Primera Edición del e-book en SLOPER:
octubre de 2019
Logotipo de La Noche Polar: Álex Fito
Logotipo de Sloper: Max
Imagen de portada: © Colección de la autora
Madre alemana, padre mallorquín
© Sabina Pons Puetz
© Sloper, S. L.
C/ Victoria, 2, 3° C
07001 Palma de Mallorca
www.editorialsloper.es
eISBN: 978-84-17200-30-5
Ombligo del mundo
Que fifa Ispania
La pelota Nivea
Onkel Pepe
Ciudad de vacaciones Bonaire
La combinación
Miedo a todo
Mosquitos
Recordatorio de mi primera comunión
Cosas que pasan en Mallorca
Abuelos Hotentotes
Pons Puetz
Frohe Weihnachten
Bombón mallorquín
Noviembre
Canciones
Padrino
La noche en que murió Elvis
¿Meas torcido?
Conductores
Money, money
Un hiver à Majorque
Gastronomía mestiza
Yo os declaro
Puntualidad germánica
Juergas europeas
Girasoles
Agradecimientos
A mi madre.
A mi abuelo Miguel.
A mi abuela Catalina.
Por supuesto, hay sitios más literarios en los que crecer, en el Trastevere romano, en las dunas de Los Hamptons o en los bosques que circundan Oslo, pero a mí me tocó la Playa de Palma, en Mallorca; primero en s’Arenal, luego en Sometimes. Y aun así, mis recuerdos refulgen con el brillo de los flotadores y las colchonetas expuestas en las terrazas de los souvenirs. Mi infancia es una sucesión de días luminosos en una playa atestada, de bocadillos de Nocilla junto a la piscina, de tardes interminables en la planta baja de Galerías Preciados y de domingos solitarios en Es Trenc. Los leotardos azules agujereados en las rodillas son mi infancia, paseada en el tiovivo de la plaza Alexander Fleming. Mi infancia es el cuello duro del uniforme de Madre Alberta y los polos de limón Avidesa.
Mi infancia fue la de cualquier niña mallorquina de los setenta, con una salvedad que lo cambiaba todo, que desviaba la lente para otorgarle a la realidad una perspectiva distinta: mi madre era alemana. Ese plus de exotismo me complacía y exasperaba a partes iguales.
Mi padre fue un niño palmesano –lo que se conoce en Mallorca como un llonguet– de la postguerra. Huérfano de padre, creció entre mujeres, contemplado y mimado por su madre, su abuela y sus tías. Quizás los tiempos eran duros, pero mi padre fue un niño feliz que indefectiblemente salpicaba su discurso con referencias al pasado. Aquello, entonces, me resultaba tedioso:
—Ay, si hubieras conocido Ca’n Barbarà como yo lo conocí… el agua era transparente, un espejo…
—…y los chicos y las chicas os bañabais en zonas diferentes por pudor y decencia.
—Eso mismo. ¡Pero sabes que lo éramos de pillos! –salpicaba su narración con construcciones traducidas literalmente del mallorquín–. Nadábamos un poco…
—…y os encontrabais en una roca o una plataforma o no sé dónde y allí ligabais.
—¿Ya te lo había contado?
—Unas quinientas veintitrés veces.
Mi abuela Catalina, nacida en el municipio de Santa Margalida, se había casado con un militar menorquín bastante mayor que ella con el que, a los 19 años, tuvo a su único hijo, mi padre, Santiago. El abuelo Marcial murió en el frente de Aragón cuando mi padre apenas era un bebé y mi abuela volvió a casarse al poco tiempo, esta vez con un empresario de Porreras llamado Miguel, el abuelo al que conocí y que fue mi padrino.
Mi madre, Renate, fue niña en una aldea renana durante la II Guerra Mundial. Una niña asustadiza que corría aterrada hacia el refugio antiaéreo excavado en el bosque cuando ululaban las sirenas. Mi abuela Elisabeth, su madre, seguía fregando los cacharros como si su casa estuviera situada en un punto ciego invisible para los aviones.
—Ve tú —le decía a mi madre—. Yo me quedo en casa, que para eso es mía. No puedo estar entrando y saliendo cada vez que nos bombardean.
Mi abuelo Josef era un hombre bondadoso y sensible que amaba la ópera. Trabajaba en el negocio familiar, una forja que surtía de rejas artesanales y otros ornamentos de hierro a las iglesias y casas señoriales de la región. Era muy poquita cosa, sobre todo cuando se le ve en las fotos junto a mi abuela, tan corpulenta. Le recuerdo encorvado, silencioso y con el pelo tan blanco como una nube.
