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Pack Deseo Deseos Prohibidos, n.º 184 - enero 2020
I.S.B.N.: 978-84-1328-921-2
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Jack Prescott salió de la habitación del hospital con una desagradable sensación de aturdimiento.
Había recibido la llamada a las diez de la mañana. De inmediato se había subido a su bimotor y había volado a Sydney con el corazón en la garganta. Hacía años que Dahlia y él no hablaban y ahora ya no tendría oportunidad de decirle adiós.
Ni de pedirle perdón.
Echó a caminar por el pasillo. Le escocían los ojos. El aire olía a detergente y a muerte. A partir de aquel día, era el único superviviente de los Prescott y no había nadie a quien culpar excepto a sí mismo.
En ese momento se cruzó con un médico que iba tan absorto en la conversación que se chocó contra él sin darse cuenta. Jack se tambaleó un instante, luego se miró las manos y se preguntó cuánto tiempo tardaría en venirse abajo, en asimilar la verdadera dimensión de aquella pesadilla y maldecir aquel mundo despiadado. Dahlia solo tenía veintitrés años.
Una mujer que había sentada en la abarrotada sala de espera atrajo su atención por algún motivo. El cabello claro le caía por los hombros. Llevaba un niño entre los brazos.
Jack se frotó los ojos y volvió a mirarla.
Tenía los ojos llenos de lágrimas y estaba mirándolo. Jack se preguntó si se conocían y, cuando la vio esbozar una sonrisa de condolencia, se le encogió el estómago.
Era amiga de Dahlia.
No estaba seguro de poder hablar aún. No se sentía con fuerzas para darle las gracias por estar allí o por darle el pésame y luego excusarse lo más rápido posible.
La mujer siguió esperando mientras le sujetaba la cabecita al pequeño y Jack se dio cuenta de que no podía huir. Dio un paso, luego otro y finalmente acabó frente a ella.
–Eres el hermano de Dahlia, ¿verdad? –le preguntó ella–. Eres Jack –tenía las mejillas sonrojadas y manchadas de lágrimas, las uñas mordidas y los ojos…
Sus ojos eran de un azul intenso.
Jack se sorprendió a sí mismo. Hacía siglos que no se fijaba en los ojos de una mujer. Ni siquiera estaba seguro de saber de qué color tenía los ojos Tara. Quizá debería fijarse cuando volviera. Claro que el suyo no iba a ser esa clase de matrimonio, al menos para él.
Tras la muerte de su esposa hacía tres años, Tara Anderson había pasado cada vez más tiempo en Leadeebrook, la explotación ganadera de Queensland en la que vivía Jack. Había tardado en apreciar la compañía de Tara; seguramente porque en los últimos tiempos, a Jack no le gustaba mucho hablar. Pero poco a poco Tara y él se habían hecho casi tan amigos como lo habían sido su mujer y ella.
Y entonces, la semana anterior, Tara le había ofrecido algo más.
Jack había sido muy claro con ella. Jamás se enamoraría de otra mujer. Llevaba la alianza de boda colgada de una cadenita que jamás se quitaba del cuello, mientras que la de su mujer descansaba junto a una foto suya que tenía en el dormitorio.
Sin embargo Tara le había explicado que creía que necesitaba una relación estable, y que ella necesitaba alguien que le ayudara a dirigir su propiedad. Aquello había dado qué pensar a Jack. Veinte años antes su padre se había visto obligado a vender la mitad de sus tierras a un vecino, el tío abuelo de Tara. Después había intentado volver a comprar la tierra, pero a Dwight Anderson no le había interesado vendérsela.
Después de la muerte de Sue, Jack había tenido la sensación de que su vida no tenía sentido. Ya no disfrutaba de actividades que en otro tiempo le habían apasionado, como montar a caballo por las extensas llanuras de Leadeebrook. Sin embargo la idea de cumplir el sueño de su padre de recuperar aquellas tierras le había hecho albergar una nueva ilusión.
Tara era una buena persona y cualquier hombre la consideraría atractiva. Quizá sí que pudiesen ayudarse mutuamente. Pero antes de casarse con ella, debía resolver algo.
La raza humana dependía en gran parte del poder del instinto maternal; las mujeres deseaban tener hijos y sin duda Tara sería una madre estupenda. Pero él no tenía el menor deseo de ser padre.
Ya había cometido suficientes errores, uno de ellos imperdonable. Pensaba en ello a menudo y no solo cuando visitaba la tumba diminuta que había junto a la de su esposa en Leadeebrook. Ningún hombre podría soportar que le desgarrasen el corazón una segunda vez. No pensaba tentar al destino engendrando otro hijo.
Si Tara quería un matrimonio de conveniencia, tendría que renunciar a la idea de tener familia. Había asentido cuando Jack se lo había explicado, pero el brillo de sus ojos hacía pensar que esperaba que algún día él cambiara de opinión. Pero eso no ocurriría. Jack estaba completamente convencido de ello.
Jack tenía la mirada clavada en el pequeño cuando la mujer del vestido rojo volvió a hablar.
–Dahlia y yo éramos amigas –murmuró con voz débil–. Muy buenas amigas.
Él respiró hondo, se pasó la mano por el pelo y trató de ordenar sus pensamientos.
–El médico dice quien la atropelló se dio a la fuga.
La habían atropellado en un paso de peatones y había muerto solo unos minutos después de ingresar en el hospital. Jack le había tocado la mano, aún caliente, y se había acordado de cuando la había enseñado a montar a Jasper, su primer caballo, y de cuando la había consolado tras la muerte de su corderito. Cuando ella le había suplicado que lo comprendiera… cuando más lo había necesitado…
–Recobró el conocimiento solo un momento.
