La autora de la exitosa saga Rebelión nos deleita con una inocente pero profunda novela realista sobre la importancia de conocernos a nosotros mismos y disfrutar de la vida hoy.
El día que mi hermana murió, creí que nada volvería a brillar jamás, ni siquiera yo.
Entonces encontré la lista, una serie de deseos que ella anhelaba cumplir antes de morir. Volver a ver a la abuela, nadar en el mar al amanecer, ir a un recital de rock...
Mi hermana no tuvo tiempo... Pero yo, aunque jamás hubiera hecho algo así antes, estaba decidida a cumplir sus sueños. Y sin darme cuenta, emprendí el viaje de ser yo misma. Sin darme cuenta, empecé a vivir.
Porque, para brillar, no hace falta ser perfectos. Solo amar la vida.
¿Quién dice que dos hermanas tienen que ser parecidas?
Hilary y Valery son el agua y el aceite. Hilary es popular, exitosa y divertida. Val, en cambio, se define a sí misma como “un desastre”.
La vida parece llevar un curso normal, sin embargo, todo se derrumba cuando Hilary muere.
La familia queda al borde del abismo. Con una madre devastada y un padre que se refugia en el trabajo… Val se siente sola.
La tristeza la domina, y justo cuando parece que nada tiene remedio, encuentra una lista de su hermana. Hilary dejó bien claro qué quería hacer antes de irse, pero no tuvo tiempo. Val decide entonces cumplir con los sueños que su hermana dejó inconclusos, aunque implique sumergirse en mundos donde jamás habría entrado.
No sabe que, en realidad, está emprendiendo su propio camino. Un viaje de redescubrimiento en el que comprenderá que las personas no suelen ser lo que parecen. Que el “desastre” que ella creía ser no tiene nada que ver con lo que en realidad es.
nació un domingo de marzo, en armonía con los últimos calores del verano. Siempre tuvo una imaginación inagotable y desde muy pequeña jugaba a interpretar personajes. A los ocho años, se le ocurrió escribir cuentos y a los trece se enamoró de un libro que la inspiró a escribir algo igual de adictivo algún día.
Comenzó a escribir casi como un juego, pero se convirtió en su profesión cuando publicó su primera novela en el año 2012. Desde entonces, escribe ficción juvenil bajo el seudónimo Anna K. Franco, y romántica con su nombre real, Anabella Franco.
BRILLARÁS es su decimocuarta novela publicada.
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"All we are is dust in the wind”.
Todo lo que somos es polvo en el viento.
Kerry Livgren (Kansas)
1
Hilary era… perfecta.
Mis mejores recuerdos de ella son de hace dos años, cuando yo tenía catorce, y ella, dieciséis.
Es imposible olvidar que se levantaba cada mañana con una sonrisa. Su largo pelo rubio se agitaba con sus movimientos cuando saludaba, efusiva, a mamá y a papá. Cualquiera de los dos le entregaba su recipiente de leche con cereales y ella se sentaba en una banqueta del desayunador, a veces frente a mí, a leer mensajes en el móvil. Mostraba sus bellos dientes en una sonrisa mientras respondía. Rara vez me saludaba; todos sabían que ni bien me levantaba, tenía un humor de perros.
A decir verdad, por ese entonces, todo lo que se refería a mi familia me ponía de mal humor. A veces me parecía que mis padres intentaban ponerse a mi altura sin entender nada de nada.
El día que mamá me sentó en la sala y me preguntó si ya había tenido sexo, fue como si me obligaran a comer una abundante pila de basura. Por supuesto, me negué a responder. Como siempre, ella trajo a cuento a Hilary. Respondió que mi hermana no había tenido problema en decirle la verdad; le había hecho la misma pregunta cuando tenía mi edad. No me importaba lo que había hecho Hilary: ella era perfecta, en cambio yo no podía decirle a mamá que ningún chico me querría jamás porque en la escuela me llamaban “gorda”. Mamá nunca entendería. De hecho, estaba segura de que respondería: “Por favor, no creas eso, Val; tú no estás gorda”. Pero yo no soy el tema aquí. Es ella: Hilary, mi hermana mayor.
Hilary tenía el cabello rubio, largo hasta la cintura, unos preciosos ojos celestes y la belleza que a mí me faltaba. Mi pelo era de color castaño rojizo, y mis ojos, verdes, pero en la escuela tenían razón: estaba gorda. Bueno, quizás solo un poco. Digamos que no tenía el cuerpo esbelto de mi hermana mayor, y que mis senos eran demasiado grandes en comparación con los de ella, aunque yo era menor. Eso me avergonzaba, y me encorvaba a veces, intentando ocultarlos. Solo una gorda podía tener tanto busto, así que sí: los chicos de la escuela tenían razón.
Hilary se destacaba como porrista y tenía un historial académico excelente. Yo, en cambio, era un desastre. No había nada que me gustara realmente. Me iba mal en Matemáticas, y Literatura me aburría. Llegué a dormirme en clase de Ciencias e hice explotar un tubo de ensayo en Química. ¿Gimnasia? ¡Dios! Cada vez que tenía que padecer ese tormento volvía a casa con varios pelotazos marcados en mi cuerpo. Un día, incluso, me golpearon con un bate de béisbol y por poco me pusieron un yeso. Fue mi culpa, por supuesto, por cruzarme donde no correspondía.