Durante la II Guerra Mundial fue llamado al filas y él, que ni siquiera entendía la vida militar, tuvo que partir. Estuvo en el frente ruso, fue hecho prisionero y acabó en un campo de concentración francés en Port Bou. Esa experiencia marcó su vida y su salud. Volvió de Francia con los pulmones destrozados y una tristeza que le acompañaría hasta su muerte.
Mi abuela Elisabeth era el reverso de la moneda: enérgica, expansiva e inagotable. No se arredró cuando la guerra la dejó sin marido y con dos hijos pequeños a los que alimentar. Al amanecer, mi abuela tomaba el tren y se apeaba tras unas horas de trayecto. A pie, recorría las granjas y caseríos diseminados por el campo practicando el trueque: botones a cambio de huevos, cremalleras por leche, cucharas y tenedores por grano de trigo.
Luego caminaba durante kilómetros cargada con una pesada mochila en la que llevaba mantequilla, harina, confituras, manzanas, un pollo. Sobre la mochila, llevaba un saco de patatas y en cada mano sostenía una bolsa que contenían zanahorias, rábanos, peras o cualquier vegetal que pudiera intercambiar en el mercado negro por más carretes de hilo, más tirantes para los sujetadores de las señoras o más cremalleras.
Mi madre cuenta que fue entonces cuando mi abuela Elisabeth, que murió a los cincuenta y cinco años de una patología cardiaca, se dejó la salud: las caminatas eran interminables en mitad de las nevadas o el calor y el peso que cargaba la fatigaba mucho.
Por la tarde, en una encrucijada convenida, allí donde el tren aminoraba su marcha, mi madre y su hermano pequeño la esperaban: la veían, sentada sobre el carbón que transportaba el tren en los vagones abiertos que llegaban de las minas de la cuenca del Ruhr. Ella lanzaba parte de la mercancía y los niños la recogían al vuelo y la llevaban a casa.
Cuando la guerra se recrudeció, mi madre y su hermano —mi tío Hans Josef u onkel (tío) Pepe, como le llamábamos todos en Mallorca— fueron desplazados a cientos de kilómetros de su hogar y encomendados a una familia que manifestó bien pronto que no eran bienvenidos. El fin de la guerra supuso el reagrupamiento familiar en Eilendorf, la aldea a la que comenzaban a llegar los soldados aliados. Mi madre recordaba el fin de la guerra:
—Primero vinieron los franseses, que eran todos unos estúpidos: los niños les perseguíamos, pero ellos nos espantaban como si fuéramos gallinas. Cuando irrumpieron los norteamericanos en el pueblo nos dimos cuenta de que eran más amigables, sobre todo los soldados negros. Pero nosotros nunca habíamos visto un negro y teníamos miedo. Ellos nos tendían la mano, donde una chocolatina, envuelta en papel de aluminio, brillaba como una joya, y nos sonreían con aquellos dientes tan blancos. Los niños nos íbamos asercando lentamente, como animalillos prudentes, hasta que alcansábamos el chocolate y salíamos corriendo a saborearlo tras una esquina. Hasía años desde la última vez que habíamos comido chocolate…
(Intentar reproducir el acento de mi madre al hablar el español no es fácil, pero el lector debe saber que sesea y que cada vez que pronuncia una erre estalla un breve trueno en sus cuerdas vocales.)
Así crecieron mi padre y mi madre, a más de mil kilómetros de distancia, pero envueltos en la misma atmósfera que tiñe las ciudades y los pueblos en los años posteriores a una guerra. La única referencia que tenía mi madre de un lugar llamado España era la canción Valencia; mi padre, en cambio, había sido convenientemente adoctrinado en la creencia de que Alemania e Italia eran unos países muy buenos que ayudaban a España.
De todos los protagonistas de estas historias, el de origen más humilde fue sin duda mi abuelo Miguel. No hablaba apenas de su infancia y, las veces que lo hizo, me sorprendió percibir una profunda rabia o indignación, no sabría precisarlo. Agrupando los retazos que a veces dejaba caer deduzco que sus padres eran unos labradores muy humildes que tuvieron tres hijos: mi abuelo y sus dos hermanas.
Deduzco también que vivieron en diferentes possessions sirviendo en las tareas del campo y de la casa y que la vida se desarrollaba en un mundo duro, de emociones castradas y mucho trabajo. Recuerdo una historia que me contó mi abuelo una noche de tormenta, cuando ambos permanecíamos frente al fuego de la casa de Canet, en Esporles.
