A los niños que sufren
OLIVIA SE CONSIDERA una niña como cualquier otra. Ni mejor ni peor que sus amigas, ni más afortunada ni más desgraciada. Sabe que la vida reparte sus cartas al azar, que a cada cual le toca jugar con las suyas y que no vale hacer trampas.
A Olivia le ha tocado una madre actriz, un padre missing, un hermano miedoso, unos abuelos misteriosos, unos vecinos relamidos, unas amigas tiquismiquis, una escuela de una sola línea, una tele estropeada y un piso, pequeño y acogedor, con orientación sur.
Probablemente, si Olivia hubiera metido baza en esta presentación, habría querido añadir muchas otras cosas que ella creía importantes. Por ejemplo, las piedras volcánicas de cuando subió al Teide, o la bici azul con la que aprendió a montar y que regaló a su hermano Tim, o la biblioteca de libros de aventuras heredada de su abuelo por parte de madre que le había hecho compañía toda su niñez... y tantas y tantas cosas que creía que siempre tendría. Pero eso era antes de que comenzara esta historia.
Olivia, ahora mismo, ya no daría tanta importancia a naderías. Ahora sabe que los recuerdos a menudo caben en un bolsillo, que los objetos, como las palabras, se los lleva el viento y que todo lo que las personas normales creen que es inmutable, tal vez no lo sea.
La vida es una lotería que nos depara infinidad de sorpresas. En cualquier momento el Empire State o Torrespaña, aunque nos parezcan sólidos, pueden caer y hacerse añicos.
Olivia ha aprendido que los terremotos no solo sacuden ciudades, montañas y valles y son noticia en el telediario de la noche. También hay movimientos sísmicos personales que afectan a muchas familias, pero de los que nadie se entera porque quedan silenciados de puertas adentro.
Tal vez porque no interesan a nadie.
Olivia sabe que un día cualquiera todo puede empezar a tambalearse. Aunque no haya ningún aviso en el cielo que diga ¡ATENCIÓN, DÍA PELIGROSO!, aunque no aparezcan los bomberos con la sirena a todo trapo para rescatar a los damnificados ni haya colas de gente dispuesta a donar sangre a las víctimas.
Pero ese día especial, que queda camuflado entre tantos otros, las cosas cambian de lugar, de nombre, de valor hasta que, de repente, el suelo se hunde bajo los pies y el mundo conocido, el que existía hasta entonces, desaparece en pocos segundos.
¿Os lo imagináis?
Olivia, que lo ha vivido, tampoco se lo podía imaginar.
SE ACABA DE IR la luz de casa.
Yo navegaba por internet visitando webs y recogiendo información sobre Australia para la exposición de mañana en clase de Sociales. Ya tenía el trabajo casi terminado cuando, de repente, PLOF, la pantalla se ha fundido en negro.
Y no lo había guardado. Y lo he perdido todo. TODO significa más de dos horas de trabajo. Un montonazo de tiempo.
Estaba contenta porque había encontrado muchas cosas sobre los aborígenes australianos: que si eran unos indígenas que vivían en el continente desde hace más de 40.000 años, que si los primeros europeos que llegaron eran ingleses y utilizaron la isla como prisión para enviar lejos a los delincuentes, que si el nombre de Australia viene de Austral, o sea, «del sur».
Me he enfadado mucho mucho, muchísimo.
–¡Mamá! ¡La luz! –grito.
Debe de ser que mamá está planchando y se ha olvidado del centrifugado de la lavadora. A veces sucede que si tenemos más de dos o tres aparatos funcionando a la vez, saltan los plomos del contador. Mamá dice que es por exceso de kilovatios y nos advierte que no podemos consumir tanta electricidad junta. Últimamente, antes de salir de casa pasa revista a todas las habitaciones de la casa y nos echa la bronca a Tim y a mí si nos hemos dejado el ordenador o la tele encendidos.
–¡Mamá! ¡Tengo miedo! –grita Tim desde el comedor.
Tim, que es un miedoso, ha venido caminando de puntillas hasta mi habitación. Le dejo que se tumbe en mi cama, pero no quiero que me la ensucie y le pongo la condición de que se quite los zapatos. No protesta. El pobre, que estaba viendo los dibujos de la tele, se ha quedado a medias y está tristón.
–¡Puaaaj! ¡Qué pestazo! –exclamo sin poderme aguantar.
¿Cómo puede ser que los pies de un enano de siete años sean como dos camembert?
Tim no se ha defendido, no me ha llamado burra ni me ha restregado los pies por la cara para hacerme rabiar como otras veces. Se ha callado como un muerto.
Yo también.
Todo está oscuro y silencioso, extrañamente vacío. Da mal rollo. El tiempo se detiene unos instantes y parece que la vida pase a cámara lenta. El mundo sin luz tiene una dimensión diferente, como si un agujero negro te arrastrara hacia lo desconocido.
