AGRADECIMIENTOS

¿Cómo agradecer lo que he vivido este último año con todos vosotros? Decir gracias me parece demasiado banal, porque merecéis toda una vida de reconocimiento. Es lo que prometí si apoyabais mi causa, que no es solo mía, sino nuestra. Me disteis vuestra voz aquella tarde en Madrid durante el Labnar Day. Y hoy os doy todo lo que tengo, como dice Sandy. Os entrego todo mi cariño y amor, a vosotros, a los blogs y canales que nos abrazaron con su presencia, y a todos los que quisieron estar presentes en la vídeo-arenga que lanzamos al mundo.

Mando mi gratitud al blog Amor y Palabras, fiel desde el comienzo de este viaje.

Gracias a Los Libros de Renardel y al azul que pone en nuestras vidas. En los colores está la felicidad.

A Lorena Titania, luchadora, encantadora y especialmente dulce en cada vídeo que nos regala en su canal.

Agradezco de corazón su implicación a Jardines de Papel, cuya jardinera jefa no dudó un instante en ponerse en marcha.

Gracias a Iceberg de Papel y su original puesta en escena. Me encantó.

También mando mi reconocimiento a Krazy Book Obsession, y rezo por haber escrito bien el nombre. Estoy deseando saber qué te ha parecido esta historia.

Cómo olvidarme de Desirée y Mirian, tan locas como yo. Por separado son la bomba, pero juntas son increíbles. Gracias por formar parte de esta locura.

La Gran Biblioteca de David no podía faltar en estas páginas, con su implicación por la lectura, las dificultades de la vida y una sonrisa en el rostro. Siempre le estaré agradecido.

Gratitud enorme para el blog más extraño y divertido, Leyendo, Cocinando y Tejiendo en K, de Klingon. Una pasada de nombre.

Besos y abrazos para dos lectoras de campeonato, las chicas de El Rincón de Marlau.

Mi enhorabuena, además de mi complacencia, para Mi Libro y Mi Café por su compromiso con los libros teniendo que achuchar fuertemente a un nuevo miembro de la familia.

Qué decir de Susana, la identidad secreta de Érase una Devoralibros, y su manera de daros a conocer a autores e historias. Gracias, Su, futura compañera de letras.

Al resto del mundo, os animo a hacer como el Spooners Club: dejad las diferencias a un lado. Hay cientos de experiencias por compartir si no nos detenemos a cuestionar la amistad que puede unirnos. Estamos forjados por las opiniones sobre nosotros, pero ¿no os gustaría saber qué ocurriría si las desatendiéramos? Intentadlo, hay todo un universo por descubrir en esta extraña sociedad.

Todos tenemos un señor G esperando a que descubramos su historia, una que no incluye crímenes o crueldad, sino todo lo contrario. Si no nos arriesgamos, nunca sabremos qué ocurrió o lo que pudo ser.

Sed valientes. Merecéis serlo.

Atentamente, un autor agradecido.

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La radio salta en el despertador a mitad del tema Danger Zone de Kenny Loggins. Abby tarda en apagarla. Le gustan los clásicos que escucha su padre de camino a clase, y la banda sonora de Top Gun está entre ellos. Cuando acaba la canción, es en el teléfono móvil donde reproduce su lista de éxitos de los ochenta de Spotify. Se calza unos vaqueros destrozados y una sudadera de Guns N’ Roses al toque de guitarras eléctricas desenfrenadas y golpes de batería que volverían loco a cualquiera a esa hora. A cualquiera menos a Abby Galloway. Ella comienza el día con una energía desbordante, porque sabe que algún idiota la agotará a lo largo de la mañana.

Entra en el baño con la música en el bolsillo y se cepilla los dientes. Su padre irrumpe para acompañarla en el solo de guitarra de Don’t Stop Believin’ de Journey, uno de sus temas favoritos. Y allí, como dos payasos, agarran las toallas para hacer de ellas dos viejas guitarras Fender. Unen sus espaldas frente al espejo en una coreografía que bien podría estar ensayada, pero no es el caso, pues hija y padre son así de manera espontánea. El número termina cuando Abby se mancha la sudadera de pasta de dientes. El señor Galloway estalla en una carcajada.

—Parece que los Guns N’ Roses no tocarán en el concierto de hoy —comenta William Galloway a su hija.

—Muy gaciozo —se defiende ella, con la boca llena de espuma.

—Vamos. Llegarás tarde a clase, ardilla.

Abby escupe en el lavabo antes de decirle:

—Te he dicho que ya no soy una niña. Deja de llamarme así.

—Jamás.

Will da un beso en la cabeza a su hija y sale del baño.

Tras cambiar su vestuario ligeramente, Abby aparece en la cocina mientras suena el último tema de su lista mañanera: Runaway de Bon Jovi.

Su padre le pide que suba el volumen al mismo tiempo que termina con el revuelto de la sartén sin dejar de bailar. Abby sonríe.

—Le pedí salir a mamá con esta canción.

—Lo sé, papá. Me has contado esa historia un millón de veces.

—Pues aquí viene la vez millón y una —le suelta mientras sirve el desayuno—. Había quedado con ella en los recreativos de la plaza y, mientras la esperaba, me había viciado al Pac-Man. No me mires así. Se me daba de miedo, que lo sepas. Entonces, justo antes de pasar la última pantalla, uno de esos malditos fantasmas me acorrala y todo se va a la… porra. La rabia se apoderó de mí y la emprendí a golpes con la máquina al ritmo de Runaway, que sonaba en los altavoces. Tu madre se acercó a mí por detrás. La pobre acabó recibiendo parte de aquella ira descontrolada. Cuando la vi en el suelo, a punto de llamarme de todo, no pude evitar sentirme el tipo más idiota del mundo, así que la invité a un helado.

—Ella se manchó de chocolate y tú le prestaste tu camiseta. Y se lo pediste.

—¿Sabes? Cuando lo cuentas así parece una tontería, y no lo fue. Ya lo creo que no —gruñe Will.

