Me llamo Francisco García Casas, acabo de cumplir once años y voy a lanzar el penalti más importante de la historia del Soto Alto.

Es sábado por la mañana.

Y hace muchísimo calor.

Coloco el balón justo en el punto de penalti.

Estoy delante del portero.

Le miro fijamente.

Es un chico muy alto y muy rubio con una gorra. Está vestido con un traje de color naranja que yo creo que se puede ver desde varios kilómetros a la redonda.

Él también me mira. Desafiante. Como si me estuviera diciendo: «Tíralo si te atreves».

Y entonces escucho el rugido de la grada.

Hay más de mil personas gritando. Moviendo banderas al viento.

Ha venido casi toda la gente del pueblo.

Y todos están pendientes de mí.

Nunca había venido tanta gente a un partido infantil de la Liga Intercentros.

Pero no es un partido cualquiera.

Es el último partido de la liga.

Y han pasado tantas cosas estas dos últimas semanas, que también han venido periodistas y cámaras de televisión y fotógrafos.

Y ahí estoy yo.

Listo para lanzar el penalti.

Miro al árbitro.

Espero que no le pase nada raro.

Y luego miro a mis compañeros de equipo.

Todos parecen muy nerviosos: se giran hacia otro lado, ninguno se atreve a decirme nada, ni siquiera me miran.

Bueno, ninguno excepto Helena, que me sonríe y me hace un gesto con la cabeza.

A lo mejor es la única que piensa que lo voy a meter.

Este año he fallado cinco penaltis en la liga.

Seguramente es un récord: cinco penaltis fallados.

Aunque ninguno era tan importante como el de hoy.

Yo mismo no estoy seguro de querer tirar este penalti decisivo.

Pero no me queda otra.

Soy el delantero centro.

Tengo que tirarlo.

Y tengo que meterlo.

Para llegar aquí hemos tenido que luchar muchísimo.

Si lo fallo, el equipo perderá algo mucho más importante que un partido.

Podemos desaparecer.

Así dicho, no sé cómo sonará. Pero es la verdad. Si fallo este penalti, es muy probable que el Soto Alto deje de ser un equipo de fútbol para siempre.

Así que más vale que lo meta.

Cruzo una mirada con mi madre, que está en el banquillo.

Ella no es la entrenadora, pero hoy está en el banquillo porque han pasado un montón de cosas muy extrañas antes de llegar hasta aquí.

En este momento, a punto de lanzar el penalti, me pasan por la cabeza todas las cosas increíbles que nos han ocurrido con los árbitros y con los entrenadores y con todo el mundo.

Y lo único que pienso es:

«Francisco, es tu última oportunidad».

Tengo que meterlo como sea.

Los gritos en la grada van en aumento.

Todo el mundo aplaude y grita, y yo intento concentrarme.

¿Lo tiro por la derecha?

¿Por la izquierda?

Los dos últimos penaltis que he fallado los tiré por la izquierda. A lo mejor el portero lo sabe. Se toca la gorra y me señala con el dedo índice.

¿Por qué me señala?

¿Se cree que me voy a asustar?

Pues está muy equivocado: por mucho que me señale delante de todo el mundo, no me voy a asustar.

Por una razón muy sencilla: porque ya estaba muy asustado antes de que me señalara.

Tengo que meter el penalti, tengo que meter el…

Entonces, el árbitro pita.

Tengo que tirar ya.

Cojo carrerilla.

Cierro los ojos.

Y pienso: «No pienses».

Y chuto.

El balón vuela hacia la portería.

Y yo me quedo mirando con cara de empanado…

 

 

 

 

El equipo de fútbol 7 del Soto Alto está formado por:

Con el número 1, Camuñas, portero. También conocido como el Orejas. Tiene las orejas tan grandes que en cualquier momento parece que va a echar a volar. Es un buen portero, y aunque no se mueve mucho, para bastantes goles. Sus dos hermanos mayores también son porteros, pero él no deja de repetir: «Soy el mejor portero de la familia».

Con el número 2, Angustias, lateral derecho. Siempre está suspirando y quejándose por todo. Nadie se acuerda de cómo se llama de verdad, porque todos le llaman Angustias. Cuando ganamos el partido con los del Roma, dijo: «Qué pena que hayamos ganado. Podríamos haber batido el récord de derrotas consecutivas».