–¡Mamáaaa! –insistimos ambos a la vez, un poco asustados, en vista de que la luz no vuelve mágicamente como otras veces.
Pero nuestro grito no produce el efecto esperado. No se enciende ninguna bombilla, no se oye piiip ni todo vuelve a ser como antes.
Mamá ni siquiera nos contesta.
Al cabo de un rato oímos el tap-tap de sus pasos que se acercan por el pasillo. Mamá camina con dos velas encendidas, una en cada mano, muy poco a poco por temor a que el fuego le prenda el pelo, y vigila que la cera que gotea no caiga al suelo. Su sombra es larga y sinuosa, recuerda a una serpiente, y se balancea arriba y abajo como un espectro.
Tim me coge la mano muy fuerte y pega un respingo de animalillo asustado.
–¿Mamá? –pregunta con desconfianza.
Como si no se creyera que es ella, como para estar seguro.
Y tiene razón al desconfiar. Mamá, a oscuras, parece más delgada y más blanca que nunca.
–¿Quién crees que soy? –responde la voz de mamá mientras su mano deja una vela sobre mi mesa.
–Pareces un fantasma –osa decir Tim.
Tim solo tiene siete años y dice lo que piensa.
–¿Qué ha pasado? –pregunto yo, intrigada.
–Una avería. No saben cuándo podrán arreglarla.
–¿En todo el edificio?
–No, parece ser que es un problema de aquí, de casa.
Se me ha caído el mundo encima.
–¿Y mi trabajo? ¿Cuándo podré acabar el trabajo? ¡Mañana tengo que presentarlo! ¡Nuria y Eli se mosquearán conmigo!
Y me imagino las caras que pondrán mis compañeras cuando les diga que me he quedado sin luz, justo antes de imprimir el trabajo. Y luego me reprocharán que no lo haya enviado ni guardado en un lápiz de memoria.
Mamá no me contesta. No sabe qué decirme. Natural, no es su problema. Mañana ella no tiene que ir a la escuela ni tiene que dar la cara delante del profe. Para ella todo es muy fácil.
–Si mañana seguimos sin luz, puedes ir a trabajar a la biblioteca –me sugiere flojito.
–¿Cómo? ¿Mañana? ¿Quieres decir que a lo mejor la avería aún no estará arreglada? –protesto.
–No lo sé, Olivia, no lo sé –responde con voz irritada.
Y da media vuelta, iluminando su camino con la otra vela.
–¡Espera, espera! –salto nerviosa–. Yo necesito cargar el móvil y ver la serie de Queenny y tener la camiseta verde planchada para mañana y...
–¡Yo también necesito muchas cosas y no las tengo! –contesta mi madre en un tono de voz que no admite réplicas.
Las madres tienen esta forma de cortar de raíz las rebeliones. Si tú dices que quieres una cosa, ellas dicen que querrían dos.
Y no es cierto.
Ella no se sienta junto a Nieves, que siempre frunce el ceño cuando te huele la sudadera. Ella no tiene el cabello encrespado como yo, que si no me lo aliso cada mañana parece que me haya caído una bomba de neutrones en la cabeza. Ella no tiene diez grupos de WhatsApp que comentan la serie de la noche y las fotos de Instagram. Ella no es yo y, por lo tanto, sus problemas no son como los míos. Los de ella son infinitamente más sencillos.
–¿Cómo se apañará mamá para poner en marcha el microondas? –se ha interesado Tim, muy sensatamente, una vez nos hemos quedado solos.
Aunque es pequeño, a veces piensa, y esta vez tiene toda la razón. Es que mamá no cocina: mamá saca las cosas del congelador y las mete en el microondas.
¿Qué cenaremos sin microondas? ¿Y cómo lavaremos la ropa sin lavadora? ¿Y cómo me secaré el pelo sin secador? ¿Y cómo plancharemos mis camisetas? ¿Y cómo cargaré mi móvil? ¿Y el portátil?
–Pobre mamá, está sola y a oscuras en la cocina –ha lloriqueado Tim.
Quizás parezca un niño compasivo, pero estaba muerto de miedo y ha sido incapaz de ir a hacerle compañía.
–No me da ni pizca de pena –he dicho enfurruñada.
Y no lo decía por decir. Los adultos lo son porque han vivido mucho y saben lo que se hacen. Mi madre puede decidir, elegir, comprar, prohibir y hacer lo que le dé la gana con su vida. Pero si las cosas van mal, no debe echar la culpa a los demás.
Yo, en cambio, soy una estudiante de sexto de Primaria. Solo tengo doce años y no puedo votar, ni comprarme un perro, ni viajar en avión sola. Por no tener, no tengo ni las llaves de casa.
