Xnet seguirá actuando y desarrollando estas propuestas hasta transformarlas en ley y, más difícil aún, hasta que se implementen y se apliquen. Si el lector está interesado en los movimientos ciudadanos que intentan crear normativa, en el siguiente enlace encontrará la parte legal de este proyecto pormenorizada y actualizada. Asimismo, podrá consultar también la amplia bibliografía que se ha utilizado para la realización de este libro.
http://www.rayoverde.es/fakeyou-biblio/
Fake news, o noticias falsas, es un concepto que ha vuelto a emerger en los últimos años ante la masiva viralización de piezas informativas de contenido falso o engañoso. Hay una discusión abierta en torno a si se trata del término idóneo para definir el fenómeno. Algunas voces consideran que el de fake news no es un término útil para ello, principalmente por dos motivos: en primer lugar, porque lo consideran un concepto inadecuado o insuficiente, ya que no captura toda la complejidad de las formas de manipulación informativa, que incluye información no propiamente «falsa»;5 en segundo lugar, porque, actualmente, el término puede inducir a confusión, ya que poderosos actores se han apropiado de él para deslegitimar informaciones veraces pero incómodas y atacar a medios rigurosos solo por el hecho de ser críticos. Por esta razón, en ciertos ámbitos se rechaza usar el término fake news y se prefiere utilizar el término desinformación.
Como veremos, ciertamente se trata de un problema de desinformación. La desinformación no comprende solo la información falsa, sino que también incluye la elaboración de información manipulada que se combina con hechos o prácticas que van mucho más allá de cualquier cosa que se parezca a noticias, como cuentas automáticas (bots), vídeos modificados o publicidad encubierta y dirigida.
En este libro se usarán ambos términos, «fake news» y «desinformación». Desde una perspectiva tecnopolítica —el contexto de conocimiento y formas de lucha en el que se enmarca la presente obra— y de modificación de la narrativa predominante, no hay ninguna razón, al menos por el momento, para renunciar a la primera forma, que se ha convertido en prácticamente un meme que ha calado en la cultura pop actual y que nos permite, con tan solo dos palabras, conectar y dejar claro de qué estamos hablando. Por su parte, «desinformación» es un término más riguroso y por eso igualmente útil.
Dicho esto, el uso de una terminología excesivamente académica en ámbitos y públicos que no son académicos favorece los intereses de los monopolios informativos, que se comportan como si lo fake no fuera con ellos, cuando en realidad se limitan a un sistemático abandono de funciones en su responsabilidad de preservar la veracidad de la información que se emite.
Por todo ello, la piel fina que se muestra en algunos ámbitos respecto al uso del término fake news no es más que un esfuerzo inútil para defender la respetabilidad de quien la ha perdido por sus propios actos, y no parece necesaria más allá de la corrección semántica cuando se quiere quedar bien en algunas meriendas de eruditos.
El Oxford English Dictionary remonta el uso del término «desinformación» a 1605, definiéndolo como «información incorrecta o engañosa». Más recientemente se ha ahondado en los diversos aspectos, orígenes y razones de la desinformación, proponiendo distinciones segmentadas.
La Universidad Johns Hopkins es la creadora de un texto de referencia sobre la definición de fake news y desinformación: la guía «Evaluating Information».6 Se trata de un documento riguroso y adecuado para el mundo académico cuyo objetivo es evaluar la veracidad de la información. Esta guía define la «mala información» (misinformation) como «información errónea o incorrecta» y sostiene que, frente a la «desinformación», es «neutra en intencionalidad» y que, por lo tanto, no es deliberada, sino «simplemente incorrecta o equivocada». Las intenciones de esta guía son meramente científicas, aunque a menudo se ha utilizado para justificar opciones de cariz claramente político bajo la pretendida «neutralidad científica».
Por su parte, Hunt Allcott y Matthew Gentzkow, en «Social Media and Fake News in the 2016 Election»,7 establecen una distinción entre noticias falsas (fake news) y otras formas de «desinformación» como errores en la cobertura, rumores que no se originan en ningún artículo en particular, teorías de la conspiración —que se fabrican como noticias pero no son noticias en sí y que, por definición, son creídas por quienes las emiten—, malinterpretación de la sátira que no está basada en hechos —por ejemplo, leer El Mundo Today como si fuera un medio informativo—, declaraciones de políticos e informaciones sesgadas pero no falsas.
