Me llamo Sebastián Balbuena, igual que mi padre y mi abuelo y mi bisabuelo.
Creo que mi tatarabuelo también se llamaba Sebastián Balbuena, pero no estoy seguro.
Todo el mundo me llama Sebas.
Tengo once años, y en este momento una docena de indios sioux me persiguen a caballo con la intención de arrancarme la cabellera.
Estoy subido en una bicicleta roja.
Huyendo.
Pedaleando con todas mis fuerzas.
No es una bicicleta cualquiera.
Es la Kawasaki 3W2, con sistema de transmisión hidráulico de última generación, ocho marchas, sillín aerodinámico, llantas de aleación de acero y cambio de marchas alemán.
Me ajusto las gafas y muevo mis piernas todo lo deprisa que puedo.
Los sioux están cada vez más cerca.
Escucho sus gritos de guerra. El galope de sus caballos.
Sin dejar de pedalear, giro la cabeza.
A mi lado está mi vecina María, subida en una bicicleta exactamente igual que la mía.
Ella se pone en pie sobre la bici y también pedalea con todas sus fuerzas.
María tiene once años, igual que yo.
Es muy morena y muy rápida, juega muy bien a la Play y cada vez que sonríe le salen unos hoyuelos muy graciosos a ambos lados de la boca.
Yo creo que es la más simpática y la más rápida y la más guapa de mi bloque y de mi colegio.
Seguramente, mi hermana Susana no estaría de acuerdo.
Mi hermana está convencida de que ella es la más guapa y la más simpática y la más todo.
Aunque ahora ya da igual. Si los sioux nos alcanzan, se acabó todo.
María cruza una mirada conmigo.
Creo que los dos pensamos lo mismo.
Por mucho que tengamos bajo nuestros pies las nuevas y relucientes Kawasaki 3W2...
¡No tenemos escapatoria!
Estamos en un paraje impresionante: el Valle de los Profetas.
Un lugar sagrado, por lo visto.
Una llanura kilométrica rodeada de colinas y montañas, en la que solo hay tierra y cactus.
Los sioux nos pisan los talones.
En ese preciso instante, una flecha afilada pasa rozándome.
No me ha dado por muy poco.
Estos indios no se andan con tonterías.
Da igual que seamos niños.
Da igual que no nos conozcan de nada.
Creen que somos sus enemigos, y solo tienen una idea en la cabeza: acabar con nosotros y cortarnos la cabellera.
María y yo seguimos pedaleando sin parar.
Cada vez más y más flechas pasan cerca de nosotros.
Una flecha con una pluma de color verde se clava directamente en el guardabarros trasero de mi bicicleta.
Es cuestión de segundos que se nos echen encima.
Que nos atrapen.
Y que acaben con nosotros.
Prometo que no hemos hecho nada malo.
Pero el caso es que los sioux creen que sí.
Están convencidos de que hemos profanado las tumbas de sus antepasados.
Sus gritos cada vez están más cerca.
Es imposible que dos niños en bicicleta puedan escapar de un puñado de pieles rojas galopando sobre sus caballos.
No hay nada que hacer.
Me preparo para lo peor.
Están a punto de atraparnos.
De atravesarnos con una flecha.
O de clavarnos una de sus mortíferas hachas.
Van a caer sobre nosotros.
Ya.
Y entonces...
Justo en ese momento...
Los gritos desaparecen.
Ya no hay flechas silbando cerca de nosotros.
El galope de los caballos se escucha más y más lejos.
¿Qué ha ocurrido?
Sin dejar de pedalear, echo un vistazo atrás.
Y lo que veo me deja atónito.
Los indios han dado media vuelta y galopan en dirección contraria.
–¡Se están marchando! –grito.
–¿Eh? –pregunta María.
–¡Se van! –vuelvo a gritar–. ¡Los indios han dado media vuelta!
Detengo al fin mi bici.
María también detiene la suya.
Los dos contemplamos a nuestros perseguidores.
Alejándose.
Ahora incluso galopan más deprisa que antes.
Solo que en dirección contraria.
–¿Tú crees que se han arrepentido? –me pregunta María.
–A lo mejor les hemos dado pena –digo yo, encogiéndome de hombros–. O se han acordado de alguna cosa urgente: mira cómo corren.
María y yo nos miramos, sin estar muy convencidos.
