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El fascismo italiano

Mussolini y su tiempo

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El fascismo italiano

Mussolini y su tiempo

José Rodríguez Iturbe

 

 

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Rodríguez Iturbe, José, autor

El fascismo italiano : Mussolini y su tiempo / José Rodríguez Iturbe. -- Chía : Universidad de La Sabana,  2019

476 páginas ; cm.   (Colección Cátedra)

 

Incluye bibliografía

 

ISBN: 978-958-12-0503-5

e-ISBN: 978-958-12-0504-2

doi: 10.5294/978-958-12-0503-5

 

      1. Fascismo – Historia - Italia 2. Historia moderna – Siglo XX 3. Mussolini, Benito 1883-1945 I. Rodríguez Iturbe, José II.  Universidad de La Sabana (Colombia). III. Tit.

           

      CDD 320.533                                                                                                           CO-ChULS

 

 

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RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS

© Universidad de La Sabana Facultad de Derecho y Ciencias Políticas

© José Rodríguez Iturbe

 

EDICIÓN

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Km 7 Autopista Norte de Bogotá

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www.unisabana.edu.co

https://publicaciones.unisabana.edu.co

publicaciones@unisabana.edu.co

 

Primera edición: abril de 2019

ISBN: 978-958-12-0503-5

e-ISBN: 978-958-12-0504-2

DOI: 10.5294/978-958-12-0503-5

 

CORRECCIÓN DE ESTILO

Eduardo Franco

 

DISEÑO DE PAUTA DE COLECCIÓN

Kilka, Diseño Gráfico

 

DIAGRAMACIÓN

Nancy Cortés

 

MONTAJE DE CUBIERTA E ILUSTRACIÓN

Boga Cortés y Triana/Julián Roa Triana 

 

CONVERSIÓN EPUB

Lápiz Blanco S.A.S.

 

HECHO EL DEPÓSITO QUE EXIGE LA LEY

Queda prohibida la reproducción parcial o total de este libro, sin la autorización de los titulares del copyright, por cualquier medio, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

Esta edición y sus características gráficas son propiedad de la Universidad de La Sabana.

Contenido

 

 

 

Agradecimientos

 

Prólogo

 

Introducción

 

1. El marco histórico precedente

El Risorgimento y la cuestión romana

“Ora si tratta di fare gli italiani”

Giuseppe Mazzini

Carlo Cattaneo

Vincenzo Gioberti

Giuseppe Ferrari

La sacralización de la política

El modelo alemán y la referencia a Maquiavelo

Pío IX y la Ley de Garantías

El Concilio Vaticano I

La desaparición de los Estados pontificios

La Ley de Garantías

La protesta pontificia

 

2. El fascismo italiano

La visión de Umberto Eco

Mussolini y el socialismo radical

Mussolini, socialista-marxista

De Marx a Nietzsche

Separación del PSI e intervencionismo en la Primera Guerra Mundial

El movimiento, “refugio de todos los heréticos, Iglesia de todas las herejías”

La violencia de la forza dominatrice

 

3. Hacia el Estado fascista

La Italia de posguerra y el acceso al poder de Mussolini

La propuesta del patto di pacificazione

El poder fragmentado y débil

La Marcha sobre Roma

La visión de De Felice

Partido y Estado fascista

 

4. Cambio de Ley Electoral y consolidación del poder fascista

Año 1923: la Ley Acerbo y el cambio  de las reglas de juego

Mussolini, el PNF y las elecciones de 1924

Las elecciones de 1924

El asesinato de Matteotti

Amendola y el memorándum Rossi

I deputati dell’Aventino

 

5. ¿Tuvo el fascismo base filosófica?

Vico, corsi e ricorsi

Croce y Vico

La racionalidad moderna y sus formas  revolucionarias

La Revolución fascista como inveramento  de la Revolución marxista

Labriola, Croce y Gentile

El neohegelianismo italiano  y la “historia filosófica”

Gentile, el actualismo y el fascismo

Mosca, Pareto, Spengler

Gentile y el verum

Mussolini y Maquiavelo

Fascismo, praxeología, neopaganismo,  maquiavelismo

 

6. Los artistas, los intelectuales y el fascismo

Las vanguardias

El Manifiesto futurista

Filippo Tommaso Marinetti

Vanguardia italiana y vanguardia rusa

Futurismo y fascismo

La Voce, Leonardo, L’Ordine Nuovo

Los intelectuales fascistas

Manifiesto de los intelectuales antifascistas

El drama de Gentile

Gentile y los comunistas “corporativistas  impacientes”, Togliatti y los fascistas  “fratelli in camicie nere”

Gentile, del Discurso a los italianos al Discurso en el Bicentenario de la Muerte de Vico

 

7. Los pactos lateranenses y la encíclica Non abbiamo bisogno

Los pactos lateranenses

La encíclica Non abbiamo bisogno

Pío XI: condena y condenas

 

8. Antonio Gramsci y el Partido Comunista Italiano

Una vida marcada por el dolor

El intelectual, el periodista y el político

El tiempo moscovita y el Congreso de Lyon

La posición de Gramsci (PCI)  y la lucha en el PC(b)R

Prisiones y clínicas

El inicio de los Quaderni

La recta final

Maquiavelo y la hegemonía

Coincidencias y divergencias con Trotsky

Ante el maximalismo de izquierda y la realidad italiana

La filosofía de la praxis

 

9. Alcide de Gasperi: El Partito Popolare y la Democrazia Cristiana1

De Gasperi: esbozo de su trayectoria

La convulsa Alemania de la primera posguerra

La destra cattolica y el fascismo

La dimisión de Sturzo

La Ley Acerbo y el memorándum Rosa sobre el voto de los católicos en 1924

Sturzo y la crítica al fascismo

La posibilidad del frente antifascista popolari-socialdemocratici

El Centro Nazionale Italiano

De Gasperi, la continuidad en la lucha

La razón de ser de un partido

 

10. Colonialismo, imperialismo y fascismo

De la Conferencia de Berlín a la primera guerra de Etiopía

La crisis del Mezzogiorno

La insaciable apetencia imperialista

El inicio del siglo XX

El nacionalismo organizado

Las guerras balcánicas de 1912 a 1913

La Primera Guerra Mundial (1914-1918)