En «Noticias falsas. Es complicado»,8 Claire Wardle, fundadora de la organización de referencia First Draft, categoriza siete tipos de «fallos informativos» [misinformation], es decir, de difusión involuntaria de información falsa, y de «desinformación», entendida como la creación y difusión deliberada de información que se sabe es falsa. Wardle sitúa estas siete categorías en una escala que pretende medir con flexibilidad la intención de engañar:
Posteriormente, en un informe elaborado para el Council of Europe,10 la propia Claire Wardle y Hossein Derakhshan introducen un nuevo marco conceptual para examinar el desorden que se produce en el actual ecosistema de la información. Establecen tres tipos diferentes de información basados en el contenido y en el daño: el «fallo informativo», cuando no hay intencionalidad —aunque se relaciona con la ausencia de daño, una perspectiva con la que no es difícil estar en desacuerdo—; la «desinformación», cuando se comparte información manipulada en beneficio propio a sabiendas para causar daño; y la «mala información», cuando la información genuina se comparte para causar daño, a menudo por publicar o hacer pública información diseñada para mantenerse privada. Asimismo, argumentan que los «elementos» del desorden informativo (el agente, los mensajes y los intérpretes) deben examinarse por separado, al igual que las tres «fases» diferentes del desorden de la información (creación, producción, distribución).
Muchas de las diferentes definiciones sobre estos conceptos comparten, de una manera u otra, el criterio de que para que se pueda hablar de desinformación debe existir intencionalidad en provocar un daño o sacar un rédito político o económico. Pero también hay quienes critican este enfoque, porque creen que la idea de «sacar beneficio» (o rédito) es difícil de concretar o definir, y que «tomar medidas para restringir una actividad que no es ilegal, sobre la base de la intención más que sobre el impacto, es claramente peligroso».11 Esta crítica es acertada y se ha tenido muy en cuenta en este libro: como se detallará en el capítulo de recomendaciones, los casos de mala praxis sistemática y sistémica «no intencionada» deben tener un tratamiento correctivo del mismo tipo que las noticias intencionadamente falsas, puesto que tienen un impacto similar o superior.
Cuando se favorecen los argumentos de las instituciones que dicen ocuparse del problema de las fake news en la actualidad, y que comparten el curioso e insistente consenso de querer distinguir entre «fallo informativo» o «mala información» y «desinformación» se está cayendo en una trampa narrativa. En realidad, se trata de un sesgo en favor de intereses particulares y monopolísticos del statu quo vigente, que se antepone a una genuina búsqueda de soluciones y —todavía más grave— a los derechos y libertades fundamentales de expresión y acceso a la información. Esta separación ficticia no se corresponde con ningún dato empírico, sino todo lo contrario: es en sí misma una fake news.
Existe un informe que se considera de referencia en Europa: el Informe del grupo de Expertos de Alto Nivel sobre noticias falsas y desinformación en línea, de marzo de 2018, promovido por la Comisión Europea con la «opinión» de representantes y expertos de los 28 países de la UE.12 A pesar de la apariencia de infalibilidad de su pomposo nombre, se trata de un documento muy problemático ya desde su planteamiento inicial, incluso desde el mismo título, en el que encontramos la referencia tecnológica («en línea», online) como un a priori, a pesar de que, como ya se ha avanzado, ni la desinformación surge con internet ni la tecnofobia nos va a liberar de ella; más bien lo contrario.
En este informe se reproduce clara e intencionadamente un sesgo que excluye del problema a los productores históricos —offline— de fake news, los ya mencionados gobiernos, instituciones, partidos políticos, corporaciones, medios de comunicación..., que además son, como veremos, los grandes inversores en el negocio de la viralidad. A modo de anécdota, la matriz monopolística y paternalista del informe resulta todavía más evidente cuando en su presentación se hace una valoración positiva de la reciente y liberticida directiva europea del copyright —la «Directiva sobre los derechos de autor y derechos afines en el mercado único digital»—, como si el copyright tuviera alguna relación con cualquier garantía de veracidad. De hecho, si existe alguna relación entre estos dos hechos no es precisamente en el sentido que parece defender el informe, sino en el de que la industria del periodismo no paga derechos de autor a los periodistas gracias a leyes abusivas que permiten que estos los pierdan, lo que ahonda en la precariedad de la profesión, obligada a trabajar sin tiempo para cumplir con los estándares deontológicos y de verificación más básicos.
