Enero

Enero

Sara Gallardo

Fiordo · Buenos Aires

Índice

Sobre este libro

Sobre la autora

Otros títulos de Fiordo

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Sobre este libro

Enero, la primera novela de Sara Gallardo, es una obra breve y poderosa. Nefer, su protagonista adolescente, vive y trabaja con sus padres y su hermana en el puesto de una estancia donde ordeña vacas en el tambo. Los días rutinarios del verano se suceden en aparente calma entre la peonada, pero en Nefer crece una angustia que es como una bola negra que la abruma: ha quedado embarazada luego de una violación. La novela registra magistralmente la imposibilidad de darle voz a esa angustia, y presenta el vínculo con el campo y con los animales como un conocimiento de otro orden capaz de funcionar como refugio ante esa falta de voz.

La culpa, el miedo, el odio, y también la esperanza, son las emociones con las que este libro, de una potencia asombrosa, atrapa sin remedio al lector. Novela universal situada en el campo argentino, Enero es una demostración definitiva de la contemporaneidad y la hondura de la literatura de Sara Gallardo, una de las grandes autoras argentinas.

Sobre la autora

Nació en Buenos Aires en 1931. Nieta del célebre naturalista y ministro argentino Ángel Gallardo, bisnieta de Miguel Cané y tataranieta de Bartolomé Mitre, la amplia biblioteca de su casa familiar le abrió tempranamente las puertas de la literatura. Enero, su primera novela, apareció en 1958 y obtuvo excelente recepción crítica. Le siguieron Pantalones azules (1963) y la extraordinaria Los galgos, los galgos (1968), que la consagró ante el gran público y con la que ganó el Premio Municipal. Además de novelas, escribió literatura para niños y un libro de relatos (El país del humo, 1977). Fue también colaboradora de las revistas Primera Plana y Confirmado, entre otras, así como del diario La NaciónEisejuaz (1971) la confirmó como una voz sin paralelo, lo que también significó su marginalidad relativa en los relatos canónicos posteriores de la literatura argentina, circunstancia que se ha ido revirtiendo en la última década y media gracias a la reedición de gran parte de su obra. A fines de los años setenta dejó la Argentina y comenzó a trabajar como corresponsal en Europa. Murió en Buenos Aires en 1988.

Otros títulos de Fiordo

Ficción


El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates


No ficción


Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Elogio de Enero y de Sara Gallardo

«La tremenda soledad del secreto de Nefer nos atrapa desde las primeras páginas del libro».

Pedro Mairal


«Es una novela de amor, no color rosa sino color tierra. El protagonista real es el amor adolescente, fracasado y absurdo. La desesperación de una criatura, su doble desamparo como mujer y como desposeída, están narrados con tal hondura que esta novela tiene un destino de conmover y apasionar».

María Elena Walsh


«La locuacidad de la narrativa de Sara Gallardo podría definirse como una que, enunciando desde los lugares más descentrados, más descolocados, surge de lo aludido, lo elidido, lo no dicho, incluso del silencio. Una locuacidad extraña: casi un oxímoron».

María Sonia Cristoff

A Luis Pico Estrada

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«Hablan de la cosecha y no saben que para entonces ya no habrá remedio —piensa Nefer—; todos los que están aquí, y muchos más, van a saberlo, y nadie dejará de hablar». La angustia le nubla los ojos y lentamente dobla su cabeza, mientras con la mano arrea modestos rebaños de miguitas por el hule gastado de la mesa. Su padre acaba de decir algo sobre la cosecha y estira la mano pidiendo el repasador que enjuga por turno manos y bocas, y que la madre le pasa, atropellando en su prisa un perro que aúlla y se refugia bajo el banco. Al caminar, su sombra pasa sobre las de los comensales, que la luz de un farol fija en los muros. «Va a llegar el día en que mi barriga empiece a crecer», piensa Nefer. Los bichos vibran, aletean y caen contra el farol, vuelven a trepar por la lata, vuelven a quemarse y a caer, y nadie la mira inmóvil en su rincón mientras comen inclinados sobre los platos y oyen de vez en cuando las frases que don Pedro cambia con el turco, que acaba de soltar los caballos del carro y traga su sopa resoplando.