Con el número 3, Marilyn, lateral izquierdo. Corre tan rápido que a veces te olvidas de que es chica y que la asociación de padres nos obligó a meterla en el equipo a la fuerza porque decían que tenía que haber más chicas. Es bastante buena, le gusta mucho mandar, y lleva el brazalete de capitán aunque nadie sabe por qué.

Con el número 4, Tomeo, defensa central. Es la demostración científica de que para jugar en un equipo de fútbol no hay que saber jugar al fútbol: basta con dar muchas patadas y empujar a los demás. Le pone mucho entusiasmo y grita mucho y hace todo lo que puede, pero es tan malo que no tiene solución.

Con el número 5, Toni, medio centro. Es una mezcla entre Messi y Cristiano Ronaldo, aunque a lo mejor no es tan bueno; pero a nosotros, desde luego, sí que nos lo parece. Creo que le da un poco de rabia tener que jugar con nosotros en lugar de estar con los del Axia o con el Santo Ángel, pero somos el equipo que le ha tocado.

Con el número 6, Helena con hache, media punta. Helena tiene los ojos más grandes que he visto en mi vida, y es tan guapa que no sé qué más puedo decir de ella. Ah, sí, que lleva más goles que yo en la liga.

Con el número 7, Pakete, delantero centro. En realidad se llama Francisco, o Paco, o incluso Paquito, pero lleva una racha bastante mala y ahora todos en el equipo le llaman Pakete.

Por si todavía no os habéis dado cuenta, Pakete soy yo.

Esos somos los siete titulares.

Y después están los dos suplentes.

Con el número 8 está Ocho, que es suplente para casi todos los puestos, y que es tan bajito que parece que tiene ocho años, aunque el mes que viene cumple once, y por eso le llaman así. En realidad se llama Pedro, pero es mucho mejor que te llamen Ocho a que te llamen Canijo o Enano o algo peor, digo yo.

Y por último está Anita, con el número 10, que es la portera suplente, y que nunca antes se había puesto de portera, pero convenció a su madre de que la borrara de ballet y la apuntara a fútbol, que le gustaba mucho más. Anita lleva gafas y no ve la bola cuando viene, pero como es suplente nunca nos hemos preocupado mucho por eso. Hasta ahora.

Luego están Alicia y Felipe, que son los entrenadores; algunos dicen que son novios, aunque yo no les he visto nunca darse un beso ni nada de eso.

Alicia está muy delgada y es muy alta, y sabe mucho de fútbol, y siempre nos está contando historias de grandes jugadores y de equipos míticos y cosas así.

Felipe tiene barba, y una vez el padre de Camuñas se enfadó con él y le dijo que, por mucha barba que tuviera, seguía siendo un crío y que no tenía ni idea de fútbol. Eso pasa muchas veces, que los padres se enfadan con los entrenadores. Sobre todo cuando perdemos, que es casi siempre.

Este es mi equipo de fútbol 7: el Soto Alto Fútbol Club.

Aunque entre nosotros nos llamamos los Futbolísimos.

¿Por qué?

Pues porque antes de tirar el penalti más importante de la historia del Soto Alto, pasó una cosa increíble que no había ocurrido nunca. Y que no creo que vuelva a ocurrir jamás.

 

 

 

 

El colegio Soto Alto está en un pueblo de la sierra de Madrid que se llama Sevilla la Chica, y muchas veces los de otros pueblos de alrededor hacen bromas con el nombre, y ponen cosas en los carteles de tráfico de la entrada, y supongo que se parten de risa cuando lo hacen, pero yo la verdad es que no sé qué tiene de gracioso.

El colegio está dentro de una urbanización que también se llama Soto Alto.

Hay cursos de infantil y primaria.

Tiene un patio muy grande con dos canchas de baloncesto y un campo de fútbol.

Y hay un lema escrito sobre el muro de la entrada:

«Donde hay educación no hay distinción de clases». Confucio (551 a.C. - 478 a.C.)

Por lo visto, Confucio fue un filósofo chino muy importante que dijo cosas muy inteligentes.

Y la asociación de madres y padres de alumnos hizo una votación para poner esa frase.

Había otras frases que también gustaban mucho, pero al final ganó la del chino. A mí me parece muy chula, aunque no estoy seguro del todo de lo que quiere decir.

