A mi padre, José Manuel,
por darme rasgos y enseñarme
a crecer en horizontal y no solo en vertical.
A mi tío Luis,
por los veranos en la imprenta.
A mi abuela Candelaria y mi abuelo Pepe,
por los poemas sin publicar
y los paseos en Chamade.
23:04
Pantalla de un ordenador.
Sevilla.
From: Irene.Redondo@mapama.gob.es
To: D.Bathsheba@aol.com
CCO: DanielRojas@gmail.com
Date: 28 de enero de 2019, 2:19 AM
Asunto: Tinnitus
Hola, David,
Espero que este mail te encuentre bien.
También espero que puedas sacar un hueco para leerlo sin prisas. No nos conocemos, pero debo contarte algo importante.
Borrador guardado a las 23:06
El Punto Nemo es el punto más alejado de tierra firme que hay en el planeta y está situado al sur del Pacífico, exactamente en las coordenadas 48°52.6’S 123°23.6’W.
Este lugar perdido en el que rompen olas sin que nadie las oiga es interesante porque, curiosamente, es la referencia cartográfica que utilizan todas las misiones espaciales cuando vuelven a la Tierra.
Llama la atención que para volver a casa, a las carreteras nacionales y sus adelantamientos o a los ratos perdidos antes de elegir qué serie ver, haya que dirigirse al punto más remoto.
Es increíble que haya que perderse para volver.
Y es increíble todo lo que cuesta ser normal cuando no te sale solo.
Poca gente lo sabe, pero Google te permite decidir una especie de heredero digital. Cuando mueres, los mails que enviaste, los recibidos, o incluso los borradores que no te atreviste a mandar, todos, le llegan a quien tú designes.
Mi madre decidió que yo fuera su heredera y la historia de mi familia se ha reescrito de tal manera que ahora te tengo que mandar este mail yo a ti.
Estoy en una casa de Sevilla, abriendo cajas, carpetas, hojeando cuadernos y esos mails han completado mi historia. De hecho, la han convertido en otra.
Me presento, me llamo Irene, soy bióloga, me encanta explicarlo todo con ejemplos de mi trabajo que a veces solo yo relaciono y sufro de Tinnitus, un molesto pitido que no dejo de escuchar en el oído izquierdo y que es el verdadero causante de que te esté escribiendo.
La única manera que tengo de no oír mi zumbido es estar concentrada en algo. Sin este pitido me habría conformado con arreglar todo lo del funeral, que ya es bastante, o puede que incluso hubiera borrado los mails que han llegado. Pero créeme que estoy condenada, me puse a leerlo todo solo por dejar de oír esa mierda de pitido en primer plano.
PROPUESTA DE LECTURA:
Busca en YouTube «2KHz test tone». Escúchalo.
Y ahora, lee.
Borrador guardado a las 23:12
Las palabras con las que nombramos la anatomía de una letra son fascinantes: «asta», «brazo», «gota» o «espina». Parece increíble que haya una bolsa de palabras tan amplia para nombrar partes de algo tan pequeño y concreto. Hay palabras para el trazo que atraviesa a un triángulo incompleto y lo convierte en una A: «travesaño». O para la zancadilla que intenta una O y que la convierte en una Q: «cola curva». Otras realidades, más críticas y potentes, se quedan sin palabra que las nombre.
Mi padre se marchó pronto de casa y casi de mi vida. No fue una ruptura con fecha y hora. No fue ninguna pelea en la que nos dijéramos cosas imperdonables. Esas rupturas son dolorosas, pero te dejan horizonte. Esta no. Esta fue algo crónico, un asesinato de años y desidia. Solo nos rozábamos en alguna llamada forzada. «El otro día tuve una comida de trabajo cerca de tu piso, pero no me dejaron un momento y por eso no te llamé. De la próxima no pasa, Irene, de verdad».
Recuerdo cuando jugábamos en casa al juego de mesa Hotel. Es un juego de tablero en el que puedes ir comprando hoteles y cuando un jugador cae en la puerta, debe tirar el dado para ver cuántas noches se queda y pagarte.
Mi padre siempre quería comprar el Hotel President, que era el más caro. Cuatro rascacielos horribles de cartón repujado que simulaban ventanas. Yo prefería comprar L´Etoile, un pequeño hotel francés precioso que me encantaba montar, y mi madre siempre intentaba quedarse con el Waikiki, que eran unos bungalós de madera de alguna playa paradisíaca.
«Sí, papá, avisa a la próxima comida de trabajo, que hace tiempo que no nos vemos».
Apenas vi escribir a mi padre, pero mi A mayúscula y la suya son casi iguales; y nuestras oes, que en su trazo caen hacia la izquierda. A menudo, tanto mi padre como yo debemos aclarar a otros qué letra escribimos, si una M o una H, porque los dos las hacemos muy parecidas.