—Mis padres servían en la possessió de Bàlitx, cerca de Sóller. Yo debía de tener ocho o nueve años y ya tenía asignada una tarea diaria. Al amanecer, el hijo de los señores y yo iniciábamos la subida al pueblo: él, a lomos de la burra, yo a pie, delante y con las riendas del animal en la mano. Durante el camino, callábamos. Cuando llegábamos a Sóller, él entraba en la escuela y yo me quedaba fuera, esperando hasta que acababan las clases. En aquellas largas horas me prometí a mí mismo que nunca más iría a pie para que otro fuera sentado, que estudiaría y saldría de la pobreza.
Y así lo hizo: estudió en horario nocturno, se hizo perito mercantil, montó una academia, luego una empresa de autocares para turistas, compró tres hoteles, dos agencias de viajes, llegó a tener inmuebles, solares y una finca entre montañas que hoy es propiedad de un príncipe, porque todo lo que ganó, lo perdió. Su mentalidad medieval no casaba con las técnicas empresariales modernas, no supo adaptarse, quizás no pudo, y fue a la quiebra.
Viene todo esto a colación porque, en algún momento del relato, tendré que aparecer yo: la única hija de Santiago y Renate, la única nieta de Miguel y Catalina y la primera nieta de Josef y Elisabeth. En fin, el puñetero ombligo del mundo.
Aunque los matrimonios entre indígena y extranjera remiten en Mallorca a un imaginario poblado de turistas rubias que ligan con isleños hirsutos en la playa de Cala Major, mis padres se conocieron en Alemania, en la ciudad de Colonia. Mi padre era un tipo avispado que se dio cuenta muy pronto de que el futuro de la isla residía en los negocios turísticos. Quería levantar y dirigir su propio hotel o quizás regentar una agencia de viajes. Aunque el objetivo no estaba muy claro, pensó que era esencial aprender alemán, por lo que convenció a su madre y a sus tías para que le financiaran el viaje y los primeros meses de estancia en el país.
Durante una temporada, mi padre ocupó un puesto de intérprete en el consulado español; él era el encargado de recibir a los inmigrantes españoles cuando llegaban en tren a la estación central de Colonia, a principios de los sesenta:
—Había que verlos, pobrecitos —contaba mi padre—. Algunos llegaban calzados con alpargatas y sosteniendo una maleta de cartón atada con cuerdas. La mayoría no había salido nunca de su pueblo. Lo miraban todo con la boca abierta, con la expresión confusa del que ha aterrizado en otra galaxia.
Cuento esto para que entiendan la preocupación de mis abuelos cuando su hija les anunció que estaba saliendo con un español.
—¡Joseeeef! ¡La niña se ha vuelto locaaa! —aulló mi abuela Elisabeth nada más recibir la noticia.
—Pues estamos pensando en irnos a vivir a España —afirmó mi madre, con la barbilla alzada y una mirada que decía “desafíame”.
—¿A la Costa Brava? —preguntó mi abuela, recurriendo al único topónimo español que conocía.
—No, a Mallorca
—¿A dónde ha dicho? —preguntó frunciendo sus cejas blancas mi abuelo Josef.
Mi abuela se puso como un basilisco:
—¡Con un español! ¡Qué sabemos nosotros de los españoles! A saber si tienen electricidad. Has perdido el juicio, Renate.
—Santiago es de buena familia —explicó mi madre.
—¿Cómo ha dicho que se llama? —intervino de nuevo mi abuelo.
—¿Quieres dejar de hacer preguntas idiotas y decirle algo a tu hija?
—Bueno —terció mi abuelo—, ya es mayor. Si quiere irse a España, que se vaya. No tardará ni un mes en volver.
—Santiagooo —se burló su hermano pequeño, Josef—, el tañedor de mandolinas.
—Tú te callas.
—Yo solo digo que en España solo hay burros y tipos a la sombra tañendo mandolinas.
Mi abuela, portadora del cromosoma dramático que corre por las venas de todas las mujeres de mi familia, anunció:
—Pues muy bien. Vete a España. Pero te auguro que volverás muy pronto y cruzando los Pirineos a pie. —Y como vio que a mi madre no se le movía ni un pelo, añadió—. ¡Y descalza!
La semana anterior a la partida de mi madre, mi abuela juró solemnemente que jamás pondría un pie en España, tierra de toreros, de naranjas sanguinas y de señoras vestidas con trajes de lunares.
