayor parte de este tiempo, nuestra dieta siguió siendo fundamentalmente vegetariana. No obstante, para ser justos, debemos reconocer que el infanticidio, el asesinato, la violación y el canibalismo son, como mínimo, tan antiguos como el consumo de carne y, por tanto, podríamos argumentar que también son «naturales»; sin embargo, no apelamos a la historia de estas conductas para justificarlas. Tal como sucede con otros actos de violencia, cuando se trata de comer carne debemos diferenciar entre lo natural y lo justificable.

Lo «natural» se convierte en «justificable» mediante el proceso de naturalización. La naturalización es tan natural como normal es la normalización. Cuando una ideología se naturaliza, creemos que sus principios siguen las leyes naturales (y/o la ley de Dios, en función de si nuestro sistema de creencias se basa en la ciencia, en la fe o en ambas). La naturalización refleja una creencia sobre cómo deben ser las cosas. Así, se considera que comer carne no es más que una conducta que sigue el orden natural de las cosas. La naturalización mantiene una ideología concreta, proporcionándole una base (bio) lógica.
Al igual que las normas, muchas conductas naturalizadas son construidas y, a estas alturas, no debería sorprendernos que las hayan construido las mismas personas que se han colocado a sí mismas en la cúspide de la «jerarquía natural». La creencia en la superioridad biológica de ciertos grupos se ha usado durante siglos para justificar la violencia: los africanos estaban destinados «por naturaleza» a la esclavitud, los judíos eran malvados «por naturaleza» y, de no ser erradicados, destruirían Alemania, las mujeres son «por naturaleza» propiedad de los hombres y los animales existen «naturalmente» para ser comidos por los seres humanos. Pensad, por ejemplo, que nos referimos a los animales que comemos como si la naturaleza los hubiera diseñado precisamente para ese propósito: los llamamos animales «de explotación», «pollos de corral», «gallinas ponedoras», «vacas lecheras»... Una de las justificaciones fundamentales del carnismo es el orden natural de la llamada cadena alimentaria. Se supone que los seres humanos están en lo «alto» de la cadena alimentaria. Sin embargo, por definición, una cadena no tiene «alto» y, si lo tuviera, estaría ocupada por carnívoros, no por omnívoros.
Las disciplinas básicas que apoyan la naturalización son la historia, la religión y la ciencia. La lente histórica eterniza la ideología y parece demostrar que ha existido siempre y que, por tanto, seguirá existiendo: las cosas son así. La religión sostiene que la ideología es un mandato divino y la ciencia proporciona a la ideología una base biológica. El matemático y filósofo René Descartes clavó las patas del perro de su mujer a un tablón, para diseccionarlo vivo y demostrar que el perro era una «máquina» sin alma cuyos gritos de dolor no eran distintos al ruido que hacían los muelles y los engranajes de un reloj al desmontarlo. Y Charles Darwin afirmó que, como los varones nacían supuestamente con mayor capacidad de raciocinio que las mujeres, a lo largo de la evolución los hombres habían acabado siendo superiores a las mujeres. En resumen, la naturalización hace que la ideología sea histórica, divina y biológicamente irrefutable.

La creencia de que comer carne es necesario está forzosamente vinculada a la creencia de que comer carne es natural. Si comer carne es un imperativo biológico, entonces es necesario para la supervivencia de la especie (humana). Y, tal como sucede con todas las ideologías violentas, esta creencia refleja la paradoja fundamental del sistema: matar es necesario para el bien general, así que la supervivencia de un grupo depende de la muerte de otro.
La creencia de que comer carne es necesario hace que el sistema parezca inevitable pues, si no podemos existir sin comer carne, la abolición del carnismo equivale al suicido colectivo. Aunque sabemos que podemos sobrevivir sin comer carne, el sistema prosigue como si este mito fuera verdad. Es una premisa implícita que solo se revela al ser cuestionada.
Un mito asociado a este último es que necesitamos carne para estar sanos. Este mito también persiste, a pesar de las pruebas abrumadoras que demuestran lo contrario. Si la investigación ha demostrado algo es que el consumo de carne es perjudicial para la salud. Se ha asociado con el desarrollo de algunas de las enfermedades más graves del mundo industrializado.
