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Portada
Copyright
Este libro (y esta colección)
Dedicatoria
Agradecimientos
Sueño de una noche de verano
El viejo
Maestro y discípulo
La suerte de una teoría
La presentación en sociedad
La belleza feroz de este mundo
Árboles
Especies
El director de orquesta
La ruleta de la evolución
Las malas razones
La Tierra no es de diamante
Un mono entre otros monos
La evolución de la evolución
El evolucionismo criollo
Burmeister
Bibliografía comentada
colección
ciencia que ladra
Dirigida por Diego Golombek
María Susana Rossi
Luciano Levin
QUÉ ES (Y QUÉ NO ES) LA EVOLUCIÓN
El círculo de Darwin
Rossi, María Susana
Qué es (y qué no es) la evolución: El círculo de Darwin // María Susana Rossi y Luciano Levin.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2017.
Libro digital, EPUB.- (Ciencia que ladra… serie Clásica // Diego Golombek)
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-629-725-7
1. Teoría de la Evolución. I. Levín, Luciano II. Título
CDD 599.938
© 2006, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
<www.sigloxxieditores.com.ar>
Ilustraciones de portada: Mariana Nemitz
Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina
Primera edición en formato digital: febrero de 2017
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN edición digital (ePub):
Este libro (y esta colección)
Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?
Samuel Coleridge
Sirvo una doctrina científica: el Darwinismo. Tarde o temprano llegará a ser una doctrina política y necesito cierto misterio en mi conducta.
Eduardo L. Holmberg, Dos partidos en lucha, 1875
Yo era el rey de este lugar… Hubo un tiempo en que el único libro digno de ser enseñado en las escuelas era, por supuesto, la Biblia. La creación divina era indiscutida y, por supuesto, el hombre (que en esos tiempos, de las mujeres, ni hablar) estaba en la cima, como el rey de la creación. Hasta que vino un tal Charles Darwin y arrasó con todo: cambia, todo cambia, y no hay una creación –al menos definida– sino una serie de transformaciones a lo largo de mucho más que siete días. Vale la pena recordar que cuando se les señaló a los bibliófilos que era imposible que los hallazgos geológicos y paleontológicos, que hablaban de millones de años, fueran compatibles con los famosos siete días de la creación, contestaban tranquilamente: “es que en esas épocas los días eran muchísimo más largos…”.
El origen de las especies, publicado en 1859, fue un verdadero best-séller que se agotó inmediatamente. Lo curioso es que Darwin fue leído poco después en nuestras costas; uno de sus primeros y lúcidos admiradores fue nuestro naturalista Guillermo Enrique Hudson. Pero el mayor defensor de Darwin fue acaso nuestro primer escritor de ciencia ficción, Eduardo Holmberg, mentor de las ciencias y artes de 1870, junto con su primo Francisco Moreno y el joven Florentino Ameghino. Claro, esos jóvenes progresistas de cerca del novecientos, triunfantes con sus ideas, no sabían que más de un siglo después todavía se discutiría la vigencia de la teoría de la evolución… Aunque parezca increíble, aún hoy el tema de la teoría de la evolución es materia de debate, sobre todo en lo que respecta a su enseñanza en las escuelas públicas.
Si no puedes vencerlos, inventa algo que parezca complicado y académico… Ya no queda bien decir que la selección natural no existe o que Darwin es un mono, así que los antievolucionistas modernos han evolucionado e inventado el concepto del “diseño inteligente”: la complejísima información presente en las células y en el universo no pudo haber sido creada al azar, sino diseñada por algún mandamás que tiró la primera piedra. Y esto, de científico, no tiene nada de nada.
Estas y muchas cosas más son las que aprende nuestro héroe Marcos cuando pasa una escalofriante noche en el Museo de Ciencias Naturales. Los autores Susana Rossi y Luciano Levin nos llevan de paseo por la evolución, de la mano de los mejores guías posibles: los miembros del exclusivo Círculo de Darwin. Y hacia el final, como Coleridge, Marcos se preguntará qué hace con una mamushka en el bolsillo y un diagrama de árboles evolutivos en la mano… Todo un misterio que el lector compartirá en esta aventura, mezcla de ciencia y de ficción en las dosis justas.
Esta colección de divulgación científica está escrita por científicos (y, como en este caso, periodistas) que creen que ya es hora de asomar la cabeza afuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil.
Ciencia que ladra… no muerde, sólo da señales de que cabalga.
