Mehrstedt, Carlos
Escondida en mi memoria / Carlos Mehrstedt. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El guardián literario, 2019.
(Biblioteca de autor)
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-834-606-9
1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Novela. I. Título.
CDD A863
© 2019, Carlos Mehrstedt
Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.
El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus
Todos los derechos reservados
© 2019, Editorial Bärenhaus S.R.L.
Publicado bajo el sello El guardián literario
Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.
www.editorialbarenhaus.com
ISBN 978-987-834-606-9
1º edición: noviembre de 2019
1º edición digital:noviembre de 2019
Conversión a formato digital: Libresque
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
Nació en Caballito, Buenos Aires, el 9 de marzo de 1956. Estudió Ingeniería Química, Licenciatura en Sistemas, Filosofía y Ciencia Política, logrando no recibirse en ninguna de las cuatro. Siempre trabajó en Sistemas, tanto en el ámbito privado como público.
Participó en el taller de Juan Martini. Sus cuentos fueron publicados en diarios y diversas antologías.
También colabora en Ferroweb.com.ar haciendo comentarios de partidos de fútbol.
Publicó en 2015 la novela La vida tenue. Escondida en mi memoria es su segunda novela.
a Juan Martini;
a mis viejos Tutty y Carlitos cuyo recuerdo cotidiano entibia mi vida;
a Claudina, dulce compañera de mi presente;
a Esteban y Brunita a cuyas memorias me encomiendo
Vinimos aquí para morir, pero en lugar de hacerlo
Nos hemos puesto a parir miseria, a parir locura,
A parir enfermos, y en vez de morir agonizamos,
Y en vez de redimirnos nos condenamos...
Este es nuestro destino y esto es el infierno.
Juan Martini, “La Vida Entera”
I Will return;
As I live, as I breathe, as I burn
I swear I will come through
With my hands streaching out in the dark,
with my eye pressed up tight to the glass,
wondering if it’s all been true.
Peter Hammill, “Wondering”
Es este un sueño que pasa por nosotros
Es la vereda de los descalzos
Espera, espera
Yo siempre te espero anidado en una mano
Luis Alberto Spinetta, “Abuela”
—¿A qué velocidad iba la bala?
Escucho hablar de proyectiles, perforaciones, orificios de entrada, de salida, hipótesis y un montón de cosas que no logro descifrar, palabras que se confunden desde que salen de la boca de ese hombre de guardapolvo celeste y llegan a mis oídos, difuminadas, ocultas, confusas.
Sigue hablando, posiblemente a mí, algo le pregunta la hija del Míster, sin embargo ese hombre no deja de mirarme como si buscara mi comprensión en cada respuesta que da, como si comprendiera que soy ajeno a todo esto, que ya no puedo entender nada.
Lo miro y pienso en Fernández y Galloni y en Resnick y Hollyday, mis libros de física del secundario y de la facultad. Pienso que la velocidad final es igual a velocidad inicial más aceleración por tiempo, y a su vez que fuerza es igual a la masa por la aceleración, por lo que la aceleración es igual a la fuerza dividida la masa, y como el proyectil partió del reposo, la velocidad final es igual a fuerza por tiempo dividida la masa.
En todo esto puede servir la distancia. Y la masa está relacionada con el calibre, que supongo que es nueve. ¿Por qué supongo que es nueve si nunca tuve una bala en mis manos?1
—¿A qué velocidad iba la bala? —repito.
Doy un paso hacia atrás tratando de escapar de la situación, del lugar, de mí mismo, pero el hombre del delantal celeste mira a la hija del Míster, después a mí, y responde con voz neutra, como si diera una charla a un grupo de turistas.
—No es un dato fijo, depende de muchos factores, pero digamos que en general es mayor a doscientos metros por segundo.2
Quiero irme, caminar, recordar y olvidar. Hago como si buscara algo en el piso, muevo el pie empujando un objeto que no existe y le pregunto:
—¿Desde qué distancia le dispararon?