Sí, además de gorda, era torpe. Y toda la escuela lo sabía. Pero también era la hermana de Hilary: la chica popular, exitosa y divertida. Y eso me mantenía a salvo de las burlas. Me criticaban, claro, y yo sabía con exactitud qué hablaban a mis espaldas. Pero al menos nunca me habían metido la cabeza en un excusado, ni esas cosas horribles que sí les hacían a otros.
Saltaba a la vista que Hilary y yo éramos muy diferentes. Hasta nos gustaban estilos de música incompatibles. A ella le encantaba el rock. Podía pasar horas con esos compilados de gente que entonaba frases ininteligibles y baterías que salpicaban el sonido de las guitarras eléctricas. Yo, en cambio, me dejaba llevar por la música de moda.
Los compañeros del colegio que venían a casa para hacer algún trabajo conmigo adoraban a Hilary. ¿Quién no? Si teníamos que subir al primer piso, espiaban por la puerta entornada de su habitación para ver qué había adentro. Los trofeos que Hilary había ganado con los deportes se exhibían en la sala, y a mamá le encantaba contarles a sus amigos historias de mi hermana. También a mis compañeros, y ellos la escuchaban, encantados.
Sé que dije que hablaría de Hilary, pero es imposible no hablar de mí. Mentiría si dijera que jamás sentí celos de mi hermana. Lo cierto es que a veces hasta me parecía que era la hija preferida de mamá, y eso me llevaba a ser hostil. Mi mal humor de la mañana era una excusa para demostrarles que no los necesitaba y que podían hacer con su amor lo que quisieran. Lo cierto es que, por otro lado, las diferencias que Hilary y yo teníamos nunca terminaron de alejarme de ella.
A veces reíamos juntas y mirábamos alguna película cuando papá y mamá salían. No le gustaba que yo tocara sus cosas, sin embargo, cuando yo tenía que salir y me quejaba porque nada me quedaba bien, ella siempre aparecía en mi habitación con algo para prestarme. Su ropa me hacía sentir más linda, quizás porque tenía mejor gusto que yo. En mi guardarropa predominaban el negro y el color café; eso de “gorda” me llevaba a intentar ocultarme detrás de colores oscuros. Las prendas de Hilary eran siempre coloridas, como ella, y así transformaba a las personas que estaban a su alrededor. Aunque teníamos cuerpos distintos, su ropa me entraba porque ella era más alta que yo.
Jamás olvidaré el sonido de mi teléfono cuando Hilary me llamaba. Le había asignado como ringtone una canción de los 70 que mis padres solían poner en el auto cuando éramos niñas: Dust in the Wind, de Kansas. Les hacía creer a todos que había elegido semejante reliquia por el significado del título: ‘polvo en el viento’, en el sentido de que habría sido mejor que su llamado se evaporara. La gente solía reír cuando les contaba esa tontería.
Todos amaban a Hilary, ya lo dije. O al menos así fue hasta que enfermó.
Entonces, los aplausos en el gimnasio se apagaron, las buenas calificaciones terminaron, y las visitas fueron disminuyendo. En un comienzo, sus amigas venían de a decenas. Cuando la quimioterapia la despojó de su bello pelo rubio y le dejó a cambio ojeras moradas, solo seguía viniendo un puñado. La única que pasaba una vez por semana era su mejor amiga, Mel; ella le traía tareas de la escuela para que se entretuviera y le leía libros que les daba su profesor de Literatura. Incluso mis únicas amigas, Liz y Glenn, dejaron de venir. Supuse que Liz estaba atareada con el colegio, ya que vivía para la escuela, y que el padre de Glenn se había vuelto más estricto de lo que era y ahora también le impedía ir a casa de sus amigas. Terminaron confesándome que, como habían notado la gravedad de la enfermedad, no querían molestar.
Cuando Hilary enfermó, mamá dejó de trabajar. Estaba agotada y solo vivía para mi hermana. Papá conservaba su trabajo –de algo teníamos que vivir, ¡y vaya que el cáncer acaba con las finanzas de cualquiera!–, así que, si antes sentía que había poco para mí, ahora había menos. Como si fuera poco, cuando las cosas se agravaron, en lugar de pasar más tiempo en casa, papá empezó a pasar más tiempo en la oficina. Él decía que necesitábamos dinero. Mamá le discutía que necesitábamos su ayuda. Y así proseguían los problemas.
Debo ser sincera: por esa época, todavía no tomaba conciencia real de lo que estaba sucediendo. Dentro de mí, no terminaba de entender la gravedad de la situación y creía que, con el esfuerzo de mamá y papá, Hilary se pondría mejor. Mamá lo creía también, por eso la llevaba a consultas y a tratamientos médicos todas las semanas. Papá, no sé.
Mientras tanto, yo seguía con mi rutina habitual: iba a la escuela, lo pasaba bien con mis amigas, espiaba al chico que me gustaba en su salón.
El sábado que todo cambió, me hallaba en el cumpleaños de un compañero. Liz también estaba allí. Glenn no había ido; como era de noche, seguro que su padre no se lo había permitido. La verdad, no nos dábamos mucho con nadie; el chico solo nos había invitado porque era nuevo y estaba peor que nosotras en cuanto a hacer amigos. Debido a su personalidad, Liz les caía mal a unos cuantos. Era una alumna destacada, pero a veces tenía actitudes egoístas. A Glenn también la criticaban, en su caso, porque la consideraban ingenua. Se la pasaba en la iglesia, y para todos, era bastante aburrida. De algún modo, éramos tres inadaptadas.