Pero, ¿cómo obtienes la proteína que necesitas? Esta suele ser una de las primeras preguntas que oye un vegano cuando habla de su orientación alimentaria. De hecho, esta pregunta es tan habitual que se ha convertido en un chiste entre los vegetarianos. Y hablo de «chiste» porque esta pregunta refleja uno de los mitos más irreales (si no el más irreal) sobre el carnismo: que la carne es una fuente necesaria de proteínas. Los vegetarianos se refieren a esta creencia errónea como el mito de la proteína.
El miedo al déficit de proteínas es especialmente habitual entre los varones, porque tradicionalmente se ha asociado la proteína (animal) al desarrollo de la musculatura y la fuerza. La carne es, desde hace mucho, símbolo de virilidad; por el contrario, los alimentos de origen vegetal se han feminizado y, con frecuencia, representan pasividad y debilidad (es el significado de expresiones como «estar aplatanado» o «quedarse como un vegetal»). Cada vez hay más estudios que analizan cómo la masculinidad se ha construido (en detrimento de las personas y de la sociedad) en torno a la dominación, el control y la violencia. Por tanto, no debería sorprendernos que consumir (y a veces, matar) animales haya sido una de las características principales de la virilidad.
Al igual que otros mitos sobre la carne, el mito de la proteína existe a pesar de pruebas consolidadas, amplias y extendidas, que demuestran lo contrario y sirve para justificar la continuidad del consumo de carne y para mantener el paradigma carnista. Todavía hoy en día, en países como EEUU se ingiere prácticamente el doble de la proteína necesaria.
Sin embargo, una dieta variada a base de legumbres, cereales y verduras aporta todos los aminoácidos esenciales necesarios para las proteínas o la masa muscular que necesita el organismo. Antes se pensaba que era necesario ingerir combinaciones concretas de verduras para obtener todo su valor nutricional, pero la investigación más reciente nos dice que no es así. Para ingerir una dieta con un contenido suficiente, pero no excesivo, de proteína, basta con sustituir los productos animales por cereales, verduras, legumbres (guisantes, judías, lentejas...) y frutas. Siempre que se consuma una amplia variedad de alimentos de origen vegetal en cantidad suficiente para mantener el peso, el cuerpo recibe las proteínas que necesita.
Nadie nos apunta a la cabeza con una pistola para obligarnos a comer carne, pero es que no hace falta. Empezamos a comer animales desde el mismo momento en que nos destetan. ¿Alguien decidió libremente comerse todos aquellos potitos de pollo y guisantes? ¿Cuando los padres, los médicos y los maestros decían que comer carne nos haría fuertes, ¿alguien protestó?
¿Alguna vez miraste los nuggets, o las albóndigas sobre la salsa de tomate y te preguntaste de dónde habían salido?

Las pautas relacionales establecidas con la carne empiezan mucho antes de tener edad para hablar y permanecen inmutables durante toda la vida. Y es este flujo de conducta ininterrumpida lo que nos permite ver cómo el carnismo anula el libre albedrío. Las pautas de pensamiento y de conducta se establecen mucho antes de que podamos actuar como agentes libres y se insertan en el tejido de nuestra psique, de modo que guían nuestras elecciones como una mano invisible.
Y en caso de que algo pudiera cambiar nuestra manera habitual de relacionarnos con la carne (si, por ejemplo, alcanzamos a ver parte del proceso de matanza), la elaborada red que compone la estructura defensiva del carnismo nos devuelve rápidamente al redil. El carnismo bloquea las intromisiones de la conciencia.
Mientras permanezcamos en el sistema, veremos el mundo a través de los ojos del carnismo. En vez de lo que nos han enseñado a sentir y creer, conviene salir del actual sistema para recuperar la empatía perdida y poder tomar decisiones que reflejen nuestros verdaderos pensamientos y emociones.
Un motivo esencial para elegir una dieta vegana se basa en la defensa de los animales no humanos, es decir, hay un motivo ético, económico y ecológico para elegir esta alimentación. Ser veganos es un paso más en el universo vegetariano; hasta hace muy poco, los vegetarianos renunciaban a la carne y el pescado, pero incluían en su alimentación lácteos, y a veces huevos. La motivación tenía un importante componente de salud, que ahora está compartido con argumentos muy sólidos en relación a cuestiones de ética y sensibilidad, unidas a temas ecológicos y económicos: tal cual, nuestro planeta no es sostenible.
Ha sido el evidente maltrato de la ganadería industrial hacia nuestros amigos, junto a los pasos hacia la cosificación de la vida, y el hallazgo de los inconvenientes que para la salud presentan la mayoría de lácteos lo que está motivando el paso hacia los menús veganos. ¿Y el sabor?