—Metro, metro y medio —responde al instante, evidenciando que no necesita pensarlo o recordar algo.
Trato de sacar la cuenta, cuánto tiempo pasó desde que dispararon hasta que la bala atravesó su cráneo, penetró su cerebro y salió por algún lugar que ya no existe. ¿Qué se va llevando la bala? Esa bala. Imagino millones de sentimientos, pensamientos, recuerdos, sueños, adheridos a ella… Supongo que en ese instante previo a morir, ¿murió instantáneamente?, ¿se puede saber ahora, pasados más de veinte años, en verdad por lo menos veintiuno, si murió en el momento o tuvo una agonía?
No tocó ningún otro hueso, salió por una parte blanda… palabras que escucho y no atino a entender. Si vivió, supongamos cinco minutos, ¿sufrió?, ¿recordó?, ¿o todos sus recuerdos, o la capacidad de recordar, se fueron con la bala? ¿Pensó en alguien?, ¿fui yo ese alguien?, ¿tuvo esperanzas? ¿Qué esperanzas se pueden tener cuando la muerte es presente?
La imagen que llega a mi cabeza sin agujerear (a mi cabeza que nada sabe de la bala y la velocidad con que se lleva las neuronas y demás materias al pasar buscando ese lugar de salida que ya sé que es blando pero que no termino de comprender qué significa) es la de un hueco de salida, un orificio, como escuché decir reiteradamente, que no pudo ser comido por los gusanos. ¿Dónde quedó esa carne? ¿En la punta de la bala mezclada con parte del cerebro? ¿Dónde está esa bala y esos microscópicos pedazos de cerebro?
Trato de pensar en otra cosa, busco a la hija del Míster, está a un metro de mí, alguien entra y abre un cajón del escritorio.
Todo es normal y por eso no lo resisto.
Miro la camilla Y no reconozco nada. Vuelvo a preguntarme si se dio cuenta, vuelvo a preguntarme si tuvo tiempo3 de pensar en algo mientras la bala se dirigía hacia ella. ¿Sintió que se le venía la muerte?
Sé que el ruido del disparo llegó antes, la velocidad de la bala es inferior a la del sonido. ¿Le dio tiempo esa diferencia a anticipar su destino?
Las paredes de esta sala, que supongo es una morgue, me envuelven, me asfixian. Azulejadas, limpias, con dos cuadros y algún detalle de decoración. Quiero fijar la vista en una de ellas o tal vez en un cuadro, pero no puedo.
Esperaba encontrarme con algo desolador y solo la encontré a ella si es que esto es ella, lo desolador está en mi cabeza (sin agujerear), lo desolador es mi construcción… lo desolador… fue la interminable espera, la certeza de que al final solo era posible encontrar estos despojos y un conjunto de agujeros.
Sobre un escritorio hay una Coca-Cola Light y un alfajor de fruta mordido —¿a quién puede gustarle un alfajor de fruta?, pienso y me molesta pensarlo, pensar una banalidad ahora, acá, frente a ella, pero la pienso—, una computadora y unos papeles.
Alfajor de fruta, el que lo mordió no sabía que era de fruta y por eso lo dejó, estoy seguro, posiblemente lo compró sin mirar, creyendo que era de dulce de leche (me pasó una vez), y al morderlo se dio cuenta y ya no lo podía devolver.
Algo le pregunta la hija del Míster y el hombre de guardapolvo celeste mira unos papeles y le dice que no, que por lo menos natural no, puede ser que cesárea, pero natural no. Aclara que no es su especialidad pero que los huesos de la cadera no dan señales al respecto.
No dan señales. Las señales de los huesos. Las palabras me llegan fragmentadas, opacas, deslucidas. No sé qué hacer. Estoy esperando que me digan de una buena vez que ya está, que se terminó, que listo, que me tengo que ir. Alguien llenará un formulario con lo que yo dije y con mis datos (señas, dicen ellos), con datos de ella y de nadie más, porque parece que a nadie más le interesa, solo yo pregunté por ella. (En ese momento no me di cuenta de Daniel o Luis o Pedro o como mierda fuera que se llamase el hermano, de que no estaba ahí, de que no había notas de él en la documentación que me habían hecho leer unos momentos antes).