—Esa clase de amor ya no existe. Las redes sociales lo han matado.

—Espero que algún día sientas lo que yo sentí en aquel momento.

—Come, papá. Llegarás tarde a la oficina.

—Tampoco me espera nadie, cariño.

Abby decide comer en lugar de responder a su padre. La inmobiliaria familiar lleva meses sin vender un miserable trastero en la ciudad de Stoneville. William no quiere preocupar a su hija. Por eso también ataca el desayuno después de su comentario.

El camino a clase es silencioso. Hoy no hay música. Hija y padre prefieren pensar en sus problemas y soluciones. Él sabe que tendrán que apretarse el cinturón. Ella ya está buscando empleo mentalmente. Solo se tienen el uno al otro. Todo depende de ellos.

Abby se baja del coche al silbido de Cameron Chase, su mejor y único amigo. Cam vive a solo una manzana de ella, pero se niega en contribuir al cambio climático yendo al instituto en coche. Él utiliza una bicicleta, con casco, protecciones y todo.

—Cuando te deshagas de las ruedas de tu bici contaminarán mucho más que un paseo en cualquier vehículo —le dice ella.

—Buenos días para ti también, reina solitaria —contesta Cam, desabrochándose el casco—. Con el modelo de hoy, bien podrías ser un avatar de Ready Player One. Solo te falta el pelo alocado de esas series chungas de los ochenta.

—Dijo Sheldon Cooper. Hay un mundo más allá de las camisetas de manga larga y los vaqueros de corte clásico. ¿Has oído hablar de los pantalones de pitillo?

—Aprecio mis tobillos. No quiero que se me gangrenen por el frío.

—Buenos días, Cam.

—Buenos días, Abby.

Caminan hacia la puerta, empujándose para chocar con sus compañeros.

El William Clark no es el mejor instituto de Stoneville, aunque tampoco es el peor. Para eso ya está el North Stoneville, donde sus alumnos pasan el rato viendo películas en clase. El William Clark, con el poderoso nombre de uno de los expedicionarios más célebres de Estados Unidos, es la opción más acertada para los jóvenes de clase media-alta. En su complejo edificio de tres bloques, sus alumnos reciben una educación apropiada, pero no por ello están a salvo de abusones, novatadas y bromas de mal gusto. La fachada es gris, como la piel de los más inteligentes tras sus muros. Sin embargo, sus pasillos están plagados de color. Las taquillas, con motivo del apoyo a la diversidad sexual, siguen el patrón de un arcoíris, o las bandas multicolores de la bandera del Orgullo. El sentido de todo esto se pierde cuando los chicos, en su amplia mayoría, se pelean por obtener una taquilla con los colores centrales: azul, verde y amarillo. Mientras que las chicas lo hacen por el resto: morado, naranja y rojo. Ha habido verdaderas luchas a causa de los colores del maldito cajón metálico en el que guardar los libros.

Abby tiene asignado el color rojo, y lo detesta, pero si cambiara de taquilla no estaría al lado de Cam, y eso sería un fastidio.

—¿Preparada para una nueva paliza con la momia Karlsson? —le pregunta Cam al dejar el almuerzo en su taquilla naranja.

—¿Cuándo se jubilará ese hombre?

—Cuando mi hermana se coma una porción de pizza sin vomitar después en el baño.

—Hablando del diablo…

Con las palabras de Abby, Cam se gira para ver el desfile de primera hora de su melliza popular, Jane.

—Trae un vestido —comenta Cam—, un maldito vestido a clase. Esto no es Riverdale High. Menuda idiota…

Jane avanza entre todos, porque ella no solo camina. Con cada paso se asegura de exponer una perspectiva elegante por si alguien decide tomar una fotografía del momento. Sus oscuros tirabuzones saltan con la misma seguridad que desprende su sonrisa de carmín.

—Hola, pardillo —saluda a su hermano—. ¿Qué te cuentas, Abby?

—¿Sabe papá que vienes así vestida a clase? —inquiere Cam.

—Nuestro padre —responde, colocando el pelo de su hermano con la mano— tiene cosas más importantes de las que ocuparse.

Cameron le retira la mano de su cabeza.

—Intenta ser más… —Jane muestra una expresión de asco— cuidadoso a la hora de vestir. Somos mellizos y no quiero que me relacionen con un maniquí de Walmart. Te quiero.

Jane le lanza un beso y desaparece en una nube de pomposidad.

—Si no fuera por el parecido, diría que soy adoptado —masculla el chico.

Abby no quiere sonreír, pero le es inevitable. Son amigos desde que tienen memoria. Ellos no han cambiado en nada, salvo Jane. Siempre mostró un fuerte temperamento, sobre todo con sus muñecas, a las que castigaba por no obedecer sus órdenes inventadas. La metamorfosis llegó en sexto grado. Con doce años, Jane fue seleccionada para animadora, y su vida tal y como la conocía dejó de existir. Al año siguiente todo eran dietas, ropa cara y maquillaje. Los chicos acudían a sus fiestas como moscas a la miel. Jane se transformó en popular, y eso significaba que su vida ya no le pertenecía.

Cam sufre las consecuencias de ser el hermano de la Capitana Marvel de las imbéciles. En casa, ella siempre debe tener razón. Ni siquiera su padre, el director de la sucursal de PNC Bank de la ciudad, es capaz de llevarle la contraria, pues su madre, líder de la Asociación de Padres y Madres de Stoneville, se unió a la nueva imagen de su hija con la esperanza de contagiarse de algo de juventud.

El timbre estalla por todo el edificio y devuelve a los jóvenes a la realidad que deben afrontar. Cuando Abby y Cam entran en clase de Literatura, el aula favorita de la chica por el olor rancio que desprenden las estanterías cargadas de libros, el profesor Karlsson ya está anotando mensajes en la pizarra.

—Cameron Chase —pregona Albert Karlsson haciendo que su bigote cano ondee—, lea en voz alta esta frase antes de sentarse cinco minutos tarde en su asiento.