Italia en la guerra y la posguerra

 

11. “Religión política” y mito

Los años del “consenso”

Winston Churchill, 1927 y el fascismo

“Teología política” y fascismo

Sacralización de la política y mito del liderazgo

Las “religiones políticas” totalitarias

La “religión política” y el fascismo

Mussolini, religión y política

La sacralización de la política: Mosse y Traverso

El fascismo y el mito de Roma

Del Imperio de Augusto al Imperio fascista

La Mostra Augustea della Romanità

El mito del Duce

Religión civil fascista y culto a la personalidad

La bonanza del “consenso” y la no confusión con el nazismo

 

12. Años 1936-1939: hacia el abismo

La Guerra Civil Española

La Italia fascista y la Guerra Civil Española

Ciano y la política exterior de la Italia fascista antes del compromiso total con la Alemania nazi

El antisemitismo fascista

Las Leyes Raciales de 1938

Telesio Interlandi

Giovanni Preziosi

Paz, apaciguamiento, acuerdos, cesiones, rendición

La constante búsqueda del orden

Mussolini y la hybris

 

13. La tragedia final

La paz imposible

El primer Pacto Stalin-Hitler

El estallido de la Segunda Guerra Mundial y el segundo Pacto Stalin-Hitler

La lucha contra el Eje

La segunda fase de la guerra

La etapa final de la Segunda Guerra Mundial

Italia en la Segunda Guerra Mundial

Etiopía

Albania

El Pacto de Acero y la “no beligerancia”

Italia entrando en la guerra

Grecia

La URSS

Libia-Egipto

La República de Salò

El Congreso de los Comités de Liberación Nacional de Bari

La reunión en el Arzobispado de Milán y el viaje a la muerte

 

Epílogo

Bibliografía

Agradecimientos

Debo agradecer a muchas personas. Entre ellas, destaco a los profesores doctores Euclides Eslava Gómez, Manuel Pareja Ortiz y José Ángel Hernández García por la lectura del texto original, por sus sugerencias bibliográficas e indicaciones oportunas, que enriquecieron, sin duda, el texto. Ello no permite suponer, por supuesto, que sean solidarios de mi enfoque y opiniones. Es, sin embargo, para mí, un deber de justicia mencionarlos, para hacerlos copartícipes, en lo que tenga de positivo, de mi trabajo; no en sus deficiencias.

Agradezco, también, la atención de Elsa Cristina Robayo Cruz, directora de Publicaciones de la Universidad de La Sabana. Ella y su equipo, como siempre, han puesto lo mejor de su esfuerzo para que la edición de este libro fuera una hermosa realidad.

Mi agradecimiento especial al profesor José Ángel Hernández García, director de la Maestría en Historia Contemporánea de la Universidad Sergio Arboleda, por las generosas palabras de su prólogo.

También debo agradecer a mis alumnos de la Universidad de La Sabana, con quienes tuve ocasión de compartir y discutir cada capítulo a lo largo de todo un semestre.

Queda, pues, este libro en manos del lector, esperando recibir su constructiva crítica.

Prólogo

Decía Miguel de Unamuno que la razón es la muerte del fascismo. Si eso fuera así, sin más, no hubiera resultado tan atractivo para tanta gente y, sobre todo, en capas sociales olvidadas por el sistema liberal. Un sistema, el liberal, acongojado por el ascenso del otro totalitarismo de la época, el comunismo bolchevique; con una burguesía que pasó de liberal a reaccionaria ante esa circunstancia. Mussolini no hubiera llegado a las altas magistraturas de un Estado liberal (que lo era desde lo que se dio en llamar el Risorgimento, que trajo como consecuencia la unificación italiana), sin la aquiescencia de una burguesía y de una patronal temerosas del movimiento obrero socialista y comunista.

El fascismo surge en un contexto revuelto. Después de la Gran Guerra, Italia era, en teoría, una de las vencedoras de la Primera Guerra Mundial. Alineada en el conflicto junto a Francia, el Reino Unido y Rusia, no vio satisfechas sus expectativas después de la victoria. El axioma de que quien crea en promesas británicas o francesas es un iluso debería haber condicionado la toma de posición italiana durante la Primera Guerra Mundial.

El fascismo difícilmente habría podido proliferar en un contexto político sosegado, pero Italia estaba socialmente convulsa y políticamente indignada en el primer periodo de entreguerras. Pocos creían ya en el sistema parlamentario liberal. Es cierto que la monarquía aún era un referente para muchos italianos (ni Mussolini se atrevió a suprimirla), pero optar por uno de los dos totalitarismos en boga era la postura más común. De los cuatros principales partidos, el Socialista, el Popular, el Comunista y el Fascista, los dos últimos sufrieron un proceso exponencial de crecimiento y de aceptación social a costa de los otros. Para 1920, el Partito Nazionale Fascista (PNF) se hacía notar en las calles por medio de las cachiporras y los actos violentos contra los militantes de izquierda. Esto hizo que, solo a cinco años del final de la primera contienda mundial, el arribo de gentes procedentes de muy diversos sectores (del Ejército, socialistas, católicos, liberales y conservadores) al bisoño PNF fuera un fenómeno corriente. Todo ello hizo que el PNF no tuviera un corpus ideológico sólido y definido, que se adaptaba más bien a las circunstancias de cada momento; manteniendo, eso sí, su acérrima oposición al parlamentarismo y al comunismo heredero de la Revolución rusa.

Fue el fascismo un movimiento a imagen y semejanza de Benito Mussolini, violento y oportunista. Un somero recorrido por la peripecia vital del líder fascista nos ayuda a comprender, en lo posible, el devenir de un partido que, rápidamente, supo ganarse filias y fobias irreconciliables; aunque los orígenes del fascismo son tan socialistas como el mismo Mussolini, bautizado por su padre como Benito por su admiración por el político revolucionario mexicano Benito Juárez. Como socialista, acudió Mussolini a combatir a la Primera Guerra Mundial, y alejado del socialismo, volvió de esta. Tres años después fundó el PNF, modelo de partido anticomunista de masas para otros lares.

