El lugar donde mueren los pájaros

El lugar donde mueren los pájaros

Tomás Downey

Fiordo · Buenos Aires

Índice

Sobre este libro

Sobre el autor

Otros títulos de Fiordo

Hermanas

El primer sábado de cada mes

Zoológico

Los hombres van a la guerra

Variables

Un cementerio con palmeras

La piel sensible

Los Täkis

Un ramo de cardos

El lugar donde mueren los pájaros

Sobre este libro

El lugar donde mueren los pájaros reúne diez nuevos relatos de Tomás Downey, ganador del primer premio del concurso de letras del Fondo Nacional de las Artes en 2013 y finalista en 2016 del Premio Hispanoamericano Gabriel García Márquez por su elogiado primer conjunto de cuentos Acá el tiempo es otra cosa.

Los protagonistas de estas nuevas historias viven al borde del abismo personal, ese lugar donde puede ocurrir lo extraordinario. Tres hermanas preadolescentes concretan un fatídico ritual. Una analista de datos decide dejar a su bebé en un balcón para concentrarse mejor en sus planillas. Una señora obsesionada con la telenovela de la tarde empieza a escuchar un zumbido que sale de su televisor. Seres de otro planeta, los Täkis, llegan a la Tierra y emboban a la población. Un abuelo autoritario revela su debilidad en una visita con su nieto a una peluquería. Dos niñas aburridas que veranean con sus padres en la costa encuentran en el lugar donde mueren los pájaros una fuente singular de distracción.

Conjunto hecho de historias sobre equilibrios frágiles y relaciones tensadas al extremo, El lugar donde mueren los pájaros descubre el revés inadvertidamente siniestro de situaciones cotidianas anodinas. En esta esperada segunda colección de cuentos, Downey se confirma como un escritor audaz, hábil para deslizarse con maestría del costumbrismo al fantástico, dueño de una voz única.

Sobre el autor

Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1984. Es guionista egresado de la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica. Su primer libro, Acá el tiempo es otra cosa, fue premiado por el Fondo Nacional de las Artes de Argentina y elegido finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, organizado en Colombia, por un jurado constituido por Hebe Uhart, Alberto Manguel, Carla Guelfenbein, Héctor Abad Faciolince y Javier Rodríguez Marcos. Downey ha publicado cuentos en antologías y colaborado en medios gráficos. El lugar donde mueren los pájaros es su segundo libro.

Otros títulos de Fiordo

Ficción


El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates


No ficción


Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Elogio de Tomás Downey

«Un narrador sólido, con un control notable pero capaz de momentos de intensa locura».

Mariana Enríquez

Manejando bajo la lluvia, veo adelante una cosa marrón y arrugada en medio del camino. Creo que es un animal. Siento tristeza por él y por todos los animales que he visto en el camino y al costado del camino. Cuando me acerco, descubro que no es un animal sino una bolsa de papel. Entonces hay un momento en que mi tristeza de antes sigue ahí junto a la bolsa de papel, así que parece que siento tristeza por la bolsa de papel.

Lydia Davis, «Ejemplos de confusión»

Hermanas

Julia lleva el querosene y los trapos, Camila el cuchillo. Andrea es la más rápida y va a atrapar el lechón. Es martes y acaban de salir del colegio, hace semanas que fijaron el día, semanas de repasar los detalles para que cada paso tenga significado. Caminan apuradas por el costado de la ruta y los yuyos les arañan las piernas. Hay un olor picante, a zorrino. Las tres llevan el pelo atado con retazos de tela negra que le sacaron a su madre.

Llegan al campo de los Acevedo, saltan el alambrado y corren para el lado de los chiqueros, se esconden detrás del galpón. Camila se asoma para asegurarse de que no haya nadie. A esta hora los hombres están en el campo, las mujeres hacen las compras en el pueblo o buscan a los chicos en la escuela.

El chiquero está a cien metros. Ahora, dice Camila, y las tres corren hasta la tranquera, se agachan. Julia frunce la nariz e imita el ronquido de los chanchos. Camila y Andrea le contestan y los ronquidos se convierten en carcajadas.

Cuentan diecinueve lechones. Por ahí no se dan cuenta si falta uno, dice Julia. Camila dice que no, están todos contados pero igual no importa.

Andrea se saca las ojotas para no perderlas. Salta la tranquera y siente el barro pastoso entre los dedos de los pies. Dos chanchas enormes, las ubres pesadas, la miran de reojo desde el comedero. Los lechones corren todos juntos, se aprietan contra el alambrado del fondo. ¿Cuál?, pregunta Andrea a sus hermanas, y Julia señala a uno más pequeño que los otros, un macho. Tiene un borrón negro en el hocico y parece desorientado en medio del corral.

Andrea se acerca y en el primer intento se le escapa. Resbala y cae al barro. Los lechones se dispersan y chillan. Andrea mira a sus hermanas desde el piso y levanta los brazos embarrados, gruñe como el monstruo del pantano. Julia suelta una risa nerviosa, se tapa la boca. Camila dice dale, apurate.