El chico la repasa con la mirada antes de decir:

—Uno llega con antelación, a la hora en punto o con retraso, según ame mucho, ame todavía o no ame en absoluto.

—¿Quién fue la persona que con sus palabras ha demostrado que Cameron no desea en absoluto estar en esta clase? —pregunta el profesor a todos.

—Diane de Beausacq —responde Abby.

—Muy bien, Galloway, pero también puede aplicarse el mensaje.

La clase ríe el comentario del profesor.

—Parecéis hienas cuando deberíais ser leones —añade Karlsson.

Entonces, Cameron se pone en pie.

El rey león, Walt Disney, años noventa —sonríe—. Con música de Elton John, artista inglés.

Sus compañeros vuelven a la carcajada.

—Muy gracioso, Chase, pero esto no es el Glee Club. Bien podríais aprender literatura como os aprendéis esas canciones horribles que escucha la juventud de hoy.

Y así comienza el día en el William Clark, con una sátira tras otra entre un chico y un hombre demasiado anciano para soportar un ambiente cargado de hormonas descontroladas.

Durante la primera mitad de la mañana, resulta que la clase de Literatura del profesor Karlsson no ha sido la más aburrida de todas. Es Química, la clase de la profesora Green, la que ha levantado ampollas justo antes del almuerzo.

—Si llega a durar cinco minutos más, me desmayo de agonía —dice Cam al sentarse en la única mesa vacía del comedor.

—Pues espera a que comience a trabajar —comenta Abby—. Me voy a dormir en todas las clases.

—¿Trabajar?

Cam se queda mirando a su amiga y se olvida de su sándwich de pastrami.

—Como lo oyes. Galloway Homes sigue sin levantar cabeza. Tengo que encontrar un curro para ayudar a mi padre. Sé que a él no le parecerá una buena idea, por eso no debe saber nada aún.

—¿Te has decido por algo en especial?

—Preguntaré en la clínica veterinaria, aunque en el camino a clase he visto el cartel de la oficina de Correos. Necesitan a alguien.

Abby devora sin hambre alguna el burrito que sobró de la cena.

—Podrías probar de canguro. Así tendrías la oportunidad de malcriar a los hijos de alguien.

—No puedo descartar nada, pero prefiero no trabajar con niños.

—Ojalá hubiese tenido yo a una canguro tan sexy —se burla Cam—. Tuvimos que crecer con la señora Gronkowski y su verruga del tamaño de Jefferson City junto a la nariz.

Si hay alguien capaz de animar a Abby, ese es Cameron. Jamás han discutido por nada, ni siquiera por qué película ver en el cine. Comparten gustos en la pantalla y en los libros. Es la música la que abre brecha entre ellos, pero no es algo de lo que preocuparse.

El resto de las clases pasan por la cabeza de Abby como los anuncios de YouTube, anhelando que llegue el momento de poder pulsar «saltar». El problema en casa le ha abotargado los pensamientos. Ni siquiera se ha acordado de su música, que tanto la ayuda cuando está preocupada. Ha pasado la mañana sentada frente a la pizarra, oyendo sobre trigonometría, la ética del siglo veinte y otros idiomas como quien escucha llover tras la ventana. Cam ha intentado distraerla, pero hay momentos en los que cualquier amistad hace más mal que bien. Porque Abby necesitaba estar a solas con sus pensamientos.

La chica vuelve a casa con su padre en el Dodge Magnum del 2005 que conserva como el primer día. Mientras William se da una ducha, ella prepara la lasaña de carne para cenar.

La noche cae y Netflix se alza entre ellos. Cenan frente al televisor, algo que su madre jamás habría permitido, pero ella ya no está. Cassandra Galloway murió cuando su hija apenas tenía ocho años. Un violento cáncer les arrebató lo que tanto necesitan ahora. El tiempo sin ella ya supera a los recuerdos de su presencia para Abby. Sin embargo, William sigue sin afrontarlo cara a cara. Se muestra divertido con su hija, pero las duchas son largas; demasiado, quizá. Y es que, en el baño, Leo deja que el agua tibia se lleve las lágrimas que no quiere derramar frente a su única hija.

—¿Qué te parece si empezamos a ver Ozark? —pregunta Abby.

—¿De qué trata?

—De un padre que blanquea dinero para unos mafiosos mexicanos y se muda a los Ozark para montar allí sus propios negocios.

—¿Y eso ocurre a unas dos horas de aquí? —se cuestiona su padre.

Ella asiente.

—Vale. A ver qué tal le va ese padre modelo por nuestro estado.

Al día siguiente, música rock, huevos revueltos para desayunar y una novedad que William Galloway acepta a regañadientes. Abby decide ir en bicicleta a clase. Le ha explicado a su padre que lo hace por Cameron, para que deje de insistir en la contaminación y todas esas excusas que usan algunos para sentirse bien consigo mismos. En realidad, Abby ha tomado la decisión por su padre. De ese modo no tendrá que cruzar media ciudad para llevarla y recogerla del instituto. Se ha abierto la veda de los recortes familiares.

Sin embargo, a Cam no consigue convencerlo. Él sabe que lo hace por la economía doméstica. Conoce a Abby casi mejor que ella misma, y sabe que el planeta le importa lo mismo que la liga juvenil de baloncesto: una mierda.

—Creo que la nueva Abby me va a caer mejor que su antigua versión —dice Cam mientras cruzan por Harrington Park, frente al ayuntamiento.

—Eres un amigo horrible.

—Los hay peores que yo.

Cam le guiña un ojo al mirarla en mitad del cruce. Entonces, una camioneta frena dejándose las ruedas en el asfalto para evitar atropellar al chico. El claxon suena tan fuerte que toda persona en un radio de cien metros se queda mirando.

—¡Aprende a montar en bici, perdedor! —grita el conductor.

—Eres un imbécil, Ken —ladra Cam—. Y la cabeza hueca que llevas al lado también.

