Para Bert V. Royal y Karen DiConcetto... por ser las personas más increíbles, generosas y brillantes que conozco.
Los admiro muchísimo.
HARMONY HOUSE
Noviembre de 1867
Cornelia Baron
17 años
La sensación es como si mi estómago estuviera tratando de salir por mi garganta. Caigo sobre mis manos y rodillas en la hierba alta y tengo arcadas. El sol brilla sobre mi cabeza, caliente, y sudo a través de la ropa. Me quito el pesado abrigo y desabrocho la camisa alrededor de mi cuello.
Un dolor se abre paso en mi muslo, subo mi enagua y veo el vibrante color rojo volviéndose oscuro y pegajoso sobre el blanco de mi piel. Debo haberme caído sobre una roca afilada. Se me está formando allí un hematoma violáceo.
Escupo sobre la lastimadura y la froto con el dedo pulgar. Me pongo de pie.
Una serpiente, negra y brillante bajo el sol, pasa deslizándose. Salto hacia atrás y empiezo a persignarme.
Pero ya es tarde. Dejo caer mi brazo.
Un pequeño halcón se lanza de las ramas del sauce que cuelgan hacia abajo, como una flecha en la mañana clara, con sus marcas negras pintadas alrededor de sus ojos como un bandido. El pájaro vuela alto sobre el campo y miro su silueta contra el sol casi anaranjado. En un abrir y cerrar de ojos, se arroja en picada y captura un pequeño ratón de entre los dientes de león. El roedor lanza un espantoso y penetrante chillido cuando el halcón le hunde sus garras y se lo lleva hacia el denso bosque.
Mi gato, Jonas, se acerca corriendo por el porche pintado de blanco tras oír al animal herido. Repasa el patio con la mirada, pero no ve nada.
Escucho a mi madre llamándome desde adentro. Su voz se transporta por el aire quieto. Me llama por mi nombre. Una y otra vez.
–¿Cornelia? ¿Cornelia Baron?
Las ventanas de toda la casa están abiertas debido al clima cálido, y puedo oírla cada vez más cerca.
Levanto mi abrigo del suelo y retrocedo cojeando hasta una hilera de álamos cubiertos de flores blancas.
Mi respiración se siente afilada contra los pulmones y siento el sabor de la sangre, metálico, en la parte posterior de la garganta.
Madre sale al porche, gritando mi nombre otra vez. Su cabello largo es muy oscuro, rizado y lo lleva sujetado con una cinta. Lleva un vestido carmesí, ajustado con firmeza alrededor de su cintura. Madre y padre preparan sus cosas y el carro para ir al mercado esta mañana. No puedo enfrentarme a ella de nuevo; no ahora. Ya he dicho adiós.
Ignoro su llamado y me escabullo por el gastado sendero de los ciervos, a través de la morera enredada con la hiedra venenosa y los pálidos árboles de haya con su corteza blanca pelada. Su voz se desvanece detrás de mí, y pronto estoy en un campo de lavanda de perfume dulce y girasoles más altos que yo. El dolor en la pierna
se ha ido y corro con velocidad, tratando de alejarme de la casa y de la
enfermedad, de mi madre y mi padre, y de este pecado que crece aquí, adentro mío. Corro hasta que cruzo el ancho camino de tierra y luego me doblo sobre mí misma, enferma de nuevo. Vomito y siento el sabor de la sangre, pero mi estómago está vacío, por lo que solo sale un poco de líquido amarillento.
Tengo mucha sed ahora.
No tengo más remedio que cortar camino a través del bosque hacia donde están las pozas de los arroyos, un círculo casi perfecto de agua salobre y rocas musgosas. El corte por encima de mi rodilla se abre y puedo sentir la sangre tibia goteando por mi pierna mientras bebo agua de mis manos ahuecadas.
El sabor es nauseabundo. Todo parece nauseabundo. El demonio se ha apoderado de mí.
Permaneció en estado latente durante todos estos años, a la espera, aguardando hasta que yo estuviera lo suficientemente débil. Luego vino a mí en mis sueños, arrastrándose como una araña por la pared exterior y entrando por la ventana abierta. Yació conmigo. Bebió mi sangre. Me cubrió con su cuerpo áspero y húmedo. Me besó y mi rostro quedó rojo e hinchado. Su aliento era caliente y olía a whisky. Se abrió camino en mí. Y dejó tras de sí su maldición. La maldición que hincha mi barriga, hace que deje de sangrar y vuelve al mundo inmundo y apestoso.
La maldición que condena a mi alma a arder en llamas al rojo vivo. Por toda la eternidad.
Ya no hay vuelta atrás. Merezco todo el dolor y las náuseas y la hinchazón. Merezco más.
En el camino ubicado más arriba, escucho el tintineo de los arreos, las ruedas chirriantes y el pesado andar del caballo colorado de mi padre. Madre y padre yendo a la ciudad en el bamboleante carro. Van rápido, y pronto dejo de escucharlos. Susurro, una vez más, un adiós para ellos. Susurro adiós a la gran bahía.
El demonio toma mi mano. Sujeto un puñado de mi cabello, largo y negro como el de mi madre. Grito y tiro fuerte y rápido, por lo que mi cuero cabelludo se desgarra en una masa sangrante de pelo, piel y sangre negra. El sector de cuero cabelludo que he arrancado es apenas del tamaño de una pequeña pieza de oro, pero arde y sangra de manera constante.
