Traducción de
Borja Aguiló Obrador
Prólogo de Ramón Aguiló Obrador
Primera Edición del e-book en SLOPER:
octubre de 2019
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Un bosquejo de familia
© de la traducción, Borja Aguiló Obrador
© Sloper, S. L.
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www.editorialsloper.es
eISBN: 978-84-17200-29-9
1. Prólogo de Ramón Aguiló Obrador
2. Nota del traductor
3. Un bosquejo de familia
Cuando yo era un chiquillo
Un Dios me salvaba a menudo
Del griterío y el derrotero de los hombres,
Entonces yo jugaba seguro y feliz
Con las flores del bosque
Y las brisas del cielo jugaban conmigo.
(Friedrich Hölderlin, 1798)
Se acerca un nuevo siglo que llega como un esperado gran parto. Europa, de nuevo, acordándose del pasado y rememorando el futuro, es un campo de batalla donde la muerte tiene esta vez el sonido de las bayonetas hundidas en la carne de los hijos de la revolución francesa, que se devora a sí misma en una fiesta de sangre y terror. Pero todo ese susurro mortal suena como un largo trueno en la tempestad de la historia, que ya va amainando y anunciando pequeños instantes, fogonazos celestes, en los que el destino está como entre paréntesis, suspendido en la propia esperanza, si pensamos, por ejemplo, en la anhelada paz de Lunéville en 1801. Casi dos siglos antes de que alguien hablara oficialmente del fin de la historia, en Alemania, un puñado de audaces pensadores, ingenieros, literatos y poetas creían con firmeza estar experimentando a flor de piel la clausura de los tiempos, ese sagrado momento en el que todo encaja y, para decirlo con las célebres palabras de Hegel, la sustancia, el ser, la naturaleza o como diablos queramos llamar a esa gran incógnita que tiene siempre en vilo a la razón, se reconoce también como Sujeto. Todos eran descendientes de Kant y pensaban dialécticamente, es decir, concibiendo cada diminuto aspecto de la existencia dentro de un proceso relacional de negaciones y superaciones que tienen como único objetivo determinar la libertad del sujeto, su mayoría de edad, aquel particular momento en que el sujeto hace uso y práctica de su propio entendimiento. Y esa es, como se sabe, la finalidad última de la ilustración, la salida de la minoría de edad de la que nosotros mismos y nadie más era responsable. Quien alcanza la mayoría de edad kantiana, quien se vale de y por sí mismo, quien se ha atrevido a pensar, también ha sabido dejar atrás la época de la estulticia y la falta de tenacidad, la época en que todavía no usábamos nuestro entendimiento y todo nos era indiferente porque no había muerte ni futuro, ese tiempo mítico, a fin de cuentas, que no es una época concreta, calculable y definible, porque en ella nunca parece transcurrir el tiempo, y por eso la cantaba de este modo el poeta Hölderlin, anhelando su silencio y su calma. Esa época no es otra que la infancia, que desde el primer momento de toda reflexión idealista es menospreciada como el momento menor de la existencia, como un simple y desdeñable preámbulo a lo que vendrá después, la apoteosis de la subjetividad, plasmada en esa mayoría de edad a la que muchos llaman también, “segunda naturaleza”, pero no como si se tratase de algún tipo de adición, puesto que “segunda” tiene aquí un valor progresivo, que cuaja una vez que la naturaleza ha alcanzado conciencia de sí misma y de su propio carácter derivado o secundario. Pero, ¿qué tendrá que ver esta matraca de la conciencia con la literatura?
