Laborde, Pablo Martín
Bilis / Pablo Martín Laborde. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Bärenhaus, 2019.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-4109-43-9
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.
CDD A863
© 2019, Pablo Laborde
Corrección de textos: Juan José Lanusse
Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.
Todos los derechos reservados
© 2019, Editorial Bärenhaus S.R.L.
Publicado bajo el sello Bärenhaus
Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.
www.editorialbarenhaus.com
ISBN 978-987-4109-43-9
1º edición: marzo de 2016
1º edición digital: agosto de 2019
Conversión a formato digital: Libresque
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
Pablo Laborde nació en Buenos Aires, donde vive y trabaja como actor. Durante casi dos décadas se dedicó a la fotografía como actividad paralela. Sin embargo, desde chico, fue la escritura su pasatiempo y su refugio. Es por eso que en 2010 se perfecciona, involucrándose aun más y realizando estudios y prácticas de narrativa y de guión cinematográfico.
En 2015 recibe la primera mención en el Concurso de Guiones para Series Web de la Fundación Sagai por su obra El tipo que elonga. Ese mismo año, APAIB, en su Concurso Literario de Cuentos patrocinado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, le otorga un premio por su narración Los mellizos atroces. Ambos relatos forman parte de esta primera edición.
En la actualidad, mantiene inéditos guiones cinematográficos de dos largometrajes y dos cortometrajes. Además, trabaja simultáneamente en una novela y en la compilación de relatos que constituirán su próxima obra.
A Mona.
A Marcelo di Marco y Carlos Laborde, los dos coroneles que rescataron a este tagarna de la letrina literaria.
A mi familia, a mis amigos de siempre y a los nuevos. A todos los que se alegran con mi crecimiento.
Las nueve y media de una noche oscura y fría. Y más oscura y fría por lo arbolada que es la cuadra. Y también ventosa, la noche.
Conseguí estacionar en la puerta del instituto. Debía hacer tiempo, esperar que Carla terminase su clase de yoga. Le había prometido pasarla a buscar, si ella se encargaba de la comida.
Después de diez minutos, y aburrido de jugar con el celular, me puse a mirar a los transeúntes. Parecían ansiosos por llegar a sus destinos. Los relámpagos en el fondo del cielo no auguraban nada grato.
Me sorprendió descubrir a un tipo que elongaba en la vereda de enfrente. Sí: estiraba los gemelos contra la fachada de un moderno edificio de tres pisos, uno de esos que en esta época se construyen de la noche a la mañana. En realidad, ahora que prestaba atención, me daba cuenta de que el tipo ya venía elongando antes de que yo apagara el motor. Raro. Demasiado tiempo para elongar un único grupo muscular. Y además con este clima.
Inclinado contra el mármol del frente, el tipo estiraba las pantorrillas hasta quedar en puntas de pie. Daba la impresión de que en cualquier momento lo palparían de armas. Elongaba una pierna, elongaba la otra. Después las dos, y así dale que dale.
Volví al celular: jueguitos, mails, agenda / agenda, mails, jueguitos. Facebook, galería de fotos, WhatsApp. El video que me mandó el Tano con la pendeja que acababa de levantarse.
Y la curiosidad me obligó a alzar la vista: ahí seguía el obcecado, elongando y elongando.
Y también estirando el cuello. En esa posición de elongación, movía la cabeza a un lado y a otro, como quien niega; los aficionados al deporte sabemos que esto se hace para aliviar la tensión de las cervicales.
Cambié la radio a una de música clásica. Con la hermosa Janine Jansen haciendo las Cuatro Estaciones, le mandé un mensaje a Carla preguntándole para cuánto tenía. Sabía que ella no vería el celular hasta que saliera de la clase, pero lo envié de todos modos: una solapada recriminación por esperarla tanto.
¿Y el tipo? Ahí elongando, por supuesto.
¿Cuánto habría pasado ya? ¿Veinte, veinticinco minutos?
Nadie elonga tanto.
Y entonces algo me sorprende aún más: los faros de un auto que entra en la cochera del edificio de al lado alumbran la vereda, y puedo ver que el tipo que elonga no viste ropa deportiva. Ni siquiera ropa cómoda. No. Pantalón y zapatos de vestir, camisa y cárdigan. Se lo ve elegante —distinguido—, pero sin la ropa idónea para hacer ejercicio.
Una situación, sin duda, muy extraña.
Y seguía elongando.
Entonces no aguanté más. Entre el embole de esperar a Carla, y la curiosidad que me provocaba el tipo, bajé del auto y crucé la calle en busca de una respuesta al misterio.
Sentí las primeras gotas en mi pelada. Me fui acercando despacio, como quien no quiere la cosa, y las basuritas que el viento me metía en los ojos no me impidieron advertir que el hombre —así, hecho un puente como estaba, la cabeza colgándole a derecha e izquierda—, balbuceaba algo.