También se deja de lado el problema, que se comentó anteriormente, de la información «no intencionadamente errónea». Aunque a primera vista este puede parecer un criterio garantista respecto a los derechos fundamentales, en realidad se produce principalmente como consecuencia de la preponderancia en los espacios de decisión en torno a la cuestión de las fake news de los grupos de presión de los medios de comunicación.
Y lo cierto es que se les puede felicitar, porque están consiguiendo su objetivo: ser excluidos del problema pese a ser parte importante del mismo. En España, al menos, el deber de verificar las informaciones está quedando cada vez más —y de una forma cada vez más desinhibida— a merced de los intereses de grupos financieros o políticos a los que los propios medios de comunicación pertenecen.
Estos sesgos se hacen aún más evidentes si se observa la desequilibrada composición del grupo de expertos escogidos por la Comisión Europea.
Tanto es así que el Sounding Board, el subgrupo que incluía mayoritariamente a representantes de la sociedad civil, del mundo académico y a verificadores de datos, emitió un voto particular en el que enfatizaba su desacuerdo en relación con el código de buenas prácticas que se había elaborado porque, entre otras cosas, no incluía la posibilidad de evaluar su cumplimiento por terceras partes, lo que provocaba una clara falta de transparencia.13
La Comisión Europea formó este grupo de 39 «expertos» (véase la figura 1) a partir de más de trescientas candidaturas y excluyó, sin explicación alguna, a figuras como el relator de la ONU sobre libertad de expresión, David Kaye. Además, el comité lo dirige Madeleine de Cock Buning, especialista en… propiedad intelectual en los medios de comunicación.
No sería muy alocado pensar que el objetivo de la mayoría de los miembros de este grupo es más la preservación de su cortijo antes que una desinteresada y sincera preocupación por la mejora de la democracia.
A pesar de todo esto, cualquiera que asista a una conferencia, institucional o no, sobre el tema de las fake news comprobará con sorpresa que el trabajo de este comité de «Expertos de Alto Nivel» (sic) se considera la referencia absoluta de la que partir. No hay duda de que urge la creación de un grupo de «Expertos de Alto Nivel en No Dejarse Tomar el Pelo por las Instituciones».
Figura 1.
Composición del grupo de Expertos de Alto Nivel sobre noticias falsas y desinformación en línea
NOMBRE |
CARGO/ORGANISMO/COMPAÑÍA |
---|---|
Raag, Ilmar |
Ejecutivo de medios |
Bechmann, Anja |
Universidad de Aarhus |
Nielsen, Rasmus |
Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo (Universidad de Oxford) |
Markovski, Veni |
Experto en internet |
Jiménez Cruz, Clara |
Maldita.es/El Objetivo, de La Sexta |
Frau-Meigs, Divina |
Universidad Sorbona Nueva |
Pollicino, Oreste |
Universidad Bocconi |
Vaisbrode, Neringa |
Asesor de comunicación |
Rozukalne, Anda |
Universidad Rīga Stradiņš |
Bargaoanu, Alina |
Universidad de Bucarest |
Turk, Ziga |
Universidad de Liubliana |
Curran, Noel |
Unión Europea de Radiodifusión |
Gniffke, Kai |
ARD |
Schwetje, Sonja |
Grupo RTL |
Nieri, Gina |
Mediaset |
Stjarne, Hanna |
Sveriges Television |
Polák, Juraj |
RTVS |
Whitehead, Sarah |
Sky News |
Goyens, Monique |
Organización Europea del Consumidor |
Steenfadt, Olaf |
Reporteros sin fronteras |
Sundermann, Marc |
Bertelsmann & Co |
Von Reppert-Bismarck, Juliane |
Lie Detectors |
Mantzarlis, Alexios |
International Fact-Checking Network (Instituto Poynter) |
Salo, Mikko |
Faktabaari |
Dzsinich, Gergely |
Cybersecurity and cybercrime Advisors Network |
Riotta, Gianni |
Periodista |
Niklewicz, Konrad |
Civic Institute |
Wardle, Claire |
First draft |
Dimitrov, Dimitar |
Wikimedia |
MacDonald, Raegan |
Mozilla Firefox |
Lundblad, Nicklas |
|
Turner, Stephen |
|
Allan, Richard |
|
Gutiérrez, Ricardo |
Federación Europea de Periodistas |
Leclercq, Christophe |
EurActiv |
Lemarchand, Grégoire |
Agence France-Presse |
Rae, Stephen |
Independent News and Media |
Fubini, Federico |
Periodista |
Wijk, Wout van |
News Media Europe |
Composición del comité de Expertos de Alto Nivel creado por la Comisión Europea. Se han marcado los nombres vinculados de forma directa o indirecta a los grandes conglomerados de la información (en negrita) o de la difusión de contenidos (en cursiva). Representan el 47,37 % de los miembros del comité. Por otra parte, los miembros con conocimientos avanzados sobre el funcionamiento de lo que en el título se define como «en línea» apenas representan un 21,05 %.
