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Portada
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Palabras preliminares (Ernesto Samper Pizano)
Presentación. Por sus temas lo conocerán (Roberto López Belloso)
Parte I. Los nudos del alma
La casa de las palabras (Joan Manuel Serrat)
1. De amor y de posguerra (cómo Galeano se convirtió en Galeano) (Roberto López Belloso)
2. La palabra perdida (José Luis Novoa)
3. ¿Hay vida después de Maracaná? (Sabrina Duque)
Parte II. Las obsesiones del cazador
Juntos en la tempestad (Sebastião Salgado)
4. Las guardianas de la montaña (Álex Ayala Ugarte)
5. La boca que devoró al África (Claudia Antunes)
6. Huellas (Daniel Gatti)
7. Sin deberle nada a nadie (Mónica Ocampo)
8. Verde soja, rojo sangre (Andrés Colman Gutiérrez)
9. Ese clima cada vez más loco (Joseph Zárate)
Parte III. Los alambiques del oficio
Abrazo de palabras (Elena Poniatowska)
10. Gajos del oficio (Federico Bianchini)
11. Cimarrones del Caribe, gauchos de las pampas (Ana Artigas, Roberto López Belloso)
12. Sabrás disculpar, palabra (Roberto López Belloso)
Coda al capítulo 12. Sus otras voces
13. Al pie de la letra
Anexo. Referencias por capítulo
Sus anfitriones
Sus cronistas
Roberto López Belloso
editor
EDUARDO GALEANO,
Un ilegal en el paraíso
Rodríguez Garavito, César
Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2016.
Libro digital, EPUB.-
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-629-717-2
1. Homenajes. I. Título.
CDD 863
© 2016, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
<www.sigloxxieditores.com.ar>
Diseño de portada: Eugenia Lardiés
Fotografía de página 4: Pablo Bielli
Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina
Primera edición en formato digital: diciembre de 2016
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN edición digital (ePub): 978-987-629-717-2
Palabras preliminares
Hablar de Eduardo Galeano es evocar no sólo la riqueza de su obra, sino de un pensamiento visionario, ceñido a un acontecer signado –haciendo uso de su propia ironía– por la indiferencia, la desigualdad, la otredad, la indignación de los hijos de todos los días en nuestros pueblos.
Por eso, para la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) es vital rendir homenaje a la voz que puso nombre a mucho de lo que hoy somos, al hacernos visibles en sus retratos transidos de tiempo, con la auténtica sencillez de quien se acerca a un interlocutor plural, presente y excluido, sobre el cual ha llovido –en aguaceros profusos– la sequía y la muerte durante siglos, y cuya frágil hechura ha soportado la vida.
Diversas facetas de su existencia y su obra han sido abordadas en este compendio, pensado para ampliar la mirada hacia el conjunto de temas en los que se situó el autor de Las venas abiertas de América Latina para emplazarnos. Por eso acudimos a un editor conocedor de su persona y de su obra, Roberto López Belloso, que dio forma a la propuesta inicial que tuvimos y concertó recuerdos, anécdotas y reflexiones de quienes lo conocieron y lo admiraron y de voces –aunque jóvenes ya consolidadas– de la crónica periodística en Suramérica.
La gramática del dolor y del sufrimiento que fuera blanco en la obra de Galeano nos obliga a edificar una historia nueva en nombre de las víctimas que él les arrebató, con gran belleza, al anonimato y al olvido, enfermedades que golpean nuestro continente mientras disociamos el presente del pasado y desdeñamos el futuro.
Dedicó sus letras al amor, a la política, a la esperanza y, por supuesto, al fútbol. Con reflexiones profundas, recreó esta pasión incomparable entre millones de ciudadanos de varias latitudes, que siguen con religiosidad el devenir incierto y, por tanto, precioso del balón. Galeano tiene mucho que ver en esa estética y religiosidad que marca discusiones y polémicas infinitas en el universo de este deporte. Todo ello esconde una enmarañada dinámica que calca las relaciones de poder en una era marcada por el evangelio de la rentabilidad:
“A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí.”