Me pregunté si realmente elongaba, o si le pasaba alguna otra cosa. Y me atreví a ponerlo en palabras:
—¿Estás bien, flaco? Estás… elongando.
Y me sentí muy boludo. Obvio y desubicado. Un boludo metido, digamos.
Él se quedó inmóvil, con la cabeza mirando al piso y sin desarmar un centímetro su posición.
Bien de cerca, pude darme cuenta de que no balbuceaba: lloraba.
Sin saber qué le ocurría realmente, me produjo asimismo una gran compasión.
—Flaco —le dije.
Ante mi acercamiento, fue desarmando la posición hasta terminar de rodillas sobre la vereda.
Sin pensarlo, me arrodillé junto a él.
—Flaco, qué pasa… —dije, compungido.
Tendría unos cincuenta y pico, y olía a perfume importado. Se notaba un tipo bien —y también un buen tipo—, pero que evidentemente andaba en la mala.
Levantó la cabeza hacia mí. Los ojos irritados, la boca trémula. Destrozado.
—Qué pasó, flaco… —le pregunté, y puse, con cuidado, una mano sobre su hombro.
Entre sollozos decía algo que yo no lograba entender. Intenté incorporarlo, y él se dejó. De tan flaco, fue fácil moverlo. Y lo erguí, entonces, sobre sus talones.
—¿Te puedo ayudar en algo, papá?
—Tengo que correr el edificio —dijo, y me clavó los ojos acuosos.
Un loco.
Por acto reflejo, miré en derredor mío. Seguramente buscando a alguien que me ayude —a su vez— a ayudarlo. Y ahí estaba Carla, observando la escena desde la vereda de enfrente con cara de pregunta. Le hice un ademán para que cruzara la calle.
Cuando llegó hasta mí, me puse el índice sobre los labios, y con la mano libre hice el gesto de telefonear. Le hablé en voz muy baja, casi haciendo mímica:
—Llamá al SAME. Creo que es el 107.
* * *
La ambulancia tardó. Un enfermero gordo con pinta de sindicalista y una médica joven se acercaron con lentitud.
El tipo seguía arrodillado, y yo, en cuclillas junto a él.
La médica, una morocha flaquita, se agachó a nuestro lado y se dirigió al hombre:
—A ver —dijo, en ese tono con que suele subestimarse a una criatura—. Contame, qué te anda pasando.
El enfermero medía la situación, aparentemente listo para actuar ante una eventualidad.
—Tengo que correr el edificio —dijo el hombre, y buscó mi apoyo para levantarse.
Juntos quedamos de pie: mi brazo sobre sus hombros, su brazo sobre mis hombros. La médica y el enfermero seguían con atención nuestros movimientos. Carla observaba a unos tres metros.
Y, sin que nos soltemos de nuestro abrazo… ¡otra vez el tipo empezó a elongar!
No, a elongar no: ¡a querer correr el edificio! Si lo venía diciendo, pobre tipo.
Me sentí un idiota, porque por reflejo y por estar abrazado a él, quedé yo también encaramado en esa extraña posición.
La médica me ordenó que me apartara con gesto antipático, pero me quedé ahí, cuerpo a cuerpo con el loco. No quise dejarlo.
—Papá —le dije, mientras le apoyaba afectuosamente la mano sobre la parte alta de su espalda—, no se puede correr el edificio.
—Pero tenemos que sacarlo —dijo, confiando sin duda en que lo ayudaría.
Habló con tal convicción y con ojos tan lúcidos que me cuestioné su locura.
Y esta vez la médica fue más brusca: me empujó hasta apartarme por completo y ocupar mi lugar.
Ya junto a Carla, ella me hizo un mimo, como si yo fuera el aquejado.
El loco no la escuchaba a la médica. O al menos, no parecía convencerse de lo que ella le decía. Un par de veces, él buscó mis ojos. Ya no lloraba, pero seguía muy angustiado.
Finalmente entró en acción el enfermero gremialista. Con sorprendente facilidad subieron al hombre a una camilla. Después, a la ambulancia. La médica se quedó con el loco adentro del vehículo, y el enfermero bajó a tomarme unos datos, que asentó en un formulario.
Partieron —sin sirena— hacia algún hospital.
Carla y yo nos quedamos mirando las luces estroboscópicas que se alejaban; la lluvia interpuesta generando un caleidoscópico efecto visual. Hasta que me regresó de un codazo, y me señaló con la cabeza el cordón de la vereda. Quería mostrarme una baldosa conmemorativa:
EN MEMORIA DE LAS
VÍCTIMAS DEL DERRUMBE
FAMILIARES Y VECINOS
PIDEN JUSTICIA Y CASTIGO
Corrimos a guarecernos en el auto, la tormenta se desataba con violencia.