Diego Golombek
A Tomás
A Romeo y Daniel
Agradecimientos
A Diego Golombek por su infinita paciencia, y también a Alejandro Alonso y a Ana De Micheli por sus lúcidas lecturas.
Sueño de una noche de verano
Hoy, muchos años más tarde, recuerdo aquella noche con nostalgia. Pero la verdad es que tuve mucho miedo. Nunca hablé de esto para evitar que me tomaran por loco, pero ahora quiero contarlo, porque lo que viví entonces marcó mi vida para siempre. Quizá se me hayan olvidado algunos detalles, pero no lo esencial. La cosa fue así: viernes por la tarde, enero. Buenos Aires estaba inmersa en ese aire de irrealidad que adoptan las ciudades súbitamente despojadas de sus habitantes, de su respiración habitual. Había decidido tomarme la tarde libre. Iré a un museo, me dije. Los museos son buenos lugares para descansar, sobre todo en verano, porque garantizan silencio. Elegí el Museo Argentino de Ciencias Naturales, el que está en el Parque Centenario y que, como muchos de ustedes sabrán, tiene esas enormes y fantásticas colecciones de dinosaurios, arañas, mariposas y escarabajos.
Las salas del museo estaban realmente frescas. Pasé buena parte de la tarde mirando las colecciones, leyendo las inscripciones de las vitrinas e imaginando cómo habría sido la vida en la Tierra en los tiempos sin historia. Antes de entrar en la Sala de Paleontología decidí tomar un descanso. Quería enfrentarme a los dinosaurios con la mente despejada, para no pasar por alto ningún detalle. Esas bestias anticuadas todavía hoy me fascinan. Ya había visitado el museo otras veces y sabía lo larga que puede ser una recorrida. Me senté en un banco apartado e inmediatamente sentí un enorme cansancio. En el museo había poca gente a esa hora y, como la sala estaba desierta, decidí acomodarme a mis anchas. Cerré los ojos, me estiré cuanto pude y me dispuse a disfrutar del silencio.
Me quedé profundamente dormido. Al despertar, la sala estaba en penumbras. Me costó reconocer el lugar, había anochecido. Me di cuenta de que habrían cerrado el museo, y empecé a inquietarme, pero enseguida pensé: debe de haber un sereno, es cuestión de encontrarlo.
Traté de reconstruir mentalmente el mapa del edificio, pero sólo las luces mortecinas de algunas vitrinas, que alguien se había olvidado de apagar, me servían de referencia.
Mientras decidía por dónde iniciar la búsqueda, recordé una conversación que había tenido con un empleado de limpieza del museo, unos meses antes. Dentro del edificio, me contaba el hombre, estaban depositadas las cenizas de Germán Burmeister, quien había sido el director del museo hace más de cien años, y que murió como consecuencia de una caída por las escaleras del antiguo edificio del museo. El personal no estaba muy de acuerdo con que las cenizas del cadáver de Burmeister estuvieran depositadas allí, pero ese había sido el último deseo del director.
La cripta está en la planta baja, frente a la Biblioteca, muy cerca del área de descanso del personal. Una imponente estatua del viejo director custodia la puerta de la cripta, que permanece cerrada con cadena y candado. “Alguien recorre los pasillos en las noches”, me aseguró el empleado. Cuando me contó la historia me burlé para mis adentros del pobre hombre, pero en ese momento, deambulando solo y a tientas en un pasillo del museo, el asunto empezó a perturbarme.
Traté de alejar de mi cabeza la historia fatídica y me dirigí hacia donde creía que estaba la salida del edificio, todo mi problema sería llegar a la puerta, pero no lograba orientarme. Subí a la planta alta por si había alguien a quien pedir ayuda. Al final de la escalera desemboqué en un hall, en el que está ubicada una enorme vitrina que encierra a un grupo de babuinos embalsamados. Llegaba muy poca luz al recinto y a pesar de que no los podía ver, recordé los fantásticos colmillos del macho dominante. Los pasillos del museo comenzaban a resultarme amenazantes, y luego de dar algunas vueltas sin encontrar a nadie, descendí a la planta baja, ya algo desesperado. De repente me encontré frente a una puerta de hierro forjado, con la figura de una inmensa araña en su tela, como esperando a su próxima presa. ¿Sería yo un ínfimo insecto atrapado en la trama mortal? Pero el corazón me dio un vuelco de alegría: un cartel en letras verdes, colgado por encima de la puerta decía SALIDA. Si van al Museo, verán que las puertas principales son enormes estructuras de hierro, pesadísimas. Sacudí una y otra vez el picaporte con violencia, pero no logré abrirla. Con una barra de hierro que encontré apoyada en la pared, lo golpeé varias veces con desesperación, pero la cerradura no cedió. Grité, con la esperanza de que hubiese un sereno en el edificio, pero nadie respondió y, para agregar más salsa al asunto, el eco me devolvía mi propia voz desgarrada. Imaginen la situación: encerrado en ese inmenso edificio, con una larga noche por delante. Sentí que allí iba a empezar la peor pesadilla de mi vida.