—Hola, hermanito —saluda Jane desde el lado del copiloto.

Ken Haythorne no acostumbra a tener cuidado allá por donde va. Es miembro de una de las familias más prestigiosas de Stoneville —si «dinero» y «polémica» pueden tenerse por prestigio—, capitán del equipo de baloncesto, hijo del alcalde Jordan Haythorne y actual novio de Jane. Si hubiese que ponerle más etiquetas a su nombre, podría decirse que es un engreído, un obsesionado del deporte y el tipo más cómodo consigo mismo que pueda existir. Sí, Ken es un imbécil, Cameron no ha errado el tiro.

La mañana se estira como un chicle calentado por el sol. Mientras sus compañeros hablan de la pasada fiesta de Halloween, Abby busca en su teléfono las ofertas de empleo en el condado de Greenwood. No importa si tiene que desplazarse a las ciudades vecinas para conseguir trabajo. Todo lo que encuentra parece ser demasiado absorbente para una chica de casi diecisiete años que trata de aportar su grano de arena en casa. Podría trabajar en una gasolinera de Sweetlake, pero los horarios no casan con las clases. Aunque no es su mejor opción, por eso de ser organizada, está decidida a pasarse por la oficina de Correos después de clase. Solo espera que no hayan cerrado para entonces.

—Te acompañaré —le dice Cam—. Me gusta saber lo que haces cuando no estás conmigo.

—Gracias, pero suena un tanto psicópata.

—Ese soy yo, mi querida Downton Abby, el psicópata más dulce a este lado del río Missouri.

Y así, entre bromas y decisiones, los dos se dirigen a la oficina local de correos.

Por suerte para Abby, el señor Thompson suele hacer el turno de tarde para dejar preparado el reparto del día siguiente. La puerta está abierta cuando llegan, pero el anciano director de la oficina no duda en salir a atender al verlos al otro lado del cristal observando el cartel del anuncio.

—Buenas tardes, jóvenes. Si es para recogida de paquetes, debéis venir mañana a partir de las ocho treinta —informa antes de volver a entrar.

—Verá, señor, vengo por el puesto de auxiliar que anuncian —se apresura a responder la chica.

El director se gira con la incertidumbre de haber oído bien lo que ha dicho.

—El puesto del cartel —señala Abby a su derecha, en el cristal.

—Haber empezado por ahí, muchacha.

—Tengo clase por las mañanas, pero podría estar aquí al terminar, sobre esta misma hora.

—Sí, me vendrá bien cierto apoyo por las tardes. Aquí todo el mundo quiere trabajar solo por la mañana —masculla el señor Thompson—. Si hubiesen vivido lo mismo que yo, agradecerían lo que tienen ahora. Son unas sanguijuelas. Todo derechos, nada de obligaciones.

—Entonces… ¿empieza mañana? —pregunta Cam en respuesta a la queja, al ver que su amiga no dice nada.

—¿Por qué mañana? ¿Tienes algo que hacer hoy, jovencita?

—Podría quedarme si quiere.

—Vamos, pasa adentro, que noviembre viene muy frío para un viejo como yo.

El señor Thompson entra de nuevo en la oficina. Abby, por su parte, se queda quieta, dudando de si debe entrar o no. Ha ocurrido todo tan rápido que no sabe si en realidad quería trabajar con el correo.

—Supongo que este psicópata tiene que irse —comenta Cam.

—Eh… sí, sí. Voy a entrar —responde ella.

—¿De verdad? Porque sigues aquí parada.

—Sí —concluye a la maraña de su cabeza—. Mañana nos vemos, Cam.

—Ni hablar. —Cam la sujeta de la chaqueta antes de que entre—. En cuanto llegues a casa me llamas. Necesito saber si ese viejo ha intentado propasarse contigo.

—Está bien.

Abby entra en la oficina, y lo primero que le sorprende es el olor. Por el aspecto del señor Thompson, un anciano vestido de pana, chaqueta tweed y boina, esperaba que todo apestara a cigarrillo y colonia de supermercado. Pero la oficina desprende un olor familiar que a Abby le encanta: papel. Y café. Lo único que se oye es la cafetera que termina de absorber el agua del depósito.

—Acabo de preparar café, si es que los jóvenes de hoy aún lo tomáis.

—Gracias, señor…

—Thompson —responde él—. Edward Thompson para ayudarle, señorita, que para servir ya serví suficiente en el ejército.

—Encantada, señor Thompson. Mi nombre es Abby Galloway.

—Un nombre precioso, pero sigo esperando junto a la cafetera.

—Tomaré solo si usted me acompaña —contesta la chica de la manera más educada que conoce.

—Que sean dos bien cargados entonces. Hay mucho que enseñarte.

Lo primero que le explica el señor Thompson es lo que ella más temía del puesto. La organización, en todas sus formas, es lo más importante de cualquier profesión. Por esa razón, la tarea de Abby en su inesperado primer día es algo que la oficina de Correos lleva años demorando.

El director de la sucursal la guía hasta la última habitación del pequeño edificio de una sola planta de la oficina. El olor a papel desparece en algún lugar del largo pasillo tenue por el que caminan.

—Tras esta puerta —le señala el anciano— está el cementerio de cartas olvidadas.

Abby mira la puerta de metal con curiosidad, pero también con cierto miedo. No lleva suficiente tiempo con el señor Thompson como para aventurarse en una habitación al final de un pasillo.

—Son miles de cartas con errores de destinatario, sin remitente o dato alguno para llegar a sus destinos o volver a sus propietarios —continúa explicando mientras juega con un racimo de llaves en la cerradura.

Al abrir, la humedad los azota y el frío se hace presente. El viejo director enciende la luz para permitir que el fluorescente del techo ilumine una montaña de cartas de la altura de la chica.

—Dejo en tus manos la clasificación de esta tonelada de palabras no dichas, muchacha. Trátalas con cariño, pues jamás descansarán al no haber complido su cometido.