No es cierto que quienes han elegido una alimentación vegana no disfrutan con la comida. Es más, se puede decir que gran parte de los que deciden ser veganos acaban entablando una relación muy especial con su alimentación, que va más allá del simple hecho de enriquecerla de nutrientes. Podemos disfrutar de los placeres de la buena mesa de forma increíblemente más original y divertida. Pensar que no podremos disfrutar con una buen gratinado o una buena pizza es un bulo que divulga la cultura convencional, por puro desconocimiento.
Una persona vegana puede encontrar limitaciones al comer fuera de casa, o al elegir los alimentos que irán a parar a su cocina, pero eso nos llevará a comprometernos más y mejor, y a estimular el ingenio y la creatividad a la hora de preparar las comidas. Den realidad, cuando se conoce es muy fácil, gracias a la enorme diversidad de productos frescos, legumbres y cereales que podemos encontrar en el mercado.
Como veremos, es cierto que eliminamos carne, pescado, lácteos, huevos y miel, pero en realidad son muchos más los alimentos —sabrosos, nutritivos y saludables— que podremos añadir a la despensa, enriqueciendo nuestros platos. Más allá de las limitaciones impuestas por la restauración clásica o la industria alimentaria, al abrazar el veganismo vamos a sumar a nuestra dieta bastantes más alimentos nutritivos que los que vamos a restar. Algas, semillas (y su aporte de ácidos grasos cardiosaludables), cereales de buen grano sin manipulaciones, legumbres, plantas aromáticas y algunos «superalimentos» que transformarán nuestra cocina y nuestra forma de entender la comida.
Ya tenemos aquí muchas recetas de platos que son perfectamente veganos, como la escalivada, la paella de verduras o el gazpacho, pero en realidad son muchos más.
¿No hay suficiente aporte de calcio sin los lácteos? La respuesta es muy sencilla, y a la vez deja abierta la puerta a todo un debate sobre las contradicciones en las que se asienta la nutrición tradicional, donde la única fuente de calcio que se da por buena es la de los lácteos. En esto han tenido mucho que ver las grandes corporaciones de la industria lechera, que se dedicaron a difundir durante décadas la máxima de que la salud de nuestros huesos estaba intrínsecamente ligada al consumo de leche.
Para desmentir esa afirmación no hace falta acudir a estudios científicos, basta con repasar las estadísticas de osteoporosis y rotura de huesos en países como Japón, donde el consumo de lácteos es nulo, y EE.UU., donde la mayor parte de su dieta está basada en los lácteos y llega incluso a duplicar la ingesta diaria recomendada por las tablas nutricionales oficiales. Los resultados de la comparación son abrumadores. Japón apenas registra problemas de osteoporosis o roturas de cadera tras la menopausia, mientras que EE.UU. tiene una tasa altísima, siendo además uno de los países con más problemas por descalcificación de huesos.

La fuente de calcio en la alimentación de un país que no toma ningún lácteo, como Japón, es clara y sencilla: ellos se alimentan con soja, legumbres, arroz y verduras. Esto confirma que ciertos alimentos vegetales no tienen mucho que envidiar a los lácteos, y en especial en el aporte de calcio.
¿Por qué los lácteos no son tan efectivos a la hora de aportarlo? Ante todo, el exceso de ácido o de proteínas puede ser tan perjudicial para la salud de nuestros huesos como la falta de calcio. Como vemos claramente en algunos refrescos carbonatados que utilizan en su elaboración ácido fosfórico o ácido cítrico, estos crean tanta acidez extra en el cuerpo, que provocan que se activen sus «alarmas» y busque una fórmula de contrarrestarlo y restablecer el equilibrio ácido-alcalino que necesita para funcionar bien.
¿Cómo lo hace? Quitando calcio de los nutrientes que ingerimos y de nuestros huesos para compensar. Una dieta muy rica en alimentos ácidos, como son los lácteos, por un lado nos proporciona mucho calcio pero, por otro, una parte del mismo se va en alcalinizar nuestro cuerpo… Y eso por no mencionar un producto tan omnipresente en los alimentos preparados que parece como si la industria alimentaria fuera absolutamente incapaz de elaborar producto alguno sin él. Nos referimos al azúcar, un auténtico «ladrón de calcio» del organismo, ya que nuestro cuerpo debe gastar calcio de sus reservas para metabolizar este azúcar añadido.