La música sonaba muy fuerte. Liz estaba sentada en un sofá, a mi lado, editando una foto que acababa de tomar. Alzó la mirada cuando un chico empezó a volcar cerveza dentro de un jarrón para beber de allí con sus amigos.
–Este novato no sabe en qué lío se metió al invitar a toda esta gente –bromeó, gozando un poco de la situación–. Esta fiesta no da para más. Me voy –determinó y se levantó–. ¿Vienes?
Tomé su mano y ella se inclinó para oír lo que iba a decirle:
–Hay un chico que ha estado mirándome. No lo conozco, debe ser amigo del novato.
–¡Lo hubieras dicho antes! –exclamó, riendo–. Me habría alejado para que pudieran estar solos.
–También hay varios mirándote. Lo raro es que ese se haya fijado en mí.
–No es raro, ¡tonta! –me golpeó en el brazo–. Eres preciosa, y eso es lo único que les importa. Quédate un rato más. Más te vale escribirme luego y contarme cómo ha ido todo con tu admirador. Ojalá valga la pena, aunque lo dudo –me guiñó el ojo y se alejó.
A pesar de que éramos muy amigas, Liz hablaba poco de su vida. Yo solo sabía que sus padres se habían divorciado hacía años, que su padre se había mudado a otro estado y que ella vivía con su madre. Nunca hablaba de su familia ni de problemas personales si se referían a su hogar, y casi nunca nos invitaba a su casa. Aunque era muy hermosa y le atraía a muchos chicos, Liz no estaba interesada en ellos. Solía decir que ninguno valía la pena, que eran todos iguales y que solo les importaba nuestro cuerpo. No creía en el amor, aunque no tenía mucha experiencia. Yo suponía que el divorcio de sus padres la había afectado, aunque jamás me lo diría.
Recogí un vaso y tomé un poco de cerveza. Quería olvidar que el chico que me miraba podía perder interés en mí en cuanto a alguno se le ocurriera llamarme “gorda”. Aunque tenía dieciséis años, no contaba con la lucidez suficiente para entender que un idiota que se deja llevar por los demás no merece a una chica como yo. En ese momento, ese chico me gustaba y estaba contenta de gustarle también.
El chico que cumplía años se acercó y puso una mano sobre mi hombro.
–Val, hay dos personas afuera. Dicen que son tus tíos y que vinieron por ti.
–¿Mis tíos? –pregunté, frunciendo el ceño.
Tomé mi teléfono, que había quedado sobre la mesa, rodeado de vasos plásticos, platos y snacks, y revisé los mensajes. Había dos llamadas perdidas de papá y un mensaje de mamá: “Te quiero en casa ya”.
Fue lo más molesto de la noche, aún más que cuando Brian dejó caer su bebida sobre mi blusa y Tim abrió la puerta del baño mientras yo estaba en ropa interior, intentando quitar la mancha.
–Gracias –le dije, y salí de la casa recogiendo mi abrigo de un perchero que estaba junto a la puerta.
Subí al auto, enojada. No podía creer que mamá hubiera enviado a su hermana y al esposo por mí, solo porque no me quería en una estúpida fiesta y ella tenía que quedarse con mi hermana.
–¿Por qué los envió a buscarme? –me quejé. Aunque me quedara en casa, mis padres ni siquiera se enteraban de que estaba allí, ¿para qué me querían ahí?
Mi tía giró, y yo me quedé petrificada. Ella estaba bañada en lágrimas. Se pasó el pañuelo por la nariz, sus ojos volvieron a humedecerse y sollozó:
–Lo siento, Val. Tu hermana murió.
2
Cuando alguien muere, la gente parece amarlo más que nunca. Todo lo malo que hizo, los errores que cometió, las injusticias que perpetró, todo eso se olvida. Después de que morimos, todos somos buenas personas, y los vivos fingen estar compungidos. Apenas unos pocos sienten de verdad tu falta. El resto solo aparece como si de pronto necesitáramos su presencia mientras que, antes, ellos se habían evaporado.
Mi hermana era en verdad buena. Aun así, muy pocos aparecieron cuando se estaba muriendo. No los necesitábamos ahora. Los habíamos necesitado cuando Hilary gritaba de dolor por las noches. Cuando vomitaba por la quimioterapia, cuando mi casa se iba vaciando de visitas, como si temieran que la muerte se los llevara por error de paso que venía a buscar a mi hermana. Ahora que Hilary se había ido y, paradójicamente, la gente había “resucitado”, yo deseaba que todos se marcharan.
Estaba sentada en el sofá de mi casa, rodeada de personas vestidas de negro que se servían canapés como si fuera una fiesta. Al contrario del noventa por ciento de mis días, no había querido vestir colores oscuros. Había combinado algunas de las últimas prendas que me había prestado Hilary: una blusa roja, un pantalón verde y unas botas deportivas.
–¡Val!
La voz de Liz me alejó del ensimismamiento. Se sentó junto a mí con la corrección que la caracterizaba y miró al hombre que tenía al lado. Ni siquiera yo lo conocía, creo que era un colega de papá en el trabajo. Liz le pidió disculpas por haberlo movido al ocupar el asiento. El señor hizo un gesto cortés con la cabeza.