Yo estoy en quinto B.

Somos treinta en mi clase.

Camuñas y Angustias también están en mi clase.

Helena, sin embargo, está en quinto A.

No sé cuál es la razón por la que unos estamos en la B y otros en la A.

A lo mejor nos dividieron por el orden de llegada al colegio. O por orden alfabético. O por lo que le dio la gana al director del colegio, que se llama Esteban y que cuando pasa por el patio siempre parece que va hablando solo. O a lo mejor es por pura casualidad.

Antes era todavía más lioso porque había un C. Pero lo quitaron porque no había dinero para tantas clases, y a los del C los repartieron entre el A y el B.

El caso es que a mí me cogieron para el equipo de fútbol el año pasado.

Nuestro equipo de fútbol 7 juega en la Liga Intercentros, que es la liga de fútbol más importante en la que yo he jugado nunca.

Hay dieciséis equipos.

El primero gana la liga.

Y los dos últimos bajan a la segunda división.

Los de la asociación de madres y padres de alumnos se han reunido y han decidido que si este año bajamos a segunda, lo mejor será deshacer el equipo de fútbol y crear un grupo de teatro, o dar clases de guitarra o algo así.

Dicen que el fútbol es demasiado violento y competitivo y que no nos conviene. Así que si bajamos a segunda, se acabó el equipo.

A los de la asociación de madres y padres de alumnos les gusta mucho reunirse y tomar decisiones. Sobre todo a la madre de Anita, que se llama Laura, y es una sabihonda y una doña Perfecta y una mandona.

Si Confucio estuviera aquí, puede que les dijera:

«Preguntad a los alumnos antes de tomar una decisión».

Pero Confucio está muerto desde hace más de dos mil años.

Así que ellos siguen reuniéndose y tomando decisiones.

Lo de la violencia tiene gracia que lo digan justamente ellos, porque en los únicos partidos en los que ha habido alguna pelea ha sido porque los padres se han peleado con los padres de otros equipos, o con el árbitro, o con los entrenadores. No ha habido ni una sola pelea entre los niños.

No tengo nada en contra de la guitarra, pero me gusta mucho el fútbol.

Espero que no se acabe el equipo.

Aunque la verdad es que la cosa no está fácil.

Solo quedan tres partidos y vamos los penúltimos.

Tenemos que ganar algún partido antes de que acabe la liga si no queremos bajar a segunda.

Y que el equipo desaparezca.

Mi padre se llama Emilio, y es policía municipal.

Los policías municipales de mi pueblo son policías normales que van con un uniforme azul y ponen multas y cortan la calle principal cuando son las fiestas. No son como los de las películas, que van por ahí persiguiendo a los malos y pegando tiros. Mi padre dice que un par de carreras sí ha echado alguna vez. Pero que nunca ha tenido que usar su pistola.

Tampoco es que en Sevilla la Chica pasen tantas cosas, la verdad. O por lo menos, que yo sepa.

A mi padre le gusta contar muchas cosas del trabajo.

Como, por ejemplo, cuando unos ladrones entraron a robar en la pastelería de Ginés, pero luego no fueron capaces de salir. Así que se quedaron dentro esperando a que llegaran Ginés y su mujer, y mientras se comieron todos los pasteles y los bollos.

O cuando se llevó el coche de Gustavo Ferrada, el alcalde de Sevilla la Chica, por aparcar en zona prohibida.

–Las normas son para todos, Francisco, no te olvides –me dijo mi padre–. Da igual que seas el alcalde o el presidente del gobierno.

Yo creo que a mi padre le encanta ser policía municipal.

A lo mejor algún día, cuando sea mayor, yo también seré policía, aunque todavía no sé si quiero ser futbolista o veterinario o periodista deportivo o profesor de gimnasia o policía municipal, pero mi padre dice que todavía no tengo que decidirlo.

Mi madre se llama Juana y es dependienta en una tienda de regalos.

Esto es bueno y es malo al mismo tiempo.