Tranquilo, me dije y respiré hondo. No puede ser tan malo, pensé con poca convicción, mientras unas gotas de sudor frío resbalaban por mi frente. Durante la siguiente media hora subí y bajé escaleras, intenté abrir puertas de los laboratorios, pero no encontré a nadie. Traté de aparentar calma. En un momento me topé con un teléfono público, pero la línea estaba muerta. Si hubiese funcionado, todo habría terminado en un embarazoso y vergonzante rescate con el propio director del museo abriendo las pesadas puertas de hierro en plena madrugada porteña, liberándome de la pesadilla de una noche entre animales embalsamados. Hasta me habrían entrevistado en algún canal de televisión para la nota de color del informativo de la noche, y quizás habría conocido a algún periodista famoso. Pero la vida me tenía reservado algo definitiva e infinitamente mucho más interesante.
Con los ojos algo acostumbrados a la penumbra comencé a recorrer el hall. Apenas distinguía mis propias manos. Volví al banco y me recosté a esperar que esa noche nefasta pasara lo más pronto posible. Estaba exhausto y dormité por un rato. Cuando desperté, la luz mortecina de la luna, ya alta en el cielo, se filtraba por las ventanas. Me asomé a la baranda de hierro de las escaleras y miré hacia arriba, aunque con pocas esperanzas de que algo mejorara mi situación.
Al volver a mi banco para rumiar sobre mi evidente mala suerte, vi que la puerta de una sala contigua estaba entreabierta, dejando escapar un reflejo vacilante y amarillo, como la luz de las velas. Me detuve y me dirigí con cautela hacia la sala. Apenas pude leer BIBLIOTECA en el cartel que estaba encima del marco de la puerta. A medida que me acercaba, el rumor de una voz monocorde y algo ronca se hizo cada vez más intenso. Al llegar a la puerta me detuve e intenté oír algo, no sé, alguna señal que me indicara que me acercaba a un territorio amigo. Pero desde el rellano de la puerta no alcanzaba a entender nada. Decidí entrar.
Lo que sucedió a continuación fue para mí tan vívido como la brisa fresca que ahora entra por la ventana de mi cuarto. Si es ficción o realidad, quedará a criterio de ustedes. Y si la curiosidad les pica más que el miedo, corran el riesgo de dejarse vencer por el sopor, en el atardecer de un caluroso día de verano, en una de las amplias salas del Museo Argentino de Ciencias Naturales, en la avenida Ángel Gallardo 490, Ciudad de Buenos Aires. Quizá pasen por una experiencia como la mía.
Pero si no se animan, aquí estoy yo para contarla. Vayamos, entonces, a esa noche.
El viejo
Entré en la Biblioteca con cautela. Sobre el costado derecho vi un viejo sentado a un escritorio. Dos candelabros con velas chorreantes colocados sobre la tabla delimitaban un aura de luz temblorosa y cálida. La escena tenía algo de irreal. El viejo era delgado y parecía sostenido por una osamenta un poco destartalada. Tenía una barba blanca muy larga y era casi completamente calvo. Vestía un saco negro, algo percudido y, evidentemente, de otra época. Leía en voz baja y pareció no darse cuenta de mi presencia. Al avanzar hacia el interior de la enorme sala, tropecé con un hueso abandonado en el suelo, que acechaba en la penumbra a pies desprevenidos. Debía de ser el hueso de un animal enorme, quizá de un gliptodonte,[1] pensé. Aterricé en el piso polvoriento, haciendo un barullo fenomenal. A pesar de lo inesperado del estruendo, el viejo no se sobresaltó. Me pregunté si sería sordo, pero giró la cabeza con cierta dificultad y exclamó: “Ah, ¡por fin un visitante retrasado!”. Con un gesto de su mano huesuda, y un leve movimiento de su cabeza me hizo señas para que avanzara hacia el escritorio. El gesto parecía más el de un viejo empleado de hotel que invita al pasajero a seguirlo para conducirlo a su habitación, que el de alguien sorprendido por un intruso que irrumpe en medio de la noche.