Aquellas palabras agarraron desprevenido a Jack. Sintió tal debilidad en las rodillas que tuvo que sentarse, pero enseguida se arrepintió de haberlo hecho porque eso implicaba que quería hablar, cuando lo que quería era quitarse las botas, beberse un whisky y…
Levantó la mirada y sintió que se le nublaba la vista.
¿Qué le esperaba ahora? ¿Documentación, la funeraria, elegir el ataúd?
–Habló conmigo antes… antes de irse –a la mujer le temblaba el labio inferior al hablar–. Me llamo Madison Tyler –se colocó al bebé en el regazo y se sentó junto a Jack–. Mis amigos me llaman Maddy.
Jack tragó saliva.
–Ha dicho que recobró el conocimiento… que habló con usted.
Pero seguramente no habría sido sobre él. Dahlia se había quedado destrozada tras la muerte de sus padres. Ni siquiera la paciencia y el apoyo de su mujer habían servido para ayudarla. Aquella última noche Dahlia había dicho gritando que no quería tener nada que ver con su hermano, con sus estúpidas reglas ni con Leadeebrook. Después había acudido al funeral de Sue, pero Jack había estado demasiado aturdido como para hablar con ella. En los siguientes años, había recibido sus felicitaciones de Navidad, pero todas ellas habían llegado sin dirección del remitente.
Apretó los puños con rabia.
Dios, debería haber dejado a un lado su orgullo y haber tratado de encontrarla. Debería haber cuidado de ella y haberla llevado de vuelta a casa.
Un movimiento del bebé hizo que Jack se fijara en su carita, en sus mejillas regordetas. Un rostro lleno de salud y de promesas. Lleno de vida.
Respiró hondo, se puso en pie y trató de recuperar el control.
–Podremos hablar en el funeral, señorita…
–Maddy.
Jack se sacó una tarjeta de visita de la cartera.
–Si necesita cualquier cosa, puede ponerse en contacto conmigo en este número.
Ella también se puso en pie y lo miró a los ojos.
–Jack, necesito hablar contigo ahora –miró un segundo al bebé–. Yo no sabía… Dahlia nunca me había hablado de ti.
Cuando volvió a mirarlo, lo hizo con los ojos suplicantes, como si buscase una explicación. Parecía amable y estaba comprensiblemente afectada por la muerte de su hermana, pero no importaba lo que Dahlia le hubiese dicho, Jack no iba a justificarse ante una completa desconocida. Ni ante nadie.
–La verdad es que tengo que irme.
–Me dijo que te quería mucho –soltó ella, acercándose un poco más–. Y que te perdonaba.
Jack se detuvo en seco después de dejar la tarjeta sobre la silla. Cerró los ojos con fuerza y trató de acallar el zumbido que sentía en los oídos. Quería que pasase el tiempo. Quería volver a casa, a lo que conocía, a aquello que no podían arrebatarle.
El bebé estaba moviéndose, parecía inquieto. Jack sintió la tentación de mirarlo, pero por otra parte solo deseaba taparse los oídos y salir corriendo. Lo último que le faltaba era oír el llanto de un niño.
–Aquí no puede hacer nada –dijo por fin–. Debería llevar a ese niño a su casa.
–Eso intento –respondió ella y lo miró fijamente.
–Lo siento, pero no comprendo.
La mujer se limitó a morderse el labio inferior, tenía los ojos abiertos de par en par. ¿Estaba asustada?
Jack la observó detenidamente. Tenía la piel del color de la porcelana, unos rasgos perfectos y, a pesar de todo, Jack sintió una ligera excitación.
¿Estaba tratándole de decir que el hijo era suyo?
Un tiempo después de la muerte de su mujer, muchos amigos suyos habían intentado sacarlo de su encierro, lo habían convencido para que fuera a verlos a Sydney y conociera a algunas mujeres de su círculo social y, aunque tenía un muro de acero alrededor del corazón, en un par de ocasiones había pasado la noche con alguna de esas mujeres.
¿Sería por eso por lo que le resultaba familiar el rostro de aquella mujer?
La miró de nuevo.
No. Habría recordado aquellos labios.
–Escuche, señorita…
–Maddy.
Jack esbozó una tensa sonrisa.
–Maddy. Creo que ninguno de los dos estamos de humor para juegos. Sea lo que sea lo que quieres decirme, te agradecería que lo soltases cuanto antes.
Ella no se inmutó ante tal brusquedad, más bien adoptó un aire más firme.
–Este bebé no es hijo mío –dijo por fin–. Dahlia me lo ha dejado hoy. Es tu sobrino.
Pasaron varios segundos antes de que Jack asimilara el significado de aquellas palabras, y entonces fue como un golpe en la cabeza. Parpadeó varias veces. Debía de haber oído mal.
–No… no es posible.
De los ojos de Maddy cayó una lágrima.
–El último deseo de tu hermana ha sido que os presentara el uno al otro. Jack, Dahlia quería que te quedases con su hijo. Que lo llevases contigo a Leadeebrook.
Quince minutos después, sentada frente a Jack Prescott, Maddy se llevó la taza a los labios, convencida de que nunca había visto a nadie tan demacrado.
Ni tan guapo.
Con una mirada cada vez más oscura, tanto como su gesto, él movía su café con la cucharilla.
La megafonía reclamó la presencia del doctor Grant en la sala diez. Una anciana que había sentada en una mesa cercana sonrió al bebé antes de tomar un bocado. Junto a la caja, a una enfermera se le cayó un plato; el estruendo retumbó en toda la cafetería y sin embargo Jack parecía ajeno a todo. Su mirada parecía centrada en su propio interior.