En la misma línea de salvar su propio pellejo, el del statu quo de los grandes productores de desinformación, el informe afirma cosas como:
Los problemas de desinformación están estrechamente relacionados con el desarrollo de medios de comunicación digitales. Es un problema de actores —actores políticos estatales o no estatales, actores con fines de lucro, ciudadanos individuales y grupos de ciudadanos— y de las infraestructuras de circulación y amplificación a través de los medios de comunicación, plataformas y redes, protocolos y algoritmos subyacentes. En un futuro cercano, implicará cada vez más la comunicación a través de aplicaciones de mensajería privadas, bots de chat y sistemas operados por voz, así como realidad aumentada y realidad virtual y contenido generado o manipulado por inteligencia artificial. Es un problema que debe entenderse en el contexto más amplio de cómo se produce la información, cómo se distribuye y cómo las personas se involucran con ella en la esfera pública.14
Como se puede ver, hay un esfuerzo considerable por espolear el terror al temible peligro digital y por exculpar a los medios de comunicación y ponerlos al mismo nivel que las personas de a pie en cuanto a responsabilidad en el uso de la libertad de expresión.
El informe, por lo demás, presenta algunas medidas cosméticas que no son dañinas per se, como la transparencia de las noticias en línea (¿y las otras?), la promoción de la alfabetización de medios y ciudadanos (media and citizen literacy), el desarrollo de herramientas para empoderar a usuarios y periodistas, la protección de la sostenibilidad y diversidad del ecosistema de medios… Además, a corto plazo, propone la implantación de un código de buenas prácticas de la UE sobre la desinformación, que debería ser firmado y aplicado por los diferentes actores ya mencionados, estableciendo sus roles y responsabilidades y las posibles acciones que deberían llevar a cabo. De hecho, este código ya está en marcha y ha sido firmado por algunos de los nuevos actores, competidores de los grandes medios de comunicación: Facebook, YouTube, Google, etc.15 Es importante señalar que entre los actores interpelados por este código no se encuentran ni los partidos políticos, ni los gobiernos, ni las corporaciones que no sean plataformas en línea. Esto no es una cuestión menor.