–Siéntese, mi querido –me dijo en tono calmo–. Seguro que se ha quedado encerrado en el museo. Le adelanto que aquí no hay sereno –dijo con una sonrisa bonachona.
–Eh….
–Bueno, bueno, no me dé tantas explicaciones. Mejor las explicaciones se las voy a dar yo. Déjeme que me presente, pero prométame que no va a salir corriendo, como los últimos tres visitantes. ¿Lo promete?
No respondí.
–¿Lo promete? –insistió.
–¿Qué cosa? –pregunté abrumado. El viejo quería, por algún motivo, retenerme.
–¡Que no va a salir disparando, como si hubiera visto un… fantasma!
–Está bien –lo tranquilicé–. No voy a salir disparando.
–Me gusta la gente valiente. Soy Charles Darwin,[2] mucho gusto –dijo extendiéndome la mano con decisión.
Largué una carcajada, pero el viejo no reaccionó, lo que en ese momento fue para mí otra evidencia de que estaba frente a un loco de remate. Decidí seguirle la corriente porque supuse que el viejo debía de saber cómo salir del edificio.
–Mucho gusto, es un honor conocerlo, señor… Darwin. Me llamo Marcos –dije y le extendí la mano. Al estrechar la mano del viejo, me estremecí. Casi no tenía fuerza y estaba fría.
–Mire –me dijo–, esta noche algunos biólogos evolutivos nos encontraremos aquí, a charlar, a discutir, a matar el tiempo, como quien dice. Nos reunimos siempre en museos de ciencias naturales. La semana pasada estuvimos en el Museo de Historia Natural de Nueva York y hemos convenido en vernos hoy aquí, en el Museo Argentino de Ciencias Naturales, en Buenos Aires. Fui yo el que pidió que nos reuniéramos en museos de Sudamérica, porque tengo nostalgia de estas tierras…
–¿Nostalgia? –le pregunté. Quería ponerlo a prueba. Aparentemente el viejo sabía que Darwin había estado en Sudamérica, pero quería ver hasta que punto sostenía su actuación.
–Sí, nostalgia de Sudamérica. Bueno, usted no tiene por qué conocerme. Yo fui un naturalista inglés. Inicié mi carrera en un largo viaje alrededor del mundo durante el cual visité las costas de Sudamérica, de las que tengo recuerdos muy vívidos. Por eso tengo nostalgia de estas costas, muchacho.
El viejo parecía muy cómodo con la charla. Comencé a convencerme de que el hombre estaba realmente muy loco. El viejo se creía Darwin.
–Pero si Darwin murió… –interrumpí.
–Tómelo como quiera. Yo soy Darwin. Y no perdamos más tiempo. Esta noche con mis colegas vamos a reunirnos a conversar sobre evolución, y si usted tiene interés en la materia, podría acompañarnos en esta tertulia. Estaríamos encantados con su compañía. Se puede imaginar que no es frecuente que un visitante se quede encerrado en un museo de ciencias, pero cada vez que ocurre nos encanta conversar con nuestro amigo ocasional. Siempre que no salga corriendo, claro. Resulta mucho más interesante que hablar entre nosotros. Mis colegas y yo fuimos científicos. Es decir, fuimos gente común, ni mejor ni peor que cualquier otra. Recuerde: ni mejor ni peor. Lo que le quiero decir, estimado joven, es que no se sienta inhibido por la ciencia, y menos por los científicos, porque ésa es la peor manera de aprender ciencia, o cualquier otra cosa.
–No, no… Sería para mí un honor…
–Bueno, antes de que lleguen mis colegas termino de contarle algo más sobre mi trabajo.
–No sé demasiado de evolución.
–No se preocupe. ¿Quiere saber qué es la evolución? Pues bien, la evolución es como este museo. Cada sala del museo muestra una parte de la diversidad de organismos; en una se muestran peces, en otra, aves o mamíferos. Cada sala tiene su propia organización, incluso se han utilizado recursos didácticos y estéticos diferentes en cada sala. Sin embargo, ninguna sala por sí sola podría dar una idea de la diversidad de los seres vivos que pueblan y poblaron la Tierra. Para eso es necesario recorrer todo el museo, e integrar la información de todas las salas. Bien, la evolución es el marco teórico de referencia de la ecología, la sistemática, la genética, la fisiología, la biología celular y molecular. Las ramas de la biología se integran y se articulan entre sí cuando incluyen a la perspectiva evolutiva.