Mi amiga era tan perfecta como Hilary: tenía buenas calificaciones, era inteligente y hermosa. En ese momento, me recordaba a ella.
–¿Cómo estás? –preguntó, apoyando una mano en mi muñeca.
–Bien –respondí en voz baja. No acostumbraba ser el centro de atención de nadie, y desde que el funeral había comenzado, no había persona que no se acercara a darme las condolencias.
Una compañera de mi hermana nos interrumpió para saludarme.
–Hola, Val. Cuánto lo lamento. Hilary era tan buena…
Guardé silencio. ¿Por qué no había aparecido cuando mi hermana estaba enferma y necesitaba de sus amigas? ¿Por qué la gente pensaba que era obligación hablar bien de los muertos? Era irónico que, mientras la persona estuviera viva, hicieran lo contrario. Porque Hilary era popular y querida, pero estoy segura de que, alguna vez, también habría sido presa de las habladurías.
De pronto escuché que mamá volvía a estallar en llanto. Había pasado lo mismo varias veces desde que el funeral había empezado. No pude evitar buscarla con la mirada y la encontré de pie, abrazada a una amiga.
¡Mierda! No quería estar ahí.
Los funerales son una cosa estúpida. No entiendo para qué querrías llorar con alguien que no estuvo para sostener tu mano cuando tú sostenías la de tu hija enferma. Pero así funciona el mundo adulto: pura hipocresía. Bueno, a decir verdad, no había mucha diferencia con el colegio.
Liz pasó mucho tiempo conmigo y luego se retiró diciendo que su madre la llevaría de compras. La noche anterior me había contado que ya la había llevado al centro comercial hacía una semana. Aunque no parecía muy contenta con el shopping, supuse que ella, como yo, odiaba los funerales, pero no se atrevía a confesármelo. Hacía bien en irse; si yo hubiera podido, habría hecho lo mismo.
La gente seguía yéndose al ritmo que otra llegaba, y yo no lo soportaba más. Si escuchaba una sola condolencia más, gritaría. Miré por la ventana y vi acercarse una figura conocida. Aunque era una mujer de unos sesenta años, conservaba una apariencia juvenil. Tenía el pelo rubio y vestía una falda de colores combinada con una blusa hindú blanca. ¡Vaya! Había alguien más que se pasaba los funerales por el trasero.
Para mi sorpresa, mi padre apareció por el camino de entrada e impidió que la mujer llegara hasta la casa. Resultaba imposible escuchar qué le decía, pero me di cuenta de que la estaba echando. Ella intentó acariciarle la cara. Él le apartó la mano y señaló la calle. La mujer finalmente se volvió sobre sus pasos mientras se secaba las mejillas con una mano.
La única persona a la que mi padre podría haber echado de esa manera era a mi abuela, su madre. Así que ahí estaba: después de diez años de ausencia, Rose Clark había aparecido en el funeral de su nieta mayor. La seguía llamando “Clark” porque ni siquiera recordaba su apellido de soltera. ¿Cómo lo recordaría, si cuando desapareció de nuestras vidas yo tenía seis años, y mi padre nos prohibió hablar de ella? Bueno, no es que nos había sentado un día y nos había dicho: “En esta casa no se habla de la abuela”, pero resultaba evidente que el tema lo fastidiaba y que, sencillamente, no se hablaba de ella.
La escena terminó justo cuando una vecina se sentó a mi lado y me sonrió, compungida. Tenía un pañuelo húmedo en la mano, había estado llorando.
–Te ves bastante fuerte –comentó–. Eso no es bueno. No hay que guardarse el dolor adentro.
Tenía ganas de responderle: “¿Y a usted qué le importa?”; la gente daba consejos que nadie le pedía. Sin embargo, la verdad era que, desde que me había enterado de que Hilary había muerto, no había derramado una sola lágrima. Se me nublaron un poco los ojos cuando llegué y papá y mamá me abrazaron. Pero llorar, lo que se dice llorar, no lo había hecho.
No sabía qué contestar, así que me encogí de hombros.
Dos hombres que estaban sentados cerca de nosotras rieron. Uno de ellos se cubrió la boca y los dos se miraron como si acabaran de cometer una imprudencia.
Las condolencias me tenían cansada y no quería seguirle la conversación a nadie, así que saqué el móvil. Deseché los mensajes de algunas personas que seguían enviándome saludos –no era tan popular ni en mi cumpleaños–, y busqué un juego.
Creo que la música de circo se oyó hasta la acera de enfrente. Me había olvidado de que el sonido estaba activado.
Cuando levanté la cabeza, varias personas me miraban. Jamás había descubierto tanto en los ojos de la gente: pena, indignación, curiosidad. Cada sujeto experimentaba un sentimiento diferente, y eso despertó un lado rebelde que no creí que tenía. En lugar de pedir disculpas y guardar el móvil, bajé la cabeza como si nada hubiera pasado y seguí jugando.
Papá se acercó poco después.
–¿Qué haces? –me regañó, cubriendo la pantalla con una mano.
Lo miré al instante. Ya no tenía dudas de que se había enfrentado a su madre; solo eso podía haberlo dejado de tan mal humor. Había enojo en él, más allá del dolor propio de la situación horrible que estábamos atravesando, y apostaba a que no se debía solo a mi actitud.