La federación European Digital Rights (EDRi) —una plataforma europea de organizaciones civiles y de derechos humanos en defensa de los derechos y libertades en el entorno digital de la que Xnet forma parte—, Access Now y Civil Liberties Union for Europe han elaborado el documento «Informing the “disinformation” debate».16 Este informe considera que las directrices y definición de la Comisión Europea no son resolutivas además de introducir elementos lesivos para las libertades y derechos fundamentales. También señala que se centra en la desinformación en línea, sin ocuparse de la que se produce en los formatos tradicionales. Por último considera problemática la definición genérica del ánimo de lucro. Proponen una definición alternativa:
La desinformación incluye información falsa, inexacta o engañosa, diseñada, presentada o promocionada intencionalmente de manera que cause daños públicos demostrables y significativos. No cubre temas derivados de la creación y difusión de contenido ilegal.17
Partiendo de este trabajo, Xnet pretende situar el foco en el hecho de que las aproximaciones conceptuales y definitorias siempre serán problemáticas si excluyen algunos actores clave —las instituciones, la clase política o los monopolios informativos— que han contribuido históricamente a generar el problema. Participar de la narrativa sistémica que quiere dejar fuera las tácticas de desinformación tradicionales con las que los actores políticos o del ecosistema informativo obtienen un beneficio —tanto económico como, en muchos casos, no directamente económico, como lograr el favor de la opinión pública u obtener votantes— es alejarse del corazón del problema. Estos grandes generadores de desinformación se aprovechan del entorno de digitalización y democratización de las redes como lo hacen masivamente con el resto de espacios que monopolizan. Aceptar la segregación del problema al ámbito en línea ahondando los lugares comunes tecnófobos, contribuye a una narrativa que favorece el estado de excepción en la red dificultando el ejercicio de las libertades fundamentales en línea.
Por último, muchos de los problemas presentes en el ecosistema de la información están relacionados con el impacto que tienen los errores de cobertura de los medios o con la mala verificación de la información; en este caso no hay una intencionalidad clara de difundir información falsa, inexacta o engañosa, pero sí existe una clara afectación y consecuencias negativas para el debate público y la libertad de información.
Como se ha comentado, no solo hay desinformación cuando una noticia es completamente falsa e inventada. De hecho, en realidad, en la mayoría de los casos se dan otras modalidades de falsedad, como el cherry picking —la recogida selectiva de datos que sustentan las tesis que quieren defenderse—, las estadísticas o datos hinchados, los datos o informaciones fuera de contexto, dar como ciertas fuentes poco fiables, el uso de casos aislados como si correspondiesen a normas generales, los relatos del estilo «teléfono roto», que se transmiten con leves modificaciones a cada paso, las afirmaciones políticas o morales que se dan gratuitamente por descontadas, la presentación de hechos como fruto de una relación inevitable cuando solo están casualmente relacionados espacial y temporalmente, etc.
Ningunas de estas formas de desinformación son propias únicamente de internet ni han aparecido con ella, sino que son inherentes a la condición humana, que hace que tendamos a seleccionar la información que reafirma las creencias propias y que emitamos información con el fin de convencer a los demás. Este tipo de sesgos psicológicos han sido —y lo son en la actualidad— vorazmente amplificados por la propaganda sistémica en todas las épocas de la humanidad, de modo que las noticias falsas han tendido a difundirse con más rapidez que las verdaderas en la mayoría de los casos.18
La idea de que la desinformación no es un fenómeno predominantemente en línea ha sido confirmada por las más solventes investigaciones. En «Emotions, Partisanship, and Misperceptions: How Anger and Anxiety Moderate the Effect of Partisan Bias on Susceptibility to Political Misinformation»,19 Brian E. Weeks analiza cómo las percepciones erróneas en política están relacionadas con las experiencias emocionales de los ciudadanos, cómo están vinculadas con la ansiedad y la ira y cómo los partidos operan en este campo psicológico.
En Denying to the Grave: Why We Ignore the Facts That Will Save Us,20 Jack y Sara Gorman demuestran la hipótesis científica de que nuestro diseño biológico nos lleva, en algunas cuestiones, a incurrir en el autoengaño. En ese sentido, internet no es más que otra herramienta con la que potenciar el sesgo de confirmación; no la única ni la primera, pues estamos ante algo consustancial al ser humano. Procesar información que apoye las propias creencias es algo que nos proporciona placer.