Lo que tiene de bueno es que le hacen descuentos en los regalos de cumpleaños y de Navidad, y en todos los regalos en general. Lo malo es que todos los regalos que se hacen en mi casa son de la tienda de mi madre. Así que nada de juegos de la Play, ni balones de fútbol, ni bicicletas, ni otro montón de cosas que me gustaría que me regalaran, pero que no las tienen en la tienda de mi madre, y que me parece que tendré que esperar a comprármelas yo cuando ahorre de la paga.

A mi madre le gusta mucho el fútbol y es del Atlético de Madrid, y siempre dice que el Atleti es el único equipo del mundo que cuando bajó a segunda división tuvo más socios y más seguidores que cuando estaba en primera. Yo no sé si es verdad, pero lo dice tan orgullosa que parece que fuera la presidenta del equipo o algo así.

Es una pena que mi madre no vaya a las reuniones de la asociación de madres y padres de alumnos del colegio, porque se enfadó muchísimo cuando se enteró de que habían propuesto que desapareciera el equipo de fútbol si bajábamos. Ella no suele asistir a ninguna porque, como trabaja en la tienda, dice que entre unas cosas y otras no tiene tiempo ni para respirar, aunque yo creo que exagera un poco; pero bueno, esa es otra historia.

–¿Y tú no hiciste nada? –le preguntó a mi padre, que sí va a las reuniones.

–Mujer, se decidió por mayoría…

–¿Pero tú qué votaste? –insistió mi madre.

–Yo… bueno… yo me abstuve…

–¿Cómo que te abstuviste? –preguntó mi madre, como si no pudiera creerse lo que acababa de oír–. Pero ¿por qué te abstuviste? ¿Es que estás loco?

–Juana, por favor... Yo, como agente de la autoridad, tengo que dar ejemplo y estar por encima de estas cosas, y no puedo implicarme en decisiones de este tipo, y además…

–¡Pamplinas!

Cuando mi madre dice «pamplinas» significa «se acabó la discusión».

Y se fue de allí dejando a mi padre con la palabra en la boca y refunfuñando: «Abstención, habrase visto».

Mi madre está todo el día diciéndome que a ver si meto un gol de una vez y que a ver si espabilamos para que el equipo continúe el año que viene.

–Entrena mucho, mete goles y estudia matemáticas, Francisco –me repite a todas horas.

Todo el mundo me llama Pakete o Paco o Paquito, pero mis padres me llaman Francisco.

Bueno, mi padre a veces me llama también Pakete, y mi madre se enfada cuando se le escapa.

Mi padre no se enfada casi nunca.

Yo creo que a mi padre en el fondo no le gusta el fútbol, pero dice que sí porque a él no le gusta llevar la contraria a mi madre.

Bueno, ni a mi madre ni a nadie.

Y ahora voy a decir tres cosas de mi hermano Víctor, y espero no tener que decir nada más de él.

Víctor tiene catorce años y se cree que lo sabe todo, y también se cree que se puede meter conmigo porque es mayor.

Víctor no va al mismo colegio que yo. Va al instituto Sánchez Ruipérez, que es donde iré yo dentro de dos años.

Mi hermano es del Atleti, como todos en mi familia. Yo he pensado hacerme del Real Madrid o del Barça solo por llevarle la contraria, pero al final no he podido; o sea, no es que no me hayan dejado, es que no me sale. Soy del Atleti a pesar de mi hermano, y ya está.

Ya sé que solo iba a decir tres cosas de mi hermano, pero voy a decir lo último:

Víctor siempre está diciendo que tiene muchas novias, aunque yo no le he visto nunca con ninguna.

Se ríe de mí porque dice que soy un alelado y que nunca tendré novia.

Víctor parece que no entiende una cosa.

Yo no quiero tener novia.

Nunca.

 

 

 

 

Las chicas a veces son muy raras. Por lo menos, las de Sevilla la Chica. A lo mejor las de otros sitios son de otra manera y se las entiende mejor.

En mi clase hay muchas chicas que hacen cosas muy extrañas, que mejor no las voy a contar porque seguro que nadie se las creería.

Helena con hache es distinta.

A Helena le gusta el fútbol tanto como a mí.

O puede que incluso más.

Ya he dicho que este año lleva más goles que yo en la Liga Intercentros.

Además, Helena tiene los ojos más grandes del mundo, y dice Camuñas que es la más guapa con diferencia de quinto A. Y también lo sería del B, si estuviera en quinto B, claro.