Durante mucho tiempo pensé que el parecido de nuestras caligrafías se debía a una cuestión física: el largo de un tendón, un flexor de la palma demasiado elástico, el ancho del músculo del pulgar… debía de haber un conjunto de rasgos que nos empujara a coger un bolígrafo en una posición concreta y a moverlo en ángulos parecidos que dieran letras formadas por astas, espinas, brazos, bucles, espinazos o espolones, prácticamente idénticas.
Luego me di cuenta de que no era una cuestión física, y de eso va esta historia: de cómo repetimos patrones de nuestros padres, incluso los que odiamos.
23:16
Interior de una casa en el barrio de La Latina.
Madrid.
Hay catorce personas sentadas alrededor de una mesa grande para cenar. Están en un salón con ventanas cerradas, hay guitarras apoyadas en soportes, todo está lleno de cuadros y hay incluso un violoncelo. Todos escuchan a alguien que habla, con pelo indomable, desde la cabecera de la inmensa mesa.
—Muchos ya habéis estado aquí, y algunos casi podéis contar esta historia mejor que yo, pero otros no. Así que quiero contaros dónde estamos: esto no es un restaurante clandestino, bueno, sí, pero antes de eso es mi casa. Sí, estáis en mi casa y tiene una historia que me parece cojonuda, dejadme que os la cuente. Para los que no lo sepáis, esta es una casa a la malicia. En el siglo xvi, el rey se trajo la capitalidad a Madrid, y como había pocas casas para los funcionarios, se sacó de la manga una ley, la regalía de aposento, que obligaba a todo el que tenía espacio a alojar a un funcionario si era necesario. El caso es que muchos, como el dueño de esta casa, decidieron tapiar las ventanas para dejar ciegas las alturas y evitar tener que meter a nadie. Si veis desde fuera la fachada, veréis que, de las cuatro alturas, dos están ciegas a la calle.
»Esta es la historia de mi casa, ya os he dicho que me parece una historia bonita y me gusta contarla. Y ahora os voy a explicar el menú de la cena, pero antes, que levanten la mano los que quieran cerveza.
Todos levantan las manos y comienzan a hablar animadamente entre ellos en mil conversaciones que se cruzan en la inmensa mesa.
—Ah, la puerta del baño no tiene pestillo, así que para ir es muy fácil: somos catorce, o contamos antes de subir, o llamamos a la puerta antes de entrar para no encontrarnos escenas.
23:18
Pantalla de un ordenador.
Sevilla.
Borrador guardado a las 23:20
Existen palabras para las partes de una letra, y otras igual o más infrecuentes como «salicor», que es el nombre de esas plantas rodantes de las películas del oeste; o «lignina», que es un polímero que forma el papel y que es el responsable del olor a libro o a papelería. Pero no hay una palabra para definir al padre que pierde a un hijo.
Tenemos «huérfano», «viudo», «muerto», pero nada para el padre o la madre que pierde lo que precisamente le dio la condición de padre o madre.
Para el lenguaje eso no ocurre. Será porque no es tan frecuente como para necesitar ser nombrado, o más bien será por no darle carne. Todos sabemos que cuando hablamos por primera vez de algo lo construimos, empieza a ser verdad al salir de nosotros.
Hay una expresión preciosa que utilizan las viejas aquí en el sur. En lugar de «parir», ellas dicen «le dio su ser». Puede valer para esto: al traducir algo a palabras, le damos su ser.
Las palabras tienen poder. Los que entrenan perros de pelea no les ponen nombre porque dicen que pierden un 20% de su agresividad. Es una manera de bestializar al animal para que no le duelan los cortes, ni las dentelladas, porque no sabe ni siquiera que es algo y puede sentir. Porque no tienen ser. Así que siempre es mejor nombrar las cosas. No darle palabra a algo lo hace más fuerte y perder a un hijo ya muerde suficientemente fuerte como para no nombrarlo encima.
Déjame que empiece con la historia que sí me habían contado de mi familia. La que ahora ya no vale porque nuestro vínculo, sin ni siquiera tener palabra tampoco, la ha arrasado.
La vida está llena de malentendidos que no se resuelven, pero otros resulta que sí. Como este.
20:27 (Hora española)
05:27 (Hora australiana)
Interior de un dormitorio en Brisbane.
Australia.
Un pareja de unos 60 o 65 años duerme. La habitación es amplia y correcta. Hay suficiente espacio entre cama y mesilla o entre mesilla y pared. Precisamente, sobre la mesilla de noche de la derecha hay agua, un reloj electrónico de números verdes y un bote de plástico, blanco y grande, de pastillas. En la pared hay colgada una televisión inmensa que se ha apagado porque estaba programada para hacerlo sola a una hora.
Las respiraciones y el aire acondicionado suenan. Las ventanas están cerradas, pero se puede ver a través de ellas. Parece una zona residencial, hay bastante distancia hasta la próxima casa.
Él, grueso, se mueve y cambia de lado pesadamente, como si algo le incomodara en sueños.