Ahora bien, esta atmósfera no nos puede convertir en pesimistas en cuanto al posible renacimiento de un ser humano latinoamericano que aprenda de los errores y traduzca tantas laceraciones en testimonios llenos de valor, y que mantenga viva la memoria, paliativo para el insistente dolor del pasado.
Su obra, proscrita por la dictadura uruguaya, significa una veta de siglos en un andar sin pausa sobre la ignominia de la inequidad. Él ancla su pensamiento en los varios pueblos que componen Nuestra América, y cuya diversidad ignorada constituye un activo histórico mayor.
Este libro pretende rendir un homenaje al ser humano, al periodista y al escritor excepcionalmente comprometido con su realidad y con su tiempo. Las facetas más importantes de su pensamiento y de su quehacer intelectual y personal están aquí, en el testimonio de algunos de sus amigos y en el trabajo de varios cronistas de la región, como testigos de su legado. Esperamos que esta obra sirva como puente para el lector atento a sus múltiples aristas.
Eduardo Galeano es orgullosamente suramericano. En su honor, el Centro de Documentación de Unasur, en su Sede de la Mitad del Mundo, lleva su nombre. Y su palabra seguirá marcando nuestra esquiva identidad y las esperanzas de ser y sentir en sociedades que, a fuerza de ignorar, acabarán por escuchar el múltiple trino de su gente por encima de todos los ruidos. Sin duda, este libro nos acercará un poco más a ello.
Ernesto Samper Pizano
secretario general de Unasur
Parte I
Los nudos del alma
nació más de dos veces
para buscar el antídoto
contra las fronteras
de la razón y el corazón,
hizo del fútbol
su pasión más plebeya
La casa de las palabras
Joan Manuel Serrat
“Recordar: Del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón.”
Así, con esta definición, abre Eduardo Galeano El libro de los abrazos, para mí la más entrañable de sus obras, pues fue a partir de algunos de los textos de este libro que colaboramos por primera y única vez en un par de canciones: “La mala racha” y “Secreta mujer”. Las historias, imágenes y abrazos que discurren por sus páginas pasaron muchas veces por mi corazón, de modo que no es extraño que, en este pequeño ejercicio de memoria alrededor del amigo, los recuerdos en desorden acudan a la cita y, hablando de él, sin querer esté también hablando de mí.
La última vez que nos vimos fue a finales de febrero, apenas mes y medio antes de su muerte, la tarde que, como cada vez que llegaba a Montevideo, fui a visitarle a su casa de la calle Dalmiro Costa.
Parado frente a la verja, mientras esperaba que me abrieran, se me vino a la cabeza la imagen del Morgan saliendo a mi encuentro, meneando su larga y lanuda cola, precediendo a su propietario y compañero. El Morgan, aquel setter hermoso y dulce con el que Helena y Eduardo paseaban los atardeceres de las playas de Malvin y al que, como un mal presagio, también consumió el dragón del mal.
Apenas se cruza la verja de la casa que envuelve un pequeño y frondoso jardín, un ginkgo biloba, el árbol mágico de los chinos, portador de esperanza, da la bienvenida a las visitas con su delicadeza oriental. En el interior, las paredes forradas de retales de los lugares y las gentes con las que –junto con Helena– compartió su vida nos hablan del camino recorrido. Allí conviven textiles de Guatemala y de Colombia con exvotos mexicanos y cuadros naif; este comprado en las calles de Haití… aquel, en Recife.
Una foto de Obdulio Varela se asoma junto a un cuadro del negro Casablanca, aquel amigo borrachín y filósofo del que tantas historias contaba Galeano, y que amaba los puertos a los que uno llega y maldecía aquellos de los que uno parte.
No encontraréis colgados ninguno de los cientos de laureles con los que el mundo cultural lo distinguió a lo largo de su existencia. Su propia vida es la que adorna las paredes de la casa que ahora alguien sugiere convertir en museo.