El informe se sumará a otros y todos juntos armarán una nota que se transformará en un expediente y se le pondrá una carátula y alguien de Mesa de Entradas de algún lugar la cargará en un sistema informático y algunos la inicialarán, pondrán sellos y otros agregarán un par de hojas y su firma hasta llegar al momento en que lo real serán los papeles, las firmas, los sellos y así podrán hacer desaparecer todo lo demás.
Y así hacer desaparecer todo lo demás…
Miro alrededor esperando olvidar y sabiendo que esta foto me acompañará hasta que la memoria me abandone. Por más intentos que haga de pensar en otra cosa.
Ricoeur habla de recordar y olvidar y de la imposibilidad de decidir sobre ello. De la misma manera que no podemos elegir lo que sentimos ni lo que pensamos, no podemos elegir ni lo que recordamos ni lo que olvidamos. ¿Qué carajo elegimos, donde está nuestro tan alabado y maldito libre albedrío?
Salimos a la calle, caminamos, yo sin rumbo y la hija de Míster guiándome a algún sitio, no sé, tampoco me interesa. Miro hacia atrás y no veo nada, como si el sol me cegara, como si fuera más visible y comprensible el futuro que el pasado. Me pregunta y le digo que no, no quiero tomar un café, prefiero caminar, llegar a la avenida Belgrano y bajar, bajar hasta el río y allí… allí nada, solo mirar y caminar otro poco.
Llegamos a la Reserva Ecológica y nos quedamos tirando piedras al río, la hija del Míster trae un par de cafés que le vende algún chico que carga termos viejos, ella deja el suyo al primer sorbo, le da asco, yo tomo el mío en silencio y nos abrazamos. De lejos suena Dylan, reconozco Bob Dylan’s Dream.
Apoyo mi mentón sobre su omóplato y no puedo evitar llorar, no necesito apartarme para ver que ella también lo hace.
1 ¿Nunca tuvo una bala en sus manos? No tenemos pruebas concluyentes pero no parece ser cierto, en el departamento había balas y nada hace pensar que fueran del padre. De todas maneras en estos meses no encontramos nada que lo relacione ni con armas ni con violencia.
2 La cifra no es exacta, lo cual reconoce el interlocutor (asumo, aunque el texto no lo explicita, que es alguien del equipo de Antropología Forense y por lo tanto su expertise no es en este tema), ni siquiera muy aproximada, pero teniendo en cuenta la distancia desde la que se efectuaban esos disparos, la falta de precisión no parece importante.
3 No es solo un tema de tiempo, seguramente estaba de espaldas o posiblemente atontada por golpes o por alguna inyección. ¿Qué busca con esto? Dan ganas de decirle que la corte, que ya pasó mucho tiempo, que se olvidé de ella. Dan ganas de pegarle cuatro bifes para avivarlo.
—Hicimos todo lo que pudimos —dice el doctor Rebollo (días después comprobamos que no se llamaba Rebollo, sino que ese era el nombre que había entendido mi hermana), y hace una pausa para observarnos. Nosotros, mi viejo, mi hermana y yo (mi cuñado estaba apartado fumando un cigarrillo) nos quedamos mirándolo sin poder decir nada.
—En estos casos —continuó el falso Rebollo— el paciente tiene una mejoría producto de la disminución de la infección, que dura cuarenta y ocho o setenta y dos horas, después vuelve a empeorar y es… casi siempre, irreversible. Lo que tenía su señora —lo mira a mi viejo— era, o es, pancreatitis, es decir una infección en el páncreas. Lo que hicimos nosotros fue quitarle toda la infección que pudimos y cerrar, era imposible seguir sacando pus porque no iba a aguantar una operación tan prolongada. Por un momento se nos fue, tuvo un infarto, si seguíamos podía morirse ahí mismo… Ahora, al disminuirle la infección, va a bajarle la fiebre y ustedes verán que mejora, pero en general la infección vuelve a presentarse ya irreversible, e intentar operación no es una posibilidad válida.