—Claro, señor Thompson —escapa de la boca de la chica, quien aún está abrumada por la imagen.

—Nadie se ha preocupado nunca de ellas. Por eso te pido que las revises una a una y organices este infierno en dos grupos: las que crees que deben ser destruidas y las que podrían investigarse para saber de su remitente o destinatario. Si consigues hacer un buen trabajo, el puesto es tuyo.

—No sabría cómo empezar.

—Por el principio, jovencita. Siempre por el principio.

El señor Thompson se marcha y deja a Abby sola frente a días de locura. La chica, que tarda unos minutos en agacharse y coger la primera carta, enciende el radiador de la esquina y acerca el único mobiliario que hay en la habitación: una vieja silla.

La carta que tiene en la mano está en blanco, cerrada a conciencia y sellada por la oficina el día catorce de diciembre de 1999.

—Esto es demencial —susurra para sí.

Después de veinte minutos, y unas treinta cartas, le asalta una idea.

—Si las abriera, podría saber más sobre ellas —se dice.

—Abrir el correo es un delito federal, muchacha.

La voz del señor Thompson casi tira de la silla a la joven.

—No te asustes, aquí no hay más fantasmas que los que traemos con nosotros —se disculpa el anciano a su modo—. Ten.

El director le ofrece una taza humeante.

—Si tomo más café no dormiré esta noche —añade ella a su invitación.

—Es chocolate caliente. Te vendrá bien.

Abby coge la taza, le da un sorbo con el que se quema los labios y la deja en el suelo.

—Gracias, señor Thompson.

Pero el anciano ya se ha ido.

La siguiente carta por la que se decide Abby tiene algo que la hace dudar. Es una mancha, roja en su día, aunque decolorada por el paso del tiempo.

«Parece sangre», piensa ella.

Solo hay un nombre y un par de palabras escritos en el sobre, lo que prende la curiosidad de Abby.

Señor G
Lo siento

Abby mira hacia el pasillo y opta por entornar la puerta.

—Voy a abrirla —trata de convencerse—. Tengo que abrirla. A nadie le importará una carta olvidada.

Se levanta de la silla, nerviosa, con la carta en la mano.

—Sí, voy a hacerlo.

Vuelve al asiento mientras tira de la solapa de apertura. El papel se rompe con un sonido que alerta a la chica, y se asoma al pasillo para comprobar que el señor Thompson no vuelve a asustarla. Saca un solo papel de su interior, doblado por la mitad. Está manuscrito, y hay más manchas en el legajo. Entonces, tras comprobar una vez más que el anciano no se encuentra cerca, lee:

Al señor G:

Jamás podré disculparme por lo que hice. Fui cobarde, la persona más cobarde del mundo, porque tenía mucho que perder. Aún lo tengo. Pero necesito sacar esto de mi interior. No puedo esconder más la verdad sabiendo lo que sé ahora. Aquello se clavó en mi alma, me pudrió por dentro.

Por esa razón he decido que escribiré estas cartas, para contar de algún modo lo que ocurrió. Esta será la primera de muchas. Lo que sigo lamentando es mi miedo, pues no podré reflejar en ellas todo lo que me gustaría. Tengo una familia, señor. Debo cuidar de ella por encima de todo, incluso de usted. Si supiera de quién se trata lo entendería.

Solo necesito que sepa una cosa, señor G.

Aquella noche no estaba solo. Yo estaba allí, a su lado, cuando le quitaron la vida.

Vi cómo le mataban y con mi actitud no puedo hacer otra cosa que sentirme en parte culpable de su asesinato.

Espero alcanzar su perdón algún día.

Atentamente, su asesina.

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La imagen que Abby tiene clavada en su mente cuando despierta al día siguiente es la de una mujer de mediana edad, consumida por el llanto frente a una hoja de papel y un bolígrafo en la mano.

«Atentamente, su asesina», se repite en silencio frente al espejo.

Entonces, recuerda que la carta sigue en su mochila de clase. La mira desde el baño, como si en cualquier momento la cremallera se pudiera abrir para desvelar la verdad tras aquellas inquietantes palabras.

—¿Dónde has dejado tu energía mañanera, ardilla? —pregunta su padre al irrumpir en sus pensamientos.

—No he tenido una buena noche —responde ella, mientras se recoge el pelo en una alocada cola.

—¿Vas a ir así a clase?

—Sí. ¿Por qué?

—Pareces salida de una película de terror de los ochenta.

—Me vale con eso —dice al darle un beso de buenos días a su padre.

Tras unos pancakes de frutas y un horrible batido de verduras, Abby se pone en marcha hacia el instituto.

Cam la espera en el cruce calle arriba. Acordaron que cada día uno de ellos pondría banda sonora al recorrido de unos veinte minutos en bicicleta que les separa del William Clark. Hoy, Cameron ha escogido temas pop de los noventa, así que Abby pedalea malhumorada al ritmo de los clásicos de Britney Spears, Backstreet Boys y *NSYNC.

—Ya podías haber elegido algo de rock —se queja Abby.

—Podía, pero entonces no te pondría de los nervios.

Abby intenta dejarle atrás, pero Cam lleva dos cursos de ventaja sobre ruedas como para dejarse ganar.

La primera clase del día, Literatura, comienza con la lectura de un fragmento del libro sobre el que tendrán que realizar una exposición: Ciudades de papel de John Green. Abby no es fan de John Green. Considera que sus historias están cargadas de adolescentes demasiado maduros para su edad. Sin embargo, el fragmento que Allison Stierling, la chica con mejores calificaciones de su curso, lee delante de la clase la deja fuera de lugar. En él, el chico protagonista decide resolver el misterio de la desaparición de la chica que vive frente a su casa.

En un acto involuntario, Abby baja la mirada hasta su mochila, donde guarda la prueba del delito federal que cometió ayer a última hora de la tarde. Y se pierde en sus pensamientos.