La llamada “novela de formación” (Bildungsroman) europea llevaba ya siglos anunciándose sobre ese mismo esquema dialéctico. Ya desde el Lazarillo de Tormes (1554) español, pasando por el Simplicissimus (1668) de Grimmelshausen, hasta llegar a lo que se considera la obra cumbre de este género de novela, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1796) de Goethe, la literatura en sí es concebida como una aventura espiritual de formación y conocimiento, nada nuevo, en el fondo, si hacemos memoria y pensamos en la Odisea de Homero y su protagonista, Ulises, tal vez el primer idealista que abandona el refugio pascaliano donde nunca ocurre nada en busca del peligro y la sabiduría. Mientras que en Francia nos encontramos con las imponentes figuras de Voltaire y Rousseau, en el ámbito anglosajón destacan Lawrence Sterne y Henry Fielding. Resumiendo, podríamos concluir que en lo que se refiere a la literatura como expresión cultural y política, el entero siglo XIX, ya sea en la interesada etiqueta que le queramos dedicar, en cuanto clasicismo, romanticismo, realismo, no es otra cosa que una colección de ensayos, más o menos infructuosos, destinados a sacar adelante por medio de una razón ilustrada, adulta o, si queremos, burguesa, el milenario proyecto llamado “humanidad”. Pero una cosa es el programa literario y otra muy distinta su ejecución, la cual, desde el principio, ha estado en tela de juicio o incluso negada categóricamente por los escritores y pensadores más pesimistas. Muchos de estos ensayos con forma literaria lo que muestran precisamente es el fallo inicial de ese fabuloso proyecto (en el sentido más fantástico del adjetivo), que se basaba en un gratuito optimismo en la ciencia, el progreso y la razón y el consecuente rechazo y desprecio de las pasiones, la contingencia y de todas las indomables fuerzas de la naturaleza. De ahí que no sea extraño que el protagonista de estas novelas adquiera el carácter clásico del héroe, si bien en su versión más gentil y escéptica, cuando la lucha épica ya no tiene lugar entre dioses y mortales, sino entre un pobre diablo apresado de quimeras más o menos rompedoras y una efervescente sociedad industrial que con sus máquinas y su comercio desatado lo constriñe y limita. Y a pesar de que, normalmente, dicho héroe suele ser un varón, en el siglo XIX, después de más de cien años desde la Fedra de Racine y casi más de dos milenios desde la Antígona de Sófocles, las heroínas reaparecen esporádicamente en la literatura, aunque también es cierto que lo hacen en su versión más madura, sin que la infancia apenas cuente para su bagaje intelectual ni para los arrebatos pasionales que les provocan tantas noches de insomnio y de malestar. Y es que, dicho sea de paso, la infancia del siglo XIX duraba bastante menos que la infancia actual, que cada vez se alarga más y ya casi se confunde con la adolescencia y la pubertad. Pero por aquel entonces, cuando los poetas escribían sus mejores páginas o fallecían antes de cumplir los treinta, la infancia transcurría en un espacio de tiempo mucho menor, apenas perceptible, que podía ser idealizado precisamente por su brevedad y concisión, por ser un periodo de tiempo del que era fácil de determinar cuándo había concluido, cuándo se había agotado su magia.
Y ser idealizado significa siempre, aunque parezca paradójico, ser olvidado o no darlo por bueno como materia heroica literaria, que como tal reclama elementos épicos propios de alguien que ha abandonado la infancia desde hace tiempo y que con la soledad de su entendimiento se enfrenta a lo que Schelling llamaba algo patéticamente los “horrores del mundo objetivo”. Para quienes están presos de este modelo dialéctico, la infancia acaba justo en el momento en que se inicia el conflicto entre el sujeto y el objeto, entre el hombre y su circunstancia, la cual, como diría nuestro Ortega y Gasset, deviene problema o conflicto para un sujeto que ya se sabe separado, expulsado de ese útero maternal que en aquellos versos del poeta Hölderlin es simbolizado mediante el sigilo y la completa armonía con la naturaleza, siempre más allá del ajetreo diario de los hombres, de sus quehaceres cotidianos. Desde este punto de vista, esa unidad originaria que nosotros llamamos infancia es más una presuposición que debemos hacer en todo proceso que un estado presente susceptible de ser descrito en cuanto tal. Al contrario, la infancia representa un lugar mitológico donde la razón no puede acceder nunca directamente porque ella misma es un producto evolutivo, retardado, de esa separación inicial por la cual el hombre se desgarra tanto de la naturaleza como de los dioses y gracias a esa distancia aprende a ser una criatura cercada por dos magnitudes, la del pasado, en la que se hunde el tiempo de la infancia, y la del futuro, que no es otra cosa que el tiempo que le queda a cada mortal para luchar por la reunificación con la naturaleza y lograr que tal vez, después de una batalla épica contra toda la hostilidad del mundo, puedan brotar nuevas palabras “como flores”, que decía el propio Hölderlin.