Por mi parte, irremediablemente, voy a preservarla, aunque no como un almacén detenido en una época que será cada día más lejana, sino como lo que siempre fue: un lugar vivo donde los amigos se juntan a charlar, a beber vino y cantar canciones; donde, suspendido en el tiempo, nos llega desde la cocina un delicioso perfume de empanadas recién fritas y en el que, cuando la risa escampa, se reanuda la inacabable discusión acerca de las virtudes del Tannat local –méritos que sin duda crecen con el paso de las cosechas– mientras falazmente la parroquia se ocupa de darle salida a un magnífico Malbec, dejando para un futuro imperfecto la ingesta del Harriague mejorado.
Galeano amaba reír. Practicaba la risa como una defensa contra las miserias cotidianas.
–¿Cuánto te paga? –le preguntó con malicia a Sabina, interesándose por el reparto de honorarios que teníamos en el espectáculo Dos pájaros de un tiro, que compartimos.
–El 50%.
–Te roba.
A su lado, reírse era de obligado cumplimiento.
Reírse de lo propio y de lo ajeno, en las buenas y en las malas.
También amaba el fútbol. Lo amaba como a sí mismo. Como a la vida. Quiso ser futbolista, como todos los uruguayos, pero la evidencia lo marginó a la tribuna desde donde corría la banda con Luis Cubilla, atajaba con Manga y remataba los goles de Artime.
Desde que la televisión nos trajo el Mundial de fútbol a domicilio, Galeano permanecía el mes entero que aproximadamente dura el acontecimiento, encerrado en la casa sin perderse un solo juego. Más que mirar los partidos, los vigilaba.
Eran unos días sagrados en los que todos sabíamos dónde estaba, pero en los que si se quería dar con él había que esperar las pausas entre partido y partido. En horario balompédico no atendía.
Galeano vivió esta pasión a salvo de la involuntaria desviación de los hechos, la atrofia de la realidad y el eclipse total de la razón que se produce por lo general en el hincha cuando de su equipo se trata. Su visión del fútbol era objetiva y lúcida, y su versión de la jugada, exacta y, por lo general, divertida. Como él mismo se definió, era un mendigo del buen fútbol que, sombrero en mano, suplicaba por los estadios del mundo: “Una linda jugadita por amor de Dios”.
Daba igual cuáles fuesen los colores responsables. Mejor si eran los suyos, pero también era capaz de aplaudir los méritos ajenos, y como en todos los aspectos de la vida se posicionaba con el débil; con el arquero diez veces vencido, con el ídolo caído, incluso con el árbitro, arbitrario por definición y coartada de todos los errores (sic).
Nos conocimos, mejor dicho, nos vimos por primera vez en la sección de discos de unos grandes almacenes de Barcelona, a principios de los ochenta, cuando aún estaba exiliado en Pineda de Mar, un pueblo del litoral catalán. Yo acababa de leer Las venas abiertas de América Latina y el encuentro con el autor me dejó en shock temporal.
Con el tiempo nos fuimos conociendo y, al cabo, la vida me regaló su amistad y su confianza.
Al regreso de los exilios, en cada uno de mis viajes por las tierras donde el Río de la Plata se vuelve salado, me acercaba a su casa y/o nos juntábamos para cenar. Siempre a cenar. Galeano no almorzaba o si lo hacía era muy frugalmente.
La cena siempre fue una excusa para prolongar la conversación, aunque más que hablar con él, le escuchaba. Era encantador y coqueto en especial con las mujeres que, entregadas, le devolvían las lindezas. Ocurrente y gracioso, tenía un gran talento para inventar historias, una memoria privilegiada para recordarlas y mucha gracia para contarlas. Le he escuchado la misma historia varias veces y siempre ha conseguido divertirme por más que el cuento, como nosotros, fuese cambiando y envejeciendo por el paso de los años.
Aquí o allá. En Montevideo o en Buenos Aires, en Barcelona o en Madrid, en México o en Roma. Dondequiera que nos supiéramos, nos buscábamos hasta dar con nuestros huesos en nuestras risas.
Galeano vivió en primera línea los tiempos difíciles que le tocaron en suerte, ejerciendo el peligroso oficio de periodista; tomando partido, prestando la voz a los que se la habían arrebatado, compartiendo los sueños y las frustraciones de una doliente América Latina a la que no dejan de sangrarle las venas abiertas.
