Me llamo Sebastián Balbuena, tengo once años y en estos momentos estoy corriendo bajo la lluvia, mientras un centenar de guerreros vestidos con armaduras negras intentan atravesarme con sus flechas.

Me disparan con unos enormes arcos desde la otra orilla de un río.

Una flecha pasa rozándome.

Muy cerca de mí.

Por suerte, está lloviendo con fuerza y eso hace que los arqueros tengan peor visibilidad.

Me agacho y doy un salto hasta un árbol.

Me escondo detrás.

Temblando.

De inmediato, media docena de flechas negras se clavan en el árbol.

¡ZAS!

¡ZAS!

¡ZAS!

¡ZAS!

¡ZAS!

y ¡ZAS!

Son flechas de verdad.

De las que hacen daño.

De las que te atraviesan el cuerpo si te dan.

Los arqueros que me disparan quieren acabar conmigo.

No tienen escrúpulos.

La lluvia arrecia.

El agua cae por todas partes.

Tengo que moverme muy rápido.

Si no consigo detener a esos guerreros sanguinarios, muchas personas inocentes van a sufrir.

Me asomo ligeramente detrás del árbol.

Entre los arqueros y yo, hay unos cincuenta metros.

Un río caudaloso nos separa.

Esa es la única razón por la que no me han atrapado hasta el momento: el río.

Y esa puede ser mi salvación.

Noto cómo el corazón me palpita a toda velocidad.

Estoy muy asustado.

Quiero huir.

Alejarme de allí.

Pero no puedo hacerlo: tengo que enfrentarme a esos guerreros.

Las vidas de muchas personas dependen de ello.

Doy un salto y avanzo hasta unos matorrales.

De nuevo, las flechas pasan silbando muy cerca de mí.

Me tiro al suelo, tapándome con las dos manos.

Allí tumbado, temblando de miedo y de frío, varias preguntas me vienen a la cabeza:

¿Seré capaz de sobrevivir al ataque de esos feroces guerreros?

¿Podré detener su avance de alguna forma?

¿Se desbordará el río con la cantidad de lluvia que está cayendo?

Y, sobre todo:

¿Qué hace un niño de once años enfrentándose a más de cien soldados asesinos?

Muy buena pregunta.

Para contestar, tendría que hablar un poco del castillo de Barlovento.

Del Bosque Maldito.

De la Real Orden de los Caballeros.

Y de los Dragones Durmientes.

No estoy loco.

Yo soy de Moratalaz, que es un barrio de Madrid, y allí no tenemos arqueros asesinos, ni castillos, ni bosques malditos, ni dragones de ninguna clase.

Pero ahora estoy muy lejos de mi casa.

Últimamente me han pasado algunas cosas muy extrañas.

Me ajusto las gafas y me doy ánimos:

–¡Vamos, Sebas, tú puedes!

Me pongo en pie otra vez y corro.

Con todas mis fuerzas.

Bajo la lluvia.

En medio de las flechas.

Corro, corro y corro.

Lo voy a conseguir.

Tengo que llegar junto a la orilla.

Mientras algunos guerreros cruzan el río sobre sus caballos o a nado, otros me siguen disparando.

Sigo corriendo.

Sin detenerme.

No pienso pararme, pase lo que pase.

Corro.

Corro.

Ya estoy mucho más cerca.

Sigo corriendo.

Y entonces...

¡PLASH!

Tropiezo y caigo de bruces.

Sobre un charco.

Estoy a campo descubierto.

Indefenso.

Desde el suelo, me giro hacia los arqueros.

Puedo verlos al otro lado del río.

Me gritan y me disparan.

Una flecha negra viene directa hacia mí.

Justo hacia mi rostro.

La flecha negra parece ir a cámara lenta.

Vuela directa hacia mí.

Estoy tirado en mitad del barro.

Sin poder moverme.

La flecha está a punto de impactarme.

Cierro los ojos.

Abro la boca.

Y pego un grito desgarrador:

–¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!

Será mejor que empiece por el principio.

Hace un mes aproximadamente, fui al centro comercial de mi barrio a comprar unas bicicletas Kawasaki 3W2.

Fui con mi padre, que se llama Sebastián igual que yo; con mi hermano mayor, Santi, y con mi hermana Susana, que acaba de cumplir diez años.

Por si alguien no se ha fijado, todos en mi familia tenemos nombres que empiezan por «S». Lo cual no tiene nada que ver con lo que estoy contando ahora, pero me parece que es un detalle curioso y por eso lo digo.