Se imagina investigando cada palabra de aquella misteriosa mujer que se considera a sí misma una asesina. Se ve mintiendo a su padre sobre el empleo en la oficina de Correos, engañando a Cameron en su afán por descubrir la verdad de un tal señor G, porque su amigo, todo lealtad y buenas obras para ella, jamás permitiría que Abby se metiera en el lío en el que piensa meterse.

—Abby Galloway, como tenga que llamarla una vez más…

Una bola de papel le golpea en la cara y la devuelve a la vida real. Abby mira a Cameron, quien le señala hacia el profesor Karlsson.

—Sí, ¿qué ocurre? —pregunta la chica.

—Al parecer —comienza el profesor—, está demasiado ocupada para prestar atención a su compañera.

—Estaba escuchando la lectura, señor Karlsson.

—Pues, díganos a todos. ¿Qué cree que quiere decir Green con eso de que Margo amaba tanto los misterios que acabó convirtiéndose en uno?

La pregunta entra en Abby para colisionar contra sus más recientes acontecimientos y, mientras piensa en una respuesta, deja que su boca emita una larga «e» que la hace quedar como una idiota delante de la clase.

—¿Piensa deleitarnos con otra vocal antes de responder? ¿Qué tal la «i»? —se burla el profesor Karlsson.

—Verá, creo que la chica desaparece en un sentido acto de llamar la atención, bien de sus padres o del chico que le gusta, ese tal Q. Como no está segura de si es lo bastante importante en la vida de los demás como para que la sigan, deja pistas para que la encuentren.

El silencio se instala durante unos segundos en la clase de Literatura.

—No ha entendido nada, Galloway —responde el profesor.

—Pero…

—Hagamos una cosa —dice Karlsson cuando se dirige a su mesa para rellenar una de esas notas de castigo—. Entréguele esto a la directora Swant. Ella sabrá lo que hacer para que deje de pensar en lo que no tiene que pensar en clase.

—Vamos, profesor —lamenta Abby.

—No hay negociaciones en esto, Galloway.

—Maldita sea —susurra ella.

La rabia de Abby aumenta a medida que avanza hacia la puerta. Si la castigan después de clase, perderá el empleo y, por ende, el acceso a lo que ocupa su mente en estos momentos.

—¿Quién sabe? Quizá una chica tan misteriosa y con tanto en que pensar durante el horario lectivo se convierta algún día en el mayor de los misterios por resolver.

La mofa del profesor hace que Abby se detenga. Gira sobre sí misma para enfrentarse a él y arruga la hoja de infracción que Karlsson le ha entregado para la directora.

—Quizá usted vuelva a vérsela algún día al mear —responde ella.

El instante que tarda la frase en calar en sus compañeros desaparece en medio de una histeria de carcajadas, voces y golpes.

Abby sale de clase y deja que el escándalo de la locura que ha despertado inunde el pasillo.

Atrás quedan un profesor vilipendiado públicamente y el expediente intachable de una chica.

La directora Swant y Abby no se dispensan la mejor de las estimas. La joven cree que la mayor es una mujer resentida porque el universo le privó de la capacidad de tener hijos y se entretiene torturando a los hijos de las demás personas. La directora ve en Abby a la hija que nunca tuvo, quizá un fiel reflejo de su yo más joven y rebelde, y la odia por tener aún toda la vida por delante. La verdad es que las dos poseen un fuerte carácter, pero solo una de ellas está al volante de este viaje.

Abby llama dos veces a la puerta del despacho, desatendiendo las quejas de la secretaria estudiantil, la estirada señora Fellman.

—Disculpa, Galloway, pero estoy hablando contigo.

—Ahorrémonos esto, señora Fellman —suelta la chica enfadada—. Yo no le caigo bien y usted a mí tampoco. Dejémoslo estar.

—Dios es testigo de que antes, cuando los alumnos recibían castigos severos, todo era mejor.

—Sí, parece que una regla a modo de fusta era más efectiva que los profesores de este apestoso centro.

La señora Fellman emite una expresión de incredulidad cuando la puerta del despacho se abre.

—Buenos días, Galloway. No habrás vuelto a bajarle los pantalones a otro chico en medio del pasillo, ¿verdad?

La directora la invita a pasar con un claro gesto de consternación.

—Hoy no me he cruzado con ningún misógino aún.

Leonord Swant señala con una mano la silla en la que Abby debe sentarse mientras, con la otra, se alisa la chaqueta del traje pantalón gris que la hace parecer el alcaide de una prisión.

—Pues dime, Abby, ¿qué te trae por mi despacho una vez más? —pregunta, aunque sin ánimo alguno, al sentarse tras su escritorio.

—Esto —responde ella, y le lanza el papel arrugado de la infracción.

—A ver… —La directora mira a la chica con desaprobación cuando se ve obligada a estirar el trozo de papel para poder leerlo—. Falta de atención reiterativa.

—También puede que le haya atacado con la imposibilidad de verse la colita al ir al baño por problemas de sobrepeso.

Leonord Swant vuelve a la expresión de desaprobación, aunque en su interior, su lado más mezquino, también se ríe de lo que ha hecho la chica.

—Una semana de dos horas de castigo en la biblioteca después de clase —resuelve la directora.

El temor de Abby se hace realidad.

—¿Qué ocurre, Galloway? Ya deberías estar dando un portazo, como siempre.

—Verá, directora Swant, tengo un empleo después de clase. Las cosas en casa no van demasiado bien últimamente…

—Abby Galloway se ha vuelto responsable —masculla la mujer—. Creo que ya lo he visto todo.

—Si hubiese otro modo de cumplir el castigo…

—Podría mandarte con el Glee Club. Así aprenderás a relacionarte con los demás de un modo civilizado.

—Eso no saldría bien y lo sabe —discute Abby.

—¿Dónde podría encajar una chica hastiada de la vida y con un gran desapego por las normas?