La naturaleza rige la suerte que nos toca, y también gobierna la mano del que esa suerte acomoda.
Apoltronado en el sillón del escritorio, recupero de a poco el aliento. Contemplo la daga de empuñadura de oro y diamantes, herencia de familia. La tengo frente a mí, cerca de las carpetas que ocultan los secretos de mi padre. Increíble que haya sido creada solamente para cortar papeles.
Más allá, el Chesterfield que será mi cama. Las bibliotecas de caoba y las lámparas de bronce con tulipa verde dejan afuera la noche fría. Con un televisor y algo de mugre me sentiría en casa.
Me vuelvo hacia la ventana, distingo apenas los edificios deformados por la tormenta: desde esta altura, desde nuestro piso 23, pierdo la vista en ese horizonte acuoso de lucecitas y ventanas en penumbras.
Múltiples son las razones que me trajeron aquí. Múltiples y complejas. ¿Tiene sentido enumerarlas, si ya están resueltas? De todos modos, lo haré.
Digamos, por empezar, que lo sucedido ha partido de una injusticia.
Mujer hermosa como ninguna, la quería mía —a la manera convencional, por las buenas—. ¡Pero yo era poco para ella! Tomada del brazo de Señor Perfecto, me examinaba siempre como a un bicho, como a una gorda cucaracha alada. ¡Me irritaba tanto! Más me irritaba, más la deseaba. No pocas veces la hubiera obligado a amarme agarrándola de las orejas, siempre altivas, siempre acentuando la esbeltez de su cuello adolescente. Creo que, de haber podido, ella me hubiese diseccionado; en su arrogancia, me hubiera incendiado y echado sal. Su alma inmaculada pagaría el precio de una mancha por verme retorcer a sus pies.
Y yo amándola…
Debí ser prolijo en los detalles: los jueces entienden de cuestiones vulgares. Atienden al qué, al cómo, al cuándo. No entienden de soledad ni de desesperación. No entienden de rechazo.
No lo disfruté. Creí que lo disfrutaría, pero no.
Cuando la supuse a mi merced, tan blanda y agonizante, tan blanca y trémula, aspiré profundamente su odio. Sentí su asco, aun más que su terror. ¡Ja! Además tenía que enrostrarme su valentía.
No quiero justificarme, pero podríamos decir que se la buscó. Se buscó el cómo. Si ella me hubiera dado algún placer y no su reticencia… Pero lo quiso así.
Gocé de un instante de éxtasis cuando suplicaba, cuando su belleza se disgregaba. Fue grotesco ver su fisonomía repartida en piezas sueltas. Mi deseo apremiante mermaba, pero también había frustración en ese alivio: sufrí tanto como ella. Casi tanto, digamos.
Y es que no sé controlarme. Me engolosino y me paso. Siempre quiero cambiar eso. Y siempre me repito.
Este es un buen lugar para “guardarse”. No es que deba hacerlo, pero no soy un sujeto de tal sangre fría como para volver tan pronto a mi ambiente cotidiano.
Veo la carpeta de “Lamberto c/Gutiérrez s/ejecución hipotecaria”. Morigerar las consecuencias del desastre económico del demandado me mantendrá entretenido los próximos días. Al menos hasta que un chivo expiatorio aplaque el revuelo.
Intento darle a la oficina mayor calidez. Enciendo una radio reloj del escritorio de las recepcionistas. Me sorprende A Case of you, de Herbie Hancock. Me sirvo un whisky del barcito y prendo uno de los cigarros de papá. Más relajado ahora, vuelvo a sentarme en el sillón a observar la lluvia débil.
La música me ha puesto…“romántico”. Me acomete un pensamiento eufórico: puede que haya otra como ella que me acepte. Que vea lo bueno de mí, que sepa de mí. Que sepa de mi existencia... ¡y quizá mejor que ella!
—Puede que sí —digo, con los dientes contra el borde del vaso.
Como si se tratara de un ritual, repito la doble acción de pitada y trago. Cada unos treinta segundos.
Hipnotizado, contemplo las gotas estrellarse contra el vidrio, para caer en finos y acuosos barrotes verticales.
No es que haya sido un ruido: es absoluto el silencio por debajo de la música. Es más bien una sensación, algo detrás de mí en la soledad de la noche.
Sigo mirando la lluvia. Lucho por no darme vuelta y averiguar qué hay oculto a mis espaldas, y el alcohol me da el coraje necesario para resistirme.
Un movimiento casi imperceptible pero seguro se refleja en la ventana y me paraliza. Mi mente se desboca, pero la razón acude de inmediato: no puede ser otro que mi padre. Conozco de su insomnio —debe de ser algo genético—. Se pondrá contento de verme “trabajando” a la madrugada. ¡Tomaremos un whisky juntos!