Hubo intelectuales fascistas como Filippo Tommaso Marinetti, Luigi Pirandello e incluso Gabriele D’Annunzio (en el caso de este último se podría decir que “moldeó” el PNF). Algunos, como Curzio Malaparte, participaron en la marcha fascista sobre Roma, llegando, incluso, a suscribir el Manifiesto de los intelectuales fascistas de 1925. Otro ejemplo de ambivalencia fue el de Benedetto Croce, el gran historicista neohegeliano, que llegó a votar como diputado liberal a favor del Duce. Es verdad que tanto Malaparte como Croce luego se significaron contra el fascismo, pero estos dos ejemplos son indicativos para intentar entender lo seductor, para muchos, de un fascismo de entreguerras que también cautivó a Norberto Bobbio, Giovanni Gentile, Renato Guttuso, Ugo La Malfa, Vasco Pratolini, Alberto Moravia.

Tiene el lector ante sí, con este libro del profesor José Rodríguez Iturbe, un recorrido sesudo y de enjundia a través del trayecto fascista italiano, desde su génesis hasta su consolidación y no corta vigencia, terminando con su triste y cruel desenlace, como fue la efímera y patética República de Salò, y la vergonzosa y vil muerte del otrora todopoderoso Duce.

Describe el autor los llamados pactos lateranenses, que no fueron posibles con otros gobiernos y que reconocían la independencia política de la Santa Sede del Reino de Italia, acabando con la llamada cuestión romana. Ello no fue óbice para que, al poco tiempo de la publicación de los tratados, Pío XI, debiera publicar una carta dirigida al cardenal Pietro Gasparri en la cual “calificaba de heréticas las petulantes observaciones de Mussolini sobre el cristianismo”; todo ello ratificado por el Santo Padre con la encíclica Non abbiamo bisogno.

Tratar históricamente el fascismo italiano es el reto que asume en estas páginas el profesor Rodríguez Iturbe, señalando la manipulación cultural-política fascista en su intento por crear una identidad nacional que soportara el entramado del régimen. La revisión del pasado histórico era, sin duda, tarea harto complicada, para Mussolini y el PNF, en un país tan neófito como la Italia del Risorgimento.

El detonante que supuso la Gran Guerra para la aparición de los totalitarismos marxistas y fascistas es indicado por el autor en un ejercicio histórico-filosófico magistral; y, a la par, al alcance de cualquier lector, desde el urudito al novel, de manera soberbia.

Sirva, pues, este trabajo como referencia para que las ideologías totalitarias, que ya se suponían superadas, no vuelvan a aflorar con sus terribles secuelas culturales y espirituales.

 

José Ángel Hernández García

Director de la Maestría en Historia Contemporánea

Universidad Sergio Arboleda

Introducción

El fascismo italiano fue un totalitarismo. En comparación con el comunismo bolchevique o con el nacionalsocialismo nazi, puede dar la impresión de que fue un totalitarismo de segundo grado. Porque entre las aberraciones totalitarias puede haber grados. Pero fue, sin duda, un totalitarismo y, en tal sentido, negador de la dignidad de la persona humana y cercenador de las libertades civiles y políticas. El fascismo italiano de Benito Mussolini (1883-1945) no alcanzó, a pesar de sus excesos y crímenes (que los tuvo y no en menor cuantía), las enormidades de crímenes de lesa humanidad que pueden observarse en el bolchevismo instaurado por Lenin y Stalin o en el nacionalsocialismo (nazismo) de Hitler.

En el fascismo italiano, se dieron todos los elementos de un totalitarismo. Cronológicamente hablando, fue el segundo gran totalitarismo del siglo XX. Si el comunismo llegó al poder en Rusia con la Revolución de Octubre en 1917 y el nazismo hizo lo mismo en Alemania a fines de enero de 1933, el fascismo resulta como el punto de enlace, a partir de 1922, como la conexión histórica, entre uno y otro. El nexus histórico señalado por Ernst Nolte se pone de relieve en la consideración del marxismo radical del joven Mussolini, trocado en vitalista nietzscheano en el proceso de su ascenso al poder y en el ejercicio de este.

Así como la Revolución bolchevique posee un específico marco de referencia, lo mismo pasa con la Revolución fascista. En la Revolución bolchevique, el marco referencial viene dado por la compleja elipse histórico-política y cultural de la intelligentsia rusa, por las polémicas sin par, dentro y fuera de Rusia, entre anarquistas y socialistas, y entre los diversos socialismos entre sí. En la que podría llamarse Revolución fascista en Italia (porque también fue una revolución, de distinto signo), se da, de manera análoga, una complejidad tipificante, solo ubicable y solo entendible en la Italia de inicios del siglo XX. El entorno histórico que rodea el nacimiento del fascismo y lo acompaña a lo largo de su trayectoria protagónica, hasta su epílogo, en la patética República de Salò (1943-1945) y la muerte del Duce (1945), muestra una realidad propiamente italiana que exige un adecuado conocimiento y comprensión. Como señala Stanley G. Payne, el fascismo surgió “a partir de la nacionalización de determinados sectores de la izquierda revolucionaria”.1

El análisis de los indicadores económicos de la pre y posPrimera Guerra Mundial, como elemento importante en el proceso social y político italiano que conduce al fascismo puede encontrarse, de manera sintética, en las páginas del historiador francés Robert Paris sobre los orígenes del fascismo.2 Siendo ese aspecto, sin duda, de la mayor importancia, me parece fundamental, sin embargo, centrar la atención en todo esfuerzo de historia cultural y política sobre la Italia fascista en el Risorgimento y en la Primera Guerra Mundial.

En efecto, la realidad risorgimentale pesará en la historia política de Italia desde el prólogo al fascismo hasta la consolidación en el poder de Mussolini. Algunos fascistas pretenderán ver en el fascismo (como autojustificación de su opción personal por la dictadura totalitaria) el estadio superior del Risorgimento, su cabal cumplimiento, que del conde Cavour (Camillo Benso, 1810-1861) a Giovanni Giolitti (1842-1928) había quedado inconcluso. En realidad, la destrucción del Estado liberal, presente en la Italia de De Cavour a Giolitti, la emprende, con decisión y entusiasmo, Benito Mussolini. El empeño de este poseyó características revolucionarias en la misma medida en que resultó totalitario.