–No quiero estar aquí –me atreví a manifestar.
–¿Por qué no estarías? Es el funeral de tu hermana.
–¿Puedo ir a mi habitación? –pregunté con la voz entrecortada. No iba a llorar, el ardor en los ojos solo era resentimiento.
–Vete –respondió mi padre, señalando las escaleras del mismo modo en que había indicado la calle a su madre hacía un momento.
Me puse de pie y me alejé del tumulto.
Por un lado me sentí aliviada. Por el otro, parecía que una mano me oprimía la garganta.
Camino a mi dormitorio, pasé por el de Hilary. Me quedé de pie frente a la puerta, mirando la nada. Por un instante, deseé abrir y que ella estuviera en la cama, aunque sea sobreviviendo gracias a los aparatos médicos. Enseguida recordé que eso no era vida y la imaginé sentada frente a su armario, pintándose las uñas, y deshice la primera fantasía.
Abrí despacio, temiendo hallar su espectro. El dormitorio estaba a oscuras; las cortinas seguían cerradas. Encendí la luz y me atreví a dar un paso. Adentro hacía frío y había poco espacio. Todavía no habían retirado la camilla y los aparatos que habían mantenido a mi hermana con vida en el último tiempo, así que todo estaba abarrotado. Su preciosa habitación decorada en la gama del rosa parecía un hospital y a la vez un depósito.
Me metí sin cerrar la puerta y contemplé su guardarropa. Abrí una puerta y me quedé observando las fotos que Hilary había pegado. En ellas sonreía con sus amigas, con papá y mamá cuando era niña… ¡conmigo! Nunca me había dejado mirar sus fotos, así que supuse que no tenía una de las dos juntas. Pero allí estaba: ella, de seis años, que sostenía mi mano, y yo, de cuatro. Se me hizo un nudo en la garganta.
Cerré la puerta y me volví, suspirando, hacia las paredes empapeladas. Observé los cortinados rosa viejo, el tocador blanco. Fui hacia allí y pasé un dedo por la cajita de alhajas de mi hermana, por sus perfumes, por sus maquillajes. Cuando me pareció que la bola de llanto se hacía más dura en mi garganta, me senté en la cama. Extraje el móvil del bolsillo y, como toda una masoquista, busqué la canción de nuestra infancia.
Y así, escuchando Dust in the Wind, me eché a llorar como si la que debiera enfrentar la muerte hubiera sido yo y no mi hermana.
Escuchando Dust in the Wind comprendí que Hilary se había ido para siempre. Entendí que no regresaría, que jamás volvería a llamarme. Supe por primera vez que la vida a veces era dura e injusta, y que estaba enojada. Muy enojada. No con la gente, ni con mis padres, ni siquiera con la vida misma, sino con la muerte. La muerte que todo se lo lleva y todo lo arruina.
Las lágrimas son arte. Indican tanto tristeza como felicidad, y caen de una manera sublime. Salen de los ojos, es decir, de adentro, y se deslizan por la cara hasta derramarse en cualquier parte. Un pañuelo, los dedos, la piel de otra persona. Las lágrimas aprisionan y liberan, pero por sobre todas las cosas, son lo más auténtico de nosotros mismos.
Lloré tanto que no me quedaron fuerzas para nada.
Tan solo alcé la cabeza y deseé haber saludado a Hilary todas las mañanas. Deseé haber sentido orgullo de sus logros en lugar de envidia, deseé haber sido una mejor hermana. Quizás, alguna vez, en el tiempo de esa foto que ella había colgado en su guardarropa, lo había sido.
Mi mirada volvió a pasar por el tocador y terminó en el enorme espejo de pie en el que Hilary se miraba cada vez que iba a salir. Ahora yo me reflejaba en él, con los ojos enrojecidos por el llanto y la ridícula ropa con la que intentaba demostrar al mundo mi opinión acerca de los funerales. Los muertos se llevan adentro, no sirven como máscaras sociales.
Permanecí sobre la cama otro rato, y cuando sentí que el frío iba a devorarme, me puse de pie para irme.
Entonces lo vi. Un borde de papel sobresalía de atrás del espejo, en la parte más alta. Supuse que estaba allí por alguna razón estúpida, como separar la lámina espejada de la madera de la estructura, pero enseguida me di cuenta de que eso no tenía sentido.
Me acerqué y observé mejor. Quizás era mi imaginación, pero me pareció que había algo escrito.
La curiosidad fue más fuerte que mi cautela y di un salto, intentando alcanzarlo. Por supuesto, fracasé: estaba demasiado alto. Me acerqué más al espejo y volví a saltar, con la intención de apretar el papel con los dedos.
Mi caída fue espectacular. Pisé mal, me fui hacia delante y empujé el espejo con el peso de mi cuerpo. Me eché hacia atrás enseguida, intentando restablecerme, y me olvidé por completo de mantener quieto el espejo. Cuando quise darme cuenta, fue demasiado tarde y se vino hacia delante después de haberse tambaleado. Apenas hice a tiempo a dar un salto antes de que se estrellara contra la camilla que estaba junto a la cama.
Los trozos de vidrio saltaron por todas partes, fue un milagro que ninguno me cortara. Algunos terminaron sobre mis botas; el papel cayó a mi lado. Ya que había hecho tanto estruendo, lo recogí y lo abrí. Mis manos temblaron en cuanto leí: “Diez cosas que quiero hacer antes de morir”.