No pidió para sí lo que no quiso para los demás, ni exigió a nadie nada que no se exigiera a sí mismo.
Fue un tipo consecuente y lúcido. Su obra y su vida son un referente. En sus palabras y sus actitudes encontró el dolor consuelo, las dudas serenidad y el camino luz.
En cierta ocasión, Galeano dijo, retrucando al común amigo Roberto Fontanarrosa, que el delantero de fútbol y el oso panda son especies en extinción.
Lo mismo puede decirse de él. De ambos.
Aunque esa foto de Obdulio no es sólo el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria –por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado– en El fútbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.
Las amistades siempre se amalgamaban en los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Minà o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Eduardo lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol dijo que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, les dijo a los enfermeros que lo bajaban de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.
* * *
Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.
Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.
“Ítaca no te ha engañado”, dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.
Hay uno eco de esa mirada en el texto que Galeano le dedica al músico argentino Juan Carlos Dávalos, en Los hijos de los días.
–Yo no viajo por llegar. Viajo por ir –dice el Dávalos de Galeano.
* * *
La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.
–Joanma, el médico le dijo que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no –le advirtió Helena.
–Ah, no jodas –le contestó Serrat.
–Eran las 2 de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las 7, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba –cuenta Helena.
Serrat también los acompañó en el parto de Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.
–Tengo algo a medio camino, ¿qué te parece? ¿Lo llevo? –le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.
–Traelo, nos va a hacer bien.
Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres. Para eso se instalaron en un ático de la casa de Antonio Doñate y su esposa Pilar Royo, en Arenys de Mar, a tres pueblos de Calella. El juez Doñate era también carpintero, y sobre el tablón que le habían habilitado como escritorio, Eduardo dejó escrito: “En tu mesa de trabajo, al calor de tu mano, yo pude moldear palabras”. Hablaba del libro Espejos.
–Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión los Doñate, Joan Manuel, Jaime Llaverias –que había sido su médico en Calella– o Héctor Zampaglione –un fotógrafo argentino–, igual que tantos otros amigos venían a buscarnos, nos llevaban, nos traían. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “Bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.
Cada vez que tenía que hablar de su enfermedad con los amigos que le escribían a España preocupados por su salud, dejaba que el humor ocupara el lugar que podría haber tenido el dramatismo.
“Ya peleé mis tres primeros rounds de la quimioterapia, pero todavía me falta el cuarto y último. Me anuncian que me espera un tal Mike Tyson. Me suena. Creo que es un tipo que me envía anónimos pidiéndome clemencia”, le dice por correo electrónico al antropólogo peruano Alfredo Mires Ortiz, quien le ha mandado un remedio casero basado en una planta amazónica conocida como uña de gato. El nombre le sirve para múltiples juegos de palabras en su correspondencia de esos días. Con el gato que lo ayuda mientras rasca y la necesidad de combinarlo “con vitamina P de paciencia”.
Después, en Montevideo, en los mails que le envía a Mires se reirá también, con algo de amargura, pero sin quejarse, de uno de los efectos colaterales de la quimiotrapia, que por unos meses le ha insensibilizado la planta de los pies.
“Se llama neuropatía por platino. Me metieron platino en la quimio, por eso soy ahora un tipo valioso, pero con los pies dormidos. Como soy caminante, ruego a los dioses y a los diablos que mis pies puedan volver a disfrutar del suelo. La Ciencia me dice que llevará meses, pero no me dice cuántos. Si la curación me demora un siglo, serían mil doscientos meses, y me temo que la paciencia no me dure tanto.”
Entre quienes le acompañaron en España en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.
Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.
–Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Quizás sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras estas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer –me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el Barrio Gótico de Barcelona.
Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con la intención de cenar.
–Al pasar por delante de la Casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca.
Era una cantante ambulante. Una joven del Centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron con fuerza en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima –recuerda Oriol.
* * *
Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo –que bautizó Anónima– de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases como “Los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía 5 años cuando se adoptaron mutuamente.
Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como “Abeia” y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: “Abeio”.
Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora de que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el fútbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevaron al Estadio Centenario, con tan mala suerte que esa noche fue la de la debacle impensada. El 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla fuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore.
Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición.
Si en un período de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajo, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste, sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.
–¿Qué dice Abeio? –le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.
–Dice cosas feas –le respondió, sin traducirle aquellos improperios.
Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por fútbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.
Si a Mariana le llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila –autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias– era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.
A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.
El día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra, dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.
Algunos días más tarde se decidió a hablar del tema.
–Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.
–Yo también –le respondió Helena.
* * *
Aunque Historia doble de la Costa ocupa un sitial de honor en la producción intelectual del Caribe colombiano en todas sus épocas, algunos de sus entusiastas –como Gustavo Bell, un historiador que por otras razones devino vicepresidente de Colombia entre 1998 y 2002– reconocen que “no son pocos los que han controvertido el papel que Fals le asignó a la imaginación en la elaboración de su obra; varios historiadores se han referido al excesivo simplismo del libro en el tratamiento de ciertos temas, y otros han criticado la manifiesta voluntad del autor de escribir un texto políticamente comprometido”.
En Resistencia en el San Jorge, el tercero de sus cuatro volúmenes, publicado en 1984, Fals Borda acompaña el relato con fotos de la época en que trabajó en Jegua. Está la iglesia, con su Cristo que corona el frente, con los brazos abiertos e inclinado de una manera que parecería listo a zambullirse cuando la próxima inundación vuelva a anegar la placita principal. Hay otra foto de la calle principal de Jegua, con todas sus casas de un piso al nivel de la calle, sin las escaleras que les he visto a casi todas para adaptarse a la vida fluvial de los años de inundación. Hay fotos de campesinos sonrientes, dignísimos.
“Es un pequeño mundo en el cual se descubre y agita la multitud de problemas en las formas de vida y de trabajo que han existido y existen aún en la Depresión Momposina y en ese olvidado San Jorge, tierra tan privilegiada y promisoria, donde se halla quizás el más grande potencial de riqueza agrícola, pesquera, pecuaria y minera de Colombia.”
Más fotos: hombres arreglando una canoa, mujeres en labores del hogar, pescadores que lanzan la atarraya. En otra, un campesino muestra las decenas de hicoteas (tortugas) que ha podido capturar. Julio Gil me habló que esas capturas de una sola noche servían para tener un suministro fiable de carne por semanas. A las hicoteas, aguantadoras, bastaba con darles “unas hojitas” de cuando en cuando para mantenerlas vivas. Otra foto es muy curiosa: un muchacho montado en unos zancos en una calle inundada. “En inundación, evitando la ‘mazamorra’ de los pies”, dice el pie de foto.
Ahora, ni en este par de calles ni en la plaza hay niños jugando, ni una vida de comunidad visible. Las dos tiendas de comestibles, refrescos y paqueticos de golosinas se ven vacías. Hay que hacerse notar para que la señora salga a atender. La iglesia está cerrada. Adentro, en algunas casas veo gente que mira televisión en pantalla plana. No es un día laboral. Hoy es un lunes festivo, de los que abundan en Colombia y que unido al fin de semana habitual genera un puente de tres días que en otras regiones del país ocasiona pequeños carnavales y congestiona carreteras, balnearios, bailaderos, hoteles y piscinas. Aquí no. La modorra del día casi se puede tocar con los dedos.
* * *
“¿Para qué escribe uno, si no es para juntar sus pedazos? Desde que entramos en la escuela o la iglesia, la educación nos descuartiza: nos enseña a divorciar el alma del cuerpo y la razón del corazón.
Sabios doctores de Ética y Moral han de ser los pescadores de la costa colombiana, que inventaron la palabra ‘sentipensante’ para definir el lenguaje que dice la verdad.”