Entierro el cabello en el suelo arcilloso y húmedo, junto al estanque. Escupo y me persigno tres veces.
Pero ya no hay penitencia posible. La maldición está demasiado profunda en mi interior.
Bebo de nuevo y, poco a poco, me pongo de pie.
Jonas me ha seguido. Él observa, agazapado, debajo de las ortigas. Es de color gris, con el pelo largo y los ojos dorados. Lo convenzo de salir, chasqueando la lengua en mi boca. Él menea la cola y arquea la espalda. Lo recojo y lo beso en la coronilla. Menea su cola aún más fuerte, pero no trata de huir.
Caminamos juntos por el bosque oscuro.
Ahora hay viento, y hace un sonido como de océano entre los árboles. Parece cada vez más fuerte, las hojas y ramas comienzan a agitarse violentamente. Nubes oscuras parecen cubrir el brillo menguante del sol de mediodía.
En el campo seco aparecen los destellos azules de corrientes eléctricas, como rayos a través de la hierba amarillenta. El viento parece venir de todos lados.
Jonas y yo corremos hacia la puerta del granero, donde los caballos hacen sonar sus cascos y resoplan inquietos, con las cabras balando muy alto.
El heno tiene un aroma agrio y a podredumbre, y puedo oír a las ratas chillando en el desván, encima de nosotros. Jonas se va a cazar, sin miedo a la tormenta. Una lechuza, con el rostro pálido y los ojos verdes, espía afuera a través de las vigas.
Camino más allá del potro gris, Texas, y la yegua alazana de mi madre; ambos están dando patadas al suelo, yendo y viniendo agitados. Lancer está temblando en el último establo, mientras que la cabra blanca y negra de piernas arqueadas se refugia en la paja detrás de él.
Un trueno resuena en todas partes y me dirijo hacia Lancer para intentar calmarlo. Es un caballo alto, delgado y musculoso –un pony indio manchado– con gruesas venas arriba y abajo de su cuello y patas. Sus ojos se ponen en blanco mientras patea el suelo y se estremece. Tomo sus riendas del bolsillo de mi abrigo y las paso sobre su hocico. Le susurro al oído:
–Todo saldrá bien. Todo saldrá bien. Todo saldrá bien.
A pesar de que sea una mentira.
Recojo el grueso rollo de cuerda de la puerta del establo y lo aseguro firmemente por encima de mi hombro. Pongo la manta de la silla sobre el fuerte lomo de Lancer y lo guío a través del granero. Lancer corcovea y sigue poniendo los ojos en blanco, pero tengo las riendas apretadas.
Afuera, el viento es fuerte y las ramas se doblan casi hasta el suelo. Ahora el cielo es negro debajo de las nubes.
Entonces pienso que si Lancer corcoveara y me derribara –o si lo hiciera galopar y me dejara caer– podría romperme la pierna, el brazo o la espalda y perder este mal supurante que llevo dentro de mí.
Pero no importaría. El mal aquí no se puede cortar, sin importar lo mucho que lo intente. Está en mí. Y no hay salida.
Las lágrimas me queman los ojos. Desprendo el freno y le doy a Lancer un cubo de azúcar de mi mano extendida. Lo beso en su húmedo y espumoso cuello y lo sostengo junto a mí, susurrando todo el tiempo en su oído.
Tomo la manta de la silla de montar y la envuelvo alrededor de mi cuerpo tembloroso.
Resuena otro trueno. Lancer se levanta sobre sus patas traseras.
–Ve –le digo–. Anda.
Me mira con sus ojos oscuros y redondos.
–Ve.
Lo golpeo con firmeza una vez, y entonces entiende. Corre hacia el norte, hacia el río.
Ha sido puesto en libertad.
Doy la vuelta y camino de regreso a casa. La lluvia cae como hojas congeladas en todo el campo.
Camino con la cabeza gacha, llorando tan fuerte que apenas puedo respirar. El frío se cuela dentro de mí.
Suspiro, y sin darme cuenta, trabajo con mis manos en la cuerda mientras camino.
Estoy empapada y chorreando para el momento en que llego a casa. Subo la escalera de madera oscura hasta el tercer piso, dejando un rastro con el barro y la ropa que voy desechando.
La lluvia suena como un montón de rocas cayendo, contra los vidrios de las ventanas y los techos de tejas.
Hay pinturas al óleo de Jesús entre los romanos y Lázaro resucitado de entre los muertos. Están Jonas y la ballena, la Virgen María con el Niño y la Torre de Babel y Sodoma y Gomorra. Hay crucifijos de plata montados en cada puerta.
Trato de no mirarlos. No puedo enfrentarme a mi propio fracaso ante Dios, su hijo, mi madre y mi padre. Les he fallado.
La cuerda pica con aspereza alrededor de mi garganta cuando ajusto el nudo. Las lágrimas caen por mi rostro.
Mi corazón late con fuerza en mis oídos. No hay nada más para mí ahora. Subo al pasamanos.
Mis piernas tiemblan. Cierro los ojos. El fuego corre a través de mi sangre. Un fuego que consumirá mi cuerpo por toda la eternidad. Un fuego más caliente que el centro de la tierra y el sol y los planetas chocando entre sí.
Yo respiro.
Respiro.
Doy un paso fuera del pasamanos.
Y caigo.
HARMONY HOUSE
Noviembre de 1997
Jennifer Noonan