Ese esfuerzo revolucionario no hubiera sido posible sin el tremendo impacto social, económico y político que tuvo la que entonces se llamó Gran Guerra. Giolitti, partidario de la neutralidad italiana, se oponía a la participación en la guerra, considerando que ella sería la ruina de Italia. Tenía razón. En la realidad económica hablan los hechos. De los 2300 millones de liras que costó a Italia el primer año de guerra, llegó a los 20 600 millones en 1918. La deuda externa, sobre todo con los Estados Unidos, era muy elevada en 1919. Ya para 1917 el monto de las exportaciones solo cubría un tercio de las importaciones. Se calcula que para 1918 la pérdida de brazos para la agricultura ocasionada por la guerra alcanzaba el 60 %. El costo humano fue, además, para Italia, muy alto. En los primeros seis meses, 66 000 muertos, 190 000 heridos y 22 000 prisioneros. En mayo de 1916, con la derrota de Asiago, 150 000 hombres fuera de combate. En 1917, con la ofensiva sobre Isonzo, 100 000 muertos y 150 000 heridos; y en Caporetto, 400 000 hombres fuera de combate y una pérdida de 3000 cañones.3 A pesar de las victorias de Piave (junio de 1918) y Vittorio Veneto (noviembre de 1918), el costo de la guerra en términos humanos fue muy grande para Italia: 600 000 muertos y 50 000 mutilados. Además, no obtuvo territorialmente todas las “justas compensaciones” que esperaba.4

La guerra provocó, además, una sensible disminución de la pequeña y mediana industria y una mayor concentración industrial. Económicamente, la clase media fue la más golpeada. El panorama de la economía, en general, no era mejor al terminar que al comenzar la guerra.

De 1914 a 1920 la lira perdió […] un 80 por 100 de su valor. El cambio pasó de 5,18 liras por un dólar en 1914 a 13,07 en 1919 (para alcanzar hasta 28,57 en diciembre de 1920). Se había creído, en efecto, que se trataría de una guerra corta, y no se preocuparon mucho del financiamiento de la guerra, que había sido abandonado casi enteramente a los recursos fiscales. El déficit del Estado se elevó así de 214 millones en 1914-1915 a 23.345 millones en 1918-1919 y el grueso de los gastos, debido al sistema fiscal, fue soportado por la pequeña burguesía.5

El fascismo comenzó siendo el empeño de un disidente socialista y se convirtió en una realidad política de masas. Una de las diferencias (y no menores) entre la Revolución bolchevique y la Revolución fascista está en que, si la primera luce como la obra tenaz de una minoría organizada, con respaldo militar y táctica maquiavélica, apoderándose del poder, la segunda es el resultado del ascenso político, no solo de un caudillo, sino de la mesocracia italiana. Ascenso político, conviene precisar, canalizado por un movimiento de masas de origen radical de izquierda, trocado en la ruta hacia el poder en partido regido por un liderazgo (el del Duce) que, después de intentar la imposible conciliación entre Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Nietzsche (1844-1900), aparece finalmente dominado por el vitalismo nihilista nietzscheano.

Ya se verá más adelante cómo sin una clara filosofía de base, con un primado de la praxis, resaltado por el idealismo neohegeliano italiano, afincado en elementos de ruptura muy próximos al anarquismo y haciendo de un nacionalismo, tan primario como pasional, una seudorreligiosidad política pagana, el fascismo italiano, después de lograr internamente consolidar un cierto consenso, cavó su propia tumba con las aventuras bélicas.

Mientras el bolchevismo ruso nunca fue mayoría, el fascismo italiano sí lo fue, como también lo fue el nazismo alemán. El consenso en torno al fascismo, patente en la década de 1930, antes de su pacto de muerte belicista con el hitlerismo, a pesar de los abusos ya más que evidentes, fue un respaldo popular masivo, de aumento progresivo; canalizado por un partido (el fascista) y respaldado por todo el poder del Estado (fascista).

Tal consenso es una triste realidad histórica: el imaginario colectivo italiano se nutrió de las ficciones románticas, nacionalistas, de fideísmo político neopagano que hizo de Mussolini (por empeño de este y quienes lo respaldaron) una deidad de un dudoso olimpo. Deidad con pies de barro. Pero deidad, al fin y al cabo, la cual, generando su propio culto y su propia liturgia, dio a la política totalitaria del régimen un carácter de plenitud sacralizada. Esto pudo verse en el fanatismo de quienes solo encontraron en él una razón existencial, hasta en el momento agónico de la llamada República Social Italiana, conocida como República de Salò.

El Duce fue un revolucionario sui generis. Mientras Vladimir Ilich Ulianov, Lenin (1870-1924) obtuvo el poder con la quiebra de la institucionalidad en Rusia, Mussolini lo hizo por las vías institucionales, estas que una vez llegado al poder se esforzaría en aniquilar. Ya el zar Nicolás II (1868-1918) estaba caído cuando Lenin, llevado por los alemanes desde Suiza en el tren precintado, llegó a la estación de Finlandia en el Petrogrado en guerra. El bolchevismo se alzará como una terrible ave fénix devoradora de la historia desde estas cenizas del zarismo que otros han derrocado. Mussolini recibió el poder de manos del rey Vittorio Emanuele III (1869-1947) después de desplantes y movimientos operáticos. Y solo será, en medio de las ruinas humeantes de la trágica derrota bélica, en 1943, cuando el último monarca de la Casa de Saboya mueva tentáculos políticos y militares para realizar una cosmética operación de deslinde, apoyado en algunas de las figuras militares simbólicas (Pietro Badoglio [1871-1956]) del delirio expansivo del Duce.

Mussolini jugó con las reglas del sistema mientras adquiría la fuerza suficiente para desmontar y reducir a pavesas el sistema mismo. Lenin despreció ab initio las reglas del sistema. El parto bolchevique fue un parto político ex novo. La novedad fascista se verá como una especie de novedad que brotaba, con arquitectura jurídica de apariencia burguesa, saliendo de los retazos del mundo institucional risorgimentale que el mismo fascismo aniquiló mientras decía que quería cumplir acabadamente con el Risorgimento inconcluso.