Eduardo Galeano lo escribió así en “Celebración de las bodas de la razón y el corazón”, un fragmento que integra El libro de los abrazos. Y lo contó con distintos matices en diversas oportunidades. Una de ellas fue en el programa Bajada de línea, del canal 9 de Argentina, en mayo de 2012:
“Bueno, será porque yo aspiro a merecer algo que aprendí en la costa colombiana hace muchos años charlando con los pescadores, cuando ya muy entrada la noche, entre trago y trago, uno de ellos usó una palabra que me abrió el camino realmente, el camino que me lleva a recorrer escribiendo y también hablando. Usó una palabra inventada por ellos, por los pescadores, para definir al lenguaje que dice la verdad.
Dijo ‘sentipensante’.
Yo lo paré y le dije:
–Esperá, que quiero confirmar lo que acabo de escuchar: sentipensante.
–Sí, sentipensante –se rio–, el que siente y piensa a la vez.
–Sí, sí, yo entiendo lo que decís. Que dice con el corazón y la razón.
–Sí. Eso mismo. Eso mismo.
–Ah, bueno. Pues entonces alguna vez yo quiero escribir en un estilo que sea sentipensante. Y hablar también sentipensantemente: sin divorciar la cabeza del cuerpo y la emoción de la razón.”
La palabra. La que venimos buscando. A esta altura ya no importa si a Galeano se le traspapelaron los recuerdos, si poetizó, si acaso nunca vino por estos lares y la anécdota le vino de Fals Borda, como lo mencionó en otras ocasiones. No importa si a Fals Borda se la dijo un (y sólo un) pescador al que se le ocurrió una (y sólo una) vez. El caso es que aquí no quedan rastros de ella, ni de su origen. Al menos se puede decir que ese concepto hoy no hace parte integral del modo de vida y las reflexiones de estos hombres y mujeres. La palabra y el interesante nudo conceptual alrededor de ella tomó vida propia. Existe y es un algo que pulsa en algunos seres humanos. Los míticos pescadores sentipensantes se han ido, si es que alguna vez estuvieron. Fals Borda no era inocente acerca de esto: intentó reflejar un mundo con sus sabidurías, retrocesos, esquemas de poder, formas de producción, machismo. Aquel pescador tuvo una idea feliz y la palabra hizo carrera desde allí hasta la academia, que la usó para describir unos modos de vida que ya en ese momento se estaban agotando, traducciones conceptuales necesarias para quienes leían desde el mundo urbano.
* * *
Es hora de regresar. Mientras espero que parta la lancha roja de metal, veo que de nueve embarcaciones estacionadas en los playones sólo una es de madera vetusta, que parece estar prestando sus últimos servicios. A otra similar la han convertido en una banca pública rudimentaria, dispuesta en una calle frente al brazo del río, partiéndola en dos pedazos dispares, uno hacia arriba y otro hacia abajo, con los grandes clavos que dejan al aire sus cabezas cuadradas, como de otras épocas. Puesta en un museo de arte contemporáneo, sola en medio de un salón blanco, iluminada con luces focales y con un título muy elaborado podría pasar por una particular y portentosa obra de arte a la cual colgarle muchos epítetos y conceptos grandilocuentes. Esto no es una canoa. Pero está sola acá, como testimonio involuntario de otros tiempos. El metal le ha ganado a la madera a pesar de que la madera sí flota en caso de una avería o un naufragio, me han explicado antes. Las de acero se van al fondo como lo que son: metal.
Hoy parece que también la tierra y el ganado le van ganando la partida al agua y al pez. Pero tan cerca como en 2010 hubo una inundación que en algunos lugares se extendió hasta 2013, que bloqueó hasta el 70% de las carreteras y que hizo que los pobladores retornaran literalmente a una vida anfibia, en la que pasaban de lo seco a lo mojado varias veces al día. Julio llegaba hasta su casa en lancha. “Podía parquear aquí, al frente, una lancha con capacidad para 28 toneladas”, dice.