Maddy analizó con discreción su rostro de estrella de cine; la mandíbula marcada, la nariz recta y orgullosa. Era curioso, pero resultaba apasionado y distante al mismo tiempo. Percibía en él, bajo su máscara, una intensa energía que casi daba miedo. Era el tipo de hombre que podría enfrentarse a un incendio él solo y evitar que aquello y aquellos que le importaban sufrieran el menor daño.
La pregunta del millón era: ¿qué era lo que le importaba a Jack Prescott? Apenas había mirado al bebé, su sobrino huérfano al que acababa de conocer. Parecía de piedra, todo un enigma. Quizá Maddy nunca se enterase del motivo por el que Dahlia había apartado de su vida a su hermano. Y si no fuera por el pequeño Beau, tampoco habría querido saberlo.
Jack dejó la taza sobre el plato y miró al bebé, que había vuelto a quedarse dormido en el cochecito. Había sido Jack el que había sugerido que tomaran un café, pero después de un silencio tan largo, Maddy ya no aguantaba más aquella fría calma. Tenía una misión, una promesa que debía cumplir… y un tiempo limitado.
–Dahlia era una madre magnífica –le dijo ella–. Terminó la carrera de Marketing después de que naciera el niño. Ahora se había tomado un año libre antes de ponerse a buscar un buen trabajo –Maddy bajó la mirada mientras algo se le rompía por dentro. Era el momento de decirlo. El momento de confesar–. Dahlia apenas había salido de su casa desde que llegó con el pequeño –continuó–. Yo la convencí para que fuera a la peluquería, que se hiciera la manicura…
Maddy sintió que se le encogía el estómago y se le hundían los hombros bajo el peso de la culpa.
Si ella no le hubiera dado la idea, si no le hubiese concertado la cita y prácticamente hubiese sacado a su amiga de casa, Dahlia seguiría viva. Aquel precioso bebé aún tendría a su madre y no tendría que depender de aquel hombre tan frío que parecía empeñado en no hacerle el menor caso.
–Hoy hace tres meses –añadió Maddy, por si le interesaba, pero Jack siguió concentrado en el café.
Maddy parpadeó varias veces, apartó su taza y miró a su alrededor. Tenía el estómago revuelto. No había esperado que aquella conversación fuera fácil, pero no podría haber sido peor de lo que estaba siendo. ¿Qué se suponía que debía hacer ahora? Aquel tipo tenía la sensibilidad de un picaporte de hierro.
–¿Dónde está el padre?
Maddy se sobresaltó al oír aquello. Era lógico que lo preguntara, pero no iba a gustarle nada la respuesta.
–Dahlia sufrió una violación –contestó en voz baja. Lo oyó maldecir antes de pasarse una mano por el pelo–. Y, antes de que lo preguntes, no lo denunció.
En la profundidad de sus hostiles ojos verdes apareció una especie de llamarada.
–¿Y por qué demonios no lo hizo?
–¿Qué importa eso ahora?
Como les ocurría a muchas otras mujeres en su situación, Dahlia no había querido enfrentarse a la tortura de un juicio. No había conocido al hombre que la había atacado y había preferido que siguiera siendo así. Lo único que había querido había sido recuperarse y superar el horror y el dolor. Y entonces había descubierto que se había quedado embarazada.
Maddy trató de concentrarse mientras tragaba el nudo de emoción que tenía en la garganta.
–Lo que importa es que tuvo un bebé precioso –aquel pequeño al que había querido tanto.
Jack observó al bebé y frunció aún más el ceño.
–¿Cómo se llama?
–Beaufort James.
Jack Prescott resopló y apartó la mirada.
Maddy se contuvo para no gritar. Ese hombre parecía una máquina. Por supuesto que eran unas circunstancias muy difíciles; acababa de perder a su única hermana. Pero ¿no pensaba mostrar emoción alguna que no fuera la rabia?
Maddy sintió el escozor de las lágrimas en los ojos y tuvo que apretar la taza para no perder el control de sus emociones. No podía quedarse callada, nadie sensato podría haberlo hecho. Aquella era la conversación más importante de su vida; debía cumplir la promesa que había hecho e iba a hacerlo aunque para ello tuviera que darle una lección a aquel arrogante.
–Este bebé es sangre de tu sangre –le recordó con actitud desafiante–. ¿No quieres agarrarlo?
«Prométele que no va a pasar nada. Que el bebé estará bien».
Le pasó por la cabeza de pronto un pensamiento horrible que hizo que se le erizara el vello de la nuca.
–¿O prefieres que acabe directamente en un centro de acogida?
Maddy jamás permitiría que ocurriera tal cosa, antes se quedaría ella con Beau. Su madre había muerto cuando Maddy tenía solo cinco años y siempre había echado de menos tener a alguien que la peinara o la arropara por la noche y le leyera cuentos.
El padre de Maddy era un buen hombre, pero estaba completamente obsesionado con su negocio hasta el punto de que a veces parecía que Tyler Advertising fuera más importante para él que su única hija. Drew Tyler dirigía la empresa con mano de hierro y entre su personal no veía hueco para una «muchacha delicada» como Maddy. Ella no estaba de acuerdo por lo que, tras una intensa y prolongada discusión, había conseguido empezar a trabajar para la compañía.
Su padre llevaba varias semanas lógicamente inquieto ante la inminencia de que su hija cerrara su primer negocio importante en solitario. Y, a pesar de su aparente valentía, Maddy también estaba nerviosa. Pero, pasase lo que pasase, iba a conseguir las firmas que necesitaba para cerrar el negocio e iba a hacerlo antes de la fecha límite fijada. Para lo cual quedaba un mes.
Nadie imaginaría lo tímida que había sido siempre y cómo había luchado por superar sus inseguridades y ajustarse al estilo empresarial de su padre, a su determinación y a su pericia. Si bien era cierto que no pasaba un día sin que Drew reconociese de algún modo los esfuerzos de su hija, a veces ella seguía lamentando no haber podido disfrutar del amor de una madre.