Por eso, durante este periodo de la literatura y la estética en general, la obra de arte, el poema, atestigua un carácter atrevidamente autorreflexivo: el proceso mismo de producción artística se pone en tela de juicio dentro de la propia obra, la cual, de este modo, alcanza su autonomía, su soberanía y su lugar privilegiado en la historia, una historia que desde la eclosión del romanticismo se ha redescubierto a sí misma como escatología, pues para todo poeta, para todo literato del momento, la obra no es otra cosa que la anticipación, cumplida o fracasada, del tiempo final y acabado en el que se cumplirá definitivamente el sueño de paz en la Europa de los pueblos. Pero todos sabemos que esa historia, nuestra historia, no acabó, por mucho que Hegel insista en recordarnos que con la revolución francesa la razón se vuelca sobre sí misma y toda esa tormenta divina por la que se asoma el Espíritu ya no es más que un atardecer donde se anuncia el vuelo de la lechuza de Minerva, el reino de la Filosofía. Esa sagrada historia que se suponía consumada, por no acabar, no acabó ni siquiera bien, que es como deben acabar todas las historias; fue frenada en seco por la restauración vienesa, a la que siguieron varias revoluciones contestonas y otras tantas restauraciones en sincopada secuencia decimonónica. Y de esa sangrienta alternancia, de esa fricción entre el viejo y el nuevo orden, surgieron, hasta hoy en día, en busca de la más transparente pureza, los nacionalismos de mierda, una ideología que, dicho sea de paso, encontró en el mito romántico de la arcadia perdida su veneno más poderoso, su futuro orgullo herido. Sin embargo, hay una diferencia radical y moral: el poeta romántico, el poeta en general, canta lo que se pierde, como decía nuestro Antonio Machado, y lo que primero se pierde es siempre la infancia. Pero se trata de una pérdida irreparable, elegíaca, que apunta a un tiempo en el que no había ni hombres ni lenguaje, donde todo, en realidad, estaba íntimamente ligado en un radiante mestizaje sin nombre. El nacionalismo, en cambio, recarga ese instante originario de valores tan impuros como el territorio, la raza o la lengua; la pura raza, la tierra natal, la lengua materna, son los principios que marcan así una infancia orientada a las identidades de la tribu. De nuevo, miremos donde miremos, busquemos donde busquemos, hasta ese momento, en la Europa del siglo XIX, la infancia sigue siendo un fondo ideal digno de ser manipulado y tergiversado en cualquier dirección, ya sea esta política, estética o ideológica, con todas las implicaciones pedagógicas que dicha instrumentalización conlleva. La infancia jamás es un fin en sí mismo, al contrario, su valor siempre es relativo e incluso es despreciada en su totalidad justamente por lo que la caracteriza: la inocencia y la falta de conciencia épica o heroica. Ahora bien, ¿qué ocurre en esa misma época al otro lado del Atlántico? ¿Y qué tendrá que ver esta parrafada con el Bosquejo de familia de Mark Twain que aquí prologamos? En una palabra: todo, pues para sentarse en una butaca del salón de los Langhorn y contemplar lo que ocurre alrededor de Susy y Clara habrá que olvidar primero ese horizonte y regresar, también, de alguna milagrosa manera, a la propia infancia.
Hoy en día, pletóricos de intercomunicación global como estamos, resulta harto difícil imaginarse que dos continentes pudieran ir literariamente tan descompasados, a pesar de que tanto Europa como los Estados Unidos ingresan en la modernidad política y socioeconómica a través de sus respectivas revoluciones, los variados procesos de industrialización y las correspondientes guerras de independencia, que en Europa todavía pueden enlazar con ciertas reivindicaciones románticas fundamentales, tales como la autonomía de la libertad, el anhelo de una patria comunitaria y la batalla declarada a cualquier tipo de autoridad o imposición exterior. Pero los Estados Unidos carecen de algo que los diferencia radicalmente de Europa, por muchas lenguas o sistemas políticos que puedan tener en común y por mucho intercambio comercial del que dependan económicamente: la ausencia de una historia sagrada propia, concebida desde un punto de vista teleológico, final, que dicte el calendario de su evolución y de su progreso como entidad política libre e independiente. Es decir, la ausencia de lo que nosotros entendemos por tradición, que en Europa siempre hemos definido a partir de la interacción cultural y religiosa entre el helenismo, el cristianismo y el judaísmo, que son el fundamento de nuestra retina ocular y de los anteojos que utilizamos para leer tanto los textos, como el propio mundo que nos rodea. De ahí que nuestra mirada a la hora de acercarnos a la obra de alguien como Mark Twain ya esté viciada de antemano y preñada de ciertas expectativas literarias que no se van a cumplir en ningún momento de la lectura. Y eso es precisamente lo que hace la lectura de Un Bosquejo de Familia tan interesante, pues nos ofrece otra manera de entender algo tan denostado como la infancia, a la que, gracias a la aparición de la obra de Samuel Langhorn Clemens, parece que estamos contemplando por primera vez en su más desvergonzada desnudez, más allá de cualquier intento de mitificarla o instrumentalizarla dialécticamente.