Iba a seguir, pero la llegada de mis padres interrumpió la lectura. Doblé rápido el papel y lo metí en el bolsillo. Si era de Hilary, supuse que lo correcto habría sido dárselo a mi madre. Sin embargo, en ese momento mis reflejos me llevaron a ocultarlo, como si hubiera hallado algo prohibido.
Mamá se sujetaba del marco de la puerta; había llegado dando trompicones. Papá me miraba, confundido, desde el pasillo.
Ella se movió primero.
Se acercó, me apretó los brazos contra el cuerpo y me sacudió con fuerza.
–¡¿Qué haces?! –me gritó–. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué entraste? ¡Mira lo que has hecho!
Se volvió para mirar el desastre, se acuclilló junto al espejo y acarició un borde de la estructura de madera. Giró la cabeza y me miró de un modo desconocido, como nunca antes me había mirado.
–Aléjate de aquí. ¡Esta habitación debe permanecer intacta!
Tragué con fuerza. Tenía los ojos muy abiertos y la respiración agitada. ¿Por qué me prohibía el acceso a la habitación de mi hermana? Al parecer, mamá la seguía prefiriendo aun cuando ella ya no estaba. Eran más importantes un espejo y un dormitorio que yo.
Me volví y salí sin responder. Papá me detuvo en el pasillo.
–¿Estás bien? –me preguntó–. ¿Te lastimaste?
A alguien le importaba mi persona, después de todo.
Negué con la cabeza, dominada de nuevo por el nudo en la garganta, y hui a mi habitación.
3
El refugio que solía ser mi habitación de pronto me parecía una cueva siniestra. No solo me sentía devorada por el dolor, sino, además, molesta. No entendía la actitud de mamá: para mí, usar las cosas de mi hermana era una forma de honrarla. Para ella, siquiera tocarlas era un pecado. Intenté convencerme de que se trataba de algo pasajero y de que, con el correr de los días, ella entraría en razón. Tenía que ser así.
Me senté en la orilla de la cama. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué la lista. Ahora que podía observarla mejor, se trataba de un papel blanco escrito con lapicera negra. La letra de Hilary era inconfundible: meticulosa y redondeada, casi como un dibujo.
“Diez cosas que quiero hacer antes de morir”.
¿Podía alguien resumir su vida en apenas diez deseos? ¿Cuántos habría llegado a cumplir? ¿Cuándo habría escrito esa lista?
Bajé la mirada y fui directo a la firma. Decía “Hillie”, como solíamos llamarla, y debajo había una fecha. Ya tenía la respuesta a una de mis preguntas: había elaborado esa lista cuando el cáncer había hecho metástasis, es decir, cuando la enfermedad se había agravado. Después de la metástasis, la vida de Hilary no había superado los cuatro meses, y había dependido casi todo el tiempo de las máquinas. No sabía aún qué había escrito en la lista, pero estaba casi segura de que, si había logrado cumplir algo, no había sido mucho.
Respiré hondo y emprendí la lectura.
1. Decir lo que pienso más seguido.
2. Acercarme a la abuela sin importar lo que diga papá.
3. Ir a un recital de rock.
4. Nadar en la playa al amanecer.
5. Hacerme un piercing.
6. Tener sexo.
7. Comer la pizza más grande del mundo.
8. Ir a ver un partido de la NBA.
9. Besar a alguien en Times Square justo en el Año Nuevo.
10. Hacer algo que valga realmente la pena por alguien.
¡¿De modo que Hilary tampoco había tenido sexo?!
Ni bien pensé en eso estuve a punto de mirar el cielo. No era una persona religiosa ni mucho menos, pero me sentí en falta. Se me ocurría semejante tontería cuando estaba asistiendo a lo más triste de la existencia de una persona: la comprensión de que la vida nunca es lo suficientemente larga para hacer todo lo que queremos.
Apoyé el papel sobre la almohada y me quedé mirando la pared. No vivíamos en un pueblo en medio de la nada; estábamos en Nueva York, y mi hermana nunca había ido a un partido de la NBA. ¡Es que jamás hubiéramos apostado a que quería ir a uno! O, al menos, yo no.
Nunca le había gustado el básquet, y a mi familia tampoco. Ella era porrista del equipo de fútbol americano. Quizás no era el deporte lo que le interesaba, sino hacer algo distinto. El recital de rock era obvio, pero lo de nadar en una playa al amanecer también me había sorprendido. Sentí que ese deseo representaba ser libre. Libre de los aparatos médicos, de la enfermedad, de la muerte.
Tenía que darle la lista a mamá, seguro la ayudaría a conocer mejor a su hija ahora que se había ido, si es que le pasaba lo mismo que a mí. Sin embargo, en ese momento, yo estaba enojada y preferí quedármela. Me puse de pie y, para que no la descubrieran, la oculté en la última gaveta de mi cómoda, debajo de unos suéteres que ya no usaba.
Volví a la cama y abracé la almohada hasta que me quedé dormida.
Desperté con unos golpes a la puerta. Papá abrió y me avisó sin espiar que la gente se había ido y que debía bajar a comer algo. Le agradecí y me levanté enseguida.
Solo él estaba en la cocina, ordenando el desastre que habían dejado las visitas.