Volvió a mirar al bebé.
¿Cómo iba a arreglárselas aquel pequeñín?
–No recuerdo haber dicho que no vaya a hacerme cargo de él –murmuró Jack.
–Pero no pareces muy entusiasmado con la idea –respondió Maddy y vio que él enarcaba una ceja.
–No deberías mostrarte tan hostil.
–Ni tú tan seco –replicó ella de nuevo.
A Maddy se le aceleró el corazón, pero él sin embargo ni siquiera cambió de expresión. Se limitó a mirarla fijamente con esos ojos tan sexys, hasta que le provocó un escalofrío seguido de una oleada de calor.
Parpadeó rápidamente y cambió de postura en la incómoda silla de plástico.
No solo era un hombre increíblemente atractivo, también tenía razón en una cosa. Quizá fuera verdad que estaba demostrando la misma emoción que un salmón, pero, efectivamente, el momento requería calma, no un torrente de emociones. Por muy difícil que le resultara, Maddy debía controlarse, por el bien del niño. Debía controlarse en todos los sentidos.
Así pues, soltó la taza y respiró hondo.
–Ha sido un día muy duro para los dos –admitió–, pero, créeme, lo único que quiero es asegurarme de que Beau está en buenas manos y recibe el cuidado que Dahlia habría querido para él –se inclinó sobre la mesa, esperando que él se diera cuenta de que le hablaba con todo el corazón–. Jack… el niño te necesita.
Cuando lo vio apurar lo que le quedaba de café, Maddy sintió una profunda indignación.
Estaba acostumbrada a tratar con hombres poderosos; los socios de su padre o los influyentes padres de los chicos con los que había salido en la universidad, pero nunca había conocido a nadie que le despertara emociones tan intensas.
Tanto negativas como vergonzosamente positivas.
No podía negar que se le aceleraba el pulso cada vez que miraba a los ojos a Jack Prescott. A pesar de las circunstancias, su presencia había despertado la curiosidad de Maddy. La anchura de sus hombros, la fuerza de su cuello… tenía un cuerpo magnífico. El modo en que hablaba, los gestos que hacía denotaban confianza, inteligencia y superioridad. Pero también distancia.
El pequeño Beau no tenía ningún otro pariente vivo en el mundo. Y sin embargo aquel ejemplo de perfección masculina y de frialdad ni siquiera se había dignado a acariciarlo, y mucho menos a intentar tomarlo en brazos. Maddy no podía limitarse a dejar a Beau con su tío y largarse.
Miró de nuevo al bebé, se fijó en el ritmo pausado de su respiración. No había un buen momento para hacerlo, así que seguramente lo mejor fuera soltar la última bomba cuanto antes.
–Tengo que decirte algo más –murmuró–. Otra promesa que le he hecho a Dahlia.
Jack miró la hora en su Omega.
–Te escucho.
–Le dije que no te dejaría a Beau hasta que estuvieses preparado.
Mientras a ella estaba a punto de estallarle el corazón, el hombre que tenía enfrente simplemente arrugó el ceño de nuevo y se cruzó de brazos.
–Admito que me llevará tiempo adaptarme a la idea de tener… –dejó la frase a medias, pero luego se aclaró la garganta y volvió a hablar con más fuerza–. Debes saber que no pienso dejar de lado mis obligaciones. A mi sobrino no va a faltarle de nada.
Eso no bastaba. Maddy tenía que cumplir con su palabra. Le había prometido a su amiga que se aseguraría de que el bebé quedaba en buenas manos. Volvió a mirar a Jack a los ojos.
–Le prometí a Dahlia que me quedaría con Beau hasta que ambos estuvierais cómodos el uno con el otro. Supongo que tendrás una habitación libre en la casa –se apresuró a añadir–: y yo pagaré cualquier gasto que suponga mi estancia.
La frialdad de sus ojos se llenó de preguntas. Bajó la cabeza y en sus labios apareció una especie de sonrisa al tiempo que le caía un mechón de pelo negro sobre la frente.
–Creo que no he oído bien. ¿He entendido que te estás invitando a quedarte conmigo en mi propia casa?
–No me estoy invitando a nada, simplemente estoy cumpliendo con los deseos de tu hermana. Ya te he dicho que se lo prometí.
–Pues no puede ser –negó con la cabeza, con gesto casi divertido–. Ni en un millón de años.
Maddy se cuadró de hombros. Quizá resultara intimidante, pero aún no sabía lo testaruda que era ella. Probaría con otra táctica.
–El bebé me conoce. Y yo a él. Sé lo que hay que hacer en cada momento –«cuando se despierte llorando porque quiera ver a su mamá»–. Lo que más te conviene es dejar que os ayude a adaptaros el uno al otro.
–Ya tengo ayuda.
Lo dijo sin parpadear, pero a ella le dio un vuelco el corazón.
Esa mañana Dahlia le había dicho que, por lo que sabía, su hermano seguía viviendo en Leadeebrook y no se había vuelto a casar tras la muerte de su mujer. Por supuesto que tendría que contratar a una niñera. ¿Qué clase de persona cuidaría de Beau? ¿Sería estricta o tierna y amable? ¿Lo educaría con alabanzas y dulzura, o le daría un tirón de orejas cada vez que olvidara decir «por favor»?
–Señorita Tyler… –en sus ojos apareció cierta calidez antes de corregir–: Maddy, ¿estás segura de que no se trata más bien de que no estás preparada para alejarte de él?
Sintió de pronto una emoción que no supo identificar, pero respondió con la cabeza bien alta.
–Puedes estar seguro de que, si tuviera la certeza de que va a estar bien, me marcharía con la conciencia tranquila. Nada me agradaría más que daros mi bendición.