La culpa es suya y se acabó.
EN LA ESCUELA NO ME CREEN. No se creen que ya llevemos una semana sin electricidad y que mamá no consiga que la compañía nos arregle la avería.
–¿Y qué cenáis? –me preguntó Irene con insolencia.
–Pan con aceite y atún, y naranjada con piña –respondí.
–¿Y nada más?
–Mi madre es actriz, ya sabes.
Tener una madre actriz es tener respuesta para todo. Va muy bien para hacer callar la boca a las amigas preguntonas. Una madre actriz hace cosas excéntricas y diferentes a las que acostumbran a hacer las otras madres, como dormir por las mañanas y trabajar por las noches, conducir una moto, vestirse con ropa de mercadillo, llevar el pelo de colores, peinar a su hija –o sea, yo– como a Pippi Calzaslargas, preparar bocadillos de croquetas frías o pillar una camioneta e ir con sus hijos de vacaciones a la Bretaña a recoger conchas en la playa, comer crepes y visitar dólmenes.
Cuela.
Diga lo que diga de mamá, cuela siempre porque es actriz y salía en la tele. Era la peluquera Eva Manzano, de la telenovela de la tarde, y en sus tiempos se hizo muy famosa. Aunque se enfrentaba ella sola a los mafiosos de su barrio, nunca le pasaba nada, siempre se salvaba por los pelos. Yo creía que eso era porque las protagonistas no mueren nunca. Hasta que en un tiroteo recibió una ráfaga de ametralladora y la palmó.
Fue tan repentino que lloré una tarde entera como una boba. No fui la única: Tim pasó una semana durmiendo en la cama de mamá por culpa de las pesadillas. Pobre chaval, fue muy fuerte ver a su madre como un queso gruyer en la pantalla del televisor.
Nadie podía imaginarse que el personaje de Eva Manzano terminaría así, de una forma tan brusca. Ni mamá se lo creía, porque los productores no la habían avisado y ella se enteró de que la freían a tiros el mismo día que leyó el guion. Al principio supuso que solo estaba herida, pero al ver su funeral televisado tuvo que digerir que Eva Manzano había pasado a la historia. El día antes era una heroína de la tele, y al día siguiente estaba muerta y enterrada. Muy fuerte.
Se quedó sin trabajo, claro. Y yo creo que también se murió un poco, porque después de Eva Manzano no ha hecho nada bueno: anuncios de detergentes, un par de obritas de teatro como secundaria, muchas figuraciones mal pagadas y para de contar.
Pero los niños de la clase creen que todavía es famosa, la llaman «la Manzano», le preguntan dónde esconde la pistola y le piden un selfi. Por eso, cuando quiero que cierren la boca, los despisto con la excusa de la madre actriz. De esto hace dos años.
–¡Olivia! ¿Puedes pasar un momento por dirección, por favor? El director quiere hablar contigo.
Lo ha dicho Amparo, la jefa de estudios, una profesora de Matemáticas amargada, como todas las profesoras de Matemáticas.
La clase entera se da la vuelta para mirarme –no sé por qué todo el mundo mira fijamente a los que llaman por su nombre– y me pongo colorada como un pimiento. No puedo remediarlo, me pasa siempre que dicen mi nombre. No es que sea tímida, al revés: me gustaría decir un montón de cosas que pienso y que se me ocurren, pero antes de abrir la boca, si me miran, noto un calorcillo en las mejillas y presiento que la temperatura irá en aumento y se convertirá en una quemazón intensa hasta que mi cara parezca un semáforo.
Recuerdo que me pasó por primera vez cuando entré en la escuela, era nueva y Lulú Fernández, que se sentaba a mi lado, me preguntó cómo se llamaba mi padre. Yo tenía seis años y no lo sabía. En realidad, no sabía ni quién era ni dónde vivía, porque en casa nunca se hablaba de él. Y, puestos a ser franca, no recordaba ni su cara. Lulú me señaló con su dedo índice y, a grito pelado, anunció a los niños que yo, la nueva, no sabía ni el nombre de mi padre y que era tonta. Todos se rieron de mí y yo me puse como un tomate.
Ese mismo día, mamá me contó que papá se llamaba Filippo Tancredi, que era un periodista italiano, que se habían conocido viajando y que vivía muy lejos, en Asia, haciendo reportajes y crónicas de guerra de país en país. Mamá me enseñó un par de fotografías de papá años atrás y me dijo que era muy guapo y muy simpático, y que a su lado había vivido un tiempo corto, intenso y muy feliz. Suspiró y me confió en voz baja, como si fuera un secreto, que quizás algún día pasaría a visitarnos, puesto que no conocía a Tim.