Enseguida tenemos la respuesta.
Un temblor empieza a sacudir la tierra.
Primero es un rumor sordo.
Poco a poco, se transforma en un enorme estruendo.
Volvemos la vista al frente.
Detrás de una loma, aparece una gigantesca nube de polvo.
Justo delante de nosotros.
El suelo se mueve bajo nuestros pies.
¿Un huracán?
¿Un tornado?
Nada de eso.
Algo mucho peor.
¡Una estampida de bisontes!
¡Y vienen directos hacia nosotros!
De hecho, los tenemos casi encima.
Por eso habían dado la vuelta los sioux.
Son cientos, tal vez miles de bisontes.
Para el que no haya visto nunca un bisonte, solo diré una cosa: ¡dan mucho miedo!
Es uno de los animales más grandes y descomunales que existen. Cada uno pesa más de mil kilos.
Sí, sí: ¡mil kilos!
Y pueden correr a una velocidad desproporcionada para su tamaño.
Una manada entera corría en esos instantes hacia nosotros.
Ahora sí que no teníamos nada que hacer.
Los bisontes nos iban a aplastar en pocos segundos.
María y yo nos quedamos paralizados.
La miré y dije lo único que se me ocurrió:
–María, no sé si es el momento, pero quiero que sepas que a pesar de lo que dicen algunos en el colegio... a pesar de lo que hayas oído... te aseguro... te prometo que...
–¿Qué? –me preguntó ella.
Allí en medio.
En el Valle de los Profetas.
A punto de ser aplastado por una estampida de bisontes.
Dije las que tal vez podían ser las últimas palabras de mi vida:
–Nunca he hecho manitas con Raquel Pastor, de 5º B.
No es fácil de explicar.
Así que lo voy a decir directamente.
Sin rodeos.
He viajado en el tiempo a través de un agujero negro.
Lo voy a repetir, por si alguien no lo ha entendido.
He cruzado el tiempo y el espacio a través de un agujero negro.
Así, como suena.
Un verdadero agujero negro.
Como esos que estudian los científicos.
Solo que yo no lo he estudiado.
Yo he viajado de verdad por su interior.
He retrocedido ciento cincuenta años en el tiempo.
Y he aparecido a 10.000 kilómetros de mi casa.
Todo ha ocurrido a través de un agujero negro que hay en Moratalaz.
A lo mejor a algunos les suena raro.
No me extraña.
A mí también me parece rarísimo.
Además, no he viajado solo.
Han venido conmigo mi padre, mis hermanos, mi vecina Mari Carmen y su hija María.
Antes de seguir, quiero decir una cosa: todo lo que voy a contar aquí es verdad.
Absolutamente todo.
Podría inventarme muchas cosas para quedar mejor, o para parecer más valiente, o más listo, o lo que sea.
Pero os aseguro que en esta historia la verdad es muchísimo más interesante que todo lo que yo me pueda inventar.
Voy a empezar por el principio:
Nací en Moratalaz, que es un barrio de Madrid que tiene edificios muy altos y que es famoso porque allí nació el cantante Melendi, y también porque tenemos el récord Guinness a la paella más grande del mundo, que se comieron más de cien mil personas un domingo.
Mi padre se llama Sebastián Balbuena, igual que yo, y es policía municipal.
Mi hermano mayor se llama Santi, tiene quince años y se pasa el día dándome collejas y capones.
Mi hermana Susana es la pequeña (acaba de cumplir diez) y es la única chica de la familia.
Mi madre murió hace mucho tiempo.
Cuando yo era muy pequeño.
Pero esa es otra historia.
El caso es que esto que voy a contar no ocurrió en Moratalaz.
Ocurrió en un sitio que está mucho más lejos.
Un sitio donde la gente va a caballo y lleva pistolas colgadas de la cintura, y los sioux te persiguen a caballo en cuanto te descuidas.
El salvaje Oeste.
Sí, el Oeste.
El de los vaqueros y los indios.
Con el sheriff.
Y los cowboys.
Y el saloon.
Y el séptimo de caballería.
Y los sioux.
No sé cómo sonará así dicho.
Pero es la pura verdad.
Todo es muy emocionante.
Es como vivir dentro de un videojuego, o en una película.
Aunque también tiene algunos inconvenientes.
Si te descuidas, te pegan un tiro al cruzar la calle.