–Pero me parece que no necesito tu bendición, ¿no crees?
–Supongo que no –se vio obligada a admitir, puesto que él era el único pariente vivo del pequeño–. Claro que da la sensación de que no necesitas nada –lamentó haberlo dicho, pero ya no tuvo más remedio que continuar–, especialmente toda esta molestia –Maddy cruzó los brazos sobre el pecho y lo miró con gesto desafiante–. ¿Estoy en lo cierto?
No respondió, se limitó a observarla con aquellos impresionantes ojos que hicieron que se le tensara el estómago y la invadiera el calor hasta que ya no pudo más y se puso en pie. Seguramente no sirviera de nada marcharse, pero eso era todo lo que podía soportar en un día. El término «magnetismo animal» se había inventado para aquel hombre; Jack Prescott era increíblemente atractivo, pero desde luego no era humano. Antes de marcharse, debía decirle una última cosa.
–Yo respetaba mucho a Dahlia –dijo, a pesar del nudo que le bloqueaba la garganta–. La quería como a una hermana, pero no alcanzo a comprender cómo pudo ocurrírsele elegirte a ti para que te hicieras cargo de su hijo.
Maddy agarró el cochecito y se dirigió a la puerta con los ojos llenos de lágrimas que no pensaba derramar. Jack la llamó, pero podía irse al infierno. No le importaba lo más mínimo el bienestar del niño, así que lo mejor era que volviera a las tierras abrasadoras y despobladas del Outback australiano y dejara a Beau en la civilización, con ella.
Estaba a punto de llegar a la puerta de la cafetería cuando de pronto se encontró con él bloqueándole la salida.
Maddy resopló y sintió ganas de sonreír irónicamente. Parecía que por fin le había obligado a reaccionar.
–¿Dónde vas? –le preguntó él.
–¿A ti qué te importa?
–Me importa más de lo que puedes imaginar.
Intentó sortearlo, pero finalmente tuvo que desistir y resopló con frustración.
–He intentado ser razonable y comprensiva. Pero me rindo. Tú ganas, Jack Prescott.
–No sabía que esto fuera una competición.
–Desde el momento en que me has visto –ya entonces había deseado que desapareciera de su vista. Ya lo había conseguido, pero Maddy estaba segura de que Dahlia no la habría culpado por marcharse.
–¿Entonces estás decidida?
Ella sonrió con fingida dulzura.
–Si me permites…
–¿Y el niño?
–Vamos, los dos sabemos lo que sientes ante la idea de hacerte cargo de él.
En sus labios apareció una sarcástica sonrisa.
–Crees que me tienes calado, ¿no?
–Ojalá pudiera decir que me interesa lo más mínimo conocerte, pero me temo que tengo la misma curiosidad que la que tú has demostrado tener por tu sobrino.
Él la observó fijamente durante unos segundos de tensión antes de aflojar un poco su actitud.
–¿Entonces qué propones?
–Lo que realmente deseas. Te relego de tus obligaciones con respecto a Beau –ella se haría cargo del pequeño y le enseñaría lo que era el amor, la lealtad y muchas otras cosas que, obviamente, Jack Prescott desconocía. Ya encontraría la manera de arreglárselas con el trabajo y con su padre–. Y si te preocupa que te pida algún tipo de apoyo económico, no tienes por qué. Preferiría lavar platos antes que aceptar nada tuyo.
El ambiente estaba cada vez más caldeado.
–¿Te dan miedo los aviones pequeños?
Maddy abrió la boca y volvió a cerrarla. ¿De qué demonios hablaba? ¿No había oído lo que acababa de decir?
–He venido en un pequeño bimotor –explicó él–. Hay espacio de sobra, pero hay gente a la que le da miedo volar en ese tipo de aviones. Pero, no sé por qué, tengo la impresión de que no eres miedosa.
–Hablaba en serio cuando…
–Cuando hiciste esa promesa a Dahlia –terminó de decir él–. No pretendo que me comprendas, pero debes saber que quiero que cumplas tu promesa. Quiero hacer lo mejor para el bebé, quiero darle un hogar –comenzaron a brillarle los ojos bajo la luz artificial de la cafetería–. Ven con nosotros a Leadeebrook.
Aquello estuvo a punto de cortarle la respiración. ¿Cómo se atrevía a mostrarse ahora tan amable? Era exasperante. Pero, por mucho que le costara admitirlo, lo cierto era que le había conmovido el cariño que había percibido en su voz. Quizá sí hubiera algo de humanidad dentro de Jack Prescott después de todo.
Jack debió de darse cuenta de sus dudas, porque se acercó a agarrar el cochecito del niño.
Ella meneó la cabeza, confundida.
–No estoy segura…
Pero entonces lo vio sonreír… y era una sonrisa increíble, capaz de hacer derretir a cualquiera.
–Me parece que sí que lo estás, Maddy –dijo antes de echar a andar y, cuando vio que ella lo seguía, añadió–: Tienes dos semanas.
Cuatro días después, Maddy se agarró con fuerza al reposabrazos de su asiento mientras el avión privado de Jack Prescott tomaba tierra en la pequeña pista de Leadeebrook.
Jack le había dado dos semanas para cumplir la promesa que le había hecho a Dahlia. Dos semanas, ni un día más, para asegurarse de que Beau quedaba bien instalado en su nueva casa, con su nuevo tutor. A Maddy le habría gustado disponer de más tiempo, o al menos de la posibilidad de prolongar su estancia allí si fuese necesario. Pero, en el poco tiempo que hacía que conocía a Jack, había descubierto algo sobre él, no hablaba solo por el placer de escuchar su propia voz. Estaba dispuesto a tolerar su presencia allí durante catorce días y seguramente Maddy debía de sentirse agradecida de que hubiese abierto los ojos y hubiese aceptado el plan.
