Carmelita la de Las Campanas
Enriqueta Flores Arredondo
Edición y diseño equipo Edebé Chile
Ilustración de portada, Benjamín Diéguez
© Enriqueta Flores Arredondo
© 2010 MN Editorial Ltda.
© 2017 Editorial Don Bosco S.A.
ISBN: 978-956-18-1182-9
Editorial Don Bosco S.A.
General Bulnes 35, Santiago de Chile
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docentes@edebe.cl
Primera edición digital, agosto 2019
Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos químicos, electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.
1 Me llamo Carmelita
2 Las Campanas
3 El fantasma del Cuentacuentos
4 Asuntos de fe
5 El aguacero del siglo
6 Un aniversario muy especial
7 El día en que yo vine al mundo
8 La ciudad del silencio
9 Clases particulares
10 El regreso de Don Cuentacuentos
11 En el jardín del cielo
12 La medalla de plata
13 Un camino por andar
Me gusta mi nombre porque suena suavecito y como que tiene sabor a caramelo. Mi mamá se llamaba Carmencita y quienes la conocieron dicen que ella era bajita de porte, menuda y de fácil sonrisa. Yo la conozco por fotos, que guarda mi abuelita en una caja, y que sólo me deja verlas para su aniversario. Yo no sé qué es eso y no me atrevo a preguntar, pues una vez lo hice y mi tata me contestó:
–Ya tendrás edad para saberlo, Carmelita, así que cállate mejor...
Como jamás he sido buena para permanecer sin hablar, consulté con mi abuelita Rosa, quien tampoco me aclaró lo que era un aniversario, así que no me quedó otra cosa que conversar el asunto con mi gato Tomasito; este, que nunca ha ido al colegio –como yo–, no supo qué responderme, pero me ronroneó largo rato hasta que me llamaron para ir a tomar una taza de té.
En el campamento hay una vecina que ve la suerte con unos naipes mugrosos y a la que todos los chiquillos le gritan ¡Bruja, Brujilda!, y arrancan; como a mí no me dejan juntarme con ellos, porque seguro que me pegarían piojos y yo oiría palabrotas, me escapé hasta el cuarto donde vive sólo para que me explicara lo del aniversario. Y la flaca mujer, con sonrisa sin dientes, me contestó:
–¡Mira, linda! Un aniversario es un día en que se recuerda el nacimiento de una persona, el día en que se murió o en que sucedió algo como un terremoto o un casamiento... Por ejemplo, Carmelita, la fecha de tu cumpleaños es un aniversario...
Y con esa aclaración quedé más sumida que antes en la oscuridad. Porque mis abuelos sólo me dijeron que no preguntara hasta que fuera más grande y ellos pudieran celebrarme con una torta. Así que tuve que conformarme con esperar.
Mi tata Pedro es jardinero; posee una carretilla, un chuzo, una pala y un rastrillo que son, dice, sus herramientas de trabajo y por eso las mantiene amarradas con una cadena y un enorme candado. Duerme con la llave entre sus manos, para que nadie se atreva a robársela. Él sueña con tener un triciclo, porque cuando le sale un trabajito debe salir al alba empujando la carretilla e irse por avenidas atestadas de microbuses y automóviles para llegar a la casa donde necesitan de sus servicios. Con un triciclo, dice, llegaría más rápido y no se cansaría tanto.
En cambio mi abueli Rosa, yendo a planchar a las casa de personas acomodadas se gana buenos pesitos y, a menudo, las señoras que la quieren mucho le regalan ropa bonita o juguetes que ya no quieren sus niños. Como ella no se atreve a dejarme sola, me ata a su pretina y me lleva, siempre y cuando las patronas se lo permitan. La abueli trabaja sólo de lunes a viernes y en casas distintas. Siempre debemos encaramarnos en una micro, pero entonces tenemos que caminar un montón de cuadras para llegar a la pega.