O te arrancan la cabellera.
O una manada descontrolada de bisontes te puede aplastar.
Vale, sí. Todos los días vivo un montón de aventuras.
Estoy rodeado de caballos, de tiroteos, de forajidos de leyenda, de indios salvajes... y todo es muy emocionante.
Pero a veces echo de menos mi casa de Moratalaz.
Echo de menos ir al colegio con mis amigos.
Jugar al fútbol en el patio.
Pasear por el centro comercial.
Ir al cine.
Jugar a la Play.
Y muchas otras cosas.
De eso justamente va toda esta historia.
De nuestras aventuras lejos de casa.
Y también de los intentos para regresar a nuestro hogar.
Mi padre siempre me decía que nunca aprecias de verdad lo que tienes hasta que lo pierdes.
–Sebas, escucha atentamente –me dijo un día mientras estábamos cenando pizza a los cuatro quesos–. Nunca aprecias de verdad lo que tienes hasta que lo pierdes. Ya te digo.
Luego, le dio un mordisco a la pizza.
Mi padre repitió aquella frase muchas otras veces.
Mi padre es muy de repetir las cosas.
Yo no le prestaba atención cuando lo decía.
Pues bien.
Ahora puedo decirlo, aunque me fastidie.
Mi padre tenía razón.
Echo de menos un montón de cosas.
Cosas que tenía, pero que no me daba ni cuenta de que las tenía.
Como mis amigos del colegio.
O las competiciones de skate.
O los partidos de fútbol.
O las partidas con la Play.
O ver una película con mi vecina María.
O...
Pero bueno, me estoy repitiendo.
A lo mejor yo también soy como mi padre, y me gusta repetir las cosas.
No estoy seguro.
El caso es que todo empezó, como ocurre casi siempre, un día normal y corriente.
Estábamos en el supermercado de mi barrio y...
El supermercado más grande de mi barrio se llama Dos Torres.
No tengo ni idea de por qué se llama así, la verdad. Es un edificio de una sola altura, y no tiene ni una torre, ni dos torres, ni nada que se parezca a una torre.
Aquel domingo, toda la familia fuimos a comprar.
Con nosotros vinieron nuestras vecinas: Mari Carmen y su hija María.
De María ya he hablado antes.
Somos vecinos.
Vamos al mismo colegio.
A la misma clase.
Es muy simpática y muy guapa.
Siempre me gana a la Play.
Cuando me gana, sonríe y aparecen sus dos hoyuelos a ambos lados de la boca.
A mí me encanta mirar esos hoyuelos.
Aunque eso nunca se lo he dicho.
Su madre, Mari Carmen, es muy amiga de mi padre.
Muchos fines de semana hacemos planes todos juntos, como ir de excursión, o a visitar monumentos, o ir al zoo, o a muchos otros sitios.
–Venga, Sebastián, reconoce que hago la mejor paella con conejo del mundo –dijo un día Mari Carmen.
Ese domingo habían venido a comer a casa, y Mari Carmen había hecho paella.
–Ya te digo –respondió mi padre.
Luego, los dos se fueron a la cocina a fregar los platos.
–Tu madre está coladita por mi padre –dijo mi hermana mirando a María.
Ella enseguida contestó:
–¡Pero qué dices, si es al revés! Tu padre no hace más que mandar mensajes a mi madre a todas horas.
–Eso es mentira –respondió Susana–. Tu madre se pasa el día viniendo a nuestra casa con postres y comidas, buscando excusas para acercarse a mi padre.
–¡Por favor! –dijo María–. Pero si tu padre nos invita todas las semanas a alguna excursión o a dar un paseo por el campo o lo que sea.
–Bueno –intervine yo–. A lo mejor es cosa de los dos.
–¡Lo que me faltaba por oír! Que te pongas de su parte –dijo Susana–. Claro, como María también va detrás de ti, pues estás ciego. De tal palo, tal astilla. La madre y la hija persiguiendo a los Sebastián Balbuena, una al padre y la otra al hijo.
–¡Te has pasado, Susana! –dije yo, que me había puesto rojo como un tomate.
María miró a otra parte, sin decir nada.
–Vaya, vaya, vaya –dijo mi hermano Santi mientras chateaba por el móvil, tirado en el sofá–. Yo creía que eran papá y el enano los que estaban babeando detrás de las vecinitas.