Andrea se pone de pie y las chanchas le gruñen sin dejar de masticar. Ve a su lechón apretado entre los demás, la mancha en el hocico, los ojos desorbitados que miran al frente. Se acerca y cuando los otros corren le bloquea el paso, lo encierra contra los comederos y lo agarra de la cola justo antes de que se le escape. Lo alza y el chillido la aturde, le aprieta el hocico. Julia y Camila miran alrededor, el campo está quieto. Dos benteveos levantan vuelo desde una higuera.

Andrea se mete el lechón dentro de la remera. Siente la piel lustrosa, caliente, y una humedad tibia que le baja por la panza y le moja la ropa. Se hizo pis, les dice a sus hermanas mientras la ayudan a saltar la tranquera.

Corren hacia el monte mientras el cielo se oscurece. Andrea aprieta el lechón contra su pecho, lo siente latir, siente el viento fresco en el surco que dejan sus lágrimas.

Llegan al primer cordón de árboles y descansan un momento, respiran el aire seco que viene del campo. El lechón asoma el hocico por el cuello de la remera de Andrea, la huele y le hace cosquillas.

Caminan hacia el centro del monte y Julia acomoda los trapos viejos sobre la tierra. Camila saca el cuchillo. Andrea y Julia apoyan el lechón boca arriba, la piel del vientre parece traslúcida; lo agarran de las patas para que deje de sacudirse y lo aprietan contra el piso. Camila mira a sus hermanas y ambas asienten.

El lechón abre la boca y suelta un último grito que se extingue, sin aire, cuando Camila hunde la hoja a la altura del estómago. Abre un tajo hacia arriba y atraviesa los huesos jóvenes del esternón, flexibles como ramas verdes, que ceden y se astillan. El animal patalea por reflejo una vez más, luego se queda quieto, la boca abierta y la punta de la lengua que cuelga a un lado.

Camila agranda el tajo con el cuchillo, saca los intestinos, hunde las manos y las empapa en sangre. Andrea se acerca, cierra los ojos y aprieta los labios. Siente las manos tibias untándole la cara.

La piel de Julia, más clara, se tiñe de un rojo vivo que rápidamente espesa y se vuelve oscuro.

Camila, por último, se pinta a sí misma, esparce la sangre hasta cubrir cada sector.

Se agarran fuerte de las manos dibujando un triángulo alrededor del lechón, se miran. Los ojos blancos en las caras rojas. Andrea y Julia lloran y las lágrimas se empastan con la sangre. El sol empieza a bajar, la luz se cuela horizontal entre los árboles, es hora.

Buscan ramas y hojas secas, arman una pira y envuelven el lechón con los trapos. Lo acomodan de costado como si durmiera. Camila empuja la lengua hacia dentro, le cierra la boca. Andrea lo empapa en querosene, prende un fósforo y lo cubre ahuecando la palma de la mano. Las tres dan un paso atrás.

El fuego prende y se propaga despacio, pero de repente sube con impulso hasta chamuscar las hojas de una rama. Las tres sienten el calor en sus máscaras resecas, el olor a carne quemada. Las llamas lamen la corteza de un árbol y la piel del lechón se contrae, se hincha en ampollas que enseguida revientan.

Salen del monte y corren a la acequia. Es apenas un hilo de agua que viborea sobre el barro, pero se forman algunos charcos que les alcanzan para lavarse. Se sacan la ropa sucia y Camila se acerca a Julia, pasa un dedo por las cicatrices rugosas que le cruzan la espalda.

Se lavan con jabón blanco. El pelo de los brazos está duro y tienen que tirar para arrancarse las costras de sangre coagulada. Se frotan y raspan la piel de la cara, se ayudan con las uñas.

Esperan escondidas detrás de unos pastizales, hechizadas por el fuego que cruje y crece. Una camioneta levanta polvo por el camino; del otro lado, desde los campos, un grupo de hombres se acerca corriendo. Los ven gritar pero no los escuchan, los silencia el chasquido de las llamas.

El sol se pone. Nos tenemos que ir, dice Camila, y las tres vuelven en sí, se visten, caminan por la acequia en dirección al pueblo. Saltan el alambrado, cruzan la ruta por el puente y se quedan un momento mirando los autos que pasan, camino a algún lado. Julia pregunta si va a funcionar y Andrea la abraza. Camila dice sí, esta noche, mientras duerme.


Comen con su madre, que apenas habla y ni siquiera pregunta por qué volvieron tarde. Se acuestan las cuatro juntas en la cama grande de la única habitación. Pero las hermanas no duermen y unas horas más tarde escuchan la puerta, el balbuceo pastoso de su padre que habla solo, el cuerpo pesado que cae en el catre del comedor y el chispazo de un fósforo. Con los ojos cerrados, las tres imaginan la mano que cae rendida, la brasa del cigarrillo sobre el colchón. O quizás lo sueñan, porque de repente las despierta el humo. Sacuden a su madre por los hombros y salen tosiendo por la ventana de la habitación.

La casa arde y el techo se desploma. Algunos vecinos se acercan corriendo, preguntan si adentro hay alguien. Las tres hermanas rodean a su madre, que se cubre la boca con las manos. El fuego le brilla en los ojos abiertos.