Por esa misma inundación, cerca de aquí el gobierno nacional invirtió unos tres millones de dólares para reubicar por entero a las ciento cuarenta y ocho familias del corregimiento Doña Ana. Entre las obras había una cancha de fútbol. El día de la inauguración, en noviembre de 2013, notaron que a pesar de los equipamientos completos de balones y uniformes los niños no se animaban a jugar. Sonaba muy raro en un país en el que el fútbol es casi religión y donde es común tener que quitarles el balón de los pies para que vayan a clases o a la casa. La razón, cuando los funcionarios averiguaron, quizás un poco tarde, era muy simple: los muchachos estaban acostumbrados a vivir en el agua por ocho o nueve meses del año. La tierra no era su elemento, ni el fútbol era un deporte mejor que nadar y zambullirse.
A la lancha roja de metal se suben conmigo varios muchachos que deben ir al colegio o a la universidad después de estos días festivos en los que vinieron a visitar a sus familias. Varios convivieron con esa gran inundación. Se preguntan entre ellos por la hora del último autobús que sale de San Benito Abad para Sincelejo y por la conexión desde allí a otras ciudades. Su lenguaje, su ropa y sus peinados son de ciudad. Tal vez nunca hayan tomado una atarraya para echarla a la ciénaga, ni lo vayan a hacer. Para ellos todo esto, muy posiblemente, será pasado. Ya no habrá Anastasios ni Julios.
“Durante los meses malos de invierno, como los capitalistas del campo no les dan trabajo, muchos se escapan y se van más allá del Sejebe para emigrar a sitios lejanos: Venezuela, la Guajira, el César y las sabanas de Bolívar. Allí trabajan como jornaleros por un tiempo, cuando sienten que deben regresar a Jegua, ya que el pueblo es como un imán que sigue ejerciendo sobre ellos irresistible atracción: es la madre o la abuela que cuida los bindes de la cocina familiar, el seductor aroma de patilla que deja el manatí a su paso por el río, toda la naturaleza salvaje y prístina que allí queda con sus encantos y embrujos. Con los ahorros traídos se soporta hasta la próxima gran temporada de pesca y galapagueo, y así se va marcando el ritmo de la vida con cierta dignidad, resguardando la tradición libre y honrada de los rianos indígenas y campesinos que sigue siendo la respuesta vital del pueblo anfibio.”
Eso escribía Fals Borda. Ahora ya no van tan lejos, y tampoco a trabajar, salvo los más pobres entre los pobres, los que viven en zonas aún más profundas de la Mojana, más allá de Jegua. Aquellos a los que les tocó quedarse porque las opciones nunca les llegaron. Los hijos de Jegua ahora se van a estudiar. Que más allá, en Sincelejo o la región Caribe, las opciones también sean limitadas, es otra historia. O mejor: otra parte de una misma historia de exclusiones seculares. De muchacho, en el colegio, a Julio se le burlaban en la cara por ser de Jegua, como si San Benito no fuera una periferia. Él era “el” campesino. En Barranquilla, un sincelejano es provincia. En Bogotá, un barranquillero, según sean su origen social y poder económico, puede ser provincia o un igual, casi siempre lo primero. En el imaginario provisto por la televisión comercial usualmente el caribe es dicharachero, fiestero, fácil de palabra. Hay que pensar mucho, y al terminar este texto no encuentro un buen ejemplo, de un protagonista de telenovelas que sea Caribe y a la vez represente los valores que esas series exaltan: trabajo, buena posición económica, educación, caballerosidad…
¿Qué escribirían, qué analizarían Fals Borda o Galeano si pudieran estar aquí, sentados en esta lancha, con estos muchachos que de nuevo el campo expulsa hacia las ciudades? ¿Pensarían, como yo, que irremisiblemente asistimos al fin de un modo de vida? No sé. Por ahora me conformo con escucharlos reír a mis espaldas mientras la lancha rompe de manera tranquila el agua amarilla y Eduardo del Cristo Carcamo, un pescador de la zona que hoy está ayudando en las labores de la lancha, me dice que no, que tampoco conoce la palabra. Le cuesta pensar en qué podría significar. Me pide que se la explique.