Baste recordar lo que significó para la entera literatura estadounidense la publicación en 1884 de las Aventuras de Huckleberry Finn: se trata de un libro al que nadie en su sano juicio ha osado nunca calificar de obra de literatura menor o tacharla siquiera de “literatura juvenil”, por mucho que su protagonista sea un entrañable muchacho de Missouri y su divertida pandilla de amigos. Todo lo contrario: desde Hemingway hasta Faulkner, pasando por alguien con tan poca pinta de cuatrero del Mississippi como el crítico y poeta T.S. Eliot, hay un cierto consenso a la hora de designar el Finn como la mayor influencia, como el gran iniciador de la tradición novelística norteamericana. Otros prefieren citar con razón a Herman Melville o a Edgar Allan Poe, dos autores algo más viejos que Twain, pero que poco o nada comparten con el universo de Huck y Tom Sawyer, el cual está absoluta y felizmente desprovisto de las preocupaciones tanto estéticas como metafísicas del autor de Moby Dick o del trasfondo romántico y siniestro que saboreamos con amargura por las páginas del autor del Gordon Pym. Las aventuras que vivimos con Huckelberry Finn y Tom Sawyer son a la vez las aventuras literarias de alguien que cambiará para siempre la manera de escribir sobre las orillas sureñas de un país que se encuentra en su propia infancia y juventud, buscándose a sí mismo con los ojos emocionados y traviesos, entre cabañas de madera que pantanos y marismas envuelven. Lejos de imitar los modelos clásicos del lenguaje inglés o de utilizar un excesivo recargamiento sintáctico, Twain apuesta en su novela por la estrecha fidelidad a la lengua del Mississippi, a los giros dialectales, a los juegos fonéticos, a la espléndida sonoridad, a la frescura de los diálogos, a la respuesta ocurrente e ingeniosa. Más allá de atender a una mitología previa, Twain crea una mitología propia a través de unos personajes y unos paisajes por los que se puede sentir la ausencia más abrumadora del deseo de trascendencia. De no ser porque en Twain no hay ni el más mínimo atisbo de voluntad filosófica, uno está tentado a definir su mirada, su manera de caracterizar las personas, la lengua y las circunstancias que les rodean, como fenomenológica: en el ritmo y en el tono de la escritura de Twain tenemos la implacable sensación de estar presenciando una película, como si el judío Edmund Husserl, el propulsor de la filosofía fenomenológica, hubiese abandonado de golpe su cátedra de Friburgo para instalarse en un vaporetto de San Luis y proclamar a los cuatro vientos: “¡A las cosas mismas, chicos!”.
Y así es como nos topamos con el Bosquejo de familia, un íntimo relato que, según el propio título, se supone que gira en torno a los miembros de la familia Twain y a sus más cariñosos allegados, pero las verdaderas protagonistas son las hijas del escritor, Susy y su hermana Clara, apodada “Bay”, que era dos años menor que ella. Aunque no disponemos de una fecha exacta que indique el arranque, se supone que Twain empezó su redacción tras la repentina muerte de Susy, que falleció de meningitis en 1896, a los veinticinco años, un durísimo golpe del que su padre jamás se recuperó. Twain ya había perdido a su primer hijo, que murió de difteria a los 19 meses. En la lápida de Susy dispuesta en el cementerio de Elmira, donde están enterrados todos los Langhorn, se inscribieron los siguientes versos, adaptados del poema Anette, compuesto por el poeta australiano Robert Richardson:
“Warm summer sun
shine kindly here,
Warm southern wind
blow softly here,
Green sod above,
lie light, lie light –
Good night, dear heart,
Good night, good night”.