Lenin nunca buscó un consenso para imponer su dogmática visión ideológica. Mussolini, desde el poder, buscó y obtuvo, tristemente, un amplio consenso que le permitió regir, sin mayores obstáculos, los destinos de Italia. Mantuvo ese consenso (aunque duela reconocerlo) hasta que el delirio colonial y la alianza con la locura belicista de Adolf Hitler (1889-1945) le hicieron despeñarse en un abismo en el cual se consumió trágicamente no solo el sistema que había impulsado sino también su propia vida.

Además, lo significativamente distinto de la experiencia totalitaria del fascismo en Italia es el peso de la cuestión romana, al menos hasta la consolidación plena de su poder (en un proceso que grosso modo puede ubicarse entre 1924 y 1930). Quien no conozca la historia italiana pos-risogimentale no puede entender la complejidad y el peso de la cuestión romana que se manifiesta, en muchos campos y de manera distinta, en la Italia de la Primera Guerra Mundial y en los años posteriores a ella. Se hará, por tanto, de manera oportuna, referencia a ella.

De 1870, con Pío IX (Giovanni Maria Mastai Ferretti, 1792-1878; pontificado, 1846-1878), a 1929, con Pío XI (Achille Ratti, 1857-1939; pontificado 1922-1939), va casi el tiempo de dos generaciones. El fin del Non expedit (de forma tácita desde la Primera Guerra Mundial, de forma cuasiexpresa en la primera posguerra) y las incidencias que van entre la victoria electoral desde el poder del fascismo en 1924 a los pactos lateranenses, en 1929, serán factores de mucha importancia. Gravitarán no solo en las relaciones entre el Estado fascista y la Santa Sede, sino también, con una singular complejidad, en la diversidad de posturas políticas entre los católicos italianos y en la actitud de la Santa Sede frente a los antifascistas, tanto católicos como no católicos.

La Italia dividida desde el Risorgimento por la cuestión romana estará, pesante, en el imaginario colectivo de unos y otros. Estará como fuente de las empatías y de los rechazos, en las posibilidades dialógicas y en las alergias frente a estas. La desconfianza horadará los proyectos de alianzas, cuando estos surjan, como posibilidad frente al fascismo, en las realidades histórico-políticas.

Las complejidades de la Italia fascista reflejan de variadas formas un caso paradójico. Una Italia culta y políticamente abierta a todas las corrientes de una época, cuando la Primera Guerra Mundial hacía añicos un mundo al cual era imposible revivir, resultó una Italia fundamentalmente autorreferente, prisionera de su propio pasado, y, a la vez, altamente desconfiada de quienes intentaban liberarla de los grillos —reales o ficticios— de una historia reciente, tejida de desencuentros, fanatismos carbonarios y odios viscerales.

 

***

 

En la historia política, el historiador debe, en la medida de lo posible, respetar las reglas del vivere civile. Deberá, por tanto (siempre que ello no atente contra la cabal comprensión histórica), evitar resaltar como prioritarios aspectos que destaquen negativamente a las personas. Interesa, sobre todo en las etapas siguientes a la devastación cultural de las tiranías, la exacta comprensión de los procesos, más que la personalización de las fallas, siempre que eso sea posible (ya que, admitámoslo, a veces será indispensable subrayar la carga intransferible de responsabilidades en personas y grupos).

Hay aspectos que, en cuanto conocidos por el historiador, pueden ayudar a este a la comprensión de una mentalidad propia de un tiempo dado. Pero que, con una cierta consecuencia de las pautas de conducta de la rectitud intelectual, no pueden reflejarse instrumentalmente, buscando a quién encajar la responsabilidad de los hechos para la descalificación de las personas. Cuando la verdad histórica refleja hechos criminales, no es el historiador quien descalifica; es el criminal, quien procedió, con su torcida conducta, a su propia descalificación. Señalar responsabilidades, pues, no es descalificar. Es una necesidad de la historia crítica. Es una exigencia de la historia pedagógica. Es un elemento del reconocimiento de la verdad de lo acontecido. Y ello no puede ni evitarlo ni ocultarlo el historiador.

Se trata, pues, en la historia de los totalitarismos, de la seria tarea de enfrentar los hechos del pasado conscientes de que en ese pasado abunda lo negativo, no lo positivo; y que la tarea de desmontar intelectualmente un mundo de falacias debe hacerse, sin ocultar ni negar la verdad, por dolorosa que ella sea, con la plena consciencia de la responsabilidad de ayudar a construir, desde los daños materiales, culturales y espirituales que siempre dejan los totalitarismos, un mañana afincado en hacer patente la verdad de la historia, con sus luces y sombras, para que se pueda encontrar en esa historia lecciones que resulten enseñanzas que ayuden a evitar la repetición de las tragedias. Así, desde la historia, se estará, auténticamente, contribuyendo a la reconstrucción de una convivencia armónica cimentada en el reconocimiento de la verdad de lo acontecido, en la libertad y en la justicia.

 

***

 

Como ha destacado Stanley G. Payne,6 el término “fascismo” es “uno de los más vagos” de la terminología política. En ello influyó mucho la literatura (que no siempre historia) militante marxista que usó la palabra como etiqueta malsonante y descalificadora, para ser colocada a priori a cualquier estudioso y a cualquier enfoque no coincidente con la “ortodoxia” comunista.

Los fasces (plural de fascis) fueron, en la Roma antigua, uno de los símbolos externos del poder. Llevados por los lictores, los fasces indicaban la presencia del magistrado cum imperio, cuya función estaba en su duración limitada a un año. Los fasces se formaban de la unión de 30 varas de abedul o de olmo (una por cada una de las curias de la civitas), que, formando un cilindro que sujetaba en su centro un hacha o labrys, estaban atadas de manera ritual por una cinta de cuero rojo. Del fascis de la Roma antigua deriva el término fascio que, a su vez, genera la palabra “fascismo”. Fasci fue usado por el movimiento de Mussolini, desde su fundación en 1919. Pero esa reminiscencia terminológica no fue una originalidad. Los Fasci di combattimento mussolinianos tuvieron otros fasci como precedente histórico. Las palabras perduran en la historia. Así, de la Roma antigua a la Sicilia de fines del siglo XIX la continuidad del uso del término fascio fue una realidad. El sentido moderno del término clásico fue semejante al del Bund alemán. Fascio, tomado como liga, se aplicó para los sindicatos o uniones de campesinos y trabajadores. Como se verá, de 1893 a 1894, el movimiento popular siciliano, de conducción socialista, por la tenencia de la tierra y las mejoras sociales, tomó el nombre de Fasci Siciliani dei Lavoratori (Ligas Sicilianas de los Trabajadores). Y allí no hubo ni magistrados cum imperio ni lictores, sino estructuras de organización, participación y lucha social de carácter popular. El fascismo usó el término dándole, además, el sentido de símbolo clásico que lo vinculaba a las glorias de la Roma antigua.