Lentamente, me vuelvo hacia la puerta de vidrio esfumado. Borronea una silueta. El vaso cae de mi mano a la alfombra persa. Y yo, robotizado, apoyo el cigarro sobre el escritorio, que rueda unos centímetros sobre el tapete verde hasta chocar con la daga de empuñadura de oro y diamantes.
La difusión del vidrio no impide que me dé cuenta de quién es.
Camino hacia él. Espera rígido y con las manos en los bolsillos del gabán. Abro la puerta sobreactuando naturalidad. Me clava la mirada con concentración extrema. ¡Maldición! Me cuesta mirarlo a los ojos. ¿Pero qué puede saber? No hay manera de que sepa. Entonces… ¿qué hace acá?
Balbuceo algo. Procurando disimular mi perturbación, le hago ademanes de que entre. Entra. Y se acerca a mí. Me hace retroceder sin siquiera tocarme. Implacable, me acorrala contra el escritorio.
Lo sabe. No sé cómo, pero lo sabe.
No habla, sólo me mira. Pero es una mirada tremenda, no la resisto. No saca las manos del bolsillo del abrigo. Quiero separarme de él, intento expulsarlo a los empujones, pero apenas puedo moverlo. Se me encima, me obliga a sentarme sobre el escritorio. Está empapado. Algunas gotas saltan hacia mí desde su cara. Temblando, estiro mi mano hacia atrás, empuño la daga y lo amenazo con gesto inequívoco. Él, inmutable, ofrece su cuello. Sin convicción, le apoyo en la carótida la punta del arma. Titubeo, y mi pulso indeciso hace que el filo de la daga trace en su piel un garabato.
Él no cierra los párpados ni una vez. Su mirada intimidante me anuda la garganta. Presiono más.
—Basta —le digo, sin dejar de temblar.
Ahora, la sangre gotea desde el orificio horadado por la daga. Él saca las manos de los bolsillos: en una, sostiene un celular; en la otra, algo que se oculta a mi campo visual.
—¡Basta! —repito aterrado, y retuerzo el filo contra su carne, y él arremete rápido y firme para hacerse penetrar el cuello con mi daga, que así lo atraviesa como a gelatina.
Embotado, suelto mi arma. Él, clavado en mi cuchillo por su propio envión, me sigue mirando con ojos bestiales.
Me ha vencido con su poder colosal, como siempre. Y esta vez, para lograr su propia destrucción. Y la mía, por supuesto.
Los brazos me cuelgan inertes. Él aún tiene fuerzas: me pone en la mano algo retorcido, blando y húmedo; un objeto que no puedo distinguir dentro de mi puño. Me agarra del pelo de la nuca y me acerca a él hasta que su boca queda a un milímetro de mi oreja. Su sangre mancha mi cárdigan gris y mi camisa blanca.
Apenas escucho sus palabras:
—Yo me voy… —dice, en una efusión de sangre—. Me voy con ella. Vos te quedás… con esto. —Me acaricia la mano que sostiene el objeto, como quien lega algo digno de ser conservado.
Quedo inmóvil, los ojos perdidos en el vacío. En medio del shock, aún no me atrevo a abrir la mano y mirar. Él, herido, trastabilla y se tropieza con los muebles del estudio. Y termina por desplomarse boca arriba sobre el Chesterfield. Teclea, sin mirar, en su móvil manchado de rojo, que pronto se le cae a la alfombra.
Veo otra penetración: el agujero que ha dejado el cigarro en el tapete. Pero no me concentro en eso. Permanezco sentado sobre el escritorio por un lapso indefinido.
Oigo las sirenas, aunque es probable que ya estén sonando desde hace rato.
También noto movimiento tras la puerta esmerilada. Varios hombres, y acaso muchos de ellos van de uniforme. Las sirenas se acallan, pero aún oigo gritos como detrás de densos velos.
Camino hasta el sillón de nuestro padre y me siento a dejarme llevar por la llovizna. Nada. Contra los cristales golpean ráfagas de viento, que imagino frías y secas. Y han reemplazado a la lluvia.
Miro lo que sostengo en la mano, lo que mi hermano me legó.
Una parte de ella.
La parte más arrogante.
Aquella parte que acentuaba la esbeltez de su cuello de adolescente.
Con la yema del pulgar, recorro esa caracola espiralada hasta llegar al agujero negro que fue tan sordo a mi deseo.
Si me hubiera escuchado, nuestras vidas podrían haber sido distintas.
Pero no hay caso: vivimos en un mundo muy cruel y muy injusto.
El domingo es un día muy puto.
El sonido a turbina me lleva a curiosear por la ventana: no es un avión, aunque anda cerca.