–Procura guardar silencio, tu madre ingirió unas píldoras que le recetó su médico y se quedó dormida –me informó.
Me senté delante de la mesa, acerqué un plato con algunos canapés y me los quedé mirando. Después de que terminó de meter vasos en el lavavajillas, papá se volvió, se apoyó en la mesada y se cruzó de brazos.
–Val –lo miré–, me gustaría saber si estás bien.
–Estoy bien –aseguré.
–Tu actitud de hoy fue muy extraña. Es imposible que la partida de Hillie no te duela. Sabemos que estás sufriendo tanto como nosotros y creemos que deberías exteriorizarlo.
–¿”Creemos”, o solo tú lo crees?
–Mamá también. Pero le está costando asimilar lo que nos pasa y no puede hablar de ello aún –”ello” era la muerte–. Sabes que ella vivió la enfermedad de Hillie más de cerca; le costará reponerse y tenemos que ayudarla.
–¿La conversación es sobre mamá o sobre mí? –pregunté. No porque no me importara mi madre, sino porque no quería sentirme mal por haber entrado en el dormitorio de Hilary y haber hecho un desastre. Lo dicho: podía ser muy torpe, y por cómo se había puesto mamá, eso no la había ayudado en absoluto.
–La conversación es sobre ti, amor, lo siento –respondió papá–. Queremos que estés bien. Bueno, al menos, lo mejor posible. Te ofrecimos ir a un psicólogo cuando la enfermedad comenzó, ¿recuerdas? No insistimos porque el dinero escaseaba y consideramos que le venía mejor a tu hermana.
–Lo sé. No me hacía falta ir a terapia, no te preocupes.
–Pero podemos pagarlo ahora.
–No hace falta, papá, gracias.
–No tomes la decisión de forma apresurada, solo es una propuesta. Responde cuando te sientas preparada.
Asentí con la cabeza y me metí un canapé en la boca, solo para no responder más y para que creyera que de verdad estaba bien.
–Esa ropa… –continuó él.
–Era de Hillie, sí –dije antes de que siguiera hablando.
–Creo que sería mejor que no usaras ropa de Hillie delante de mamá. Al menos por el momento.
–¿Mamá irá al psicólogo?
–No lo sé, no hemos hablado de ello todavía.
Volvimos a guardar silencio.
–Papá.
–¿Sí, cariño?
–Será extraño dormir sin despertar en medio de la noche por los gritos de dolor de Hillie.
No sé de dónde salió eso, por qué lo dije justo en ese momento para terminar de romper el corazón de mi padre.
–Hillie ya no sufre más –dijo él con entereza, aunque se le quebrara la voz–. Vamos, come; tienes que mantenerte fuerte. ¿Qué harás mañana? Tengo el día libre en el trabajo, ¿quieres ir a la escuela?
No lo había pensado.
–Sí, quiero ir a la escuela –dije.
–¿Estás segura?
–Estoy segura. Gracias.
Asintió y se volvió para seguir vaciando platos en el cesto de basura y colocarlos en el lavavajillas. Yo lo miré un momento: su ancha espalda, sus hombros erguidos, sus piernas largas. Papá. Casi lo estaba viendo con los mismos ojos de cuando era niña; esperaba que ahora que Hillie se había ido, al menos dejara de sacrificar su vida en el trabajo.
Después de comer dos canapés, lo ayudé a tirar los restos a la basura y a guardar los utensilios que ya estaban lavados. Un rato después nos despedimos con un abrazo y cada uno se fue a su habitación.
Casi no dormí. Pensaba en Hilary, me preguntaba dónde se encontraría, si me estaría espiando. Sentí miedo, pena, tristeza y dolor, todo al mismo tiempo. Lloré un rato, recordé nuestros mejores momentos, y al final terminé riendo cuando me acordé de que una vez, a los cinco años, ella había permitido que le cortara el pelo y yo le había hecho un desastre.
Sí, Hilary había sido una buena hermana, y eso me acompañaría para siempre.
Cuando bajé las escaleras por la mañana, encontré que nadie se había levantado. Me preparé un tazón con cereales, comí algo de pan tostado y fui al colegio.
Glenn fue la primera en correr hacia mí cuando me vio abriendo mi casillero.
–¡Val! ¿Cómo estás? Creí que no vendrías –dijo.
–¿Qué sentido tendría quedarme en casa? –respondí.
–¡Cuánto lo siento! Lamento no haber ido ayer. Estaba en la iglesia, mi padre no me dejó faltar al servicio para ir a tu casa.
Glenn era de tez morena y vivía en Harlem, un barrio típico de afroamericanos. Cantaba como nadie y no se perdía un solo día de ensayo –y mucho menos de celebración– con el coro de su iglesia.
Se me escapó una sonrisa: el padre de Glenn era pastor y todos en su casa eran muy religiosos. Sin embargo, no había permitido que su hija faltara un domingo a la iglesia para acompañar a una amiga que acababa de perder a su hermana.
Como ella parecía en verdad compungida, procuré comportarme como la persona que ya no me sentía y le dije que no había problema, que había recibido su mensaje en el móvil y que estaba agradecida de que orara por mi familia. ¡Lo estaba! Pero… necesitaba algo más. Algo que ni mi familia, ni mis amigas, ni ninguna de las personas que conocía podía darme. Lo peor era que no sabía qué me faltaba. Hilary, por supuesto. Pero había algo más. Era como si su partida me hubiera hecho dar cuenta de que, en realidad, siempre había estado un poco vacía.