El término “totalitario” fue usado, primero, por los antifascistas que denunciaban el carácter invasivo del régimen dictatorial que aspiraba a regir la plenitud de la existencia de los italianos. Luego, “totalitario” fue usado por los propios fascistas como indicador adecuado de la que era efectivamente su voluntad transformadora de todos los ámbitos de la vida personal y social que el fascismo deseaba provocar.7

Descalificar (o intentar hacerlo) al adversario, sin razonamiento suficiente, es una manifestación de estupidez o fanatismo. (A veces coincidentes). Un caso cercano ha sido el de Ernst Nolte. La historia fuertemente ideologizada (es decir, la historia partisana) cuestionó su perspectiva que presentaba un nexo causal entre el totalitarismo bolchevique y el totalitarismo nazi-fascista.

Si la llamada polémica de los historiadores (Historikerstreit) estalló en Alemania a fines de la década de 1980 por las tesis de Nolte, en ella hubo argumentaciones serias y otras no tanto. De estas últimas, el tipo de cierta argumentación quedó evidenciado cuando en 1990 un conjunto de militantes marxistas publicó Révision de l’Histoire (París: Le Cerf, 1990), volumen que tenía por subtítulo Totalitarismes, crimes et génocides nazis. En ese libro, Denis Peschanski llegó a cuestionar el concepto mismo de totalitarismo. Su escrito tenía por título Le concept de totalitarisme ­est-il opératoire en Histoire? Peschanski concluía, por supuesto, que no era operativo, llegando a declarar, con toda tranquilidad, que totalitarismo era un concepto típico de la Guerra Fría.

Ese fue otro tipo de escapismo militante. Tal afirmación, que ­contradice la verdad histórica, ayudaba poco para cimentar una postura doctrinal histórica de refutación de la tesis de Nolte. Está, en efecto, universalmente admitido que el concepto de totalitarismo nace después de la Revolución bolchevique, en el periodo de entreguerras, y tuvo un “nacimiento”8 totalitario (valga la redundancia) en el contexto de la Italia fascista y, luego, un despliegue teórico democrático por autores de perspectivas tan variadas como la de un liberal lato sensu como Raymond Aron (1905-1983) o la de un aristotélico-tomista, postulador del humanismo cristiano, como Jacques Maritain (1882-1973).

Aparte de esa cabriola intelectual de Peschanski (hasta ahora sin mayor efecto) de negar que totalitarismo sea, conceptualmente, una categoría que ayude a comprender las mayores tragedias histórico-políticas del siglo XX, el término ha sido generalmente admitido y usado.

Emilio Gentile9 ha señalado con preocupación la tendencia a “desfacistizar” al fascismo, negando que haya habido una ideología fascista, una cultura fascista, una clase dirigente fascista, etc., y afirmando, cuando más, que durante un poco más de veinte años los italianos estuvieron sometidos a una dictadura personal blandamente autoritaria. Esa tendencia pretende reducir, según Gentile, fascismo a mussolinismo.

La interpretación oficial marxista, siguiendo la línea de la III Internacional, inicialmente interpretó dogmáticamente el fascismo como expresión política terrorista del gran capital. A sus ojos, el fascismo era la más degenerada manifestación del capitalismo. Así, toda sociedad capitalista o era fascista o estaba en vías de serlo, en cuanto, por capitalista, resultaba, inevitable y estructuralmente, proclive a ello.

Frente a tal perspectiva reduccionista surgió la tendencia a ver el fascismo como un fenómeno en el cual las categorías culturales e ideológicas resultan imprescindibles para su identificación y análisis crítico. No faltaron marxistas atraídos por este enfoque. Aun así, por el peso del esquema militante, algunos lo aceptaron para buscar las causas y condiciones que explicaran el fascismo como reacción histórica de la burguesía.

Sin embargo, en la propia historiografía marxista, se manifestó, desde fines de la década de 1930, un agrietamiento en cuanto a la visión del fascismo como expresión política del capitalismo. Angelo Tasca (1892-1960) resaltó, ya en 1938, que las decisiones políticas del fascismo eran relativamente autónomas respecto de las fuerzas económicas y de las instituciones italianas del momento, y que para interpretar el fascismo era necesario hacer su historia.10

Tasca, quien era de la izquierda comunista, resultó expulsado del Partito Comunista Italiano (PCI) en 1929 por antistalinista. Obtuvo la nacionalidad francesa desde 1936. En la Guerra Civil Española, respaldó al Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), dirigido por Andreu Nin (1892-1937). Desde 1935 fue militante de la izquierda del Partido Socialista Popular (PSP), y ratificó su posición claramente anti-stalinista. Estuvo entre los socialistas que en Francia respaldaron el régimen de Vichy, presidido por el mariscal Philippe Pétain (1856-1951), aunque, paralelamente, colaboraba con los integrantes de la resistencia de Bélgica. Fueron los años de la vigencia de los pactos Stalin-Hitler (Molotov-Ribbentrop) de 1939, en que la postura de este Partido Comunista de Francia (PCF) resultó, por decir lo menos, ambigua hasta la Operación Barbarroja (ataque alemán a la URRS a fines de junio de 1941). Para lo que aquí interesa, la obra de Angelo Tasca sobre el nacimiento del fascismo resultó, desde su aparición, una referencia en la historiografía italiana sobre el tema.