A mí me gusta muchísimo acompañar a mi abuelita, porque aunque no nos ofrezcan desayuno o almuerzo, la pieza del planchado es siempre tibiecita en el invierno o fresca en el verano y la radio está prendida todo el día y nadie se preocupa por el gasto de electricidad. Yo también ayudo, pues debo separar las prendas por colores y tamaño e irlas dejando en canastas plásticas. Las camisas de los caballeros son las que más le dan quehacer a mi abueli, pues debe dejarlas perfectas, sin ni un pliegue y debidamente dobladas.
Me da risa cuando mi abueli se escandaliza con la ropa interior de las señoritas, pues dice que no tapan nada y que no se explica cómo pueden ponerse tiritas en lugar de sus buenos calzones afranelados y sostenes con estómago. Cuando salen hartos calcetines, se alegra porque no hay que plancharlos, sólo hermanarlos, de lo que yo me encargo y es sumamente entretenido; lo malo es que, a veces, es imposible hacer parejas y quedan unos cuantos guachos.
En casi todas las casas nos convidan un cafecito con pan, queso y jamón; en otras, nos dan un rico almuerzo hasta con postre. Cuando eso sucede, ya no comemos hasta el otro día. A veces, en lugar de la señora queda una empleada gruñona y, entonces, mi abueli trata de apurarse. Pero, en general, las personas adineradas nos tratan bien. Sobre todo una señora jovencita que tiene un chico de mi porte, de ojos achinaditos y que parece relleno de algodón. Él se llama Danielito y es tremendamente tierno y simpático; cuando vamos para allá, su mamá me pide que juegue con su hijo y yo, que para eso no me hago de rogar, corro a obedecerla.
Eso pasa todos los miércoles y con Daniel nos entretenemos muchísimo; él posee cientos de autitos de diferentes formas y colores sumamente locos y, también, tiene un triciclo de verdad; él me lo presta y cuando lo manejo, Daniel me sigue detrás, riéndose. Allí hay un jardín enorme, terrazas con sillones preciosos y, lo más fantástico, una piscina de aguas azules. La mamá, que se llama Lucita, me prometió que cuando hiciera más calor podríamos meternos al agua.
Lo triste, me decía la abuelita, es que Danielito era un niño enfermo, que jamás podría ser como los demás; que quizás no podría aprender a hablar bien y que difícilmente llegaría a ser viejecito. En cambio yo pensaba distinto; mi amiguito era amable, no decía groserías ni tenía piojos ni sarna como los muchachitos del campamento donde yo vivía. Y, lo más importante, yo empecé a quererlo mucho, muchísimo, cuando él en su media lengua me preguntó cómo me llamaba y yo le contesté:
–Me llamo Carmelita...
Y él repitió dulcemente: Car - me - li - ta, Carmelita...
Dicen que fue un chistoso el que bautizó la “toma” con ese nombre; así, todos los habitantes del campamento pasaron a ser campaneros, lo que sonaba, sin duda, más bonito. Cuenta el tata que allí llegaron como veinte familias después del terremoto de 1985, porque sus casas de adobe se vinieron cerro abajo y el alcalde los instaló por un par de meses mientras les arrendaban o vendían casas de verdad. Pero nada de eso sucedió y, de a poco, se fueron arranchando en el lugar. Como tenían que guarecerse del frío y de la lluvia, cambiaron las carpas por mejoras de pino y piso de tierra; les regalaron fonolas y con ellas armaron los techos. Y para tener luz, se colgaron de los postes; lo único que lograron con el municipio fue un camión aljibe que a diario les repartía agua y les pusieron unas casetas sanitarias para las necesidades del cuerpo.
Con el tiempo, contaba mi abueli, algunos vecinos se fueron, pero llegaron muchos más, con buenas y malas costumbres, pero toditos con gran cantidad de niños de distintas edades. Y hasta llegué yo, cuando mi mamita se fue para el cielo. Era muy chiquiturrita, llorona y mamona, pero de mamaderas con leche especial. Me anotaron en el Consultorio y, desde entonces, tengo en el cuerpo montones de vacunas contra cien enfermedades, así que estaré siempre sana, aunque algo flacucha.