Nada más salir de la avioneta sintió un golpe de calor en la cara y tuvo el impulso de darse media vuelta y volver al frescor de la pequeña embarcación. Sin embargo apretó los dientes y se enfrentó al brillo cegador del sol.
Echó un vistazo a su alrededor, a las interminables llanuras de hierba seca, a los eucaliptos desperdigados por el terreno y a las colinas que se alzaban a cierta distancia.
Tuvo que hacer un esfuerzo para tragar saliva porque la garganta se le había quedado completamente seca.
Prácticamente en cualquier parte de Australia llegaba a hacer el calor suficiente para freír un huevo en el suelo, pero aquello era diferente; era un calor seco que le hizo pensar que en menos de una semana acabaría tan deshidratada como las hojas sin vida de aquellos tristes eucaliptos. ¿Quién elegiría vivir en aquel lugar abandonado de la mano de Dios? No le extrañaba nada que Dahlia hubiese escapado de allí.
–Bienvenida a Leadeebrook.
Maddy se dio media vuelta al oír la voz de Jack, que acababa de salir de la avioneta con sus gafas de aviador, la bolsa de pañales colgada de un brazo y Beau en el otro.
Maddy lo miró y sonrió. El vaquero de hierro parecía casi relajado y no había la menor duda de que Beau lo estaba, acurrucado contra su pecho, lo cual era buena señal. Maddy había estado tan preocupada.
Después del accidente de Dahlia había decidido tomarse un tiempo libre del trabajo para estar con el pequeño día y noche. Su padre comprendía la situación, pero no le hacía ninguna gracia que su joven publicista estrella se tomase tan largo permiso. Claro que menos gracia le había hecho aún cuando le había dicho que necesitaba dos semanas más, pues Drew Tyler no quería ninguna excusa para no conseguir aquel negocio. Maddy había tratado de tranquilizarlo. La campaña de Pompadour Shoes and Accesories estaba ya casi cerrada, prácticamente solo faltaban las firmas de los interesados. Volvería a tiempo para atar cualquier cabo suelto y dejarlo todo arreglado, pero aquellas dos semanas eran de Beau y en aquel momento, en aquel ambiente desconocido, Maddy se sintió más responsable de aquel bebé de lo que jamás habría imaginado que fuera posible.
Cuando Jack le había dicho que saliera de la avioneta y que él sacaría al niño, Maddy había estado a punto de protestar de manera automática. Se había acostumbrado a sentir el peso del bebé, su aroma y a ver su sonrisa y había creído que debía ser ella la que lo tuviera en brazos cuando conociera su nuevo hogar. Pero entonces había resonado en su mente el último deseo de su amiga.
Su misión era hacer todo lo que estuviera en su mano para crear un ambiente propicio para que Jack y Beau se adaptaran el uno al otro, después podría marcharse tranquilamente con la certeza de que el bebé estaría bien y que recibiría el amor que merecía.
Para conseguirlo debía dejar espacio a Jack.
Algo se tensó en su pecho al ver que el pequeño abría los ojitos y miraba a Jack con curiosidad, a lo cual él respondió del mismo modo.
La actitud de Jack había cambiado ligeramente con respecto a su sobrino y parecía que ahora que había dejado atrás el funeral de su hermana, había empezado a mostrar cierto interés por el niño. Lo miraba con ternura e incluso había esbozado alguna que otra sonrisa, pero era la primera vez que lo agarraba en brazos; seguramente aquellos pequeños pasos eran las semillas de algo que se convertiría en una relación llena de mutuo amor. Quizá, a pesar del recelo inicial de Maddy, fuera posible que el deseo de Dahlia se hiciese realidad y que, para cuando ella regresara a Sydney, aquel duro vaquero se hubiese abierto un poco a la persona que más lo necesitaba en el mundo.
Maddy se acercó a ellos, pero en lugar de agarrar al bebé, se limitó a acariciarle la cabecita y a sonreír.
–Estás despierto. No puedo creer que se haya pasado todo el vuelo durmiendo.
–¿No es eso lo que hacen los bebés? ¿Dormir? –le preguntó, bajándose las gafas de sol.
Jack la miró con incertidumbre y Maddy sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo entero. El atractivo sexual de aquel hombre era algo más que intenso; era fascinante. La necesidad de acercarse a él y dejarse atraer de verdad resultaba casi irresistible.
Era evidente que Jack no pretendía hacerla derretir cada vez que estaban a menos de un metro de distancia. No había la menor duda de que no tenía ese tipo de interés en ella, por eso Maddy preferiría que no la mirara de ese modo, como si lo desconcertase o despertase su curiosidad. Como si quisiese descubrir qué se sentía al besarla.
Maddy apartó la mirada con culpabilidad.
No solo no tenía ningún sentido que sintiese esas cosas, además era peligroso. Si quería soportar todos aquellos días, y aquellas noches, en medio de ninguna parte junto a un hombre tan absolutamente tentador, debía prometerse algo a sí misma. No importaba lo atraída que se sintiese por Jack, no importaba cómo la mirara él… Maddy debía asegurarse de que lo único que le subiese la temperatura fuera el calor achicharrante del Outback.
Una vez recuperada la compostura, irguió la espalda y respondió:
–Los bebés hacen otras cosas aparte de dormir.
–Claro. También comen.
Entonces él la miró con una expresión sexy e inocente al mismo tiempo que le arrancó una sonrisa.
–No sabes absolutamente nada de bebés, ¿verdad?
–No, a no ser que cuenten las crías de cordero.
Comenzó a caminar hacia la casa y Maddy lo siguió, pero aminoró el paso al ver el lugar que Jack consideraba su casa y que en realidad parecía un palacio.