En la segunda posguerra, el antifascismo se convirtió en el soporte cultural político de la naciente República italiana. La historiografía liberal proclamó como su fundamento la “religión de la libertad” del último Croce. La historiografía marxista buscó, por su parte, identificar el antifascismo con las banderas ideológicas del PCI.11

La tradición liberal risorgimentale encontró su expresión en las obras de Federico Chabod (1901-1960), con L’Italia contemporanea 1918-1948,12 y Luigi Salvatorelli (1886-1974) y Giovanni Mira (1891-1966), con Storia d’Italia nel periodo fascista.13

Salvatorelli, liberal, muy hostil a la monarquía, fue director político de La Stampa, de Turín, de 1921 a 1925. Fue sostenedor de una línea fuertemente antifascista, que reflejó en sus obras Nazionalfascismo (1923) e Irrealtà nazionalista (1925). En 1942, se integró al Partito d’Azione (PdA).

Desde otra perspectiva, se insistió en el carácter de patología histórica del fascismo. Como enfermedad sociopolítica no podía ser calificado de otra manera que de error contra la cultura. La consideración filosófica de la historia de Augusto del Noce14 subrayó que tanto el fascismo como el antifascismo, como posturas antagónicas e irreductibles, en la realidad histórica y en la historiografía italiana, tenían un mismo sustrato cultural. Así, más que calificar al fascismo de error contra la cultura, debía ser señalado como error de la cultura, haciendo referencia a la cultura dominante en la Italia de la época, es decir, el mundo cultural-político risorgimentale y pos-risorgimentale.

George L. Mosse (1918-1999), Stanley G. Payne (1934), Roger Griffin (1948) y Ernst Nolte (1923-2016), en el mundo intelectual no italiano, y Renzo de Felice (1919-1996), Emilio Gentile (1946) y Augusto del Noce (1910-1989), dentro de los autores italianos, tienen, entre otros, el mérito de haber sabido señalar, desde las últimas décadas del siglo XX, nuevas perspectivas en la necesaria revisión histórica del fascismo.

George L. Mosse15 se detuvo en los simbolismos políticos y en los movimientos de masas en el caso concreto de Alemania. El nacionalsocialismo resultó una religión secular. Mosse hizo un estudio sobre la moderna concepción de la nación y de la soberanía popular. Señaló la tendencia deshumanizante de la política de masas. Fue desde la década de 1970 uno de los principales impulsores de la interpretación del fascismo como fenómeno cultural.

Stanley G. Payne (1934),16 buscando una “definición filosófica multidimensional” del fascismo, ha intentado comprenderlo no solo como ideología sino también como estilo de vida. La tarea resulta difícil, porque el fascismo italiano se vio seguido de “imitaciones o paralelismos o por movimientos un tanto análogos en muchos países europeos”. El concepto de fascismo lo que ganó en amplitud lo perdió en precisión. Además, para Payne, la búsqueda, por parte del fascismo, de “un conjunto oficial codificado de doctrinas” solo se realiza después de la llegada de Mussolini al poder (“e incluso solo en parte”).17

Roger Griffin18 ha destacado el núcleo mítico del fascismo, que desemboca en un populismo ultranacionalista. Griffin habla de la palingenesia como renovación compuesta de elementos del pasado. El fascismo, frente a una modernidad en crisis, representó una modernidad alternativa, cimentada en la tecnología y en la apelación a las masas. La vanguardia artística (los futuristas, entre otros) aportaron las imágenes de la nueva nación.

Ernst Nolte planteó el nexus biológico-histórico entre el bolchevismo marxista y el fascismo. Llegado a la historia desde la filosofía, Nolte planteó una historia filosófica, considerando el fascismo como generado por la crisis de la sociedad liberal y por los miedos de esta ante la Revolución bolchevique. Nolte no identifica fascismo con anticomunismo, sino que su análisis sugiere que, sin el peligro comunista, el fascismo no habría surgido en la Europa entre las dos guerras mundiales.

Nolte es el prototipo del revisionista. “Revisionismo” fue un término acuñado inicialmente por la ortodoxia marxista para calificar despectivamente a los que consideraba traidores a su visión “ortodoxa”. La “revisión” equivalía, para esa óptica militante, a la claudicación frente a la burguesía. Sin embargo, como señaló François Furet (1927-1997), el saber histórico exige revisiones constantes. El revisionismo ha venido a ser, así, la postura que reclama, como exigencia de la verdad histórica, la revisión de las perspectivas metodológicas establecidas como dogmáticas por los historiadores, marxistas o no.

El llamado “giro cultural” ha sido, quizá, el impulsor más importante del revisionismo que ha buscado y busca enriquecer con perspectivas nuevas, ajenas a prejuicios partisanos, la revisión y reinterpretación de los fenómenos totalitarios; el fascismo, por supuesto, incluido.

Renzo de Felice evolucionó de una militancia juvenil comunista hacia una postura liberal. A su labor de historiador se debe el hasta ahora más monumental estudio biográfico de Mussolini (8 vols., Turín, Einaudi, 1965-1997).19 Fue atacado por los marxistas como revisionista. Su inicialmente polémica tesis sobre el “consenso” logrado por Mussolini entre 1929 y 1936 está, actualmente, mayoritariamente aceptada por los más serios historiadores.

Fue el mismo De Felice quien, ante las reacciones motivadas por su señalamiento del consenso entre 1929 y 1936, señaló:

El fascismo ha hecho infinitos daños, pero uno de los daños mayores ha sido dejar como herencia una mentalidad fascista a los no fascistas, a los antifascistas, a las generaciones sucesivas también más decisivamente antifascistas (en la palabra y en su más final y sincera convicción); una mentalidad fascista que debe ser, para mí, combatida en todos los modos, porque es peligrosísima; una mentalidad de intolerancia de suprafacción ideológica, de descalificación del adversario para destruirlo.20

El consenso del cual gozó el régimen fascista fue ignorado (por no decir ocultado, con un sentimiento de vergüenza) por el llamado paradigma antifascista. Como De Felice señaló, el paradigma antifascista es quizá en la cultura dominante italiana el más fuerte después del paradigma risorgimentale.