–¡Al enano le gusta Helena! ¡Al enano le gusta Helena! ¡Al enano le gusta Helena! –dijo mi hermano Víctor.

No quería hablar más de mi hermano mayor, pero no he podido evitarlo.

Estábamos comiendo y dijo dieciocho veces seguidas la misma frase:

–¡Al enano le gusta Helena!

El «enano» soy yo, claro.

–¿Y quién es esa Helena? –preguntó mi madre.

–Helena no es nadie, y no me gusta, y ya está bien de pamplinas –dije yo.

Pero, por lo visto, la palabra «pamplinas» solo es mágica cuando la utiliza mi madre. Cuando yo la digo, las discusiones no se acaban, sino que van a más.

–Es una chica de su clase –dijo Víctor.

–Ah, sí, la del equipo de fútbol –dijo mi padre.

–¿La morenita guapa? –preguntó mi madre.

–Es una de las mejores del equipo –insistió mi padre–. Me parece normal que te guste, Francisco.

Mi hermano Víctor se partía de risa.

Yo me estaba poniendo rojo.

–Aunque todavía no estás en edad de esas tonterías –añadió mi madre–. Ahora, a centrarte en las matemáticas y en el fútbol. Ya tendrás tiempo para novias.

–A ver si os queda claro: Helena no me gusta, y yo no quiero tener novia. Nunca –dije muy serio.

Mi hermano siguió riéndose un rato.

Y mis padres continuaron hablando del equipo, y de lo que más me convenía, y de que en sus tiempos las chicas y los chicos no jugaban juntos al fútbol, y de otro montón de cosas que a mí me daban exactamente igual.

Yo solo pensaba en una cosa:

Helena con hache no me gusta.

Yo lo que quiero es jugar al fútbol.

Con Helena, si puede ser.

Pero porque es buenísima, no porque me guste.

Antes de que me cogieran para el equipo, Helena ya estaba de titular. Ha jugado al fútbol desde que era tan pequeña como un balón.

Conoce todos los equipos y todos los jugadores, y siempre está hablando con Alicia, la entrenadora, que conoce todavía más equipos y más entrenadores porque es mayor y ha tenido más tiempo para aprendérselo.

Helena vive dos calles debajo de la mía, y algunas veces volvemos andando juntos a casa después de los entrenamientos.

Aunque a veces ella vuelve en bici, y entonces ya no vamos juntos.

Al principio, cuando volvíamos juntos, yo iba callado y no decía nada porque ya he dicho que Helena es la más guapa de todo quinto y a lo mejor incluso es la más guapa de Sevilla la Chica.

Pero luego, poco a poco, ya empecé a hablar.

Helena y yo hablamos sobre todo de fútbol, pero también de otras cosas. Ella habla mucho de su padre. Le ve poco porque es periodista y viaja por todo el mundo. Y porque además sus padres no están juntos, o sea, que están divorciados, y Helena dice que a ella no le importa porque es mejor eso que cuando estaban juntos y se pasaban todo el día peleándose.

Cuando su padre está en España y pasa el fin de semana con él, le cuenta las historias que le han ocurrido en América o en África o en Japón.

Últimamente, de lo único que hablamos al volver a casa es de los tres partidos que nos quedan para terminar la liga. Estamos muy preocupados por si desaparece el equipo.

Si desaparece el equipo, ya no podremos jugar al fútbol.

Y no podré volver con Helena a casa después de los entrenamientos.

Pero Helena está segura de que vamos a ganar por lo menos uno de los tres partidos y nos vamos a salvar.

–Nos vamos a salvar seguro –dijo.

–Ojalá.

–Y fijo que vas a marcar algún gol –me animó ella.

–Ojalá –dije yo.

–Y yo también voy a marcar –dijo.

La miré y vi sus ojos tan grandes y que estaba sonriendo, y dije:

–Ojalá.

–Pakete.

–¿Qué?

–¿Puedes dejar de decir todo el rato «ojalá»?

–Sí.

–Vale.

Y seguimos andando un buen rato sin decir nada más.

A veces Helena también me llama Pakete.

Pero cuando lo dice ella, no me importa.

Suena distinto.

El que me puso el mote lo hizo para reírse.

No sé si lo he dicho, pero el primero que me llamó así fue Toni.

Toni metegoles chupóptero y superchulito.