La vivienda de Leadeebrook era un lugar impresionante por su elegancia y la sensación de fuerza que transmitía. La imagen del edificio era un símbolo de los días en los que la riqueza y la gloria del país dependían del comercio de ovejas. Un grupo de cacatúas rosas gritó desde el cielo, lo que sacó a Maddy de su ensimismamiento e hizo que acelerara el paso para seguir a Jack.
Fue entonces cuando vio un perro delgado que corría hacia ellos, dejando una nube de polvo tras de sí, y sintió que el miedo se apoderaba de ella.
Los perros eran imprevisibles, por eso no le gustaba tenerlos cerca y mucho menos que se acercaran a Beau. Pero claro, aquello era una explotación ganadera, ¿cómo no se le había ocurrido antes que habría perros pastores? Seguramente habría más de uno o de dos.
Maddy apretó los puños y sintió que se le aceleraba la respiración. Hacía años que no tenía un ataque de pánico, pero reconoció los síntomas de inmediato y tomó las medidas necesarias para controlarlo.
«Respira tranquila, recupera la calma».
Pero el perro seguía acercándose, así que Maddy se preparó para lanzarse en plancha a proteger al bebé. Si alguien salía herido, no sería Beau.
En el último momento el perro los esquivó y Maddy comprobó que volvía a bajarle la adrenalina y la respiración recuperaba su ritmo habitual… hasta que se dio media vuelta y se dio cuenta de que el perro se había quedado detrás de ellos, como un lobo acechando a un cordero.
–Ven aquí –gritó entonces Jack y el animal corrió de inmediato junto a su amo, con las orejas gachas y los ojos llenos de adoración–. Ven a conocer a Nell –le dijo a ella.
Maddy prefería no hacerlo, pero hizo un movimiento de cabeza a modo de saludo.
–Hola, Nell.
Jack la observó unos segundos, frunciendo el ceño.
–¿No te gustan los perros?
–Digamos que soy yo la que no les gusto a ellos –no tenía intención de dar más explicaciones–. Pero está claro que a ti te adora.
–Es una perra de trabajo –apretó los dientes un segundo antes de añadir–: O más bien lo era.
Maddy inclinó la cabeza. El animal aún parecía estar muy ágil, por eso no comprendía por qué ya no servía para trabajar. Pero tenía otra pregunta más importante que hacerle.
–¿Qué tal se porta con los niños?
–No tengo ni idea.
Mientras seguían caminando hacia la casa, la perra no dejó de moverse a su alrededor como si fueran un rebaño humano. Maddy mantuvo la calma exterior, pero seguía teniendo el pulso acelerado. Aunque era evidente que Nell estaba muy bien educada y que no había nada que temer. La reacción de Maddy no era más que una respuesta a un estímulo del pasado, aunque era consciente de que el hecho de que años atrás la hubiera atacado un perro no significaba que fuera a suceder de nuevo.
«Respira hondo. Mantén la calma».
Al pasar junto a ella, la perra le rozó la mano con el rabo y Maddy reaccionó con una tos nerviosa.
Jack lanzó un silbido que bastó para que Nell se alejara de ellos corriendo, y dejándolos envueltos en una nube de polvo. Al notar el polvo en la boca, Maddy pensó que necesitaba un buen baño y una copa.
Jack se volvió a mirarla de nuevo.
–Hay cobertura de sobra para el teléfono móvil, por si lo necesitas.
–Bueno es saberlo, gracias.
–¿Has traído algún pantalón vaquero?
–Claro –unos de última moda.
–Estupendo.
Aquello le provocó un escalofrío de preocupación.
–¿Por qué?
–Porque no puedes montar a caballo con un vestido.
Maddy parpadeó y luego se echó a reír.
–Yo no monto –y mucho menos a caballo. Ni siquiera se había subido a una bicicleta desde los doce años.
Jack frunció el ceño.
–¿Tampoco te gustan los caballos?
–No sabía que fuera un delito.
Seguramente él dormía con la silla de montar bajo el brazo y el sombrero puesto.
–Entonces no te gustan los animales.
–No de cerca.
–¿Y qué es lo que te gusta? –siguió preguntándole él con una especie de gruñido.
–Me gusta el teatro, la crema de chocolate y los días de lluvia cuando no tengo ni que levantarme de la cama.
–¿Haces a menudo lo de no levantarte de la cama?
Maddy lo miró detenidamente. ¿Estaba hablando en serio? La expresión de su rostro era tan enigmática que no sabía qué pensar.
–Lo que quería decir… –comenzó a explicarle con paciencia– es que me encanta acurrucarme en la cama con un montón de almohadones y leer mientras oigo cómo cae la lluvia.
Jack volvió a gruñir, pero siguió caminando mientras ella se secaba el sudor de la frente. La magnífica casa empezaba a parecerle un espejismo. Unos minutos después, sin embargo, llegaron por fin al porche. El bebé parecía tranquilo y la perra había desaparecido. Parecía que Jack se mostraba un poco más abierto aquel día, a su modo, claro. Quizá pudiera aprovechar para saber algo más de él.
–¿Y qué me dices de ti?
–¿De mí?
Maddy meneó la cabeza. Era imposible hablar con aquel hombre.
–¿Te gusta leer, Jack?
–No –respondió tajantemente.
Maddy parpadeó. Era como si le hubiese preguntado si se ponía tacones de aguja los sábados por la noche.
–Pero sí que montas a caballo –quizá aquello no necesitase una respuesta, puesto que era obvio–. Supongo que también enseñarás a montar a Beau algún día –siguió intentándolo.
–Supongo.