También vinieron nuestras vecinas: Mari Carmen, que es muy amiga de mi padre, y su hija María, que está en clase conmigo y que es muy simpática y muy graciosa, y cada vez que sonríe le salen dos hoyuelos al lado de la boca.

Lo que ocurrió fue que, al salir del supermercado con las bicicletas nuevas, nos cayó un rayo encima.

Lo prometo.

Hubo una tormenta eléctrica con truenos y relámpagos.

Y justo cayó un rayo sobre nuestras cabezas. Bueno, casi...

De pronto, todo se volvió oscuro y parecía que caíamos al vacío, hasta que aparecimos...

En Black Rock, un pueblo del Oeste, en el año 1870.

Allí vivimos muchas aventuras con indios y vaqueros, y a mi padre le nombraron sheriff y muchas más cosas. Pero esa es otra historia.

El caso es que, intentando regresar a casa, nos metimos en otra tormenta eléctrica.

Y volvimos a viajar en el tiempo y en el espacio.

Sin embargo, no regresamos a Moratalaz.

Aparecimos en un lugar muy distinto: el reino de Barlovento.

En una época remota: la Edad Media.

Con los caballeros, las armaduras, las princesas, los castillos y todas esas cosas que hemos estudiado en el colegio.

Del reino de Barlovento yo nunca había oído hablar, pero eso no significa que no exista; la verdad es que a mí la Historia nunca se me ha dado muy bien.

Todo empezó cuando atravesamos el agujero negro por segunda vez.

Los seis íbamos subidos en nuestras Kawasakis, pedaleando a toda velocidad por un valle, bajo una tormenta.

Una gran luz blanca inundó el valle.

Acompañada de un temblor de tierra y un sonido que lo envolvió todo.

Entonces volvió a suceder: ¡de golpe, entramos en un agujero negro!

Un zumbido muy agudo y muy desagradable sonó con fuerza.

Después de unos instantes en medio del vacío, caímos.

Y caímos.

Y caímos aún más.

Costaba respirar.

No se veía nada.

Era todo una mezcla de colores y sonidos.

Hasta que al fin... aterrizamos de golpe en un campo lleno de árboles y matorrales.

Uf.

–¿Estamos en Moratalaz? –preguntó María.

Ninguno se atrevió a responder.

Aquello no se parecía nada a Moratalaz. No había edificios, ni supermercados, ni coches.

Solo vegetación y, un poco más allá, una explanada de tierra.

Me quité las gafas y las limpié con la manga de mi camisa.

Estábamos los seis agarrados a nuestras bicicletas, recuperando la respiración, intentando entender qué había pasado.

–Creo que no hemos vuelto a casa –dijo Mari Carmen observando los árboles y los campos.

–Ya te digo –añadió mi padre rascándose la barbilla.

–¡Yo me estoy hartando de viajar por el tiempo subido a una bicicleta! –exclamó Santi.

Mi hermano mayor tiene quince años y está en contra de todo y de todos. De los profesores, de mi padre y, por supuesto, está en contra de viajar en el tiempo. Su afición favorita es quejarse.

–Para esto, nos podríamos haber quedado en Black Rock –siguió–. ¡Allí, por lo menos, ya nos conocían! ¡Ahora, a saber qué nos encontraremos!

–Ya está bien, Santi –zanjó mi padre–. No podíamos quedarnos en el Oeste porque no es nuestro hogar, ni nuestra época, ni nada, y tenemos que intentar volver a casa como sea. Y con respecto a lo que nos vamos a encontrar aquí, pues la verdad es que no tengo ni idea, pero no creo que sea peor que un puñado de asesinos con pistolas y...

Mi padre no pudo seguir, porque en ese momento un ruido tremendo sonó muy cerca de nosotros.

Los matorrales comenzaron a moverse.

Parecían unas grandes pisadas acercándose.

Los seis nos giramos hacia los arbustos, asustados.

Las hojas de los árboles temblaban, el ruido iba en aumento, y entonces apareció delante de nosotros...

¡Un hombre enorme vestido con una armadura plateada resplandeciente y con una espada en la mano!

A través del casco, podían intuirse sus ojos.

Nos miró fijamente.

Y exclamó:

–Por san Jorge, por el rey Bellido y por todos los dragones voladores del inframundo... ¡Voy a partiros en dos con mi espada!

Levantó con fiereza la espada, que tenía una hoja de acero muy bien afilada, y se lanzó a por nosotros.

Los seis retrocedimos asustados.

El hombre de la armadura levantó aún más la enorme espada.

La levantó con tanto ímpetu que...

¡CATACLONC!

