«Hablan de la cosecha y no saben que para entonces ya no habrá remedio —piensa Nefer—; todos los que están aquí, y muchos más, van a saberlo, y nadie dejará de hablar». La angustia le nubla los ojos y lentamente dobla su cabeza, mientras con la mano arrea modestos rebaños de miguitas por el hule gastado de la mesa. Su padre acaba de decir algo sobre la cosecha y estira la mano pidiendo el repasador que enjuga por turno manos y bocas, y que la madre le pasa, atropellando en su prisa un perro que aúlla y se refugia bajo el banco. Al caminar, su sombra pasa sobre las de los comensales, que la luz de un farol fija en los muros. «Va a llegar el día en que mi barriga empiece a crecer», piensa Nefer. Los bichos vibran, aletean y caen contra el farol, vuelven a trepar por la lata, vuelven a quemarse y a caer, y nadie la mira inmóvil en su rincón mientras comen inclinados sobre los platos y oyen de vez en cuando las frases que don Pedro cambia con el turco, que acaba de soltar los caballos del carro y traga su sopa resoplando.
—Vacas overas —dice el turco—, como cien… lindas…
—¿Dónde dice que las cruzó, Nemi? —pregunta doña María.
—En el cruce, más o menos. Irían para la feria, digo yo…
—Sí, mañana hay feria… Pero ¿de quién serán…? ¿Vos no sabés, Juan, quién pensaba mandar hacienda para mañana?
Juan bosteza y clava sin oírla unos ojitos lacrimosos en el farol.
—¡Juan!
—¡Sí, señora…! —Hace poco que trabaja en el puesto y no le gusta parecer sonso.
—Te estaba preguntando quién mandaría hacienda, vacas overas, dice, a la feria…
Nefer piensa que hay bastante distancia entre la mesa y su cuerpo, pero que ha de llegar el momento en que le sea difícil pasar costeando el banco hasta su sitio. «Pero entonces no vendré a comer… Quién sabe si para entonces no estaré muerta…» y se imagina rodeada de flores y gente triste, y al Negro apoyado en la puerta con la cara seria y los ojos por fin puestos en ella. «Sin embargo, más bien mirará a la Alcira», reflexiona con desaliento, y las ganas de morir se le pasan contemplando a su hermana que se rasca pensativamente un brazo, mientras espera que el turco acabe de comer para llevarse el plato.
Las sombras trepan por la pared rugosa y se unen a la oscuridad del techo donde la paja se estira, lisa como un peinado. Alcira prende la radio y pasa de onda en onda hasta que se detiene en una audición cómica donde un falso italiano mantiene un diálogo a alaridos.
Como quien habla junto a una catarata, don Pedro reanuda la charla con el turco:
—Así que caro se vendió, ¿no?
—Caro sí, bastante, pero como yo digo, si la cosecha es buena barato le va a salir…
«La cosecha, es imposible que llegue sin que se sepa». Un grito fuerte sube, se detiene en sus dientes y vuelve a bajar sin haber salido. Tomar aire un momentito no más, salir de esta cocina donde el calor del farol baña las caras y la radio hace vibrar el aire, y doña María ríe con Alcira de los chistes de los actores.
Pero para salir tiene que hacer levantar a los que están como ella sentados en el banco de espaldas a la pared, y además explicar por qué quiere salir. No, cualquier cosa antes que llamar la atención; tal vez tomando vino se sienta mejor. Alarga el brazo, toma la botella que don Pedro acaba de dejar, la lleva a sus labios y bebe cerrando los ojos; después empuja la ventanita que se abre a su lado y un poco de aire fresco le da en la cara. Inclinándose busca la luz lejana de «Santa Rosa», pero no ve más que el follaje de un árbol vecino.
«Si el Negro supiera que es suyo, que es suyo, tal vez me miraría, tal vez me querría y se casaría conmigo, tal vez nos iríamos los tres en un sulky a un puesto, lejos, a vivir para siempre.
»Pero no es suyo… Sí, sí, es de él, de él… No, no es suyo… Pero es culpa del Negro, es culpa». ¿Qué puede hacer una chica, sola en el campo, en un campo tan ancho y tan verde, todo horizonte, con trenes que se van a ciudades y vuelven quién sabe de dónde? ¿Qué puede hacer?
Las ricas son otra cosa. Piensa en Luisa, que a esta hora se sentaría en el comedor de la estancia. Su madre había dicho: «Estas son todas así, se revuelcan con cualquiera pero nadie se entera. Se las saben arreglar». ¿Sería cierto? Pero ella, ella, Dios, ella, ¿qué había hecho? Nada, no se acordaba, no importaba, era como un sueño, y ahora, entre toda esta gente tranquila en medio de la vida está ella con angustia y miedo.
Porque no se puede volver atrás, el tiempo viene y todo crece, y después de crecer viene la muerte. Pero para atrás no se puede andar.