La directora Swant está disfrutando del momento. Por primera vez desde que dirige el William Clark, tiene a la chica rebelde a su merced. Lo que no sospecha Leonord Swant es que Abby va dos pasos por delante de ella. Por ese motivo la chica se ha levantado de su asiento y recorre el despacho de la directora con las manos a la espalda, mostrando así su pose más inocente al mirar títulos enmarcados, una vitrina que protege del polvo una cara colección de botones y los carteles sobre actividades extraescolares que decoran la cristalera de la entrada de la oficina. Abby se detiene frente al anuncio del periódico juvenil para reclutar a nuevos periodistas de entre los alumnos. Y emite un bufido desalentador.

—Veo que no te gusta la labor de tus compañeros por manteneros informados —comenta la directora.

«Ha mordido el anzuelo», piensa la chica.

—¿Meter las narices en asuntos ajenos? No es para mí.

—Pues lo será a partir de mañana si quieres conservar tu empleo, señorita antisistema.

—Pero…

—El periódico o la biblioteca después de clase —le ofrece.

—Maldita sea —susurra Abby—. El periódico.

—Bienvenida al WC Journal, Abby Galloway. Ahora, sal de mi despacho, por favor.

Abby se marcha con una sonrisa que no expresa de manera física, porque ha conseguido lo que se ha propuesto en su recorrido más que conocido al despacho de la directora Swant.

La rebelde Abby Galloway piensa utilizar su carné de periodista estudiantil, un trozo de plástico que le entregarán mañana si todo va bien, para indagar el pasado con el objetivo de averiguar qué ocurrió con el señor G y ponerle nombre a la testigo de su supuesto asesinato.

Durante el almuerzo, Cameron alucina cuando Abby le cuenta lo que ha provocado con su afilado comentario hacia el profesor Karlsson.

—Vaya una putada —comenta Cam con la boca manchada de mayonesa—. Tendrás que aguantar a la insufrible Lois Lane de Stoneville. Jody Claywater tiene un grave problema de ego. Buena suerte.

—Jody Claywater tendrá que soportarme y no al revés. Es lo que hay.

Sin embargo, ella no le desvela sus verdaderas intenciones. Su mejor amigo no sabe nada de una carta, o de que Abby anhela volver a la oficina para seguir leyendo la historia de aquella mujer. Nunca ha habido secreto alguno entre ellos. Quizá por esa razón su amistad es tan verdadera. Es así, cultivando secretos y mentiras, como todo puede arder, morir. Y Abby no imagina que acaba de insertar el primer clavo en el ataúd que encierra su perfecta relación con Cameron, quien tampoco sospecha que él lleva unos días clavando el segundo.

La tarde llega y el olor a café recién hecho la alcanza incluso antes de abrir la puerta de la oficina de Correos. Cameron se despide de su amiga para dirigirse a las clases de refuerzo en Cálculo que ocupan sus martes y jueves.

—Buenas tardes, señor Thompson —saluda la chica.

—Creí que no vendrías, jovencita. Vamos, que se enfría el café.

El ritual que el señor Thompson pretende inculcarle a Abby se convierte en el momento más pacífico del día para la joven. Quince minutos frente una taza de café para así tener la excusa de conocerse mejor.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí, señor? —pregunta ella, con ambas manos alrededor de la taza caliente.

—En el mundo postal, toda la vida. En la oficina de Stoneville, diez años.

—Vaya.

—Sí, muchacha, por mis manos han pasado conversaciones de todo tipo —explica el anciano—. Palabras que las personas no se atrevían a decirse a la cara. Historias que el tiempo inmortalizó en el papel. Noticias amargas y también buenas. Comunicados de muerte y de nacimiento. Anuncios esperados. Multas. Cheques. Preciosas postales de lugares que solo alcanzaba en mis sueños…

—Dicho así, parece un trabajo de lo más enriquecedor.

—Solo si se es consciente de la importancia que guardan esos sobres. —Señala el señor Thompson hacia el mostrador de la oficina, donde hay organizados cuatro pequeños montones de cartas.

Y son esas palabras, las últimas que recita la vieja voz de Edward Thompson, las que entran en la chica y se alojan en su pecho.

—¿Qué hay de ti, jovencita?

—Yo no tengo grandes hazañas que contar, señor. Busqué el empleo para ayudar en casa.

—¿Problemas en el paraíso? —Se interesa el anciano.

—Digamos que la inmobiliaria familiar no va todo lo bien que debería.

—Seguro que el maldito internet y las nuevas tecnologías han hecho mella en el sector inmobiliario —reniega el director de la oficina—. Las personas van por ahí con las cabezas metidas en esos teléfonos enormes…

—No se equivoca, señor Thompson. No se equivoca.

—No desesperes, hija, todo irá bien. Te lo dice un viejo que ha visto mucho y ha leído aún más.

—Gracias, señor —responde Abby, y se siente un poco mejor—. Debería ponerme con el cementerio de cartas.

—Estoy de acuerdo. Si algo he aprendido en la vida es que los problemas son menos importantes cuando se tiene algo que hacer.

Con el consejo del viejo Thompson, la joven enfila el frío pasillo de la oficina. La puerta del abandonado almacén se presenta frente a ella gris y sin brillo. Está abierta, Edward Thompson lo ha dejado preparado todo. Sin embargo, Abby se toma un instante antes de entrar. Piensa en las palabras que ha leído, en si encontrará otra carta dirigida al Señor G y en qué debería hacer de no hallar rastro alguno más.

«Atentamente, su asesina», oye en su cabeza en la voz de una mujer derrotada.

Y entra.

El fluorescente parpadea al encenderse y el frío del pasillo desaparece. Abby se acerca al radiador de la esquina para percatarse de que el anciano ha encendido el viejo cacharro. La chica lo agradece con una sonrisa distraída. También ha colocado una antigua mesa de escritorio junto a la silla que no formaba parte del inventario de la estancia. Ahora solo tiene que examinar las miles de cartas del suelo hasta encontrar lo que busca. Pero hay algo diferente, un olor que no detectó en su primera visita. Abby mira alrededor, buscando un cenicero o algo que pueda usarse como tal, porque la peste le es familiar. Huele igual que al pasar por los viejos baños del campo de atletismo del instituto, donde se reúnen los skaters y los jóvenes progresistas de iPhone X para arreglar el mundo con cigarrillos de marihuana.