Se cayó de espaldas.

Y se pegó un tremendo golpe contra el suelo.

El peso de la espada, o de la propia armadura, había hecho que perdiera el equilibrio y se desplomara hacia atrás.

Se quedó tirado entre las hierbas, inmóvil.

Emitió un leve quejido:

–Ay...

Después pataleó un poco, intentando levantarse.

Pero aquella enorme armadura le impedía moverse.

Quedó tumbado en una posición ridícula.

Podíamos escuchar su respiración.

Grave y profunda.

Intentó moverse varias veces sin conseguirlo. Era como una de esas tortugas que se quedan bocarriba sobre su caparazón, moviendo los brazos y las piernas, incapaces de levantarse.

–¿Necesita ayuda, buen hombre? –preguntó mi vecina María, acercándose.

–María, ven aquí –le ordenó Mari Carmen–. No sabemos quién es... y hace un segundo quería partirnos en dos. No creo que sea buena idea ayudarle.

–¿Aprovechamos que no se puede mover para rematarle? –preguntó ahora mi hermano Santi, cogiendo un palo que había bajo un árbol.

–Eso tampoco –dijo mi padre.

Mari Carmen dio un paso adelante.

–Escúcheme, señor, tiene usted dos posibilidades –dijo ella–: o nos explica ahora mismo quién es y por qué quería atacarnos con esa espada, y nos pide disculpas, o... o le dejaremos ahí tirado y nos iremos por donde hemos venido.

–Ya te digo –añadió mi padre.

La frase favorita de mi padre es «Ya te digo». La dice a cualquier hora, aunque no venga a cuento.

–Por donde hemos venido no podemos irnos, mamá –la corrigió María.

–Bueno, es una forma de hablar –respondió Mari Carmen.

–Ya te digo –repitió mi padre.

El hombre de la armadura se apoyó con fuerza en los dos brazos e intentó levantarse una vez más.

Parecía que estaba a punto de conseguirlo.

Se incorporó ligeramente, un poco más, otro poco...

Pero de nuevo cayó al suelo.

Allí seguía, boca arriba, respirando con dificultad.

–¡Aaagggggggggggggg! –exclamó–. ¡Maldito herrero Samuel el Cojo! Le he dicho mil veces que esta armadura pesa demasiado. Ayúdenme a levantarme y puede que les perdone la vida.

–Huy, huy, huy –dijo enseguida Mari Carmen–. Esa no es forma de pedir las cosas. ¿No le han enseñado que las cosas se piden por favor?

El hombre emitió un gruñido.

A continuación, agarró su casco con ambas manos, tiró de él y se lo quitó. Lo arrojó lejos de sí y el casco fue rodando justo hasta nuestros pies.

Aunque el hombre seguía tirado en el suelo, al fin pudimos verle el rostro.

Apenas tenía pelo. Una poblada barba blanca le cubría el rostro. A primera vista, parecía bastante mayor.

–Me presento –dijo muy serio–: soy el duque de Almansa, hijo, nieto y bisnieto de una larga estirpe de caballeros con sangre azul; también soy conocido como el caballero Valiente, favorito del rey, comandante de la Guardia de los Últimos Días y gran maestre de la famosa y nombrada Orden Real de los Caballeros de Barlovento.

Tras unos instantes de silencio, Mari Carmen dijo:

–Yo soy Mari Carmen, de Moratalaz. Encantada.

–Yo soy Sebastián, aunque todo el mundo me llama Sebas –aproveché para decir–. Ah, y también soy de Moratalaz.

–Y yo, Susana, la hermana de este. Sé tocar el trombón, jugar al fútbol y tengo el récord de saltos a la comba de mi colegio.

–Bueno, bueno, eso del récord habría que verlo –dijo enseguida María–. No está comprobado oficialmente...

–Vaya que no...

–Niñas, no discutáis –zanjó Mari Carmen–, que aquí el caballero Valiente no entiende nada de lo que decís.

El hombre nos miró desconcertado. Se dirigió a Mari Carmen, que parecía haber tomado la iniciativa.

–Disculpadme, bella mujer extranjera del reino de Moratalaz. No estoy acostumbrado a pedir ayuda a una dama –dijo–, pero puesto que sois vos quien parece estar al mando, ¿tendríais a bien decirle a vuestro séquito que ayude a este caballero ya entrado en años, incapaz de ponerse en pie?

–¿Qué significa «séquito»? –preguntó Susana.

–Que ella es la jefa y nosotros los que vamos detrás –murmuró Santi.