–¡Santi! –dije yo.
–No le hagas ni caso –dijo mi hermana–. Santi no tiene ni idea. Son ellas dos. Además, mira: María se queda callada porque sabe que estoy diciendo la verdad.
–Si me quedo callada es por una sola razón –dijo María muy tranquila–: porque cuando una niña pequeña dice tonterías, es mejor no responder.
Susana y María casi siempre están picadas.
María solo tiene un año más que Susana, pero le encanta recordarle que es mayor.
Susana es un poco listilla y se mete con ella por cualquier motivo.
El caso es que se pasan el día discutiendo.
Yo intento no meterme en medio.
–¡Ja! –dijo Susana–. Pues que sepas una cosa: con mi hermanito Sebas no tienes nada que hacer. Todo el mundo sabe que le gusta Raquel Pastor, de 5º B.
¿¡Eh!?
¿Raquel Pastor?
¿A mí?
Raquel era una pelirroja de mi colegio con la que a veces iba a montar en monopatín, y una vez también habíamos ido juntos al cine.
Vale, otra vez había ido a estudiar matemáticas a su casa; pero eso no tiene nada que ver.
Raquel Pastor no me gustaba nada de nada.
Eso que quede claro.
–Voy a llamar a Pakete –dijo Susana acercándose al ordenador–, a ver qué opina él.
Susana se puso delante del ordenador y abrió el Skype.
Pakete era el hijo de un amigo de mi padre, y también era nuestro amigo.
En realidad se llamaba Francisco.
Pero todos le llamábamos Paco, o Pakete, porque había fallado cinco penaltis en la liga de fútbol que jugaban.
Pakete tenía once años, igual que yo, y habíamos vivido muchas aventuras con él.
Pero bueno, que me estoy liando.
Ya lo he dicho y lo repito:
A mí no me gustaba ni Raquel Pastor ni ninguna otra chica del colegio.
–¿Te has enterado, hermanita? –dije yo–. ¡A mí no me gusta ninguna chica del mundo!
–¡Eso es lo mismo que digo yo siempre! –contestó una voz desde la pantalla del ordenador.
–¡Pakete! –dijo Susana hablando al ordenador–. ¡Qué alegría! Mira, que estamos aquí discutiendo si a mi hermano le gusta o no le gusta una chica del colegio, y me he acordado de ti. A lo mejor... ya sabes... a lo mejor es porque como tú y yo... ya me entiendes...
El verano pasado, mi hermana Susana le había dado un beso a Pakete delante de todo el mundo, y desde entonces no hacía más que repetir que él estaba colado por ella.
–Pues eso, Pakete –dijo Susana–, que como tú ya tienes experiencia en estas cosas, y yo te gusto, pues a lo mejor podías ayudar a mi hermano, que está hecho un lío... Porque además de Raquel Pastor, está el tema de nuestra vecina María, aquí presente, que le sigue a todas partes. Y, claro, no sabe qué hacer...
–Un momento, un momento –dijo Pakete–. ¿Has dicho que tú me gustas? ¿A mí?
–Eso lo sabe todo el mundo –dijo Susana sonriendo.
–Una cosa es que me dieras un beso delante de todos, y sin avisar, que ya te vale –dijo Pakete–, ¿pero de dónde te sacas que tú me gustas? Si yo nunca he dicho nada parecido...
–Pobre –dijo Susana–. Claro, le da vergüenza reconocerlo aquí delante de todos...
–Yo paso –dijo Santi.
–Yo preferiría una guitarra eléctrica –dijo Susana, que tocaba fatal todos los instrumentos del mundo, pero que se empeñaba en aporrear el piano, y el trombón, y ahora le había dado por la guitarra.
–Aquí nadie pasa –zanjó mi padre–. Nos vamos ahora mismo al súper a comprar seis kawasakis. Es la mejor idea que hemos tenido desde hace años.
Y así fue como ocurrió.
Un domingo aparentemente normal y corriente.
Fuimos al supermercado más grande de Moratalaz.
Dos Torres.
Íbamos a comprar unas bicicletas.
Lo que no sospechábamos era que aquel domingo, en aquel supermercado, iba a ocurrir algo que cambiaría nuestras vidas para siempre.
Íbamos a viajar en el tiempo.
A través de un agujero negro que apareció de pronto en el parking del supermercado.