«Alguien ha fumado hierba aquí», deduce la chica, pero no le da importancia. No se imagina al viejo Thompson con un cigarrillo que no sea un buen puro, como los que fumaba su abuelo en Navidad cuando vivía. «Ha debido de ser alguno de los repartidores». Algo que a Abby le trae sin cuidado mientras no prendan fuego a su trabajo, sobre todo ahora que ha encontrado un entretenimiento remunerado.

Agachada, aparta sobres certificados que nunca se entregaron, postales sin dirección alguna, cartas marcadas con lápiz de labios, sobres de colores, correo de todos los tamaños… Pero nada que llame su atención.

Continúa con la criba del mismo modo que el día anterior. Tres son las cajas en las que clasifica a los huéspedes del cementerio de cartas olvidadas. La primera de ellas, de direcciones completas y filiación de sus destinatarios y remitentes, es la más vacía de todas. La segunda, rotulada por Abby como «posibles entregas», contiene unas veinte cartas dentro, aunque con errores en direcciones o ausencia de nombres. Es la última caja, marcada para destruir, la que casi rebosa de sobres.

Abby usa su teléfono móvil para averiguar si las señas se corresponden con la realidad. Apenas le queda batería después de una hora consultando en buscadores determinadas localizaciones y nombres. Las redes sociales no existían cuando el cementerio de cartas olvidadas comenzó a formarse, pero hoy, aun con las innumerables coincidencias por nombres, es una herramienta que Abby no desperdicia si puede encontrar a alguien.

Rodea el montón de papel sellado tratando de escoger entre todas a su siguiente lápida. Sí, lápida, tumba, porque ¿qué son las cartas olvidadas sino una estela de papel con un nombre y una fecha de muerte que la oficina le otorgó con un sello al entrar en sus dependencias? Aunque no todas tienen el sello de registro de entrada en la oficina, así lo ve Abby Galloway. Puede que, al principio, cuando la lúgubre reflexión le vino a la mente, sintiera un escalofrío al verlas de ese modo. Pero ahora, dando un paseo entre sepulcros de papel y palabras, Abby cree haber encontrado un lugar favorito en el mundo, donde la paz se respira y la realidad de sus problemas no tiene cabida. Quizá, algún día, hable de las cartas con el romanticismo que lo hace el señor Thompson. De momento, tiene presente lo que el anciano director le ha dicho: hay que ser consciente de la importancia que encierran esos sobres.

Y es con ese pensamiento en la sesera que Abby se fija en una de las cartas del extremo. Tiene algo escrito en negro, una letra curva muy familiar para una chica que ha mirado esa caligrafía durante horas la pasada noche.

De un salto, pues le produce cierta deferencia pisar las palabras olvidadas de desconocidos, llega hasta el lugar donde un sobre en especial tira de ella. Al tenerlo en sus manos, lee:

Señor G

Su curiosidad se sacude y el calor la aborda. Se deshace del jersey antes de sentarse en la mesa, oculta tras las cajas que hay sobre ella. Mira hacia la puerta con el apuro de ser pillada por el anciano, pero nada puede frenarla ya. Cuando vuelve la vista hacia abajo, sus manos ya han abierto el sobre. Saca de dentro dos hojas de papel, esta vez escritas por ambas caras.

Y lee…

Al señor G:

4 de julio de un año oscuro.

Volvía a casa tras el espectáculo de fuegos artificiales…

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4 de julio de un año oscuro

Volvía a casa después del espectáculo de fuegos artificiales y la euforia del ambiente festivo se respiraba entre el olor a pólvora recién quemada que corría por las calles de Stoneville. Regresaba tras la primera descarga de pirotecnia que había iluminado el cielo durante casi quince minutos. La segunda no tardaría en llegar. Mi amiga insistió en marcharse, no soportaba los lugares abarrotados de gente, y en el puente de la avenida del acuario no cabía un alma más. Pero era el mejor sitio para ver los fuegos artificiales del día nacional. Por esa razón, la chantajeé con unas tortitas después de clase al día siguiente si al menos esperaba a la primera oleada. Ella no dudó ni un segundo en recordarme nuestro acuerdo cuando me despedí de camino a casa. Así que caminaba sola, frustrada por perderme la mitad del espectáculo de colores y arrepentida de no haber cogido la rebeca que mi madre insistió en que llevara. Esto es Missouri. Aquí puede hacer frío cualquier día del año, y aquella noche lo hizo.

La fiesta del río llegaba a mis oídos en medio de una temprana noche. Prometí a mis padres que no me acercaría a lo que ellos llamaban una bacanal de jóvenes imprudentes, o me costaría un largo castigo, como el de la fiesta del último Halloween. Quizá, si hubiese desatendido a mis padres, ahora no estaría escribiendo esto. Puede incluso que siguiera con vida, señor G. Pero es algo que nunca sabremos. Cuando el pasado es presente no se piensa en el futuro. Sin embargo, el pasado puede doler en presente y malograr nuestro futuro.

No me tenga por una loca, señor. Solo son pensamientos de una mujer arrepentida de muchas cosas en su vida. De otro modo, esta carta no existiría.

En aquella maldita calle, aquella horrible noche, detuve mis pasos por un instante. Me debatía entre incumplir la promesa hecha a mis padres y olvidarme de encajar en una sociedad que a ratos me aburría. Cosas de críos, las llamo ahora, pues si volviera a aquel instante no dudaría en volver a casa a la hora acordada. Otro detalle que podría haber cambiado las cosas, pero nada de eso ocurrió. Me detuve, tan solo un par de minutos; los que habrían bastado para continuar adelante sin presenciar aquello.

—Buenas noches, jovencita —oí frente a mí.

El sobresalto me llevó al césped de un respingo.

—¡Por el amor de dios! —escapó de mi boca.