Aquí el doctor Rebollo1, del que nunca supimos su verdadero nombre, nos mira uno por uno a todos como si nos exigiera que le prestáramos la mayor atención posible.
—No sé si he sido lo suficientemente explícito, si alguno tiene una pregunta que hacerme…
—Mi duda —pregunto desde lo que Lacanito definió como mi negación al dolor, mi mirar a otro lado…— es, cuáles son los próximos pasos, qué tiene que hacer usted y si es que nosotros podemos hacer algo, si tenemos posibilidad de colaborar en la cura, a qué tenemos que estar atentos, si va a necesitar otra operación en el futuro…
Mi hermana me tiró de la mano y me llevó casi como abrazándome desde la superioridad que le daban los cinco años que me llevaba. (Hoy me recuerdo adulto, pero no puedo dejar de pensar que en ese invierno del 75 yo tenía diecinueve años y estaba asustado, era una criatura y esperaba un milagro en el que ya no creía).
Me fui a caminar sin rumbo. Los pasillos del Policlínico Bancario eran largos y oscuros (¿lo serán todavía?). Me acerqué lentamente hacia donde veía una luz, allí estaba mi cuñado sentado en un sillón, me senté en otro frente a él, nos miramos en silencio, cómplices. Unos momentos después me dijo algo, posiblemente relacionado al sanatorio o a la oscuridad de los pasillos, sí, creo que fue algo referente a la oscuridad de los pasillos y las películas de terror.
Él hablaba solo, yo lo miraba de a ratos, no me preguntó nada, como si ya supiera lo que había dicho el doctor Rebollo, como si fuera una historia ya escrita. Un par de minutos después llegaron mi viejo y mi hermana. Ella tenía los ojos rojos y le corrían lágrimas manchadas de rímel.
Nunca más la vi llorar.
No sé qué fue lo que pasó hasta mi siguiente recuerdo que es bajar las escalinatas del Policlínico, cruzar Gaona por mitad de cuadra, y en Plaza Irlanda escuchar a mi viejo decir que tomemos algo en el bar de la esquina de Donato Álvarez.2
—Dos ginebras —le dijo al mozo.
Eran las dos o tal vez las tres de la mañana, y nos quedamos en silencio tratando de entender. No me quemó ese primer trago de la primera ginebra que tomaba.
—Dos ginebras más y dos cafés chicos. —Pidió mi viejo sin consultarme.
Quería decir algo, pero no podía. ¿Por qué tenía que ser yo quién rompiera ese silencio que solo nos hablaba de una condena a muerte?
Después de la segunda ginebra nos fuimos a casa, eran unas treinta cuadras y pese al frío decidimos caminar. Los dos con las manos en los bolsillos, mi viejo en los de su gamulán y yo en los de mi campera de jean. Dos hombres cortando el frío de la noche desde Plaza Irlanda hasta Formosa y Viel.
Durante las primeras cuadras hablamos poco. Mi viejo trató de organizarnos, definir qué íbamos a hacer al día siguiente, y en qué horarios iba a estar cada uno en el Policlínico. Después nos fuimos soltando, distendiendo. Me doy cuenta de que todavía no asumíamos lo que estaba pasando, no lográbamos pasar las palabras de Rebollo a la vida real.
Puedo reconstruir cada paso que dimos, por qué esquina cruzamos, puedo traer al presente el kiosco donde compramos cigarrillos, las marcas y los precios de los que compramos, sé que pagamos justo, que yo abrí el paquete y encendí uno sin darme cuenta de que no había terminado el anterior. Hablamos, nos contamos cosas, pasamos por Ferro y miramos esos tablones que formaban parte de nuestra historia familiar. Unos metros después de la esquina de Riglos y Formosa, en la puerta de Billares Barrientos, paramos para encender posiblemente el tercer cigarrillo, nos miramos y nos abrazamos, ya estábamos cerca de casa.