Mientras hablaba, el viejo gesticulaba con el entusiasmo de un niño.
–Los biólogos evolutivos –continuó– estudiamos la evolución biológica, es decir, la evolución de los organismos que existieron y existen en la Tierra, desde las primeras formas de vida hasta las especies actuales. La evolución estudia los procesos que producen y mantienen la diversidad de la vida. Y obviamente, la forma en que una especie obtiene sus nutrientes, se reproduce y modifica el ambiente tiene estrecha relación con su origen y su evolución.
El viejo hablaba con pasión. Sin dejar de prestarle atención, aproveché para mirar si había algunas llaves sobre el escritorio. Podrían ser las de la puerta de salida.
–Vea, la evolución es considerada una rama de la biología pero, en realidad, abarca a todas las demás ramas.
–Disculpe, señor…
–Darwin, Charles Darwin. Pero puede llamarme Charles.
–Sí, sí, Charles… Dígame, usted ¿cómo entró en el museo? Por casualidad, ¿no tiene la llave de alguna puerta? Mi familia se preocupará si no vuelvo esta noche a mi casa.
–Vea, Marcos; puedo llamarlo Marcos, ¿verdad? Yo no necesito las llaves del museo para entrar.
¿Qué me había querido decir? Evidentemente el viejo no iba a ayudarme a salir. Un nudo de angustia me cerró la garganta. Me desplomé en una silla de madera que estaba al costado del escritorio, abatido.
–De acuerdo –le dije–, empecemos de nuevo. Usted se llama Charles y sabe mucho de evolución, ¿es así?
–Sí. Y estaba intentando explicarle qué es la evolución.
–Usted disculpe. Imagínese que no estaba en mis planes pasar la noche en el museo –dije en un tono lastimoso. No tengo la menor idea de dónde salió este viejo, aunque seguro debe de tener las llaves, pero como necesita compañía no quiere dármelas, pensé. Decidí que lo que más me convenía era no contrariarlo.
–Bien, continuemos. –Sonrió Charles. –Le decía que la evolución es la teoría madre de la Biología.
–¿Tan importante es? –A pesar de que sentía un gran desánimo, siempre me había interesado la evolución.
–Sí, fíjese… –Chasqueó la lengua. –Las poblaciones de cualquier especie sufren cambios de generación en generación, ¿no? Bien, la evolución estudia cómo se originan esos cambios y por qué algunos prosperan y otros, mueren con los organismos en los que se han originado. La evolución estudia los cambios que se producen en los organismos que comparten un tiempo y un lugar, es decir, de las poblaciones, y la suerte de esos cambios a lo largo del tiempo. Este tiempo puede ser el de varias generaciones, como el que separa a la familia real que gobernó Inglaterra a mediados del siglo XVIII de sus descendientes que gobiernan hoy: la familia de la reina Isabel. También puede ser un tiempo mucho mayor, un tiempo geológico, de varios millones de años, como el que transcurrió desde que los hombres primitivos se separaron del ancestro que compartían con otros monos africanos.
–Pero, señor… Darwin, ¿usted fue el primer evolucionista?–. A partir de ese momento decidí llamarlo Darwin. Quería ganarme la confianza de ese viejo medio loco.
–No, no, ni mucho menos. La mayor parte de los naturalistas de mi época, e incluso algunos anteriores a mí, eran ya evolucionistas.
–¿Y cuál fue su aporte, entonces? –pregunté.
–Ah, Marcos –dijo con una sonrisa. –¡Usted sí que sabe cómo tirar de la lengua a un viejo!
[1] El nombre científico es Glyptodon clavipes. Fue un mamífero herbívoro relacionado con las mulitas actuales. Se originó en América del Sur, dispersándose hacia América del Norte cuando se unieron ambas, a través del corredor de fauna del istmo de Panamá. El tamaño del animal sería el de un Fiat 600, al que también dentro de poco sólo se va a poder ver en los museos.
[2] Charles Darwin (1809-1882) nació en Shreswsbury, Inglaterra. Fue naturalista y viajero, y formuló la teoría de evolución por selección natural, piedra fundacional de la teoría evolutiva.