Debido a la narrativa vigente,
muchas personas instintivamente piensan que la desinformación es un problema en línea, pero todas nuestras categorías también pueden encontrarse fuera de línea. Es sorprendente la poca diferencia en la exposición a la información errónea entre aquellos que consumen principalmente noticias fuera de línea y aquellos que consumen principalmente noticias en línea. [...] Es aún más sorprendente el hecho de que, en Estados Unidos, creer en noticias completamente inventadas es una realidad más generalizada entre aquellos que consumen principalmente noticias fuera de línea (36 %, frente al 29 % de los que consumen principalmente noticias en línea). Cuando profundizamos en los datos, vemos que esto se debe principalmente a los derechistas, que consumen muchas noticias por televisión las veinticuatro horas del día.21
Según el informe «Freedom on the Net 2017», de Freedom House, basado en el análisis de diecisiete procesos electorales en diversos países, los gobiernos y las élites políticas y económicas son los principales productores de desinformación de tipo político en línea:
En los últimos años, se han detectado tácticas de manipulación y desinformación en línea durante las elecciones en al menos diecisiete países. [...] Los gobiernos de todo el mundo han incrementado considerablemente sus esfuerzos para manipular la información en las redes sociales durante el año pasado. Los regímenes chino y ruso fueron pioneros en el uso de métodos subrepticios para distorsionar las discusiones en línea y suprimir la disidencia hace más de una década, pero la práctica se ha vuelto global. [...]
El uso de noticias falsas, cuentas de bots automatizadas y otros métodos de manipulación ganó especial atención en Estados Unidos tanto durante como después de la campaña electoral presidencial. [...]
Los esfuerzos de Rusia por influir en las elecciones estadounidenses están bien documentados, pero Estados Unidos también tomó parte en ello. Las tácticas de manipulación y desinformación desempeñaron un papel importante en las elecciones en al menos otros diecisiete países durante el año pasado, lo que dañó la capacidad de los ciudadanos para elegir a sus líderes basándose en noticias reales y un debate auténtico. Si bien algunos gobiernos intentaron apoyar sus intereses y expandir su influencia en el extranjero, como sucedió con las campañas de desinformación de Rusia en Estados Unidos y Europa, en la mayoría de los casos utilizaron estos métodos dentro de sus propias fronteras para mantener su poder. 22
Hunt Allcott y Matthew Gentzkow, profesores de la Universidad de Nueva York y la Universidad de Stanford, respectivamente, y miembros del National Bureau of Economic Research (NBER), constatan en sus investigaciones —sobre una base de 1200 encuestados en línea— que las redes sociales «son una fuente importante pero no dominante» de información. Solo el 14 % de los encuestados consideraban las redes sociales su fuente informativa «más importante» en las elecciones. El estudio también constata que, para cambiar el sentido del voto, una noticia falsa debería tener el mismo efecto que 36 anuncios de televisión. Teorías de la conspiración las ha habido siempre, recuerdan.23
En «Troops, Trolls and Troublemakers: A Global Inventory of Organized Social Media Manipulation»,24 Samantha Bradshaw y Philip N. Howard, de la Universidad de Oxford, constatan que quienes organizan ejércitos de troles para el «público» interno, son los Estados en los países autoritarios y los partidos y otras organizaciones similares en las democracias. Lo que en 2010 era un fenómeno incipiente, en 2017 ya es una evidencia presente en al menos veintiocho países. Los casos en los que la manipulación a través de troles se ha usado para atacar a otros gobiernos son minoritarios; lo más habitual es que se empleen para consumo interno.
En conclusión, no es posible tratar el tema con seriedad si no se toman en cuenta algunos factores. En primer lugar, si no se incluyen en la definición de desinformación todas las formas sistémicas por las que la información se manipula con la finalidad de servir a unos intereses u otros, ya sea de forma voluntaria o como resultado de la inercia de malas praxis. Y, en segundo lugar, si no se toma conciencia de que detrás de la desinformación que estructura lo «comúnmente aceptado» se encuentra un statu quo de generadores masivos de desinformación, y no la gente de a pie y su derecho a la libertad de expresión que no son más que chivos expiatorios.
Por todo ello, la definición que se propone en este volumen sería la siguiente:
La desinformación incluye fake news (información falsa) e información inexacta o engañosa. Podemos considerarla una parte mejorable de nuestra naturaleza humana —e inherente a ella— cuando hacemos uso de la libertad de expresión, y por sí misma no produce daños públicos masivos y significativos. Sin embargo, estos sí se producen cuando los grandes monopolios informativos, políticos y económicos invierten recursos en la creación y viralización de desinformación, tanto en línea como en formatos tradicionales. En estos casos, se debe combatir proactivamente para salvaguardar los derechos y libertades democráticas.