Mi padre no ha vuelto y reconozco que me da mucha vergüenza que me pregunten por él. Ana, que es hija de psiquiatras, me soltó que yo lo que tenía era un trauma infantil. Me enfadé y no quise jugar nunca más con ella. Pero a veces creo que no estaba tan equivocada y que no he acabado de digerir lo de tener un padre missing. Quizás por ello, siempre que mis amigos hablan de sus padres me entra una tristeza de tarde de lluvia y me vienen muchas ganas de llorar. Cuando eso ocurre, me levanto disimuladamente y me voy.
No sé si le echo de menos, pero me resulta extraño que todos los niños tengan un padre y yo no. Y quizás las ganas de llorar sean porque no guardo recuerdos suyos, solo un vacío y un hueco incómodo que no soy capaz de llenar con imágenes ni con palabras. No puedo decir nada acerca de él. No puedo quejarme porque sea un pesado como el padre de Alfonso, ni un fresco como el padre de Merche, ni un comodón como el padre de los gemelos López. A lo mejor Ana tiene razón, a lo mejor estoy traumatizada y por eso me ruborizo.
Mamá no lo entiende. Ella es actriz y está acostumbrada a actuar de cara al público. Para ella resulta la mar de fácil ponerse en pie en una reunión de padres y protestar por lo que sea, porque solo tenemos media hora de patio o porque nos ponen muchos deberes. O soltar un chiste y hacer reír a todos. Yo soy la otra cara de la moneda: calladita y discreta, y procuro que no me miren demasiado. A menudo creen que soy una antipática y una relamida o... que soy tímida.
–¿Olivia?
Me levanto del pupitre escamada y corro hacia el despacho del director procurando que mis compañeros no se den cuenta de mi sofoco, pero antes paso por el baño y me lavo la cara con agua bien fría hasta que vuelvo a tener un aspecto normal. Luego, respiro profundamente, me aliso el jersey y llamo a la puerta del despacho del dire con los nudillos.
Aunque lo disimule, estoy nerviosilla. Seguro que los profesores le han dicho que soy una mentirosa y que me he inventado la excusa de la electricidad para escaquearme de las tareas de la escuela. En sexto nos aprietan mucho con la cantinela de que el próximo año iremos al instituto.
–Pasa, pasa, Olivia, y siéntate.
El director es muy viejo, o lo parece, porque tiene el pelo completamente blanco y la piel arrugada como una pasa. Es un hombre seco y serio –a quien nadie conoce por su nombre– que sirve para regañar a los niños y asustarlos cuando ocurre algo gordo. Es un decir.
Me siento con los ojos bajos, para no ponerme colorada, y espero a que me eche la bronca, pero no lo hace. En lugar de reñirme, carraspea un par de veces, como si no supiera muy bien el modo de empezar, y, procurando dirigirse a mí con voz amable y sonrisa algo artificial, me pregunta:
–¿Cómo está tu madre?
Es tan sorprendente que levanto los ojos enseguida.
–¿Cómo?
–Que si está bien de salud, vaya, si no está enferma.
–No, no está enferma. ¿Por qué?
El hombre se inquieta y tamborilea con un dedo sobre la mesa repetidamente.
–Le hemos enviado un par de cartas y no hemos tenido respuesta. ¿Conserváis la misma dirección?
–Sí.
–No lo entiendo. Tal vez..., tal vez el cartero se haya equivocado de buzón –digo yo, por decir algo.
–La hemos llamado varias veces y no nos contesta.
–Desde la cocina no se oye el teléfono –la justifico.
–Hay un problema y tenemos que hablar con ella.
Me he quedado helada.
–¿Qué problema?
Todavía se ha puesto más nervioso.
–No importa, son cosas de adultos. Solo quería saber si todo va bien y darte una nota para que se la hagas llegar personalmente.
No me ha gustado nada recibir un sobre para mi madre. Me ha hecho sentir traidora y mala. ¿Acaso querían quejarse de mí? ¿O de Tim? ¿O de la ropa que llevamos? ¿O del libro de Lengua que perdí?
–Se lo entregarás, ¿verdad?
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–Pues dale recuerdos –se ha despedido el director.
Me marcho con una sonrisa de esas de compromiso, pero en lugar de ir hacia el aula, me meto de nuevo en el baño y abro el sobre con mucho cuidado para que no se note. Ya le pondré pegamento una vez llegue a casa.
Me he leído la carta de un tirón y sin respirar.
Estimada Sra. Tancredi:
Los recibos bancarios de la cuota cooperativa y del comedor de sus hijos nos han sido devueltos por el banco durante los últimos cuatro meses. Le rogamos que pase por secretaría lo antes posible para ponerse al día de sus pagos.
En caso de que no responda a nuestros requerimientos, nos veremos obligados a tomar otras medidas.
Atentamente,
El equipo directivo
A pesar de estar sola en el baño, me he puesto colorada como un tomate.