—Vacas overas —dice el turco—, como cien… lindas…

—¿Dónde dice que las cruzó, Nemi? —pregunta doña María.

—En el cruce, más o menos. Irían para la feria, digo yo…

—Sí, mañana hay feria… Pero ¿de quién serán…? ¿Vos no sabés, Juan, quién pensaba mandar hacienda para mañana?

Juan bosteza y clava sin oírla unos ojitos lacrimosos en el farol.

—¡Juan!

—¡Sí, señora…! —Hace poco que trabaja en el puesto y no le gusta parecer sonso.

—Te estaba preguntando quién mandaría hacienda, vacas overas, dice, a la feria…

Nefer piensa que hay bastante distancia entre la mesa y su cuerpo, pero que ha de llegar el momento en que le sea difícil pasar costeando el banco hasta su sitio. «Pero entonces no vendré a comer… Quién sabe si para entonces no estaré muerta…» y se imagina rodeada de flores y gente triste, y al Negro apoyado en la puerta con la cara seria y los ojos por fin puestos en ella. «Sin embargo, más bien mirará a la Alcira», reflexiona con desaliento, y las ganas de morir se le pasan contemplando a su hermana que se rasca pensativamente un brazo, mientras espera que el turco acabe de comer para llevarse el plato.

Las sombras trepan por la pared rugosa y se unen a la oscuridad del techo donde la paja se estira, lisa como un peinado. Alcira prende la radio y pasa de onda en onda hasta que se detiene en una audición cómica donde un falso italiano mantiene un diálogo a alaridos.

Como quien habla junto a una catarata, don Pedro reanuda la charla con el turco:

—Así que caro se vendió, ¿no?

—Caro sí, bastante, pero como yo digo, si la cosecha es buena barato le va a salir…

«La cosecha, es imposible que llegue sin que se sepa». Un grito fuerte sube, se detiene en sus dientes y vuelve a bajar sin haber salido. Tomar aire un momentito no más, salir de esta cocina donde el calor del farol baña las caras y la radio hace vibrar el aire, y doña María ríe con Alcira de los chistes de los actores.

Pero para salir tiene que hacer levantar a los que están como ella sentados en el banco de espaldas a la pared, y además explicar por qué quiere salir. No, cualquier cosa antes que llamar la atención; tal vez tomando vino se sienta mejor. Alarga el brazo, toma la botella que don Pedro acaba de dejar, la lleva a sus labios y bebe cerrando los ojos; después empuja la ventanita que se abre a su lado y un poco de aire fresco le da en la cara. Inclinándose busca la luz lejana de «Santa Rosa», pero no ve más que el follaje de un árbol vecino.

«Si el Negro supiera que es suyo, que es suyo, tal vez me miraría, tal vez me querría y se casaría conmigo, tal vez nos iríamos los tres en un sulky a un puesto, lejos, a vivir para siempre.

»Pero no es suyo… Sí, sí, es de él, de él… No, no es suyo… Pero es culpa del Negro, es culpa». ¿Qué puede hacer una chica, sola en el campo, en un campo tan ancho y tan verde, todo horizonte, con trenes que se van a ciudades y vuelven quién sabe de dónde? ¿Qué puede hacer?

Las ricas son otra cosa. Piensa en Luisa, que a esta hora se sentaría en el comedor de la estancia. Su madre había dicho: «Estas son todas así, se revuelcan con cualquiera pero nadie se entera. Se las saben arreglar». ¿Sería cierto? Pero ella, ella, Dios, ella, ¿qué había hecho? Nada, no se acordaba, no importaba, era como un sueño, y ahora, entre toda esta gente tranquila en medio de la vida está ella con angustia y miedo.

Porque no se puede volver atrás, el tiempo viene y todo crece, y después de crecer viene la muerte. Pero para atrás no se puede andar.