Parte II
Las obsesiones del cazador
al hombre que
dibujaba
cerditos
le indignaba
que el mundo
fuera un chiquero
Juntos en la tempestad
Sebastião Salgado
Admiraba a Eduardo Galeano por todas las buenas razones: sus libros, sus principios, su pensamiento, su personalidad. Pero a eso no puedo dejar de añadir el privilegio de haber sido su amigo. Cuando por fin nos encontramos en los años ochenta, sentí que siempre nos habíamos conocido. Era natural que fuéramos amigos. Teníamos ya tanto en común: nos llevábamos apenas tres años de diferencia, veníamos de países vecinos, habíamos conocido el exilio por culpa de las dictaduras militares que oprimían a nuestro continente, compartíamos una visión política claramente de izquierda… y para hablar de cosas serias, ¡éramos los dos fanáticos de fútbol!
Sin embargo, mi primer contacto con Eduardo fue indirecto. Estaba trabajando en Ecuador en 1982, fotografiando comunidades indígenas en la región del volcán Chimborazo, para el que luego sería mi primer libro, Otras Américas. Tuve la suerte de tener como guía y traductor al padre Gabriel Barriga Arias, un sacerdote muy comprometido con su pueblo. Por esta vía, llegué a conocer al obispo de Riobamba, Leonidas Proaño Villalba, eminente filósofo y teólogo de la liberación de renombre continental. Y fue el mismo obispo Proaño quien me regaló un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina.
–Te va a ayudar entender bastante sobre nuestro continente –me dijo.
Así de sencillo. ¡Pero cuánta razón que tuvo! En las páginas de esta obra maestra encontré no sólo una radiografía antropológica, histórica y política de nuestro continente dolorido, sino también una inspiración literaria para el mosaico fotográfico de los pueblos de América Latina que yo aspiraba a crear. De cierta forma, cada una de mis fotografías del continente tenía un paralelo –o, al menos, una explicación– en la profunda intuición de Las venas abiertas… Algunos años después, en un ensayo notable, fue Eduardo quien dio palabras a las imágenes en mi libro, An Uncertain Grace [Una gracia incierta].
Nos conocimos primero de pasada en Nueva York, pero luego compartimos momentos memorables en otras ocasiones, cuando coincidimos en varios eventos organizados en Estados Unidos. Los que recuerdo son los que vivimos atrapados en el aeropuerto de Dallas por una feroz tempestad. Pasamos veinticuatro horas juntos, hablando de todo lo que se les ocurre a dos amigos del alma.
Claro, teníamos nuestras diferencias. ¡Cómo sería posible no tenerlas, yo como brasileño, él uruguayo, ambos devotos de nuestras respectivas selecciones nacionales de fútbol! Y cuando nuestros equipos se enfrentaban, intercambiábamos comentarios agudos y bien humorísticos sobre sus actuaciones. Sin duda ayudó cuando nuestras nuevas estrellas, Luis Suárez y Neymar, se juntaron para aumentar la gloria del Barcelona. Pero Eduardo siempre tuvo la última palabra. ¿No fue Uruguay la selección que destrozó los sueños de Brasil en la final de la Copa Mundial en Río de Janeiro en 1950? Y lo peor (o lo mejor para Eduardo) era que ambos nos acordábamos de cómo ese auténtico cataclismo había llegado a nuestra infancia.
Las conferencias de Eduardo eran siempre ejemplos de compromiso, claridad e idealismo, como cuando estuvimos juntos, por ejemplo, en 2002, participando en el Foro Social Mundial en Porto Alegre, Brasil. Un pequeño salto para Eduardo desde su casa en Montevideo, un largo viaje para mí desde mi base en París. Él era un hombre de izquierda, luchando sin parar por una América Latina diferente, pero resistiendo la tentación de ceder la independencia de su pensamiento a ideologías cerradas. Y cuando el mundo –y también nuestro continente– cambiaba, sentía toda la libertad para ajustar sus ideas a lo nuevo. Hasta su último día, fue un hombre de su tiempo.
Decir que lo extrañamos es otra manera de reconocer que, como amigo y compañero de experiencias divertidas e inolvidables, dejó un hueco en mi vida y en la de mi esposa, Lélia. Pero también dejó su huella en la historia de las letras y las ideas del siglo XX de nuestra América Latina. Ese será su legado más valioso y permanente.