Mi madre, en cambio, contemplaba su aventura desde otra perspectiva: lectora compulsiva desde la adolescencia, conocía Mallorca por una novela titulada Las horas contadas de la española Carmen de Icaza. El libro —supongo que ya descatalogado— cuenta las grandezas y miserias de una aristocrática familia palmesana cuyos avatares tienen lugar en una isla idílica, una especie de Arcadia varada en mitad del Mediterráneo.
La cuestión es que mi madre viajó a Mallorca y aquí se quedó, para infinita sorpresa y desconcierto de su familia. Pasaban las semanas y los meses y dado que Mahoma no volvía a La Meca, los maquíes comenzaron a visitar a Mahoma, uno tras otro… hasta que llegó mi abuela, mujer de sólido aspecto y fuerte carácter.
Para entonces, mi madre había abierto una tienda en S’Arenal y se había instalado en la vivienda que se ubicaba justo encima. El abigarramiento de olores, colores y sabores amedrentaron en un primer momento a mi abuela, que se pasó un par de semanas sentada en la terraza del piso dedicada a una única tarea: vigilar los expositores de periódicos que mi madre tenía en la parte exterior de la tienda:
—¡Eh, ustedes!
Los turistas alemanes buscaban con la mirada el origen de aquella voz.
—¡Sí, ustedes! ¿Se van a llevar el Bild-Zeitung o no?
Finalmente daban con mi abuela, que les amonestaba desde el primer piso:
—¿Perdone?
—Que o pagan el periódico o lo dejan, porque si lo manosean luego no se vende.
Mi madre cuenta que la abuela se lo pasaba bomba en su atalaya.
—Por favoooooor, un día nos robaron un periódico y los gritos de mi madre alertaron hasta a la pareja de la Guardia Sivil de Llucmajoooor…
Cuando mi abuela alemana conoció a Miguel, mi abuelo mallorquín, un nuevo mundo se abrió ante ella. En esos años, él era propietario de una flota de autocares que salía de ruta cada día a diferentes puntos de la isla. Mi abuela se presentaba bien temprano en la oficina de la agencia, en la avenida de Jaime III, para que la acomodaran aquí o allá:
—Boooono! I que ja torna ser per aquí, donya Elisabeth? —la agasajaba alguno de los empleados.
—Hola, hola ¿Dónde sitio libre? —preguntaba ella, agitando su bolsito blanco.
—A ver… hoy hay un asiento en el autocar que va al Puerto de Sóller.
—Ah, Solier, mucho bonito. Yo foy a Solier.
—Pero será la tercera vez esta semana…
—¡Oh, yo sé, yo sé!
—¿Y esta noche va a hacer Palma La Nuit?
—Claaaaaaro, cada noche Palma La Nuit.
Y así se tiró dos meses. Le encantó el paisaje, la comida le pareció sabrosísima, los mallorquines eran gentiles y simpáticos, el clima era estupendo, las flores y los árboles refulgían bajo el sol.
—Renate, esta isla es tan maravillosa que hasta los árboles dan judías en unas vainas duras y lustrosas que cuelgan de las ramas ¡Y las hay a miles! —contaba mi abuela, cuando llegaba a casa.
—Tu madre ha visto un algarrobo —explicaba mi padre—. El día que vea una figuera de moro le dará un vahído.
Mi abuela alemana hizo excelentes migas con mis abuelos, con mi tía Chola y su familia y con los empleados de la agencia. Paseó por la ciudad, tomó café con leche en el bar Cristal y pasó días enteros en la finca de Esporles cogiendo peras y albaricoques y echando remolachas a los cerdos.
Cuando llegó el momento de irse, la llevaron al aeropuerto y, tras abrazar a mis padres, se puso su pamela, se colgó el bolso de la muñeca y se dirigió hacia el avión. No había dado cuatro pasos, cuando se giró de nuevo y, levantando la mano izquierda por encima de su cabeza, exclamó:
—¡Que fifa Ispania!
En numerosas islas de la Melanesia están extendidos los llamados Cargo Cult o Cultos Cargo. Los creyentes en este mito confían ciegamente en que un día cualquiera aterrizará entre sus chozas un gran avión de carga con la bodega repleta de aparatos de radio, ropa, linternas, relojes, comida, medicamentos y cualquier otra cosa que sea lícito desear.
Los antropólogos se maravillan ante la irreductible fe de los nativos, que elevan su mirada hacia el cielo día tras día, esperando que sus ancestros —o los espíritus divinos— envíen de una vez ese avión que nunca llega.
En los primeros setenta y en la playa de Palma, los niños del barrio teníamos nuestro propio Cargo Cult