–Ejem, perdón, caballero Valiente, pero aquí no hay séquitos ni jefes –dijo mi padre–. Aquí todos somos iguales. Yo soy Sebastián Balbuena, de Moratalaz, y soy el padre de familia, por así decirlo.

–Hum... Ya veo, todos iguales –dijo ahora el caballero, arqueando las cejas–. No sé de dónde habéis salido, ni me interesan demasiado vuestras costumbres en estos momentos. Debo insistir en que me prestéis vuestra ayuda para incorporar mi anciano cuerpo.

–¿Prometes que no vas a atacarnos? –preguntó Mari Carmen.

–Lo juro por el ducado de Almansa, por la Orden Real de los Caballeros de Barlovento, por...

–Vale, vale, te creemos –zanjó ella–. Venga, chicos, vamos a levantarle.

Nos acercamos y, entre los seis, le agarramos de los brazos.

–Una, dos y... ¡tres! –exclamó mi padre.

Tiramos con todas nuestras fuerzas.

Y por fin se puso en pie.

El caballero Valiente resopló.

–Gracias, extranjeros –dijo muy serio–. No olvidaré vuestra colaboración en estos momentos poco decorosos para un caballero tan nombrado como yo.

Después hizo una especie de reverencia.

Al doblar la espalda, sonó un ruido.

CRAC.

–Aaaaag –exclamó, llevándose una mano a la cintura.

–Eso es el lumbago –dijo mi padre–. Perdone que se lo diga, pero es que no tiene usted edad para llevar una armadura tan pesada.

–¡Ayyyyyyyyy, duele! –exclamó el caballero, que otra vez parecía incapaz de moverse.

–Se ha quedado enganchado, como el profesor de Educación Física la Navidad pasada –dijo Susana.

–Madre mía, señor Valiente, está usted hecho un asco –dijo Mari Carmen.

–¿Me podrían ayudar por segunda vez, si no es demasiada molestia? –dijo él, con el tronco inclinado hacia delante, en la misma postura en la que había hecho la reverencia.

–Venga, que no se diga que los Balbuena no ayudamos a los desconocidos –dijo mi padre.

Se acercó a él, pasó el brazo del dolorido caballero por encima de su hombro y le acompañó con dificultad hasta una roca cercana para que pudiera sentarse.

Valiente iba dando quejidos a cada paso.

–Ay... Uf... Agg... Ah...

Hasta que por fin consiguió dejarle apoyado sobre la piedra.

–Hala, quietecito ahí un rato –dijo mi padre.

–Tengo obligaciones que atender –se lamentó el caballero–. No puedo quedarme aquí descansando mientras el reino está en peligro.

–¿Qué peligro? –pregunté.

–Shhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh –respondió llevándose el dedo índice a la boca–. Muchos y muy variados son los peligros que acechan al reino de Barlovento, jovencito.

Miramos a nuestro alrededor, esperando ver alguno de esos peligros.

Pero la verdad es que aquel lugar parecía tranquilo y apacible.

El sol se colaba entre las copas de los árboles. Se podía oír el canto de los pájaros y el agua de un riachuelo.

–No os fieis de las apariencias –insistió Valiente–. Lo que a primera vista puede tener el aspecto de un hermoso bosque, en realidad esconde amenazas detrás de cada árbol, de cada matorral. No en vano, este bosque es conocido por todos como... el Bosque Maldito.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al escuchar aquel nombre.

Era la primera vez que oía hablar del Bosque Maldito.

Pero no iba a ser la última.

Volvimos a levantar la vista, mirando a un lado y otro, por si veíamos o escuchábamos algo sospechoso. Nada.

–No me gusta estar en un sitio que se llama el Bosque Maldito –dijo Santi.

–Pues a mí me parece muy bonito –dijo mi hermana Susana, respirando.

–Eso es porque eres una renacuaja y no te das cuenta de que, si se llama el Bosque Maldito, por algo será –insistió mi hermano.

No tuvimos tiempo de reaccionar.

La flecha se clavó en el pecho del caballero Valiente.

¡ZAS!

¡La flecha había atravesado la armadura y se había clavado en su cuerpo!

Como si fuera la cosa más normal del mundo, Valiente la observó.

Sin inmutarse.

Sin gritar.

Después, levantó la vista y exclamó:

–¡En mala hora habéis llegado, forasteros! ¡Nos atacan los enemigos del reino! ¡A los caballos, deprisa!

–¿Pero qué caballos? –preguntó Mari Carmen, alarmada.

–¡Es una manera de hablar! –gritó Valiente–. ¡Corred! ¡Ya!