Intenté sobrevivir ese día entre las condolencias de los profesores y las clásicas tonterías de mis compañeros. A pesar de que una persona moría, el mundo seguía girando, nada se detenía. Nada cambiaba, excepto los afectados por esa partida, que en mi caso se reducían solo a mamá, papá y a mí. Tres contra el resto.
Ir a la escuela, de todos modos, me ayudó. Por momentos se me cruzaban pensamientos; por ejemplo, el hecho de que Hilary no había podido ir a la universidad. Aun así, me entretuve con un experimento en clase de Ciencias, leí en voz alta un poema en Literatura y hasta me atreví a defender a mi amiga.
–Hoy la gente no ama –dijo Liz. Estábamos tratando el tema del amor–. Los chicos solo buscan una chica bonita que puedan lucir frente a sus amigos y pasar el rato con ella.
–Envidiosa –murmuró uno, fingiendo que tosía. Los demás rieron. Liz era una de las chicas más hermosas de la escuela; ese tonto no sabía lo que decía.
–Chicos –los regañó la profesora, muy poco enérgica para mi gusto, y luego volvió a mirar a mi amiga–. Eso que expones es una problemática muy cierta, Elizabeth. Trabajaremos más adelante el tema de la mujer como objeto sexual –los profesores llamaban a Liz por su nombre completo, y ella lo odiaba. Se oyeron algunas risas más–. Pero no todos los chicos son de esa manera, estoy segura de ello. Fíjate: Lord Byron era un romántico.
–Pues entonces tendríamos que ir al siglo XVIII para encontrar un chico que valga la pena –acoté, mirando al idiota que había llamado envidiosa a mi amiga. Los demás hicieron un largo “Uh”, sorprendidos por mi nueva actitud.
Cuando llegué a casa, mamá seguía en la cama y papá no estaba. Como ella dormía, bajé las escaleras e intenté comunicarme con él por el móvil. Me atendió recién al cuarto llamado.
–Lo siento, Val, surgió algo en el trabajo y tuve que venir a la oficina. Regresaré tarde a casa. Tienes comida en el refrigerador. Por favor, asegúrate de que mamá coma algo también.
–Sí, de acuerdo. Adiós.
Dediqué el resto de la tarde a hacer algunas tareas y preparé la cena. Nada muy elaborado, solo lo que mi pésimo talento culinario me permitió. Preparé dos platos, dos vasos, dos pares de cubiertos y subí a buscar a mamá.
–Mamá –la llamé mientras le tocaba el brazo. Me pareció que no se había levantado en todo el día–, vamos a cenar.
–No tengo hambre, Val, gracias –respondió con un hilo de voz. Las sábanas estaban cubiertas de pañuelos de papel, y ella todavía apretaba uno con la mano. El ambiente estaba muy caluroso, me dio la impresión de que ella sudaba.
–Por favor… Preparé todo, acompáñame a la mesa.
–Déjame en paz.
Me erguí de golpe; la frase me sacudió. Sentí bronca y bajé las escaleras corriendo. Cargué el plato de mamá con comida, serví agua en su vaso y puse todo en una bandeja. No iba a rechazarme de esa manera; yo iba a hacer que comiera, como me había pedido papá.
Subí con todo y lo apoyé sobre la mesa de noche. Volví a llamarla y hasta la sacudí.
–Te traje la cena. Papá me pidió que comieras. Por favor, no me hagas esto –supliqué.
Nunca respondió.
Fue la peor semana de mi vida. Mamá casi no se levantaba de la cama, papá se la pasaba en el trabajo… yo solo tenía la escuela.
El domingo, deseé huir a un mundo paralelo. Glenn estaba en la iglesia y Liz, estudiando para sostener sus amadas calificaciones en lo más alto. Mamá seguía en la cama, y papá, insistiendo para que se levantara. Entonces entendí que me hallaba sola, que la enfermedad no se terminaba con la muerte de Hillie y que mi familia quizás estaría enferma por siempre.
Me sentía triste e impotente. Tan molesta, que hasta llegué a enojarme con Hilary. Le pregunté en mi interior por qué se había enfermado, por qué se había ido, como si ella tuviera la culpa.
Así fue como volví a la lista. Me senté delante de la gaveta y busqué entre la ropa hasta encontrarla. Releí cada palabra que había escrito Hillie, cada deseo, y fue como si mi alma de pronto se llenara.
Esa semana había sido espantosa en casa, pero diferente en la escuela. Me había atrevido a participar en clase, algo que jamás hacía por miedo al rechazo, y había disfrutado de las asignaturas, quizás porque eran lo único con lo que podía entretenerme un poco. Por primera vez, el estudio había sido mi válvula de escape. ¿Y si había otros métodos? ¿Y si el modo de honrar a alguien no era hacer un funeral y mantener su dormitorio intacto? ¿Y si Hilary, desde el más allá, había tirado ese espejo para que yo tuviera su lista?
Bueno, eso último era en realidad bastante exagerado. Pero, como fuese, la lista había llegado a mis manos y debía servir para algo.
Hilary no había tenido tiempo de concretar sus sueños, pero yo podía extender sus días.
Yo podía cumplir sus deseos.