Años más tarde, en una cena, creo que en un restaurante que quedaba en Senillosa y Juan Bautista Alberdi, mientras mi viejo comía una cazuela de mariscos, yo unos ravioles y compartíamos un Suter etiqueta marrón (ahora me quedo pensando, dudando… posiblemente haya sido un San Felipe y no un Suter, porque mi abuelo, el alemán, solía tomar San Felipe, y con mi viejo lo seguimos haciendo, tal vez por incluirlo en nuestras comidas, tal vez por esa incapacidad que compartimos de cambiar algo, ese intento desesperado de tratar de sostener lo poco que nos iba quedando), me dijo que esa noche creyó que se moría o que ya no tenía más ganas de vivir.
No estoy seguro qué fue lo que dijo, por momentos puedo reproducir los dos enunciados, los dos me parecen reales, pero solo dijo uno.
Parece tonto, pero para mí es importante. El restaurant se llamaba (y se sigue llamando) Pucará.
Recuerdo todo lo demás, pero no lo que dijo.
¿Es lo mismo creer que uno se muere o no tener más ganas de vivir?
Sé que nosotros, mi hermana y yo, fuimos la base para que pudiera recomponer sus ganas de vivir, también sé que no hubo mucho más al respecto y que por eso se derrumbó ante nuestra ausencia.
Al llegar a casa, cada uno fue a su habitación.
Muchas veces viene a mi memoria ese momento, y muchos otros iguales a ese, en el que trataba de adivinar qué sentía mi viejo al entrar a su cuarto y mirar su cama de dos plazas y meterse solo, sabiendo que ya nunca iba a acostarse nadie del otro lado.
Tres días después Rebollo tuvo razón.
1 No hay datos de ningún doctor Rebollo en el Policlínico Bancario para esa época, solo encontramos un Doctor Marollo, pero siendo su especialidad la traumatología parece improbable que fuera él quien efectuara una operación de esas características.
No hay relación entre un chico de diecinueve años de hoy y del 75, en esa época a esa edad ya manejaban armas.
2 El bar al que hace referencia es El Ombú, entre los parroquianos había muchos familiares de internados en el Policlínico Bancario. A partir de febrero del 72, luego del asalto al Banade, se hizo vigilancia al Ombú por unos datos que habían llegado. Para esa fecha, pese al tiempo transcurrido, todavía había vigilancia (seguramente alguien omitió cancelar la orden) y puede ser que ellos sean los dos adultos que figuran en la carpeta correspondiente, uno con pelo extremadamente largo, el otro un hombre de unos cuarenta y cinco años, que tomaron tres ginebras cada uno. Cuatro días después se cancelaron todas las OVSO (Objetivos de Vigilancia de Segundo Orden) por razones presupuestarias, motivo por el cual, si fueron en otra fecha no es un dato que tengamos. Hoy no parece significativo esto ya que estamos seguros de que el pibe (por edad) no participó en el asalto y el padre nunca se juntó con esa gente.
Camino por Corrientes, voy pisando sobre mis viejos pasos, sobre huellas indelebles, huellas que solo el alma reconoce, como le gustaba decir a Sonja mientras miraba el dibujo de Escher. Entro a un ciber, me tienen que contestar de Alemania por un trabajo, también espero noticias de un par de propuestas de acá, pero no tengo ninguna expectativa al respecto, por ahora no hay trabajo, está todo parado, el país está en crisis, vaya novedad.
El lugar está semivacío, sucio y la música suena fuerte. Lo de Alemania avanza, no me va a salvar, pero me asegura comer, pagar mis cuentas y un poco más, que en estos tiempos no es poco.