Maddy asintió lentamente y fue entonces cuando se dio cuenta de que aquello sería definitivo. Nada más salir de la avioneta había empezado a contar el tiempo que faltaba para poder largarse de allí, pero ahora sabía que eso significaría también alejarse de Beau. ¿Cuándo volvería a verlo, si eso llegaba a suceder? Seguramente Jack tuviera que ir a Sydney de vez en cuando y entonces podría llevarlo consigo.
Maddy estaba inmersa en todos aquellos planes cuando apareció una mujer con un delantal blanco. Tenía el cabello corto y negro, aunque salpicado de canas y unos dulces ojos marrones. En cuanto abrió la puerta llegó hasta ellos un delicioso olor a bizcocho que hizo que a Maddy se le hiciera la boca agua. La mujer extendió ambos brazos para saludar a Maddy, que sonrió al ver que tenía la cara ligeramente manchada de harina y transmitía una maravillosa sensación de hogar.
–Tú debes de ser Madison –dijo la mujer–. Yo soy Cait. Bienvenida a Leadeebrook.
–Jack me ha hablado mucho de ti.
No era totalmente cierto; en realidad solo le había dado un mínimo de información y todo ello después de una buena dosis de presión por parte de Maddy. Cait Yolsen era el ama de llaves de Leadeebrook desde hacía diez años. Era viuda, tenía dos hijos y dos nietos. Eso y que era una estupenda cocinera era todo lo que sabía Maddy sobre ella.
Cait se acercó al bebé, que la miró con los ojos abiertos de par en par, aferrándose al brazo de su tío.
–Vaya, vaya, qué niño más guapo –dijo el ama de llaves con una tierna sonrisa y luego miró a Maddy–. ¿Ha dormido todo el camino?
–Sí, se ha portado como un ángel –respondió Maddy antes de dirigirse a Jack–. ¿Verdad?
Jack asintió levemente, pero en sus labios apareció algo parecido a una sonrisa de aprobación.
–Supongo que habrá que cambiarle el pañal –dijo Cait.
–Estoy segura –convino Maddy.
Y ambas dijeron a la vez:
–Yo me encargo.
Pero Jack se dio media vuelta, apartando al niño de aquellos dos pares de manos, ansiosos por cambiarle.
–¿Acaso da la sensación de que necesito ayuda?
Maddy parpadeó.
–¿Quieres cambiarle tú? –al ver el gesto desafiante con que la miraba, trató de decirlo de otro modo–. Quiero decir, ¿no necesitas aprender primero?
–Soy capaz de esquilar doscientas ovejas en un solo día, creo que podré echar polvo de talco y abrir y cerrar un par de imperdibles –declaró al tiempo que pasaba de largo, hacia el interior de la casa.
No encontraría ningún imperdible, puesto que Beau llevaba pañales desechables, pero Maddy prefirió no decírselo. Si Jack quería asumir sus responsabilidades de inmediato, si necesitaba demostrarse a sí mismo que podía hacerlo, ¿quién era ella para llevarle la contraria?
Al fin y al cabo, era capaz de esquilar doscientas ovejas en un día.
Maddy vio a Nell en lo alto de los escalones del porche, no se perdía ni el más mínimo movimiento de Jack.
–Debes de estar muerta de sed –le dijo Cait mientras subía los escalones.
Maddy lo hizo también, pero esperó a que la perra hubiera entrado en la casa tras Jack.
–La verdad es que un poco sí.
–¿Te apetece una taza de té?
–Preferiría algo frío, si es posible.
–Mi marido era ganadero –respondió Cait en tono comprensivo–. Llevábamos dos semanas saliendo y cuando quise darme cuenta estábamos casados y trabajando en estas tierras llenas de arena y cocodrilos. La verdad es que nunca pensé que pudiera acostumbrarme al calor, al polvo y a las moscas –hizo una pausa para sonreír–. Pero acabas acostumbrándote.
–No voy a estar aquí el tiempo suficiente para comprobarlo.
Su vida estaba en Sydney, su trabajo, sus amigos… una vida plena y emocionante. Iba a ser muy duro tener que despedirse de Beau, pero estaba completamente segura de que no echaría de menos aquel lugar.
Cuando estaban ya a punto de llegar a la puerta, Cait se detuvo y le puso una mano en el brazo.
–Siento mucho lo de la pobre Dahlia. Debías de ser muy amiga suya para ofrecerte a ayudarla de este modo.
Maddy recordó lo duro que había sido el funeral del día anterior; había pasado todo el rato con Beau en los brazos y sin poder dejar de llorar. Jack se había sentado junto a ella, pero en ningún momento le había visto perder la calma. Los amigos de la universidad de Dahlia habían recitado poemas y contado anécdotas y, en todo momento, Jack había permanecido con la mirada clavada en el frente.
Maddy respiró hondo e hizo un esfuerzo por volver al presente.
–Dahlia era mi mejor amiga, la mejor que he tenido nunca.
Jamás había estado demasiado ocupada como para no poder escucharla, nunca la había juzgado, ni había sido antipática con ella. Dahlia había sido la mejor persona que Maddy había conocido. Lo cual hacía que se preguntase cómo era posible que dos hermanos de padre y madre hubieran salido tan distintos. Porque Jack debía de ser la persona con peor genio del hemisferio sur.
–El pequeño tiene mucha suerte de tenerte.
Maddy sonrió.
–Dahlia quería que Jack se hiciera cargo de él –le explicó Maddy–. Y yo le prometí que lo ayudaría al principio.
Cait bajó la mirada.
–Estoy segura de que sabía bien lo que hacía.
Maddy se detuvo un segundo. ¿También Cait tenía dudas sobre si Jack era el tutor más adecuado para el pequeño? Dahlia no se había llevado bien con él, Maddy estaba segura de que jamás conseguiría traspasar su armadura. Sin embargo Nell lo adoraba, pero claro, Nell era un perro.