De Felice contribuyó, quizá en mayor medida que otros, a la reconstrucción de un pasado colectivo que generaba en muchos un profundo remordimiento histórico. Una especie de culpa moral colectiva que, más que al arrepentimiento y a la petición de perdón (también colectivos), llevaba a un afán de ocultamiento. Lógica impura: si no se muestra, no existió; o, si existió, no se presenta con tales características capaces de provocar, pasado el tiempo, un sentimiento de culpa que exija el arrepentimiento y la petición de perdón ante el juicio de las generaciones posteriores.

De Felice reconoce la influencia en él de Federico Chabod (1901-1960) (fue su alumno), de Delio Cantimori (1904-1966) y de Giuseppe de Luca (1898-1962). Resulta fácil entender la influencia de su maestro Chabod. Este venía de un ambiente muy liberal y se le consideraba cercano al pensamiento laicista y anticlerical. A comienzos de la década de 1940 se vio a Chabod, junto con otros intelectuales de esa orientación, hacer parte del entorno del PdA (formado en 1942). Más extraña resulta la influencia de Cantimori y De Luca. Los vectores intelectuales de ambos son antagónicos y, en el caso del primero, aparecen, en él mismo, aspectos contradictorios. De Luca, sacerdote católico especializado en filología, se ve históricamente marcado por un afán de irrigar con la creencia la cultura y formar en ese campo gente de altura, capaz de dejar una honda impronta en la vida intelectual italiana. Cantimori da la impresión de ser su opuesto. Liberal mazziniano, se adhirió inicialmente a un fascismo republicano y anticlerical. Desde fines de la década de 1930 se le observó en la periferia del PCI. Formalizó su militancia en el PCI en 1948. (Lo abandonará en 1956, ante los sucesos de Hungría). Cantimori, como no pocos intelectuales italianos, pasaron del fascismo al comunismo, sin solución de continuidad. Tuvo una personalidad atormentada, con no pocos contrastes morales y políticos. Estudioso del jacobinismo, rechazaba las generalizaciones. Llegó a ser uno de los máximos referentes de la historiografía marxista italiana. Pero fue un marxista atípico. Para él, fascismo y antifascismo eran generalizaciones sin sentido.

Emilio Gentile21 fue discípulo de De Felice. Ha abordado el estudio del fascismo desde la historia cultural y el panorama ideológico del siglo XX. También lo ha visto como intento neopagano de religión secular. Considera el fascismo como religión política. Mussolini sería el ejemplo de la que llama modernidad recitativa (en el sentido de retórica). De esa modernidad recitativa, Napoleón sería, según él, su primer exponente. Todo el Risorgimento sería, desde su perspectiva, una forma liberal de esa democracia retórica; y Mussolini su intento de superación, igualmente retórica.

Augusto del Noce22 culminó sus estudios sobre el pensamiento de la modernidad con sus estudios sobre el hegelianismo italiano de Croce y Gentile. Para él, como queda indicado, fascismo y antifascismo responden en Italia a un idéntico sustrato cultural político. Quizá por su reflexión prolongada y profunda sobre la cultura y la política de su patria llegó a la conclusión de que la revolución era la crisis de la modernidad. Así, desde su perspectiva, el fascismo no es la continuidad de la modernidad liberal risorgimentale, sino su intento de superación radical en una Europa en crisis (cultural, moral y política muy profunda) a causa de la Primera Guerra Mundial. Desde su óptica, la revolución resulta la vía de la “disolución de la modernidad”. Por eso, el fascismo, intentando una superación revolucionaria de la modernidad risorgimentale, acomete su pleno cumplimiento llevando a cabo una transformación cultural-­política que implicaba históricamente la caducidad de la Italia liberal. La crisis de la modernidad liberal italiana está, para él, presente tanto en Croce como en Gentile. Y Gramsci, intentando superarla desde un marxismo con elementos de originalidad, permanece condicionado por el mismo horizonte cultural cuya crisis capta.

Emilio Gentile percibe el fascismo, más allá de la discusión historiográfica, como el deseo de perpetuar, después de la participación de Italia en la Primera Guerra Mundial, buscando integrar l’Italia irredenta, la “experiencia bélica, considerada como nueva e inédita forma de misticismo nacionalista, institucionalizándola a través de la militarización y la sacralización de la política por la creación del Estado nuevo”. Y agrega: “Ello era la obra de un movimiento político, el fascismo, que reivindicaba para sí el monopolio del poder para conducir a la colectividad nacional hacia nuevas conquistas y hacia una nueva grandeza, en cuanto ese movimiento era, nada más y nada menos que ‘la encarnación viva de la nación’”.23

 

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Objetivamente, el fascismo italiano se entiende en la elipse vital de Mussolini. Por ello, muchos prefieren unir la consideración del fascismo, como fenómeno histórico-político, a la vida del Duce. Evidentemente, la vida pública del Duce es inseparable de la vida del movimiento/partido que inspiró y dirigió. Está claro, también, que, aunque recibiera el poder de Vittorio Emanuele III, tercero y último monarca de la Italia unificada en torno a la casa reinante de Saboya, su proyecto político no obedecía, sin más, a lo parámetros de la cultura dominante en la Italia de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Al contrario, era un proyecto de pública y reconocida intención revolucionaria.

Me inclino por enfocar el estudio del fascismo y de su líder con referencia básica y fundante al Risorgimento. Mussolini y el fascismo no pueden entenderse sino como expresión y a la vez, paradójicamente, como crítica radical a la cultura y a la política risorgimentale.

Desde el punto de vista cultural-político, el líder y su fuerza política organizada son expresión de la misma Weltanschauung que deseaban (al menos en la intencionalidad mussoliniana), dialéctica y vitalistamente, superar. Sin entender el Risorgimento no se entenderá el fascismo, tanto como fruto suyo como, a la vez, un intento de su superación. Porque el Risorgimento significó históricamente la unificación política de Italia de una manera, si se permite la expresión, no prevista. Más aún, esa unificación significó una manera distinta y antagónica a las formas que, con su diversidad, habían sido planteadas, con toda la pasionalidad del caso, sobre todo en el tiempo del siglo XIX posnapoleónico precedente a 1870.

La fuga hacia adelante de un cierto pensamiento liberal italiano tuvo algo (o mucho) de suicida. Buscó, en efecto, por una calle sin salida, el mantenimiento de su vigencia histórica. Así, en lugar de entender que con el llamado giolittismo